El día de Pentecostés de 1917 —27 de mayo— el Papa Benedicto XV, mediante la constitución apostólica Providentissima Mater Ecclesiae, promulgó el Código de Derecho Canónico, cuya entrada en vigencia quedó establecida para el día de Pentecostés del año siguiente, 19 de mayo de 1918. Se ponía término, así, a un largo trabajo que se había iniciado el 19 de marzo de 1904 cuando el Papa Pío X, mediante el motu proprio Arduum sane munus2, había decidido sustituir el viejo Corpus Iuris Canonici por un nuevo cuerpo de derecho que contuviere las leyes universales de la Iglesia bajo una nueva modalidad fijadora que, surgida en el ámbito del derecho de los Estados, había terminado por imponerse: los códigos de la codificación. Aunque el Papa Pío X no era un jurista, había experimentado personalmente las dificultades que presentaba el derecho de la Iglesia al desempeñar los diversos oficios que había ejercido en su vida sacerdotal, dificultades que eran evidentes y que habían generado propuestas concretas en el Concilio Vaticano I3.
El motu proprio de 1904 había creado una comisión pontificia encargada de asumir la codificación del derecho de la Iglesia4, pero la elaboración del código no fue tarea de un grupo cerrado de iniciados, sino que, contando con el trabajo de un número importante de expertos bajo la dirección del futuro cardenal Pedro Gasparri, el mismo motu proprio dispuso la intervención de todo el episcopado latino. Dicha participación se articuló en dos grandes momentos: el primero, al inicio de los trabajos de codificación, la que dio origen a los postulata episcoporum; el segundo, cuando estuvieron preparados los proyectos parciales de los diversos libros del futuro Codex, la que dio origen a las animadversiones episcoporum. De ambos, es el primero el que ahora me interesa.
La primera de dichas consultas fue llevada a la práctica mediante la circular Pergratum mihi, de la Secretaría de Estado, de fecha 25 de marzo de 1904, enviada a todos los metropolitanos5. En ella se disponía que los arzobispos, después de haber oído a sus sufragáneos y otros ordinarios que debían estar presentes en el concilio provincial, debían hacer llegar a la Santa Sede, dentro de los cuatro meses siguientes, en pocas palabras, las principales modificaciones y correcciones que debían hacerse al derecho canónico en vigor. En la misma circular se indicaba que era deseo formal del Papa ver a todo el episcopado concurrir y tomar parte activa en un asunto que interesaba en grado máximo el bien y utilidad de toda la Iglesia católica. La respuesta de los obispos del mundo latino fue amplia, contándose entre ellas la de numerosos obispos latinoamericanos, incluidos los chilenos.
Al cumplirse el primer centenario de la codificación del derecho canónico de 1917, presento el aporte que hicieron los obispos chilenos en respuesta a la primera de las consultas formuladas. Como la respuesta de los obispos es extensa —es la más amplia de las enviadas por los episcopados latinoamericanos— expongo brevemente las diversas sugerencias sin mayores comentarios, salvo aquellos que me han parecido necesarios para la mejor comprensión de algunas de las propuestas para después avanzar una primera valoración de las mismas, la que hago desde diversas aproximaciones. A través de este primer aporte chileno es posible advertir el sentir del episcopado chileno en lo que a la codificación se refiere, así como los problemas y preocupaciones que experimentaban en el gobierno de sus iglesias particulares. Desde esta perspectiva, el trabajo que ahora presento es más bien histórico, dejando para un segundo momento un análisis canónico de las propuestas episcopales llegadas a Roma desde Chile.
I. LOS OBISPOS DE CHILE
En marzo de 1904 había en Chile un arzobispado y tres obispados: el arzobispado de Santiago, y los obispados de Concepción, San Carlos de Ancud y La Serena. Arzobispo de Santiago era Mariano Casanova Casanova (1886-1908); obispo de Concepción era Plácido Labarca Olivares (1890-1905); obispo de San Carlos de Ancud era Ramón Ángel Jara Ruz (1898-1909); y obispo de La Serena era Florencio Fontecilla Sánchez (1890-1909). Tan solo ellos tenían derecho a intervenir en un concilio provincial y, por lo mismo, solo a ellos era preciso escuchar antes de responder a Roma, tal como estaba señalado en la circular enviada por el secretario de Estado. De ellos, eran Mariano Casanova y Ramón Ángel Jara quienes tenían una mayor formación y experiencia jurídicas, a diferencia de Plácido Labarca y Florencio Fontecilla cuya formación canónica se limitaba a la enseñanza general que habían recibido en el seminario, sin perjuicio de la experiencia pastoral que habían acumulado y su participación en el Concilio Plenario de América Latina (1899).
Una vez que llegó a manos del arzobispo Casanova la circular Pergratum mihi de la Secretaría de Estado6, el metropolitano nombró una comisión7 integrada por cinco sacerdotes para que le ayudaran en la elaboración de la respuesta. Ellos fueron: los presbíteros Alberto Vial y Carlos Silva Cotapos, y los religiosos fray Raimundo Errázuriz Valdivieso, op. y Narciso Sagrera, sj., todos ellos presididos por el obispo titular de Epifanía, Rafael Fernández Concha. Tarea de la comisión era “que nos ayuden en tan importante asunto, indicándonos los puntos principales que convenga observar”.
II. LOS POSTULATA DEL ARZOBISPO DE SANTIAGO
El informe fue enviado por el arzobispo Mariano Casanova con una carta dirigida al cardenal secretario de Estado, fechada en Santiago el 22 de septiembre de 19048. En ella le hacía presente que había recibido la circular durante el mes de mayo de 1904 y había hecho las consultas a los tres otros obispos que tenían derecho a participar en concilio provincial. De ellos, el de La Serena había hecho suyas las proposiciones del arzobispo Casanova, en tanto que el obispo de Ancud, sin perjuicio de hacer igualmente suyas las observaciones de la comisión, había hecho llegar por escrito sus sugerencias las que, igualmente por escrito, había hecho llegar el obispo de Concepción, las que eran enviadas a Roma conjuntamente con el informe del arzobispo. Si, como decía Casanova, la circular había llegado en el mes de mayo y su respuesta está fechada el 22 de septiembre, el arzobispo y sus sufragáneos pudieron responder la consulta dentro del plazo fijado por Roma. Una vez llegadas estas respuestas a Roma, fueron incorporadas por el consultor Bernardin Klumper en un volumen que recogió todos los postulata episcoporum recibidos. El informe preparado por el arzobispo Casanova aparece como la propuesta “de los padres de la provincia de Chile” que es el título que le da el mismo arzobispo.
En efecto, el informe del arzobispo Casanova, hecho suyo por los obispos de La Serena y Concepción, lleva el siguiente título, escrito en latín: “Información del episcopado chileno sobre las materias que hay que reformar en el derecho canónico según el motu proprio de Nuestro Santísimo Señor el Papa Pío X, De Ecclesiae legibus in unum redigendis”. Se trata de un extenso informe de 36 hojas en folio, manuscritas en latín por un solo lado, cuyo contenido, referido a aspectos diversos del derecho canónico vigente, no va separado por materias, sino que se distribuye en párrafos, distinguidos con números romanos, que se siguen sucesivamente. En la exposición del informe, agruparé las propuestas según el orden que me ha parecido más adecuado, individualizándolas, en cada caso, según el número de orden que tienen en el escrito enviado a Roma.
1. fuentes del derecho canónico
Las sugerencias arribadas a Roma desde Chile se iniciaban con algunas propuestas referidas a las fuentes del derecho canónico. La primera de todas ellas, sin embargo, se situaba en sentido diverso al proceso iniciado por Roma puesto que, si bien se enmarcaba dentro de la idea codificadora, no postulaba la existencia de un solo código canónico sino que hubiere en la Iglesia diversos códigos: el primero de ellos debía ser el fundamento de los demás y referirse al régimen general de la Iglesia; los otros debían regular materias peculiares, las que los mismos prelados chilenos sugerían: administrativas, penales, judiciales —o procesales— y litúrgicas. La razón que esgrimían era la utilidad que presentarían estos códigos peculiares para su reforma, la que se vería facilitada al referirse a una sola materia que, por su naturaleza, podía sufrir reiterados y numerosos cambios; o bien, porque estarían al servicio principalmente de algunas clases de personas (I). El primero de estos códigos, cuyo nombre sería el de Código Fundamental, debía iniciarse con un libro en el que se contuviere todo lo correspondiente a la constitución de la Iglesia, a las leyes y a la jurisdicción (II inc. 1°).
En lo referido a las leyes, el arzobispo de Santiago hacía diversas propuestas: i) que las leyes pontificias se promulgaren en algún periódico oficial de la Santa Sede, quedando siempre el derecho de la Santa Sede para promulgar sus leyes de otra manera peculiar (II inc. 2°), propuesta que hay que entender teniendo presente que los Acta Apostolicae Sedis, que constituyen actualmente el periódico oficial de la Sede Apostólica, solo empezaron a publicarse a partir de 1909; ii) la necesidad de establecer un espacio de tiempo para la entrada en vigencia de la ley —vacatio legis— atendida la distancia de los lugares y las comunicaciones, además de las condiciones para adaptarse a ella (II inc. 3°); iii) establecer que la interpretación auténtica de los cánones que proceden de la misma Santa Sede, tenga fuerza de ley, y que la misma sea promulgada en la medida que amplíe o coarte lo sancionado en la ley (III n. 1); iv) declarar que no tienen fuerza legal sino aquellas interpretaciones dadas en forma general; y que las explicaciones que pueden ser útiles para casos especiales solo puedan ser citadas como argumentos más o menos válidos en la explicación de la ley (III n. 2); v) atribuir la facultad de explicar el sentido general de cualquier ley canónica solo a una congregación romana (III n. 3).
