Introducción
Pronto se conmemoran 50 años de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín, Colombia, del 24 de agosto al 6 de septiembre de 1968. Medellín tuvo como principal propósito abordar la convulsionada realidad de América Latina en continuidad y bajo la luz del Concilio Vaticano II concluido en diciembre de 1965, y responder así a los desafíos que dicha realidad le planteaba a la Iglesia en la región1.
Una primera impresión al releer los documentos de esta Conferencia, es que los obispos latinoamericanos –aunque no la citan– comparten la poderosa convicción conciliar expresada en Gaudium et spes (GS), de que “la fe […] orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas”2. Es decir, desde un discernimiento creyente de la realidad a la luz de la Palabra de Dios, la Iglesia latinoamericana considera que puede ser un aporte en la búsqueda de soluciones más humanas a los diversos problemas históricos con que el ser humano se enfrenta en la región. Ahora bien, sostienen los obispos en el Mensaje al cierre de la Conferencia de Medellín,
“Nuestro aporte no pretende competir con los intentos de solución de otros organismos nacionales, latinoamericanos y mundiales, ni mucho menos los rechazamos o desconocemos. Nuestro propósito es alentar los esfuerzos, acelerar las realizaciones, ahondar el contenido de ellas, penetrar todo el proceso de cambio con los valores evangélicos”3.
Esta perspectiva asumida en Medellín, de una fe al servicio del mundo y sus problemas, puso a la Iglesia y a la Teología en particular, en cuanto reflexión crítica de la fe, ante el desafío de la relevancia y la pertinencia. La Iglesia y la disciplina teológica, tanto ayer como hoy, experimentan el llamado a contribuir en la respuesta a los desafíos con que nos enfrentamos todos los seres humanos. Hoy hacemos eco de este llamado en un escenario local y global que sigue siendo tanto o más convulsionado y en proceso de acelerada transformación que entonces. Hay cambios en el contexto, pero no en la perspectiva.
Pero antes de entrar en materia, conviene recordar que los resultados de las “deliberaciones y compromisos”, como los llaman los obispos en el mencionado Mensaje, se hallan en el documento final subtitulado “Conclusiones”, aprobado por las instancias vaticanas en octubre de 1968. Luego de una Presentación del texto, de la transcripción del Discurso de S. S. Pablo VI en la inauguración de la Segunda Conferencia, de un Mensaje a los pueblos de América Latina por parte de los participantes en la Conferencia, y de una Introducción a las Conclusiones, vienen los resultados de las 16 comisiones y subcomisiones en que funcionó la Conferencia, con sendos textos articulados bajo tres títulos o asuntos mayores abordados. Bajo el título “Promoción humana”, están los documentos 1. Justicia, 2. Paz, 3. Familia y Demografía, 4. Educación y 5. Juventud. Bajo el título “Evangelización y crecimiento de la fe”, los documentos 6. Pastoral popular, 7. Pastoral de élites, 8. Catequesis y 9. Liturgia. Por último, bajo el título “La Iglesia visible y sus estructuras”, los documentos 10. Movimientos de laicos, 11. Sacerdotes, 12. Religiosos, 13. Formación del clero, 14. Pobreza de la Iglesia, 15. Pastoral de conjunto y 16. Medios de Comunicación Social4.
Al cabo de 50 años de la Conferencia se podría, por ejemplo, intentar conocer y comprender el origen de sus lineamientos pastorales y evaluar su realización e impacto. Esta tarea no es pequeña ni irrelevante, pues cualquier plan pastoral requiere ser evaluado, tanto en su diseño como en su ejecución y resultados. En efecto, solo llevando a cabo esta tarea se legitima cualquier esfuerzo posterior por planificar el servicio que la Iglesia ha de prestar en América Latina. La práctica de fijar objetivos, planificar, de hacer seguimiento y evaluar se ha ido instalando para quedarse en todas las instituciones, incluyendo la Iglesia.
