En abril de 2012 se realizó en Córdoba, Argentina, el I Simposio “Jazz en América Latina” en el marco del X Congreso de la Asociación Internacional para el Estudio de la Música Popular, Rama Latinoamericana (IASPM-AL). El objetivo fue avanzar en el intercambio de experiencias y estudios pertinentes al jazz de la región, proceso ya iniciado en 2010 con la constitución del Grupo de Trabajo homónimo de esta Asociación. Así como fue expresado en la convocatoria del simposio, se trató de emprender la construcción de una mirada local acerca de las propias prácticas que estuviera inscripta en un marco conceptual también localmente situado.
Los antecedentes de estas iniciativas pueden rastrearse en los debates concernientes a la llamada identidad de la música de jazz en América Latina -y sus marcas de nacionalidad o regionalidad-, que adquirieron una notable visibilidad en los últimos años tanto en los campos artísticos de distintos países como en publicaciones académicas1. Muchas de esas preocupaciones continuaron presentes en los trabajos presentados en el simposio.
Para mencionar a algunos de esos debates se puede citar al historiador musical argentino Sergio Pujol2, quien al preguntarse por la existencia de un jazz argentino argumentó que la cuestión no podría resolverse “con un mero inventario de argentinismos” incorporados al discurso musical. La utilización de elementos musicales reconocibles como “argentinos” no garantizaría entonces la existencia de un nuevo estilo: “en todo caso, estamos ante un abanico de estrategias sonoras más o menos novedosas (…) y músicos argentinos que se preguntan, a la hora de tocar, qué cosas los vinculan y qué cosas los diferencian de músicos de otros lugares”. En el interés de acceder a los procesos de producción de esas estrategias, propuse hace algunos años un análisis poiético de los sentidos de identidad construidos por algunos músicos argentinos de jazz3. Se trataba de exceder el clásico registro de las referencias nacionalizadas presentes en la superficie significante musical para proponer un análisis que fuera más allá de su sola invocación, que hasta el momento bastaba ya -desde un criterio claramente esencialista-para garantizar la identidad musical. De esta forma, pensar la identidad como un proceso inacabado de producción de sentido que incluye sus condiciones de producción y los modos en que es construido, hace inscribir al análisis más allá de lo sígnico musical posibilitando el acceso a una construcción política y performática de ese “jazz argentino”, atendiendo a las especificidades de sus distintas estrategias con sus significaciones particulares4.
En Brasil, Acácio Piedade indagó en el funcionamiento discursivo del jazz de su país sirviéndose de su propia noción de musicalidad como conjunto de elementos musicales y simbólicos, profundamente interconectados, que constituyen el sistema regulador del mundo musical de una comunidad específica5. En el caso del jazz de ese país su musicalidad estaría dada, según Piedade, por una amalgama de musicalidades regionales que se sitúa vinculada a la del jazz de Estados Unidos. A esta relación dialéctica la denomina fricción de musicalidades, porque presenta movimientos tanto de tensión como de síntesis, de acercamiento o alejamiento. Según Piedade, esta metáfora mecánica implica que “los objetos en contacto tocan y frotan entre sí sus capas más externas, quizás intercambiando partículas, pero la sustancia más dura del núcleo tiende a ser preservada”6. Es decir, aunque el discurso de los músicos nativos se identifique con referencias identitarias a tendencias musicales denominadas como brazuca -la más nacionalizada-, fusión, o ECM7, el tipo de funcionamiento de fricción aparece en todas ellas, tanto en el plano sonoro como el performático.
Álvaro Menanteau8, por su parte, propuso una inscripción del jazz de Chile dentro de las experiencias que históricamente han sido caracterizadas como de fusión, pero trascendiendo la conceptualización tradicional que las designa como las “síntesis más generales del jazz en combinación con cualquier otro estilo de música popular”. Su argumento está basado en que la práctica de la fusión en nuestros países excedería lo específico jazzístico debido a su relativa autonomía, gestada en el marco de condiciones localizadas y periféricas. Sugiere entonces repensar las categorías estilísticas por fuera de las instaladas como dominantes desde el discurso jazzístico hegemónico, para el cual la fusión resultaría algo así como todo lo que se relaciona con el jazz pero que no es jazz en un sentido estricto, o al menos, lo que hegemónicamente así se considera como canon jazzístico. En cuanto a las cuestiones de nacionalidad, califica al movimiento del jazz de su país de fines del siglo XX y comienzos del XXI como una “tercera etapa” del cultivo del jazz en Chile cuyo desarrollo “aún está abierto”, lo que “nos deja instalado un cúmulo de preguntas y cuestionamientos, tales como la existencia de un jazz chileno o el determinar dónde radicaría la chilenidad en esta práctica local del jazz”9.