Había ocasiones en que la ley dejaba de obligar por su inobservancia o el desuetudo, en atención a lo cual parecía conveniente a los prelados chilenos determinar el número de años que se requerían para que ello ocurriera, de acuerdo con la naturaleza de la ley. Además, refiriéndose específicamente a la costumbre, entendían que debían precisarse de manera estable las condiciones que debía poseer la costumbre para que tuviere fuerza de derogar la ley (IV inc. 1°). En todo caso, la costumbre no podía tener fuerza de ley si la misma ley no se refería a ella (IV inc. 3°).
Agregaban un par de sugerencias en lo referido a privilegios y rescriptos y, finalmente, en una proposición muy breve, apenas tres líneas, sugerían la derogación de “juris regulae quae in praesentibus codicibus continentur” (= las reglas de derecho contenidas actualmente en los códigos) (VI).
2. oficios eclesiásticos
Hacía presente el arzobispo de Santiago que existían algunos oficios eclesiásticos para los que los estatutos canónicos requerían grados académicos de doctor o licenciado en teología o derecho canónico; como dichos grados eran válidos cuando eran conferidos por universidades pontificias, las que había en pocos lugares, esta exigencia no se cumplía, por lo que dichos grados se dejaban de lado, o se pedía licencia de remitirlos, o eran subrogados por otros grados dados por otras universidades. A la luz de esto, sugerían que en aquellos casos en los que fuere necesaria la comprobación de una ciencia suficiente, se hiciere por medio de un examen u otra prueba prescrita (VII).
En cuanto a las elecciones consideraba conveniente las siguientes tres sugerencias: i) omitir todo lo que no se refiriere a la forma del escrutinio; ii) tratándose de sufragios emitidos en secreto o en público, que el número de sufragios fuere el necesario para una elección válida; iii) que en las elecciones públicas se omitiere hacer referencias a “la mayor y más sana parte” (“de majore et saniore parte”, “major et sanior pars”) para hablar siempre de mayor número; no excluyendo, sin embargo todos los remedios para evitar una elección dañina o viciosa (VIII).
En el tratado de jurisdicción entendía el arzobispo que convenía que se definiere la cuestión de si fuere suficiente el error común para la validez de los actos carentes de título, existiendo título colorado. En esta materia parecía oportuno declarar que lo que hubiere sido sancionado no solo se extendiere al acto de jurisdicción, sino también a todos los que eran peculiares por oficio, como serían, por ejemplo, los contratos que el párroco, en la administración de la parroquia, realizare y suscribiere (IX).
En materia de facultades delegadas, postulaba el prelado que las facultades apostólicas que habitualmente la Santa Sede delegaba en los obispos, fueren tenidas como ordinariamente delegadas, y fueren expedidas de esta forma (X inc. 1°). En las restantes delegaciones pontificias le parecía conveniente preparar una legislación más breve y fácil en la que se establecieren singularmente: cuándo las personas pueden delegar el oficio; cuándo pasa al sucesor y cuándo no; cuándo el delegado está obligado a ejercer la legación, cuándo puede hacerlo si quiere; cuándo le sea permitido a él mismo subdelegar a otros y cómo es el cumplimiento de la subdelegación, etc. (X inc. 2°). Por otra parte, en la delegación de facultades por derecho le parecía que había que incluir entre dichas facultades, las de la jurisdicción ordinaria en los casos en los que los obispos se desempeñaren como delegados de la Santa Sede (X inc. 3°).
Y en cuanto a los legados pontificios, solicitaba el arzobispo que se determinaren, con una regla general, sus derechos honoríficos y sus facultades, distinguiendo las que fueren comunes a ellos y las específicas de cada grado (XII).
3. clérigos
Un conjunto de propuestas se refería, en general, a los clérigos, la primera de las cuales se centraba en las irregularidades, a propósito de las que parecía conveniente lo siguiente: i) definir cuidadosa y singularmente las irregularidades que tuvieren que seguir vigentes; ii) declarar nula la irregularidad que tuviere fuerza de ley todas las veces que se dudare si acaso aquella en verdad existe o si hubiere duda de hecho o de derecho; iii) disminuir lo más que se pudiere el número de las mismas, haciendo nulos, entre otros, el defecto de lenidad o mansedumbre, y algunos de los casos de bigamia interpretativa, y otros de mala recepción y ejercicio ilícito de las órdenes (XIII).
En cuanto al régimen de estudios con los que se preparaban al sacerdocio, parecía al arzobispo que había que prescribir que nadie, con excepción de los casos extraordinarios, fuere promovido al orden sagrado sin que antes hubiere estado, al menos por un año, en el seminario sujeto a la disciplina escolástica y regular (XIV).
Supuesta la ordenación, otro número de propuestas sugería reformas a la disciplina de los clérigos, algunas de las cuales consistían en establecer ciertas prohibiciones. Por de pronto, para evitar los grandes males que, por ignorancia o por malas costumbres de los clérigos, podían producirse, se entendía que era conveniente establecer que ningún clérigo, sin previas facultades dadas por su ordinario, pudiere: i) enseñar filosofía o cualquier otra disciplina de la religión o de las ciencias eclesiásticas en colegios públicos o privados, tanto de niños como de niñas, ni tampoco tener aquellas alocuciones públicas, llamadas conferencias, sobre estas mismas disciplinas; ii) prestar servicios en los monasterios y hospederías, en las cárceles, en los colegios, en cualesquiera instituciones y asociaciones de esta clase, ni servir como capellán; iii) desempeñar cargos públicos excepto aquellos que por ley no admiten renuncia o excusa (XV)9. Por su parte, también para evitar los peligros de las malas costumbres, parecía cauto consejo prohibir a los eclesiásticos que, sin licencia del obispo, enseñaren a las mujeres el arte de la música, ya fuere vocal como instrumental10, prohibición que debía extenderse a la enseñanza privada de niñas, en cualquier ramo, incluso el de religión (XVI)11.
Consejo, que no prohibición, era la sugerencia según la cual parecía a los obispos conveniente aconsejar a los clérigos para que, cuando tuvieren un pleito entre sí, lo presentaren al arbitraje de un juez eclesiástico, o bien al de otro eclesiástico elegido por ellos mismos (XVII)12.
No era raro que fuesen tenidos por clérigos los que venían de diócesis ajenas, algunos de los cuales no obtenían, y otros ni siquiera pedían, las facultades para ejercer el ministerio, lo mismo que los que vivían en su propia diócesis que abiertamente demostraban que no les interesaban para nada estas facultades, o bien conservarlas o bien recuperarla: todos eran el máximo escándalo para el pueblo, por dedicarse a negocios indecorosos o por ser indulgentes con los vicios públicos. Para que por causa de estos, el clero o el bien de la religión a que ellos se debían no perdiere su fama, parecía conveniente al arzobispo de Santiago que estos fueren despojados de la tonsura y del hábito clerical; pero si esto se hacía por vía canónico-penal, la autoridad pública prestaría el mínimo auxilio, alegando que no tenía que cumplir los mandatos penales de la autoridad eclesiástica. Por el contrario, argumentaba el prelado, si los cánones establecieren que los clérigos en ciertos casos no pudieren usar en público ni la tonsura ni el hábito clerical, entonces la autoridad pública vendría en auxilio de la Iglesia, puesto que las leyes civiles prohíben que alguien se muestre como una persona falsa y se considera falso quien se haya atrevido a hacer público uso del traje de otra sociedad, o de un militar, o de un sacerdote o de un obispo (XVIII).
En cuanto a los diáconos, parecía inoportuno que el ordinario, salvo el caso de necesidad, pudiere conferir a los diáconos la potestad de predicar, de bautizar solemnemente y de administrar la Eucaristía (XIX). Y en lo referido al oficio divino, se sugería la conveniencia de disponer que en la segunda hora después del mediodía pudiere darse inicio a la recitación de maitines y laúdes y al oficio del día siguiente pertinente (XX).
No fueron las únicas propuestas referidas a los clérigos, pero otras fueron hechas con ocasión de las atribuciones de los obispos, por lo me referiré a ellas más adelante, en concreto, en lo referido a la aplicación de penas fuera de juicio, de sus apelaciones y de su salida de la diócesis por tiempo largo o para siempre.
4. cabildo eclesiástico
Una propuesta, moderada en su formulación, se hacía respecto de los canónigos, si bien, tras las palabras comedidas se advierte una tensión no menor entre el arzobispo y el cabildo catedralicio, toda vez que apunta a disminuir su injerencia en la administración de los asuntos del arzobispado. La razón que servía de argumento era que comúnmente entre los jefes de Estado, también cuando carecían del derecho de patronato, regía la costumbre de presentar a los candidatos a los beneficios de canónigos13, con lo que se limitaba la libertad de los obispos de rechazar a aquellos que eran considerados menos dignos o poco idóneos para desempeñar estos cargos. Esto traía como consecuencia que la intervención del cabildo en la administración de la diócesis no solo en nada contribuía a una mayor tutela de la administración, sino que solía ser una molestia más perjudicial para la misma. Por esta razón, parecía al prelado santiaguino que había que disminuir el peso que gravaba a los obispos de pedir el consentimiento o el consejo del capítulo, haciéndolos partícipes en la administración de los negocios eclesiásticos (XXI).