Con todo, una empresa como esa –si aún no ha sido realizada por instancias del CELAM– supera nuestras posibilidades, sobre todo considerando el tiempo, los recursos y las competencias que se requieren para llevarla a cabo. Nuestro propósito, en cambio, será más modesto: nos interesa discernir, como sugiere el título, los desafíos actuales para la teología desde una relectura de Medellín. No se trata de partir por lo que considero los desafíos actuales más urgentes para la teología5, para luego ver qué aporta Medellín para responder a ellos, sino más bien de releer Medellín y desde esa relectura ver qué desafíos parecieran estar pendientes o vigentes para la teología, en el actual contexto latinoamericano. Luego, en otra investigación, se podría analizar cómo se ha respondido teológicamente a dichos desafíos.
En concreto, releyendo los documentos de la Conferencia de Medellín, como también algunos artículos teológicos escritos con ocasión de aniversarios de dicha Conferencia, creo conveniente destacar algunas opciones fundamentales y modos de proceder de Medellín que están indisociablemente ligados al contexto latinoamericano y al legado eclesial del Concilio Vaticano II, a los cuales explícitamente se buscó responder. En efecto, como bien lo expresa el título del documento conclusivo, «La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio», la II Conferencia explícitamente quiso situar su quehacer de cara a ese doble referente. Hay que señalar, sin embargo, que tuvo mucho influjo en la Conferencia la encíclica social de Pablo VI Populorum progressio (PP), proclamada en 1967, la cual buscaba dar orientaciones más específicas para un desarrollo integral de los países llamados del Tercer Mundo, en un mundo dividido en dos bloques ideológicos y antagónicos: el socialista y el capitalista. Se entiende entonces, que no sean pocas las citas o referencias a PP en los textos que conforman el documento Conclusiones de Medellín6.
Medellín hay que entenderlo en continuidad con la iniciativa liderada por Mons. Manuel Larraín, Obispo de Talca en Chile, de crear una instancia eclesial colegiada para abordar asuntos comunes a las iglesias de la región, la cual tomó cuerpo en la I Asamblea General de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM) reunida en Río de Janeiro (1955). Conferencia que, con la aprobación de Pío XII, se instala como órgano permanente. Pero también hay que entender la II Asamblea General del CELAM principalmente como un esfuerzo de recepción en la región del Concilio Vaticano II, nuevamente por iniciativa del secretario general del CELAM, Manuel Larraín, expresada a Paulo VI en 1965. Pero, es sabido, Mons. Larraín no pudo participar de Medellín, ya que falleció en un accidente un par de años antes de la preparación inmediata y realización de la Conferencia.
Carlos Schickendantz ha estudiado concienzudamente la convocatoria, el desarrollo y el estatuto jurídico-eclesial de la Conferencia de Medellín, haciendo notar que se trata de una recepción única del Concilio en comparación con otras áreas geográficas y culturales del mundo7. Por mi parte, me interesa relevar algunas características y lineamientos generales del Concilio que dieron lugar a una recepción creativa de las Iglesias de América Latina que comparten una historia y rasgos culturales comunes8. Puede que no sea exhaustiva mi lectura del Vaticano II ni de Medellín, pero los elementos que destaco de ambas instancias colegiadas de la Iglesia no dejan de ser fundamentales. Desde esa recepción creativa del Concilio por parte de Medellín, en buena medida condicionada también por el convulsionado contexto latinoamericano, espero poder detenerme en algunos desafíos teológicos para el presente. Así, en lo que sigue podremos ir reconociendo el siguiente esquema: Vaticano II, Medellín, desafíos actuales a la teología.
1. Una actitud de apertura, un estilo dialogante y un método
Como sabemos, el Concilio Vaticano II, anunciado por Juan XXIII el 25 de enero de 1959, inició su primer período el 11 de octubre de 1962 y terminó el cuarto período el 8 de diciembre de 1965. La actitud de apertura de los padres conciliares, en un mundo que ya se vislumbraba como sometido a enormes transformaciones, es algo a destacar. En lugar de condenar los cambios culturales, en buena medida como resultado del avance de las ciencias modernas, quiso comprenderlos. Por otra parte, miró con simpatía a los no cristianos y quiso dialogar con ellos9. Se aprecia nítidamente un cambio de estilo: de jurídico y punitivo a más persuasivo y motivador; de condenatorio y autoritario a dialogante y colegiado; menos dogmático y más pastoral10.