En Uruguay, según Luis Ferreira, ya desde la década de 1970 se inició un proceso de otorgamiento de “tintes locales al jazz” […] pudiéndoselo entender “como un lenguaje con elementos en común y articulable musicalmente a otras maneras y estructuras locales, especialmente aquellas de matrices africanas como el candombe10”. Ferreira propone acceder a este tipo de lenguaje jazzístico como una práctica multisituada que ha trascendido a Estados Unidos “porque hay músicos en todo el mundo que tocan no solamente las formas creadas históricamente en EUA por los afrodescendientes”, sino que también “en muchos casos crean nuevas formas a partir de elementos y conocimientos musicales locales como parte de la diáspora africana en América del Sur y el Caribe”11.
Para citar algunos otros ejemplos en esta revisión inacabada de los debates acerca de identidad y jazz en América Latina, resulta de interés el dato que el músico e investigador colombiano Rafael Serrano comentó acerca de que una de las puertas de entrada del jazz en su país haya sido la costa Atlántica y no la ciudad capital Bogotá, a donde llegaron los músicos desde ciudades como Cartagena a partir de fines de los años cuarenta. Desde entonces tres generaciones de artistas confluyeron en lo que aún calificando como “audaz”, Serrano denomina un “renacimiento jazzístico” bogotano. Esto ocurrió gracias al espacio académico, los festivales y las iniciativas independientes que promueven el jazz en Colombia, que incluyó la consolidación de una nueva camada de músicos, pese a las difíciles condiciones políticas del país que provocan su éxodo.
En Venezuela, Simón Balliache12 sostiene que aun partiendo de la idea del jazz como una “música universal”, existiría una venezolanización del género que se produce cuando los “intérpretes logran tener factores comunes, tocan temas de compositores criollos, y a los géneros nacionales como el vals, el joropo y otros, se le adicionan bases jazzísticas para hacerlos parte del repertorio de todos los grupos”. Entre las corrientes del jazz venezolano el autor distingue a aquellas más “fieles al jazz proveniente de EE.UU. o de los que utilizan los ritmos del Caribe, y quienes se apoyan en el folclore”. También adjudica a las generaciones de las décadas de 1980 y 1990 una diferencia basada en la búsqueda de un sonido propio que incluye “los componentes instrumentales nacionales cada vez con más frecuencia”, por lo que “es más fácil identificar cuándo un tema es ejecutado por una agrupación venezolana, aunque se encuentre enmarcado en cualquiera de las tendencias antes mencionadas”.
Pepe Janeiro13, por su parte, reivindica una identidad del jazz en México que resultaría tan híbrida como la de su propio país: “como la naturaleza primera del jazz, México es un importante polo de mestizaje”, dice. Data los orígenes del jazz en México hacia 1920, cuando diversos pobladores, entre ellos los músicos, iban y venían de Nueva Orleans a distintas ciudades mexicanas. Por otra parte, si bien reivindica que “el jazz que se hace en México es el jazz mexicano”, plantea la paradoja que señala que si bien es cierto “que no existe un movimiento nacionalista mexicano en terrenos del jazz […] también es cierta la impronta del folclor nativo en la música jazz hecha en México”14.
Por otra parte se han producido intercambios, aunque de manera incipiente, que analizan el entrecruzamiento de experiencias entre distintos circuitos de la región. Por ejemplo, y en cuanto a la relación entre Argentina y Chile, “una mirada de cono sur, trasandina y especular” permitió “dar cuenta de un proceso de reconversión estética que se viene gestando en forma paralela” a ambos lados de los Andes posibilitando “la apropiación de formatos musicales tradicionalmente considerados ajenos para la construcción de la propia identidad”15. Se ha podido constatar además que en los cien años de jazz en ambos países esta interrelación resultaría un producto del histórico intercambio -aunque con altibajos- de músicos para la realización de giras y grabaciones de discos, sobre todo en las décadas de los cuarenta y cincuenta y a principios del siglo XXI16.