5. obispos
De manera general, el arzobispo sugería la necesidad de definir las facultades disciplinares de los obispos respecto de los clérigos, con qué penas y en qué casos podían castigarlos fuera de un juicio, cuándo y ante qué tribunal debían conceder la apelación en suspensivo. Para muchos eclesiásticos la apelación ante la Santa Sede era imposible o muy difícil, por lo que se hacían necesarios subsidios no siempre disponibles, las que a causa de las grandes distancias solo podían ser definidas en un largo espacio de tiempo (XXII inc. 2°). También parecía al prelado que había que definir cuándo el obispo podía o debía permitir a sus clérigos salir de la diócesis, bien por un tiempo o para siempre, y que se promulgare una ley universal por la cual, el obispo que concediere la salida hiciere notar al obispo que aceptare al clérigo en su diócesis, sus dotes y costumbres, de modo que, si el clérigo recomendado por cosas buenas, posteriormente es encontrado más bien digno de mala fama, este hecho hubiere que comunicarlo a la Santa Sede (XXIV).
La visita episcopal era otra de las materias abordadas en estas propuestas, en las que se ponían de relieve las dificultades especiales que se presentaban en algunas diócesis de América meridional para realizarla, por lo que se sugería que la visita episcopal no se hiciere con la frecuencia establecida en el derecho común14, sino que parecía conveniente que se diere al concilio provincial la facultad de establecer el lapso de tiempo que, en cada diócesis, debía existir entre cada visita (XXIII). Se reconocía que no había cosas que fueran más útiles y que prestaban más servicios a la religión que la visita a la diócesis, porque instruía plenamente al obispo de todo lo que había que reformar o promover; era por lo que, cuando el obispo no podía dedicar un largo tiempo a su visita, postulaba el arzobispo que se le aconsejare que eligiere algún visitador diocesano quien, con la autoridad del obispo y la disciplina de las costumbres y provisto de las necesarias facultades, asumiere la comisión de visitar la provincia, por supuesto, todas las parroquias, y actuare como el obispo sobre todas las cosas de las que cada una particularmente careciera (XXIX).
A propósito de las parroquias, parecía más adecuado conceder al obispo la facultad de eximir de la jurisdicción parroquial a personas, asociaciones e institutos públicos como lo juzgare más conveniente (XXV). Y en cuanto a la elección y traslado de los párrocos, sugería el arzobispo que debía concederse al obispo diocesano la potestad de elegir a los párrocos sin previo concurso y del mismo modo removerlos a voluntad del propio obispo, lo cual no obstaba mínimamente a exigir que hubiere justa causa para removerlos y, ciertamente, que se pudiere hacer sin incomodidad, observando forma judicial (XXXIV).
Cuando los obispos diocesanos salían fuera de sus diócesis, se sugería que se limitara lo que les estaba permitido hacer fuera de su diócesis sin licencia del ordinario, esto es, cuáles funciones episcopales ejercer, qué insignias pudiere llevar, qué honores le correspondían y cuáles repetir (XXVI). Y tratándose de obispos titulares, entendía el arzobispo de Santiago que ayudaría mucho declarar sus derechos y privilegios y explicar minuciosamente los oficios episcopales que no podían ejercer sin licencia del ordinario (XXVII).
En cuanto a los vicarios generales, consideraban los postulata santiaguinos que sería oportuno afirmar, en lo que consentían casi todos los canonistas, que era lícito a los obispos elegir no solo uno sino cuantos vicarios juzgaren necesarios para gobernar rectamente la diócesis (XXVIII inc. 1°).
Algunas de las propuestas enviadas desde Santiago se referían a la vacancia de la sede episcopal. A veces esa vacancia era clara: cuando el obispo ha muerto, o lo ha consentido el Sumo Pontífice cuando ha abdicado de su oficio o ha sido removido canónicamente. Menos abiertamente parecía vacar la sede cuando el obispo era trasladado a otra sede: en este caso habría que disponer en qué momento cierto terminaba en el tiempo la jurisdicción episcopal: si acaso cuando el obispo dejaba la diócesis o cuando asumía el nuevo mandato (XXX inc. 1°)15.
A lo anterior, se agregaba que con el mayor cuidado convendría que en el nuevo código se definiere con firmeza lo que había que hacer en estos casos: i) cuando el obispo está enfermo de demencia, temporal o perpetua, cierta o dudosa; ii) cuando un obispo, afectado por una enfermedad física, está impedido de manifestar su voluntad y no puede saberse cuánto tiempo durará la enfermedad; iii) cuando un obispo se ha alejado de la diócesis, no habiéndose proclamado a nadie como vicario; iv) cuando, mientras perdure la ausencia del obispo y no se tenga ninguna esperanza de que vuelva a la brevedad ni de otro modo se provea la dirección de la diócesis, el vicario que lo reemplaza se va de la diócesis, o se invalida para gobernarla o él mismo deja el gobierno; v) cuando el obispo reducido a cautiverio, o enviado al exilio, o arrojado a una cárcel no tenga facultades para comunicarse con sus diocesanos ni haya tenido ni haya nombrado un vicario (XXX inc. 2°)16. Además, parecía conveniente al arzobispo de Santiago que se estableciere que no hay sede vacante cuando el obispo está en la cárcel o ha sido expulsado al exilio y ha elegido un vicario (XXX inc. 3°).
En lo referido a la elección del vicario capitular, encargado de gobernar la iglesia diocesana en sede vacante, entendía el arzobispo de Santiago que habría que definir lo que pareciere más conveniente acerca de la duda de si la elección del vicario capitular debía recaer en el metropolitano o en el más antiguo de entre los obispos sufragáneos, cuando la elección hecha por el cabildo hubiese sido nula porque el elegido carecía de las condiciones canónicas o porque la elección era invalidada por algún vicio, por ejemplo, porque no habían sido convocados todos los capitulares o no habían sido admitidos los sufragios de todos (XXXI)17. Supuesta su válida elección, era preciso delimitar claramente entre qué límites habían de circunscribirse sus facultades de modo que estuvieren inhabilitados para enviar cartas pastorales a los fieles (XXXII inc. 1°)18. Podía el vicario capitular elegir provicarios capitulares los que, si bien estaban sujetos a su autoridad, debían de gozar de jurisdicción ordinaria (XXXII inc. 2°).
A veces ocurría que las nuevas diócesis se erigían no tanto por la utilidad cuanto por la necesidad, en las que, por deficientes temporalidades, no podía establecerse un capítulo. Entonces parecía oportuno al prelado santiaguino sugerir que algunos eclesiásticos con oficios o dotados de ciertas condiciones conformaren un cuerpo que hiciere las veces de capítulo, prestando a su obispo consejo en las cosas que son de su oficio, eligiendo al varón que gobierne la diócesis vacante, etc. (XXXIII).
6. vida consagrada
La vida consagrada no escapó a las propuestas llegadas a Roma desde Santiago de Chile, la primera de las cuales sugería que se establecieren ciertas reglas, acomodadas a las condiciones de los tiempos, para aquellos conventos en los que vivía un número pequeño de religiosos y que se definiere a qué jurisdicción debían estar sujetos estos conventos (XXXV). Igualmente parecía conveniente indicar los decretos y constituciones apostólicas que debían ser leídos en los tiempos de refectorio en los conventos de regulares (XXXVI inc. 1°); derogar la ley canónica que prohibía a los regulares tener una conversación con religiosas mujeres de votos solemnes (XXXVI inc. 2°); y prescribir que las órdenes religiosas compusieren un índice de sus privilegios, conseguidos con aprobación de la Santa Sede, y los dieren a conocer para que los pudieren conocer los ordinarios de los lugares donde tienen casas religiosas (XXXVI inc. 3°).
En lo referido a religiosos expulsados o dimitidos, entendía el arzobispo que se debía establecer que los religiosos expulsados de su Orden o dimitidos estuvieren imposibilitados de andar en público con el hábito eclesiástico, a no ser que algún obispo que los admitiere en su diócesis les diere licencia para vestirlo (XXXVII).
La última propuesta en materia de religiosos era una extensa sugerencia referida a la dote de las religiosas. Para evitar los fastidiosos debates que, con gran daño para la paz de la comunidad y detrimento del decoro, podían ser denunciados a los tribunales civiles, proponía el arzobispo que la dote debía ser recibida bajo contrato el que debía estipular las particularidades que el mismo prelado especificaba (XXXVIII inc. 1°)19. El contrato de dote, redactado mediante una escritura pública ante un notario civil, debía ser suscrito por la superiora de la comunidad o, en su ausencia o por otro impedimento, por quien hiciere sus veces, y por la novicia o persona que daba la dote, y cuando no fuere mayor de edad o no pudiere administrar sus bienes, por quien fuere su representante legal (XXXVIII inc. 2°)20.