Sin duda que estos rasgos los hallamos también en los padres reunidos en Medellín. Por ejemplo, la amplitud de mente para comprender la realidad en toda su complejidad, con la ayuda de y no de espaldas a las ciencias, sobre todo las sociales, y de responder a la realidad desde la fe en términos más propositivos y pastorales. Esta nueva actitud hacia la realidad se aprecia en la adopción sistemática del método ver-juzgaractuar, desarrollado inicialmente por la Juventud Obrera Católica, en los distintos documentos de la Conferencia, tal como lo había hecho ya la constitución Gaudium et spes del Concilio. La recepción creativa en relación al Concilio, se verifica en la generalización y desarrollo del método para abordar ámbitos disímiles de la realidad social y eclesial, de los que Medellín decidió hacerse cargo. En efecto, en los 16 documentos de Medellín se reconoce la estructura jociana: comprender los hechos o la realidad del asunto abordado (justicia, paz, familia, educación, juventud, pastoral popular y de élite, catequesis, movimientos de laicos, etc.), seguida de una iluminación o reflexión doctrinal, para concluir con orientaciones pastorales.
Por ahora, convengamos que el método adoptado y desarrollado permitió a los obispos una aproximación a la realidad mucho más desprejuiciada y rica, acorde con su complejidad y acelerado proceso de transformación. Desde entonces, el quehacer teológico y pastoral ya no puede eximirse de hacer uso y dialogar con otros saberes y disciplinas, las ciencias sociales entre otras, para comprender y servir a la humanidad, en la senda trazada por el Concilio en GS 11, descrita más arriba. No se esconde que ha habido críticas al método jociano y que este tiene que ser afinado todo lo que sea necesario. Sin embargo, con el diálogo inter-disciplinar favorecido por ese método la teología ha salido enriquecida, como ha sido también por siglos la relación fecunda con la filosofía. La adopción de dicho método por parte de la teología ha hecho que esta, como pocas veces, se vuelva “relevante”, es decir significativa no solo para los especialistas, sino para el pueblo creyente en el continente. Esto, en la medida que la teología, en diálogo con otras disciplinas y saberes, opera como mediadora entre los acontecimientos y anhelos históricos y la Palabra de Dios acogida en la fe, queriendo ser esta orientadora en la búsqueda de soluciones eficaces a los problemas que ayer y hoy afligen a los seres humanos. Por cierto, hay asuntos que Medellín no desarrolló o ni siquiera abordó porque no estaban (suficientemente) instalados en el debate de la época. Por ejemplo, la degradación ambiental a la par de la degradación social, puesta de relieve por Francisco en Laudato Si' (LS), la cual requiere de un diálogo y enriquecimiento mutuo de la teología con las ciencias de la naturaleza. O bien, la espinuda “cuestión del género”, que requiere hoy de la teología un mayor diálogo con la psicología, las ciencias biológicas y sociales, para comprender mejor el asunto y no quedar descalificados de partida en el debate, al rotularla simplemente de “ideología”11. Medellín dio pauta no solo reconociendo la “igualdad de derecho y de hecho” de la mujer con el hombre (Justicia, 1), sino marcando una perspectiva de servicio y un método para abordar cuestiones complejas. Estos asuntos, más que deudas de Medellín, son nuevos desafíos que hay que desarrollar con el espíritu y método de Medellín.
2. Una respuesta ética al contexto, que atiende a los “signos de los tiempos”
Además de un cambio de foco, estilo y método, el Concilio Vaticano II constituyó una respuesta ética a un contexto mundial marcado por dos guerras mundiales, por el holocausto, la era atómica iniciada en Hiroshima, el ateísmo comunista, el existencialismo de la posguerra y la guerra fría12. En efecto, en un contexto mundial de fragmentación y división, en diversos documentos se presenta a la Iglesia como signo, sacramento, de una posible unidad en una humanidad dividida (Lumen Gentium, Gaudium et Spes). Por otra parte, debido al antisemitismo de siglos y del holocausto en particular, como también al conflicto Israelí-Palestino de los 60, surge la declaración Nostra aetate, que aborda las relaciones del cristianismo con otras religiones no cristianas, con el judaísmo e islam en particular. Y frente a las demandas de libertad, tolerancia y de rechazo al totalitarismo, como el que se daba en gobiernos del Este de Europa y de Asia, la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, significó una evolución o cambio doctrinal en relación a enseñanzas y prácticas eclesiales del pasado. En fin, frente a los desafíos de los humanismos de la modernidad tardía (tales como la temporalidad, la justicia, el ateísmo, el existencialismo), en lugar de condenarlos al estilo de Pío IX13, son considerados y asumidos como parte de “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo”14.
Así, teniendo como antecedente esta inquietud conciliar por responder éticamente a peligros y desafíos mundiales, no es de extrañar que iglesias locales, como las de América Latina reunidas en la Conferencia de Medellín, hayan querido redoblar sus esfuerzos por hacer frente a los problemas y desafíos más apremiantes del contexto latinoamericano, “en un momento –se dice– decisivo de su proceso histórico”15. Del Concilio aprendió a interpretar, a la luz de la fe, “los signos de los tiempos”; es decir, a discernir “en los acontecimientos, exigencias y deseos… los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios”16, como se aprecia en la manera de aproximarse los obispos a la realidad, descrita en la Introducción a los documentos de Medellín:
“No podemos dejar de interpretar este gigantesco esfuerzo por una rápida transformación y desarrollo como un evidente signo del Espíritu que conduce la historia de los hombres y de los pueblos hacia su vocación [PP 15]. No podemos dejar de descubrir en esta voluntad cada día más tenaz y apresurada de transformación, las huellas de la imagen de Dios en el hombre, como un potente dinamismo”17. “No podemos, en efecto, los cristianos, dejar de presentir la presencia de Dios, que quiere salvar al hombre entero, alma y cuerpo [GS 3]”18. “Así como otrora Israel, el primer Pueblo de Dios, experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión de Egipto, cuando lo hacía pasar el mar y lo conducía hacia la tierra de la promesa, así también nosotros, nuevo pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da «El verdadero desarrollo, que es para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas… [PP 20 y 21]»”19.
Entre los asuntos que requieren de atención y respuestas urgentes están la pobreza y miseria persistentes en el Continente, las “situaciones de injusticia”, las “desigualdades excesivas” que son formas de “violencia institucionalizada”, como también la violencia represiva y subversiva que atentan contra la paz, los factores que no favorecen la vida familiar, los déficits y desequilibrios en la educación, etc.; todas ellas cuestiones que, por imperativo ético, fijan la agenda pastoral de la Iglesia congregada en Medellín. La creatividad se manifiesta, por ejemplo, en interpretar teológicamente lo que las ciencias sociales diagnostican:
“Existen muchos estudios sobre la situación del hombre latinoamericano. En todos ellos se describe la miseria que margina a grandes grupos humanos. Esa miseria, como hecho colectivo, es una injusticia que clama al cielo”20; “Al hablar de una situación de injusticia –dirán los obispos más adelante– nos referimos a aquellas realidades que expresan una situación de pecado; esto no significa desconocer que, a veces, la miseria en nuestros países puede tener causas naturales difíciles de superar”21.
De esa lectura social y teológica brotarán opciones pastorales que harán reconocible a la Iglesia latinoamericana por una lectura inédita del evangelio:
“El particular mandato del Señor de «evangelizar a los pobres» –dicen los obispos– debe llevarnos a una distribución de los esfuerzos y del personal apostólico que dé preferencia efectiva a los sectores más pobres y necesitados y a los segregados por cualquier causa, alentando y acelerando las iniciativas y estudios que con ese fin ya se hacen”22.
Tenemos pues, de manera germinal en Medellín, la opción por los pobres, desde donde se quiere servir a la unidad del género humano amenazada en esta región del planeta; opción que será desarrollada localmente en años posteriores (v.g. por la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunida en Puebla en 1979; por la Teología de la Liberación) y asumida por la Iglesia en su magisterio universal23. La opción por los pobres emerge no solo como una prioridad pastoral, sino como una hermenéutica de la Palabra de Dios y de la realidad.