7. matrimonio
Cuatro propuestas se refirieron al matrimonio, en concreto: a los esponsales, a la investigación matrimonial, a la dispensa del matrimonio con disidentes y a la eliminación de algunos impedimentos. En cuanto a los esponsales, a fin de que se tuvieren como nulos los esponsales que no se hubieren contraído por escritura pública, sugería el arzobispo que había que decretar y declarar esta escritura, de manera que nunca y de ningún modo pudiere ser sustituida por aquellos escritos que se llaman informaciones matrimoniales o por aquellos por los cuales se pidiere una dispensa de impedimentos matrimoniales (XXXIX).
Para simplificar las formas, parecía conveniente al prelado reducir lo que estaba ordenado acerca de las investigaciones que había que hacer antes del matrimonio, llamadas informaciones matrimoniales, en las que se probaba la facultad de los novios para contraer matrimonio; y cuando se tratare de matrimonios entre extranjeros o de extranjero con alguno del lugar debía definirse lo que fuere justo y conveniente, por estas razones: i) con cuanta más facilidad y frecuencia ocurría que muchos emigraban de una región a otra; ii) con cuanta incuria casi todos los emigrantes eran negligentes en proveerse de documentos que podían probar que no estaban unidos a nadie en matrimonio en los lugares en los que alguna vez han morado; iii) cuan fáciles y proclives eran no pocos de estos de contentarse con un matrimonio civil o bien de vivir en concubinato; iv) cuán fácil y frecuente era para ellos presentar testigos falsos que juraban en falso que eran célibes o bien viudos (XL). ¿Qué era lo justo y conveniente? El prelado no lo aclaraba; se limitaba a sugerirlo, dando las razones que lo movían a formular tal sugerencia.
En cuanto al matrimonio con disidentes, sostenía el arzobispo que la mayoría de las dispensas que se concedían para la celebración de un matrimonio entre católicos y disidentes originaba muchas dudas difíciles de solucionar en las curias eclesiásticas: siempre había que averiguar si el disidente había recibido el bautismo o no; o, si recibido el bautismo, si este era válido o nulo. Es por lo que se preguntaba si no fuere conveniente que dichas investigaciones se derogaren. Si así fuere, parecía necesario lo siguiente: i) definir quiénes sean disidentes o quiénes han de ser tenidos como tales; ii) declarar que se incluye en la dispensa de disparidad de culto si acaso el disidente no fue bautizado o el bautismo fue nulo (XLI).
En lo referido a los impedimentos, entendía el prelado que parecía conveniente una madura reflexión sobre la conveniencia de eliminar los impedimentos dirimentes del matrimonio de parentesco espiritual y legal, de pública honestidad y de afinidad ilícita, así como eliminar algunos grados de los impedimentos de consanguinidad y de afinidad lícita. Y en lo que constituía una originalidad del prelado chileno, pues fue el único en postularlo21, parecía conveniente declarar en el nuevo código si el racionalismo fuere un impedimento que impidiere el matrimonio con un bautizado en la Iglesia católica (XLII).
8. personas jurídicas
Una extensa propuesta del arzobispo abordaba el tema de las personas jurídicas, de tanta tradición en el derecho da la Iglesia. Sería del todo conveniente, proponía el prelado, que el código canónico sancionare los principios y las reglas que atañen a la personalidad jurídica eclesiástica, regulación en la que debían de encontrarse estas materias: i) definir la personalidad antes dicha y sus efectos; ii) enumerar los institutos, corporaciones y sociedades que gozaren de personalidad jurídica por derecho; iii) indicar qué autoridad tendría la facultad de conceder personalidad jurídica a los institutos, corporaciones y sociedades que no la tuvieren por derecho; iv) determinar cuáles serían los derechos de estas personas, y cuáles las facultades y obligaciones propias y peculiares de las personas que las dirigieren y, en general, el régimen de estas; v) indicar el modo por el cual se extinguirían estas personas y lo que deba hacerse cuando las constituciones nada hubieren dicho acerca de los bienes de las extintas. El arzobispo no consideró superfluo hacer uso del Código Civil de Chile, el que, a diferencia del famoso Code Civil francés, había dedicado todo un título completo a regular este tipo de personas, algunos de cuyos artículos transcribió traducidos al latín, en concreto, los artículos 545, 546, 549, 551 y 561 (XLIV).
9. propuestas penales y procesales
No fueron muchas las sugerencias hechas por el arzobispo en materias penales y procesales, pero las hubo. En lo primero, parecía que había que desechar la necesidad de tres admoniciones para imponer una censura (LII); y también parecía que los confesores realizarían mucho más fácilmente su oficio si, cuanto más pueda suceder, se disminuyere el número de censuras y otras penas latae sententiae (LIII).
En materia procesal las propuestas fueron más numerosas, orientadas, algunas de ellas, a reformas en aspectos específicos, como eliminar las inhabilidades por las que los excomulgados tolerados estaban impedidos de ser llamados a juicio o asumir el oficio de abogado en el foro eclesiástico; o eliminar el juramento de calumnia y el juramento purgatorio. Otras sugerencias eran más generales, como definir las materias que debían tramitarse en juicio ordinario y en juicio sumario; declarar qué otros juicios tienen su propia tramitación; distinguir congruentemente el juicio criminal ordinario del no criminal; y, hasta donde fuere posible, disminuir y reducir a formas más simples los trámites judiciales (LIV).
10. propuestas varias y dos propuestas finales
Aparte de las anteriores propuestas, que, a estas alturas queda claro que no fueron ni escasas ni menores, hay otras sugerencias que abordan aspectos variados. La acumulación de normas que se había ido produciendo con el paso de los siglos, todas las cuales se encontraban dispersas, hacía necesaria su unificación y sistematización, lo que motivaba al prelado a formular diversas sugerencias en orden a que el futuro código hiciera esta tarea unificadora y sistematizadora en materia de terciarios y asociaciones (XLV), de indulgencias (LI), de cosas, acciones y penas (XLVII), domicilio y cuasidomicilio (XLVIII) y trabajos prohibidos en días festivos (XLIX).
El derecho de patronato no se escapó a las consideraciones del arzobispo, toda vez que se trataba de una materia que había marcado las relaciones entre la Iglesia y el Estado a lo largo del siglo XIX; para el arzobispo, el derecho de patronato debía ser dejado sin efecto, con excepción de los derechos adquiridos o aquellos que la Santa Sede se dignare conceder a los gobiernos, en cuyo caso debía atribuírseles como única facultad la de presentar personas dignas para desempeñar ciertos oficios eclesiásticos (XLVI). Otro par de propuestas se refirieron a las deudas por exequias (XLVI) y al ayuno y abstinencia (L).
Los postulata del arzobispo de Santiago terminaban con dos propuestas finales, la primera de las cuales se refería a los concilios y a los sínodos. Respecto de los primeros, parecía al arzobispo que debía establecerse que al concilio ecuménico fueren convocados todos los obispos que estuvieren en comunión con la Santa Sede, otorgándoles derecho a sufragio, aunque hubiesen renunciado a dirigir la diócesis o hubiesen sido distinguidos con el nombre de titular (LV inc. 1°). En cuanto al concilio nacional debía determinarse quién lo podía convocar y con qué trámites previos debía hacerlo (LV inc. 2°). En lo referido al concilio provincial, debía definirse que en el tercer año el metropolitano debía congregar en concilio a los sufragáneos, en el que se trataren de las cosas que conciernen a la religión y a la provincia; y en el duodécimo año debía celebrarse el concilio provincial con las solemnidades canónicas. Proponía el arzobispo que debía entregarse al concilio provincial la potestad de establecer el espacio de tiempo dentro del cual se debía celebrar el sínodo diocesano (LV inc. 3°). Respecto a este último, debía declararse que el sínodo no cesaba por la muerte del obispo (LV inc. 4°), debiendo ser eliminado el nombramiento de los jueces sinodales (LV inc. 5°).
La última propuesta incluida en este extenso texto enviado a Roma hacía referencia a uno de los problemas más agudos que, tanto en el ambiente canónico como en el civil, había padecido la doctrina jurídica, esto es, las controversias doctrinales sobre los más variados puntos de las disciplinas jurídicas, que habían terminado, por una parte, por desprestigiar al derecho común, que se había convertido en un océano insondable y, por otra, hacer más evidente la utilidad de los códigos de la codificación, al proporcionar textos que contenían soluciones unívocas, breves y apodícticas. Precisamente, una de las operaciones más interesantes llevadas adelante por los codificadores había sido la de resolver las controversias doctrinales optando potestativamente por una solución unívoca. Es lo que proponía el arzobispo como colofón a sus extensos postulata, sugiriendo que, cuando se redactare el nuevo código debían tenerse presente las dudas y preguntas que sobre los temas canónicos tenían los canonistas y los moralistas, para que se proveyere de solución a todas ellas (LVI).
III. RESPUESTA DE RAMÓN ÁNGEL JARA, OBISPO DE SAN CARLOS DE ANCUD
La carta que le enviara el arzobispo Casanova el 13 de mayo de 1904 no la había recibido de inmediato porque el obispo Jara se encontraba en Valdivia. Su respuesta está fechada el 14 de junio de 190422 y en ella acepta “como propias” las observaciones que le merecieren a los miembros de la comisión designada por el arzobispo Casanova “la revisión de la actual legislación eclesiástica”, en atención a “las relevantes prendas de virtud y de ciencia que adornan” a dichos miembros. No obstante, el obispo de Ancud pedía que se le permitiese “llamar la atención […] hacia los siguientes puntos cuya reforma me atrevería indicar, apoyado en la experiencia del gobierno pastoral”. Dichos puntos aparecían incluidos en el mismo texto de la carta, en párrafos numerados sucesivamente, en el mismo orden en que los presento23.
La primera de sus sugerencias, producto de su experiencia como obispo de Ancud, que, al mismo tiempo parecía una crítica velada, era que se establecieren reglas fijas para saber cuándo el territorio designado a una prefectura apostólica de misioneros quedaba desmembrado del territorio señalado por bulas pontificias al crearse una nueva diócesis. Pues habían ocurrido casos en que la S. Congregación de Propaganda Fide, sin conocimiento previo del obispo diocesano, había expedido un decreto creando nueva prefectura apostólica de misiones con territorio ubicado dentro de los límites sujetos a la jurisdicción del obispo y sin que a este se hubiese dado noticia de dicha demarcación, lo cual había ofrecido serios inconvenientes (n. 1).
Al igual que el arzobispo de Santiago, el obispo de Ancud se refería a los sínodos diocesanos, si bien abordaba un aspecto diverso: la periodicidad de los mismos. Pedía el prelado ampliar el tiempo dentro del cual había que celebrarlos en las diócesis de América, pues las disposiciones contenidas al respecto en el concilio latinoamericano no alcanzaban a subsanar las dificultades para que ellos tuviesen lugar con la frecuencia establecida (n. 2)24.
Dadas las peculiaridades de su diócesis no se le escapaban los problemas referidos a la residencia de los párrocos, por lo que sugería agregar a las facultades del obispo diocesano el que este pudiere reducir a los días festivos la residencia canónica de los párrocos cuando se reunieren circunstancias excepcionales, como ser la falta de congrua sustentación para el cura por la pobreza del lugar, la imposibilidad de que el párroco residiere habitualmente en el curato propio, fuere por carecer de casa parroquial y no poder arrendar otra, fuere porque las inundaciones del invierno le dejarían aislado, etc. Añadía que era grave dificultad tener que solicitar de la Santa Sede la dispensa de la residencia cada vez que ocurría uno de los casos indicados (n. 4).
En materia de sacramentos hacía una sugerencia general, que no deja de sorprender por lo avanzado de la misma: pedía que se dispusiere de un modo general, sin las limitaciones que hasta ese momento estaban establecidas, que todas las preguntas anotadas en el Ritual Romano para la administración de sacramentos y que debían ser contestadas por la persona que recibía el sacramento o por sus padrinos, pudieren hacerse en lengua vulgar sin hacerlas previamente en lengua latina (n. 5).
Dos propuestas se referían a aspectos económicos: según el prelado ancuditano, debía dejarse claramente establecido y sin las excepciones que existían, que correspondía al párroco propio el derecho de hacer a sus feligreses difuntos la Misa exequial de cuerpo presente o, en defecto de esta, los primeros funerales (n. 7). Y debía suprimirse a las órdenes mendicantes el privilegio de colectar limosnas sin permiso del diocesano, puesto que eran muchos y graves los abusos a que se prestaba esta excepción (n. 8).
Las últimas dos propuestas de Ramón Ángel Jara se relacionaban con el matrimonio: según la primera, que arrancaba de la particular experiencia de las condiciones geográficas de su obispado, debían ampliarse las causales por las que el obispo pudiere dispensar las proclamas matrimoniales con facultad de subdelegar dicha facultad a los curas. Dadas las dificultades creadas por la ley civil a la celebración del sacramento del matrimonio y en atención a las graves molestias que un viaje reiterado imponía a los fieles cuando estos necesitaban atravesar mares borrascosos y senderos peligrosísimos, eran innumerables los casos en que los fieles, faltos de recursos, rehusaban aguardar la trina proclamación, contentándose con la inscripción civil y permaneciendo en concubinato (n. 9). En la última de sus sugerencias, pedía facilitar las informaciones para casar a los extranjeros, toda vez que las pruebas de soltería, en la forma que se exigía, hacían imposible en muchos casos el matrimonio (n. 10).
IV. RESPUESTA DE PLÁCIDO LABARCA, OBISPO DE CONCEPCIÓN
El obispo de Concepción respondió en carta de 5 de septiembre de 190425, incorporando en el texto de la misma los puntos que sometía al criterio y consideración del arzobispo, “después de implorar las luces del Espíritu Santo y oír las opiniones de sacerdotes competentes en derecho”. Las sugerencias, tan solo tres, se suceden unas a otras, en párrafos numerados correlativamente, que expongo en el mismo orden en que lo hizo el prelado penquista26. La primera de las tres propuestas se refería a las decisiones que debía tomar el cabildo catedralicio y sugería que se extendiera a toda la Iglesia una de las reglas consuetas vigentes en el cabildo de la Iglesia catedral de Concepción que contenía una disposición, que el obispo consideraba muy sabia, por lo que convenía hacerla regir en los demás cabildos: que en las deliberaciones del cabildo, cuando hubiere empate en la votación, decidiere el ordinario (n. 1) 27.
La segunda propuesta, más extensa, arrancada de la realidad geográfica del obispado, sugería que, en atención a lo dilatado de las parroquias, a la escasez de sacerdotes y a lo difícil del recurso al prelado, como ocurría fuera de Europa, se ampliara la jurisdicción de los curas en orden a la administración de los sacramentos (n. 2). La última propuesta atañía a las religiosas. El obispo Labarca, consideraba “muy conveniente” que se reformare lo del voto de las personas que entraban en religión, reforma que, entendía el prelado, se imponía “por los malos gobiernos de nuestros días y una dolorosísima experiencia”: según él, convenía que en lo sucesivo las religiosas —de cualquier instituto o congregación— solo emitieren votos simples, suprimiéndose los votos solemnes (n. 3).
V. AVANCE PARA UNA VALORACIÓN DE LOS POSTULATA EPISCOPORUM CHILENOS
Tales fueron las propuestas que arribaron a la comisión codificadora romana desde la provincia eclesiástica chilena; intentemos una primera valoración de las mismas.
1. Las fuentes chilenas de los postulata
Lo primero que es posible advertir es que el origen de algunas de las propuestas chilenas se encuentra en precedentes jurídicos propiamente chilenos, tanto en el ámbito del derecho canónico particular de la Iglesia chilena, como en el del derecho del Estado. Nueve años antes de que llegara a manos de los prelados chilenos la circular Pergratum mihi, de la Secretaría de Estado, se había realizado el Sínodo de Santiago de 1895 que había dado origen a un extenso texto normativo publicado al año siguiente, en el que, a lo largo 1888 artículos presentados a manera de los modernos códigos estatales —precisamente el modelo que se pretendía implementar para la fijación del derecho canónico universal—, se establecía la disciplina canónica diocesana de Santiago, complementada con ocho anexos. La distribución de su contenido, además, se aproximaba a la estructura de las Instituciones canónicas, un género literario inspirado en las Instituciones de Justiniano, que se había desarrollado a partir del siglo XVI con un éxito notable28, que tuvo en el chileno Justo Donoso un exponente destacado en América Latina en la segunda mitad del siglo XIX29. No es de extrañar que, puestos en la necesidad de hacer sugerencias a Roma, las normas contenidas en el Sínodo hubiesen sido inspiradoras de algunas de ellas, las que no solo se siguen de cerca, sino que en ocasiones son simple traducción latina de las mismas30.
Algo similar sucede con normas del derecho del Estado de Chile, en particular, con el Código Civil, algunos de cuyos artículos inspiraron parte de los postulata chilenos. Ello ocurre, por ejemplo, con la propuesta de que el Codex canónico que se preparaba regulase en forma expresa la materia referida a las personas jurídicas, de tan honda raigambre canónica. A tal punto llegó la inspiración civil que los prelados no dudaron en traducir al latín algunos de los artículos del Código Civil que, reguladores de las personas jurídicas de derecho privado, consideraron de particular interés para que los codificadores que no leías el castellano, los conocieran y manejaran31. A diferencia del Code Civil de los franceses, el Código Civil chileno había dado una completa regulación a las personas jurídicas, a las que había dedicado el título XXXIII del Libro Primero, referido a las personas; no es de extrañar, entonces, que hubiesen sido los obispos chilenos los únicos en hacer propuestas sobre las personas jurídicas32. Otro de los postulata que tiene su origen en el Código Civil de Chile, es el referido a la necesidad de que el nuevo código estableciera un espacio de tiempo para la entrada en vigencia de la ley —vacatio legis— atendida la distancia de los lugares y las comunicaciones, además de las condiciones para adaptarse a ella33.