Perdura hasta hoy el desafío de profundizar en ese “lugar teológico” relevado por la Iglesia latinoamericana y asumido por la Iglesia universal: el clamor de los pobres y segregados por cualquier causa. ¿De qué manera los empobrecidos y marginados están incidiendo en todo nuestro quehacer teológico hoy? Más aún, y considerando que este locus no es el único, es importante explicitar metodológicamente cómo los acontecimientos de la historia discernidos a la luz de la fe como auténticos loci theologici, forman parte propia y no ajena del quehacer teológico. Los esfuerzos del Centro Teológico Manuel Larraín van en esa dirección, como puede apreciarse en la última publicación: «Lugares e interpelaciones de Dios. Discernir los signos de los tiempos»24. En la Introducción a esta obra se afirma que “Lo verdaderamente decisivo… reside en la importancia de situar un lugar teológico, es decir, una determinada instancia de autoridad a partir de la cual la fe y la teología argumentan, en el marco orgánico y diferenciado de las demás autoridades, de los demás lugares teológicos, en una suerte de red epistemológica que manifiesta que la inteligencia teológica se desarrolla al interior del dinamismo de toda la vida de la Iglesia, en un sistema estructurado con sus diversos componentes y sujetos, diacrónica y sincrónicamente considerados”25.
3. Una catolicidad diversa, colegiada, teológicamente situada y comunitaria
Sin duda que el Vaticano II fue un Concilio eclesiológico: significó un cambio en la mirada “ad intra” de la Iglesia, como se puede apreciar en las imágenes y conceptos que utiliza para hablar de ella misma; y también en la mirada “ad extra”, abordando la realidad del contexto mundial con mayor empatía, responsabilidad y espíritu de servicio a la humanidad, como ya hemos visto. En cuanto a la mirada o reflexión “ad intra”, esta fue complementaria –por decirlo de alguna manera– a la del Concilio Vaticano I. Los principios de igualdad fundamental de todos los fieles –Iglesia como pueblo de Dios e Iglesia comunión– y la colegialidad de los obispos vinieron a atenuar el verticalismo y centralismo del anterior concilio y su afirmación de la infalibilidad papal en materias de moral y fe. Este cambio en la mirada, en buena medida puede deberse a que, como hizo notar acertadamente Karl Rahner, el Concilio Vaticano II fue “el primer acto en la historia en que la Iglesia comenzó oficialmente a realizarse como universal”26. En efecto, la presencia por primera vez de obispos de todo el mundo, más una comprensión de la o las culturas en clave más sociológica y antropológica, como la que aparece en GS 53, permitió una autocomprensión más profunda y diversa de la que se podía tener en una Europa sometida a un acelerado proceso de secularización y, como contrapartida, favorecer el resurgimiento del concepto de “iglesias particulares” (Lumen gentium) o locales con una identidad más clara27. A diferencia del Vaticano I, el Vaticano II comprende que la unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino que ella ha de adaptarse a las distintas culturas. Señera fue la constitución Sacrosanctum Concilium, el primero de los documentos conciliares, con su apertura a la celebración litúrgica en lengua vernácula o a la adaptación de la Liturgia a la mentalidad y tradiciones de los pueblos. Pero cabe destacar también el decreto Ad gentes (AG) que subraya el reconocimiento del legítimo pluralismo cultural vinculado a las diversas Iglesias particulares28, además de ofrecer fundamentos cristológicos para favorecer dicho pluralismo: “la encarnación” de Cristo como modelo para la Iglesia en la tarea de insertarse en toda cultura29; “las semillas de la Palabra” presentes en toda cultura y que hay que discernir30.