2. Originalidad de algunas propuestas
Algunas de las sugerencias son del todo originales en el concierto del conjunto de los postulata llegados a Roma. Ello ocurre, por ejemplo, con la primera de las propuestas chilenas, toda vez que fueron los únicos que sugirieron la confección de varios códigos, lo que los situaba en una dirección diversa a la empresa emprendida por Roma34. No es difícil pensar que el origen de esta propuesta hay que buscarlo en la experiencia que, en materia de codificación, había en el derecho del Estado de Chile, pues, a la fecha en que se enviaba este informe, estaba por concluir lo que se considera la etapa clásica de la codificación del derecho chileno; en efecto, a partir del Código Civil, aprobado en 1855, se siguieron el Código de Comercio (1865), el Código Penal (1874), la Ley de organización y atribuciones de los tribunales, un verdadero Código Orgánico de Tribunales del que fue su precedente inmediato (1875), el Código de Minería (1875), el Código de Procedimiento Civil (1903) y estaba por concluirse el Código de Procedimiento Penal (1906). Se trata de una propuesta del todo innovadora respecto de lo que se pretendía en Roma, por lo que no pasó más allá de quedar registrada en el texto elaborado por Klumper, en el que recogió la totalidad de los postulata arribados a Roma. Con todo, no ha de pasar desapercibida la libertad con la que los obispos chilenos actúan, pues, aunque lo pedido iba en sentido contrario, los prelados chilenos no dudaron en que la primera de las propuestas formuladas apuntara en una dirección diversa.
Una propuesta original chilena que tuvo una suerte diversa, fue la que sugería la necesidad de establecer un espacio de tiempo para la entrada en vigencia de la ley —vacatio legis— atendida la distancia de los lugares y las comunicaciones, además de las condiciones para adaptarse a ella, a la que he hecho alusión, toda vez que no hubo otros episcopados que hicieran una sugerencia similar35. El código finalmente aprobado estableció que las leyes pontificias “entran en vigor solamente después d e pasados tres meses a partir de la fecha que lleva el número de los Actos [Acta Apostolicae Sedis], salvo que por la naturaleza de la cosa obliguen desde luego o que la misma ley hubiere especial y expresamente establecido una vacación más corta o más larga” (can. 9). En cambio “las leyes episcopales comienzan a obligar desde el instante de su promulgación, siempre que en la misma ley no se disponga otra cosa […]” (can. 335 § 2).
No fueron las únicas sugerencias en las que los obispos chilenos aparecen como los únicos en postularlas; de hecho, en la recopilación de postulata elaborada por Bernardin Klumper, los obispos chilenos aparecen como únicos proponentes en 68 propuestas, el obispo de San Carlos de Ancud en nueve y el obispo de Concepción en cinco, cifras que hay que entender habida consideración a que el consultor desglosó en diversas propuestas singulares algunas de las que los obispos chilenos proponían en forma conjunta. Fueron 82 las sugerencias originales arribadas a Roma desde Chile, sin contar las 12 compartidas con otros episcopados, de un total de 1755 postulata recogidos por Klumper. A algunas me he referido en las consideraciones precedentes y a otras me referiré en las que siguen, pero lo dicho permite ver la seriedad —y libertad— con la que trabajó la comisión encargada por el arzobispo y los prelados que la complementaron. Y las materias en las que manifestaron su originalidad no solo tenían su antecedente en experiencias pastorales locales, sino que también se referían a materias propiamente técnicas, en las que se deja ver la buena formación jurídica de sus autores.
3. Propuestas compartidas con otros episcopados
Hubo otras sugerencias que, a diferencia de las anteriores, fueron compartidas con otros episcopados. Está claro que, por el escaso tiempo del que dispusieron, es poco probable que haya habido comunicación con algunos de los episcopados con los que aparecen haciendo propuestas similares, como los episcopados de Besançon, Reims o Montauban, en Francia, o de Avezzano o de la región Emilia, en Italia, por lo que esta coincidencia hay que entenderla como problemas o dificultades que enfrentaban diversos episcopados al mismo tiempo y, por lo mismo, eran sensibles a su modificación aprovechando la revisión que se hacía de la disciplina canónica.
Las coincidencias más numerosas se producen en materia de matrimonio: la propuesta de abrogar el impedimento de parentesco espiritual contraído por el bautismo o la confirmación fue compartida con otros 14 episcopados36; fueron otros 15 episcopados los que, junto a los obispos chilenos, sugirieron la abrogación del impedimento de afinidad ex copula illicita37; y 16 los que, junto a los prelados chilenos, solicitaron la abrogación del impedimento de parentesco legal38. Menor número de episcopados, tan solo cinco, coincidió con el chileno en solicitar que, entre las obligaciones de los clérigos, en lo referido al oficio divino, en la segunda hora después del mediodía pudiere darse inicio a la recitación de maitines y laúdes y al oficio del día siguiente pertinente39. Otros tres grupos de obispos coincidieron con los chilenos en disminuir los impedimentos de afinidad40 y de consanguinidad41; dos episcopados coincidieron con el chileno en que era lícito a los obispos elegir no solo uno sino cuantos vicarios juzgaren necesarios para gobernar rectamente la diócesis42; y un episcopado coincidió con los obispos de Chile en la necesidad de resolver autoritativamente las dudas y cuestiones controvertidas43; que era conveniente decidir que los decretos promulgados por el obispos, oído el consejo del capítulo catedralicio, incluso fuera del sínodo, no cesaren a la muerte del obispo44; y que una norma cierta debía definir qué trabajos estaban prohibidos en los días festivos y los límites en los que esta prohibición podía ser moderada45.
4. Propuestas que se adelantaron a su tiempo
Es notable advertir que algunas de las propuestas hechas por los obispos chilenos al despuntar el siglo XX se adelantaron a su tiempo. Se trató de sugerencias respecto de las cuales tuvieron una mirada profética, porque, aun cuando de momento no fueron aceptadas, y acaso no comprendidas, el paso del tiempo les daría la razón, al ser algunas de ellas asumidas por la Iglesia al más alto nivel, como sucedió con el uso de la lengua vulgar en la administración de los sacramentos, propuesta formulada por Ramón Ángel Jara, por entonces obispo de Ancud, generalizadamente aceptada por el Concilio Vaticano II; y con la encomienda a un organismo de la administración central de la Iglesia de la interpretación de las leyes canónicas, hoy hecho realidad en el Consejo Pontificio para los textos legislativos.
Sugería el obispo Jara, disponer de un modo general, sin las limitaciones hasta ese momento establecidas, que todas las preguntas anotadas en el Ritual Romano para la administración de sacramentos y que debían ser contestadas por la persona que recibía el sacramento o por sus padrinos, pudiesen hacerse en lengua vulgar sin hacerlas previamente en lengua latina (n. 5). Se trata de una sugerencia más de derecho litúrgico que canónico, que comprendía todos los sacramentos, cuyo origen hemos de encontrar en la práctica pastoral del obispo. En todo caso, conviene tener presente que no se trataba de que todo el rito del sacramento se hiciere en lengua vulgar, sino solo las preguntas que debían ser contestadas por quien recibía el sacramento o sus padrinos.
Al hablar en general de los ritos y ceremonias en la administración de los sacramentos, Donoso46 hacía presente la dificultad que había para decidir en cada sacramento cuando las omisiones eran graves o leves; pero seguidamente afirmaba que, en general, podía decirse que era “más grave infracción la que versa acerca de ciertas circunstancias generalmente recibidas con relación a la materia y forma” y daba como ejemplo, precisamente, el uso “del idioma vulgar”.
La sugerencia del obispo Jara fue incluida por el consultor Klumper47, en el libro en que se recogieron los postulata episcoporum, en la parte correspondiente al título XVII del libro III del esquema, ya aprobado, del futuro código, referido a “los ritos sagrados y a los libros litúrgicos”, junto con otras once proposiciones de las que solo la del obispo Jara sugería el uso de la lengua vulgar en algunas partes de la administración de los sacramentos. Las demás propuestas no tocaron el tema, con excepción de la del arzobispo de Bamberg48 que postulaba que se diera amplia potestad al obispo para permitir el uso de la lengua vulgar en funciones sagradas de administración extrasacramental. El código nada dijo sobre el particular, y hubo que esperar al Concilio Vaticano II49 para que se adoptase en toda la Iglesia una reforma de tal envergadura. Si tomamos en cuenta que la sugerencia se está haciendo en 1904, la visión que sobre este punto mostraba el obispo Jara era, al menos, notable.
En lo referido a la interpretación de la ley, la tercera propuesta de los obispos chilenos pedía atribuir la facultad de explicar el sentido general de cualquier ley canónica solo a una congregación romana. La facultad de entregar la interpretación auténtica de textos eclesiales a una congregación romana especial era una práctica conocida en la Iglesia, pues ello había sucedido, por ejemplo, con los decretos del Concilio de Trento50. No había para las leyes canónicas, sin embargo, una congregación especial encargada de interpretarlas centralizadamente, de donde se originaba la inquietud de los obispos chilenos, los únicos que hicieron una tal sugerencia. Una vez promulgado el Código, el Papa Benedicto XV estableció una comisión pontificia de cardenales para la interpretación auténtica del mismo51, con lo que la inquietud episcopal quedaba en parte recogida. Y digo solo en parte, porque la comisión cardenalicia tenía su competencia interpretadora acotada solo al Código de Derecho Canónico, en circunstancias que los obispos chilenos sugerían atribuir a una congregación romana la facultad de explicar el sentido general de cualquier ley canónica.
Habría que esperar a los últimos años del siglo XX para que una propuesta como la sugerida por los obispos chilenos se hiciera realidad. En efecto, una vez que se promulgó el Código de Derecho Canónico de 1983, el Papa Juan Pablo II (1978-2005) estableció una comisión pontificia para la interpretación del código recién promulgado52, comisión que fue remodelada posteriormente, asumiendo el nombre de Consejo Pontificio para la interpretación de los textos legislativos53, con el cometido de “dar a conocer la interpretación auténtica de las leyes universales, confirmadas por la autoridad pontificia” (art. 155).