El Concilio Vaticano II fue un impulso para que las Iglesias particulares estuvieran más atentas a la realidad de los pueblos y sus culturas en que están insertas. Pero, también, otorgó claves teológicas para que desarrollaran una identidad propia que no atentaba, sino que reforzaba la “catolicidad” de la Iglesia. En efecto, Medellín constituye un hito decisivo en la configuración de la identidad de una Iglesia latinoamericana. Esta deja de ser una mera prolongación de la Iglesia europea a la cual le debe sus orígenes, y surge de la Conferencia una Iglesia regional con rasgos y acentos propios. Se entiende entonces que, para teólogos como Clodovis Boff, el mayor fruto de Medellín “fue haber dado a luz a la Iglesia latinoamericana en cuanto latinoamericana”31, pero tal vez exagera un poco cuando dice que fue “el acto de fundación” de la misma. Esto, porque en siglos y años anteriores hubo una serie de acciones que fueron gestando algunas características y opciones propias de la Iglesia en la región. Piénsese, por ejemplo, en la defensa del indígena por parte de Fray Bartolomé de las Casas que, para algunos, constituyó la primera declaración de los DDHH; o bien, por parte de José de Acosta, que dio lugar a un nuevo trato al indígena y a una nueva estrategia evangelizadora en América. También se pueden mencionar, por ejemplo, innovaciones pastorales como las llamadas reducciones del Paraguay o las misiones itinerantes de Chiloé, con el ministerio de los fiscales que perdura hasta hoy. Y, más cercana en el tiempo, la creación misma del CELAM en Río, 1955, que implicó un interesante ejercicio de colegialidad previo al Concilio Vaticano II y a LG 22, en particular. Con todo, Medellín significó un antes y un después en cuanto a la autoconciencia de la Iglesia latinoamericana, en su mirada pastoral hacia los desafíos propios de la región, en sus opciones y compromisos con un fuerte sello social32, en las formas de participación eclesial que favoreció y, por cierto, en la irrupción de una teología propia. Detengámonos en estos rasgos identitarios y en los desafíos que implican para la teología hoy.
Siguiendo el balance histórico, de C. Boff, “Medellín dio a nuestra iglesia los elementos esenciales, que, madurados en la década siguiente, hasta Puebla, configuraron las tres instituciones que podemos llamar propias o típicas de la Iglesia latinoamericana, a saber: la opción por los Pobres, la Teología de la Liberación y las Comunidades Eclesiales de Base”33. De la opción por los pobres, germinal en Medellín y vigente en el presente, ya hemos hablado. Tal vez solo recordar que Francisco, el primer Papa latinoamericano, formado durante el Concilio y ordenado al año siguiente de Medellín, manifestó en la exhortación apostólica Evangelii gaudium (EG), una suerte de carta de navegación para su pontificado, que quiere “una Iglesia pobre para los pobres”. Y continúa:
“Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos”34.
Obviamente, dado que esta es una respuesta de fe, requiere de la mediación teológica que necesita seguir siendo desarrollada.
De hecho, fue en respuesta a ese “signo de los tiempos”, a ese “anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva”35, a ese “sordo clamor (que) brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte”36, que surgió un nuevo e inédito modo de hacer teología en América Latina. Modo que, gestado un poco antes o a la par de Medellín y, en cierto sentido, respaldado por la Conferencia, sería conocido muy pronto como “reflexión crítica sobre la praxis histórica a la luz de la Palabra” y bautizado como Teología de la Liberación37. En efecto, al leer los dos documentos más proféticos de la Conferencia de Medellín, el primero sobre la “Justicia” y el segundo sobre la “Paz”, es posible percibir ahí el espíritu de la teología de la liberación. En buena medida, esto puede deberse a la estrecha colaboración de teólogos y obispos, en las preparación y realización de la Conferencia. Sabemos, por ejemplo, que el rol de Gustavo Gutiérrez, reconocido como uno de los padres de la Teología de la Liberación, fue decisivo en la comisión y redacción del documento “Paz”.
No es este el lugar para presentar el origen, desarrollo, rasgos principales, variantes, críticas y autocríticas a la teología de la liberación surgida en torno a Medellín. Tal vez hacer eco del conocido teólogo norteamericano Robert Schreiter, para quien esta sería la mejor expresión de una teología contextual tal como hoy se la entiende, dado que ha elaborado una reflexión de la experiencia creyente a partir de una situación concreta38. Si esto es así, con mayor razón urge el desafío que nos planteó hace 10 años la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, reunida en Aparecida, Brasil (2007):
“Invitamos a valorar la rica reflexión postconciliar de la Iglesia presente en América Latina y el Caribe, así como la reflexión filosófica, teológica y pastoral de nuestras Iglesias y de sus centros de formación e investigación, a fin de fortalecer nuestra propia identidad, desarrollar la creatividad pastoral y potenciar lo nuestro. Es necesario fomentar el estudio y la investigación teológica y pastoral de cara a los desafíos de la nueva realidad social, plural, diferenciada y globalizada, buscando nuevas respuestas que den sustento a la fe y vivencia del discipulado de los agentes de pastoral”39.
Volviendo a II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, además de haber sido un ejercicio señero de sinodalidad y de colegialidad episcopal, de colaboración fecunda entre el episcopado y el servicio teológico, siguiendo la senda del Concilio Vaticano II, Medellín dio igualmente un gran respaldo e impulso a las “comunidades cristianas de base”. Les dedica atención y espacio en los documentos referidos a la Pastoral Popular (13), a la Catequesis (10 y 12) y a la Pastoral de Conjunto (10-12). Una “comunidad de base”, señala Medellín, es
“una comunidad local o ambiental, que corresponda a la realidad de un grupo homogéneo, y que tenga una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros” […], “célula inicial de estructuración eclesial y foco de la evangelización” y “factor primordial de promoción humana y desarrollo”40.
El modelo de Iglesia de comunión se impulsa y verifica, pues, a nivel regional y local. Cabe señalar aquí que, así como el Concilio Vaticano II, en la constitución Dei Verbum sobre la Revelación divina, promueve la centralidad y uso de la Escritura, Medellín encuentra en la comunidad de base un notable espacio para la familiaridad con la Escritura y la comunión. Así, propone “la formación del mayor número de comunidades eclesiales en las parroquias, especialmente rurales o de marginados urbanos. Comunidades que deben basarse en la palabra de Dios y realizarse, en cuanto sea posible, en la celebración eucarística, siempre en comunión con el obispo y bajo su dependencia”41.
Cabe aquí preguntarse –y con esto termino– si uno de los desafíos más urgentes para la teología hoy no está en el servicio a la comunión eclesial. Esto implica retomar –si se ha perdido– la práctica de colaboración con los pastores tan fecunda en Medellín. No me refiero (únicamente) a la tarea de formar personas para los ministerios eclesiales, sino sobre todo a la de contribuir en el discernimiento, a la luz de la Palabra de Dios, de la realidad histórica, de modo que como Iglesia seamos un aporte creíble en la búsqueda de soluciones más humanas a los problemas, por ejemplo, de degradación ambiental y social que nos afectan a todos, y “de un modo especial a los más débiles del planeta”42. Claro que “nadie va donde no lo invitan”, dice el refrán popular. Pero nada obsta que tomemos iniciativas que tiendan puentes entre teólogas y teólogos y el episcopado: dos instancias fundamentales, diferenciadas y complementarias, para la debida actualización del Evangelio. Implica, también, asegurarnos como teólogas y teólogos una inserción en comunidades eclesiales. Esto no solo nos hace bien para la vivencia comunitaria de nuestra propia fe, tan opacada actualmente por las tendencias a “creer sin pertenecer”. Contribuye a que las comunidades, además de crecer en familiaridad con la Escritura y con la rica Tradición de la Iglesia (sincrónica y diacrónica), cuenten con el apoyo del teólogo o teóloga profesional en la tarea de “dar razón de la esperanza” en sociedades más plurales y culturalmente menos homogéneas. Por lo demás, esta es una buena forma de escuchar el sensus fidei fidelium, lo cual no solo es un deber de los pastores sino, también, de aquellos que han hecho de la teología su servicio a la Iglesia43.
No puedo cerrar este artículo sin esbozar algunos déficits de Medellín y, hasta ahora, tareas teológicas no del todo acometidas. Por ejemplo, la atención a lo cultural, que será abordada por conferencias posteriores, como Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y, en menor medida, por Aparecida (2007)44, cada una con sus énfasis. La inculturación de la fe en sociedades cultural e internamente tan diversas, constituyen un nuevo desafío impensado al que poco nos hemos asomado teológicamente. Por otra parte, si en Medellín hubo un cierto déficit cristológico, que será subsanado en los años siguientes por la teología latinoamericana de la liberación, es igualmente reconocible un déficit pneumatológico, indispensable para poder discernir los signos de los tiempos. Sin duda, también, que es necesario profundizar en la acción del Espíritu para el diálogo ecuménico; pero, sobre todo, para el diálogo interreligioso en sociedades latinoamericanas marcadas por la pluralidad religiosa, como en otras sociedades de este mundo globalizado.