Alguna otra sugerencia, como la existencia de un código fundamental de la Iglesia, no es aún una realidad, pero una tal posibilidad fue sugerida muchos años después por el Papa Pablo VI (1963-1978) y acaparó la atención de los más elevados niveles del gobierno eclesial y de la canonística durante no pocos años de la segunda mitad del siglo XX54. Acaso en el futuro se haga realidad.
5. Modalidades de las propuestas
La respuesta enviada por el episcopado chileno está contenida, como lo he dicho, en un informe en que todas ellas aparecen enunciadas en forma continua, numeradas con números romanos del 1 al 56 sin hacer ninguna separación ni subdivisión. Pero no todas ellas aparecen formuladas de la misma manera, por lo que es posible hacer una clasificación de las mismas. Por de pronto las hay que, de manera genérica, tan solo hacían presente la conveniencia de simplificar y ordenar la legislación canónica en algunas materias que en el derecho vigente parecían particularmente complejas: es lo que sucedía con la propuesta sobre los terciarios y asociaciones respecto de los cuales entendían los obispos que parecía conveniente, para volver a una forma más simple, una legislación canónica que recogiera en el nuevo código todo lo que acerca de esta materia estuviere vigente. Algo similar se sugería a propósito de las indulgencias, de manera que se les asignara un título peculiar en el que, en reglas ordenadas y precisas, se expusiere lo pertinente a las indulgencias, disminuyendo y reduciendo a formas más simples, hasta donde pudiere hacerse, lo que sobre ellas estaba establecido.
Otras propuestas, siendo también genéricas, manifestaban la conveniencia de hacer reformas en algunas materias que se identificaban, pero sin proponer soluciones concretas a las mismas; solo detectaban el problema y pedían solución al mismo. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando se consideraba oportuno que se establecieren ciertas reglas acerca del domicilio y del cuasidomicilio, definiendo estrictamente los casos en que eran necesarios uno u otro, cuándo fuere necesario el domicilio, cuándo fuere necesario el cuasidomicilio, y la norma con la que fueren demostrados y probados. La sugerencia no entra en mayores especificaciones, aun cuando el reciente sínodo santiaguino de 1895 había abordado expresamente el tema entre los artículos 1591 y 1607 a propósito del párroco propio en orden a la validez del matrimonio.
En otras oportunidades, en cambio, las propuestas eran específicas, proporcionando las soluciones concretas que se consideraban oportunas. Así, en lo que se refería a deudas por exequias, parecía que había que indicar que había que pagar la deuda por las exequias o por funerales solemnes solo en la propia iglesia parroquial o en otra respecto de la cual se hubiese pedido previamente licencia del párroco o del ordinario. Además había que prohibir que se celebraren ritos funerarios en los cementerios si antes no se habían pagado los derechos parroquiales debidos.
6. Importancia comparativa de las propuestas
Como queda dicho, las propuestas se presentaron todas en una larga nómina, individualizada cada una con el número de orden que le correspondía, pero sin hacer ninguna diferencia acerca de la mayor o menor importancia de las mismas o de su mayor o menor incidencia en el conjunto del ordenamiento canónico. Desde esta perspectiva simplemente formal, todas las propuestas se presentaron al mismo nivel y habrían tenido igual densidad. Es posible, sin embargo, formular algunas diferencias. Por de pronto, hubo una propuesta que tenía incidencia general en el ordenamiento canónico en su conjunto, como la que sugería las existencia de un código fundamental y diversos códigos específicos, la que incidía, nada menos, que en la configuración misma del ordenamiento de la Iglesia. Fue la de mayor envergadura de todas las propuestas desde Chile.
Las demás, en cambio, asumiendo la existencia de un texto único, que era el que oficialmente se preparaba, abordaban materias cuya incidencia en el ordenamiento canónico era diversa: las hubo que se referían a aspectos generales del ordenamiento canónico que se presentaban más problemáticos: quizá el más urgente y necesitado de solución era la crecida diversidad de opiniones que se ofrecían para la solución de los problemas, las que encerraban a no pocos cánones en una maraña de controversias doctrinales que dificultaba su correcta aplicación. De allí que sugirieran que cuando se redactare el nuevo código, debían tenerse presente las dudas y preguntas que sobre los temas canónicos tenían los canonistas y los moralistas para que se proveyere a la correcta solución de ellas. Otras, referidas igualmente a aspectos generales del ordenamiento canónico, abordaban materias más bien técnicas pero que tenían incidencia en ámbitos no menores del derecho de la Iglesia, como las propuestas referidas a la promulgación de las leyes pontificias, la interpretación de la ley, las condiciones para que tuviere lugar el desuetudo o derogación de la ley por la costumbre, o la derogación de las regulae iuris.
La mayoría de las propuestas chilenas, sin embargo, abordaron aspectos específicos que interesaban a los prelados, muchos de los cuales se referían a la vida cotidiana de la Iglesia, tanto en relación a instituciones eclesiales —cabildos—, como a personas, tuvieran o no autoridad —obispos, legados pontificios, párrocos, religiosos, laicos—; de entre estas, las hubo con relevancia en la administración eclesial, como la que proponía limitar la intervención del cabildo en la administración de los negocios eclesiásticos, o que se delimitaren las facultades de los legados pontificio o los obispos auxiliares, o limitar la acción de los obispos fuera de su diócesis. Pero entre estas sugerencias específicas chilenas hubo algunas que se refirieron a aspectos que, por ser de mero detalle, que no era recomendable que se abordaran en un código general, como la que sugería que, en materia de ayuno y abstinencia, se determinaren las clases de alimentos que pudieren tomarse en poca cantidad en la mañana y en la cena vespertina, y la cantidad de estos; o que se indicaren los decretos y constituciones apostólicas que debían ser leídos en los tiempos de refectorio de los conventos regulares. Quizá, preocupados por estas materias algo menores, se aprovechó la ocasión de esta consulta para formularlas, aunque la densidad de ellas era notoriamente menor a la de otras propuestas de los mismos prelados.
7. Motivación de las propuestas
La consulta hecha a los episcopados del mundo tuvo su origen en la conveniencia de que el código que empezaba a prepararse no quedara entregada exclusivamente a hombres que, siendo doctos en sus materias, tenían una visión más bien académica, alejada de la realidad práctica que permitiera ver los cánones puestos en acción y la utilidad de los mismos en orden a resolver los problemas que presentaba de continuo el actuar de la Iglesia. De allí la necesidad de la visión de los obispos quienes estaban en mejores condiciones de sugerir las reformas de aquellas materias que la práctica mostraba necesitadas de actualización. Desde esta perspectiva, una parte importante de las propuestas formuladas por la provincia eclesiástica chilena arrancaban de la experiencia práctica de los obispos, dimensión que en algunas de ellas es manifiesta, como la que hacía el obispo de Ancud al pedir que se ampliara la jurisdicción de los curas para la administración de los sacramentos, en atención a lo dilatado de las parroquias, la escasez de sacerdotes y lo difícil del recurso al prelado; o la que formulaba el mismo Ramón Ángel Jara en orden a facultar al obispo para poder reducir la residencia canónica de las párrocos solo a los días festivos cuando se presentaren circunstancias excepcionales, como la falta de congrua sustentación para el cura por la pobreza del lugar o porque las inundaciones del invierno lo dejarían aislado: en una y otra se advierte la dificultad que para la vida eclesial originaba la geografía de su obispado. Y lo mismo se advierte en la propuesta del arzobispo de Santiago en orden a que se estableciere lo que él mismo sugería que debía hacerse con la dote de religiosas, propuesta que hacía a efectos de evitar los fastidiosos debates que, con gran daño para la paz de la comunidad y detrimento del decoro, podían ser denunciados a los tribunales civiles.
Otras proposiciones, sin embargo, tenían más bien una motivación académica que no obedecía a un problema pastoral inmediato, como la propuesta de que al concilio ecuménico fueren convocados todos los obispos en comunión con la Santa Sede, otorgándoles derecho a sufragio, aunque hubiesen renunciado a dirigir la diócesis o hubiesen sido distinguidos con el nombre de titular, sugerencia que era una de las últimas contenidas en el informe del arzobispo de Santiago. Con todo, este tipo de propuestas fue la excepción porque la mayoría arrancó de las experiencias que mostraba la Iglesia chilena. Desde esta perspectiva, las expectativas romanas se vieron abiertamente satisfechas, al menos, en lo que a los obispos de Chile se refiere.
8. Destino de las propuestas
La simple lectura de las proposiciones formuladas desde la provincia eclesiástica chilena pone de inmediato en evidencia que algunas de las propuestas difícilmente podían ser admitidas, como de hecho así sucedió. Era evidente que la primera de las propuestas formuladas en el informe del arzobispo Casanova difícilmente podía ser acogida, puesto que se situaba en una línea, no diversa, sino que abiertamente contraria a lo que se pretendía hacer con el derecho de la Iglesia, esto es, reconducirlo a un texto único, situación que permanece hasta hoy, si bien con dos códigos canónicos, uno para la Iglesia latina y otro para las Iglesias orientales.
Tampoco tuvo mayor eco la propuesta del obispo de Concepción de que, en lo sucesivo, las religiosas de cualquier instituto o congregación solo emitieran votos simples, suprimiéndose los votos solemnes. De hecho el canon 488, 7° del Codex de 1917 distinguió entre hermanas, esto es, religiosas de votos simples, y monjas, esto es religiosas de votos solemnes. El Código de Derecho Canónico de 1983 no recogió esta distinción, pero no me atrevo a afirmar que la propuesta penquista de principios del siglo XX haya sido finalmente recogida, porque ella se ha conservado en el derecho propio.
Otras propuestas tuvieron mejor suerte, pues fueron acogidas en todo o en parte en el Código finalmente publicado. Entre las primeras se puede mencionar la sugerencia de que se tuvieren por nulos los esponsales que no se hubieren contraído por escritura pública. El Código de Derecho Canónico, dispuso que la promesa de matrimonio, tanto la unilateral como la bilateral o esponsales, era nula en ambos fueros “si no se hace por medio de escritura firmada por las partes y además por el párroco u ordinario del lugar, o al menos por dos testigos” (can. 1017 § 1). Esto es, dispuso una formalidad expresa para la validez de los esponsales, con lo cual se hacía eco de las peticiones hechas en este sentido; pero no llegó a exigir una escritura pública como lo sugerían los obispos chilenos, proposición que, al tener que extenderse la escritura pública ante una autoridad estatal y no eclesiástica, no estaba exenta de un cierto sabor regalista. Por otra parte, la doctrina de la Iglesia como sociedad jurídicamente perfecta sostenida por esos años por el derecho público eclesiástico no favorecía recoger una solución como la postulada por los obispos chilenos55. Algo similar ocurrió con el impedimento de parentesco espiritual, respecto del cual los obispos sugerían una madura reflexión sobre la conveniencia de eliminarlo. Ya en el Concilio Vaticano I (1860-1870) se había sugerido modificar este impedimento restringiéndolo al bautizado y padrinos y derogando lo referido al sacramento de la confirmación56, por lo que la propuesta de los obispos chilenos era más avanzada en su contenido. El Código de Derecho Canónico no eliminó el impedimento, pero, recogiendo lo que ya se había sugerido en el Concilio Vaticano I, lo limitó al establecer que “solamente el bautizante y el padrino contraen por el bautismo parentesco espiritual con el bautizado” (can. 768, 1079). Se trataba, además, de un impedimento de grado menor, por lo que la dispensa del mismo se concedía con facilidad57. Hubo que esperar hasta el Código de Derecho Canónico de 1983 para que la sugerencia de los obispos chilenos fuera finalmente acogida y se eliminase el impedimento de parentesco espiritual.
En cambio, fue recogida íntegramente en el Codex la propuesta que sugería que se estableciera que la interpretación auténtica de los cánones que procedía de la misma Santa Sede, tuviere fuerza de ley, y que la misma fuere promulgada en la medida que ampliare o coartare lo sancionado en la ley. Donoso58 reconocía que la necesidad de promulgar la interpretación auténtica no estaba sancionada por ley general sino que era tan solo la opinión más común. Es por lo que los obispos chilenos pretendían que esta opinión común se convirtiese en ley. No hubo otras propuestas similares, sin embargo el código promulgado incluyó un canon que se expresó de manera muy cercana a la propuesta de los prelados chilenos. En efecto, el parágrafo 2 del canon 17, recogiendo las mismas ideas, dispuso que “la interpretación auténtica, hecha a modo de ley, tiene la misma fuerza que la propia ley; y si únicamente declara las palabras de la ley de suyo ciertas, no ha menester promulgación, y tiene efecto retroactivo; si coarta la ley o la extiende o explica la que es dudosa, no tiene efecto retroactivo y debe promulgarse”. Las dos ideas episcopales quedan recogidas en este parágrafo. No quiero con ello decir, sin embargo, que la propuesta chilena sea la fuente inmediata de este canon; carezco de elementos de juicio para hacer una tal afirmación59. Pero es clara la sintonía que existe entre la propuesta episcopal y el canon finalmente puesto en vigencia. Más bien se puede afirmar que los obispos chilenos estaban en esta materia sensibilizados, al igual que los codificadores, con la necesidad de recoger en una norma general una materia que, siendo importante, era objeto de discusión doctrinal si bien con una opinión generalizadamente aceptada que, por lo mismo, bien podía ser objeto de una prescripción canónica general.
En algún caso, el Codex recogió la propuesta de los obispos chile-nos, pero fue más exigente: es lo que sucedió con la propuesta según la cual se debía prescribir en el texto que se preparaba que nadie, salvo la excepción de casos extraordinarios, fuere promovido al orden sagrado sin antes haber estado, al menos por un año, en el seminario sujeto a la disciplina escolástica y regular. Los obispos chilenos no habían sido los únicos en preocuparse de esta exigencia, pues algún arzobispo60 sugería que no se admitiere a la sagrada ordenación a quien no hubiese morado tres años no continuos en el seminario donde debía hacer con éxito los cursos regulares. El código aprobado abordó indirectamente la materia, disponiendo en el canon 972 que debía procurarse que los aspirantes a las órdenes vivieren internos en el seminario durante todos los años de su carrera sacerdotal, lo que era preceptivo durante el curso completo de teología, que, al menos, debía durar cuatro años (can. 1365 § 2). El obispo, sin embargo, tenía facultad para dispensar en cada uno de los casos por alguna causa grave, pero, en este evento, el aspirante debía ser confiado al cuidado de algún sacerdote piadoso e idóneo que velare por él y lo formare en la piedad. Recogía este canon casi en los mismos términos y, en todo caso, sustancialmente idéntica, la norma que ya aparecía en el proyecto de 191361. Una vez más los obispos chilenos estaban en sintonía con el sentir de los codificadores, si bien, en este caso, el legislador universal fue más exigente, pues, del año mínimo de residencia en el seminario que postulaban los obispos, se pasó a cuatro años en el Codex.
También ocurrió que el Código publicado recogió, formulando de modo genérico, lo que los obispos chilenos habían propuesto de manera específica: según los prelados, para evitar los peligros de las malas costumbres, parecía cauto consejo prohibir a los eclesiásticos que, sin licencia del obispo, enseñaren a las mujeres el arte de la música, sea por voz o por instrumento; y lo mismo cuando se tratare de cualquier disciplina privada que perteneciere a la religión62. No hubo otra propuesta similar a la de los prelados chilenos, pero el tema, por su importancia para la vida de la Iglesia, no podía dejar de ser abordado en el código, por lo que ya aparece en el canon 41 § 3 del Proyecto de Libro II del año 1912, si bien concebido en términos generales, los mismos con que fue recogido en el canon 133 § 3 del código promulgado. De esta manera, el Código satisfacía la preocupación de los obispos chilenos y recogía de una manera genérica la propuesta específica que ellos habían planteado, proporcionándoles la herramienta para actuar en consecuencia.
A MODO DE CONCLUSIÓN
La primera participación de los obispos chilenos al darse inicio a la codificación del derecho de la Iglesia que llevó a la confección del primer Código de Derecho Canónico y que fue promulgado hace cien años, sobresale en el concierto de las primeras propuestas llegadas a Roma desde América Latina en respuesta a este primer requerimiento pontificio. El número de propuestas, la variedad de temas abordados, la calidad general de las sugerencias, las fuentes utilizadas y la originalidad de las mismas honran a quienes intervinieron en su elaboración, habida consideración al tiempo relativamente corto con que contaron. La explicación de esto hay que encontrarla en la calidad de la formación jurídica que habían recibido los prelados y presbíteros que intervinieron en su confección, preparación no solo en el derecho de la Iglesia, sino también en el derecho del Estado. Cien años después, el panorama no parece ser el mismo, especialmente después de que se introdujera en la Iglesia una corriente antijuridicista que alcanzó ribetes acentuados después del Concilio Vaticano II, que remitió en parte después de la promulgación y entrada en vigencia del Codex Iuris Canonici de 1983, pero que parece que nuevamente busca renacer63. Es por lo que la formación jurídica de calidad de quienes se preparan para el sacerdocio es una tarea que se presenta necesaria y urgente.
La confección de las propuestas chilenas fue una tarea de eclesiásticos, no obstante que parte de las mismas tendrían efecto en la vida de los fieles laicos; no pudo ser de otra manera toda vez que la instrucción llegada desde Roma pedía a los metropolitanos que informaran después de haber oído a sus sufragáneos y otros ordinarios que debían estar presente en el sínodo provincial. Los tiempos no estaban aún maduros para una mayor participación de los laicos, situación que cambió cuando llegó el momento de cambiar el código pío-benedictino, en que cupo a los laicos un protagonismo mayor. Y es aquí donde se puede llegar a una feliz conjunción entre laicos y clérigos, pues la formación jurídica de calidad que puedan recibir los futuros ministros durante sus años de formación, puede complementarse con la formación jurídica que puedan recibir los laicos, tanto en los derechos estatales como en el derecho de la Iglesia, de manera que, puestos de nuevo frente a la tarea que debieron asumir los prelados chilenos de inicios del siglo XX, los protagonistas de este siglo XXI, con el trabajo mancomunado de laicos y clérigos puedan producir un resultado de igual calidad, variedad y profundidad.