Un importante aporte resulta también el volumen recientemente editado que recoge los trabajos presentados en el congreso “El jazz desde la perspectiva caribeña” de 201117. En grandes líneas, este conjunto de debates permite la emergencia de fricciones diversas -como dice Piedade, aunque los casos aquí revisados refieran a cuestiones específicamente discursivas- que existen entre las narrativas historiográficas hegemónicas pertinentes al jazz, las conceptualizaciones varias que abordan las temáticas de música e identidad y que buscan desplazar los antiguas perspectivas esencializantes de nacionalización, y las historias que se están construyendo y reconstruyendo en torno al jazz de América Latina y el Caribe. Respecto de estos tópicos me detendré en lo que sigue de este trabajo mostrando también cómo aparecen en los resultados de un proceso de investigación específico en un ejemplo de jazz regional.
DESAFÍOS PARA UN JAZZ LATINOAMERICANO
Uno de los obstáculos que aparece como más visible para pensar el jazz de América Latina tiene que ver con la constitución misma del campo de investigación, ya sea por el disímil grado de interés que existe del jazz en los ámbitos académicos, o por las características específicas de la investigación musical en los distintos países de la región.
Esta cuestión es condición de posibilidad para la construcción de un marco conceptual común: la palabra jazz puede significar cosas muy distintas a lo largo de todo el continente y también dentro de un mismo país. Según qué abordaje de la música realicemos -lo que puede incluir la adscripción a distintas tradiciones musicales-, no es lo mismo pensar el jazz como un género estadounidense, afronorteamericano, afroamericano, como música negra, etcétera18.
Acceder a la identidad como atributo de la música -y de la música en términos generales y universales- tiene entre sus opciones más transitadas su abordaje en una condición de “nacionalizada”. Desde esta mirada, el jazz sería “norteamericano” porque su origen ha sido histórica y hegemónicamente situado fronteras adentro del actual Estados Unidos de Norteamérica19. Se trata esta en realidad de una operación de construcción de sentido que localiza y adscribe identidades a territorios delimitados por el Estado nación, operación naturalizada desde la formulación de los nativismos decimonónicos hasta los nacionalismos del temprano siglo XX, que fueron los que ofrecieron sucesivos modelos sonoros de la nación, entre otros, el impuesto por Estados Unidos como potencia colonial20.
De acuerdo con este razonamiento, pensamos la identidad como un proceso de construcción simbólica que se despliega, por un lado, en forma de un enmascaramiento discursivo21 que funciona como significante para la advocación de una “identidad cultural”, y que no es más que una expresión no problematizada de la autoridad y autenticidad derivada de la utilización de una definición unicista, estable y continua de la identidad22. Por otro lado, los sentidos identitarios no necesariamente narrativos -aunque también los hay de este tipo- también son producidos al interior de las prácticas musicales, intersectadas como musicopoiesis y enraizadas a su vez con los discursos sociales. Las identidades así creadas y sujetas a esas prácticas narrativas, sonoras y performáticas, son productoras de una significación asequible en la representación y siempre posicionada estratégicamente en relación con un poder, además de ser experimentadas y encarnadas en la performance23.
Dicho de otro modo, las identidades -más que la identidad- nunca podrían ser abordadas como lugar de sentido, sino más bien como procesos de producción de sentido(s) identitario(s) que nacionalizan, racializan o territorializan -entre otras opciones- las identidades sociales específicas. Y esto es así porque la música, como se ha dicho largamente, es un artefacto privilegiado de provisión de los diferentes elementos que se utilizan para la construcción de las identidades sociales24.
Esta perspectiva nos permite repensar los sentidos identitarios que se construyen en torno a los conceptos de nación y territorialidad, también para el jazz de la región. Como ya se dijo, estos son los mecanismos que funcionaron históricamente como legitimantes de determinadas músicas para que puedan ser consideradas jazz hacia adentro de Estados Unidos, y que a su vez invalidan a las que quedan por fuera de sus fronteras territoriales. En tal sentido, el jazz del Caribe y de los músicos caribeños en Estados Unidos -a priori, aunque luego por extensión a toda música de jazz creada por latinoamericanos- no es jazz a secas, sino latin jazz25.
DESCONSTRUIR LATINIDADES
En noviembre de 2011 se realizó en la Universidad Veracruzana en Xalapa, México, un programa de debate académico que formó parte del IV Festival Jazzuv de esa universidad, precediendo una nutrida e importante agenda de conciertos. La locación en el golfo de México y la cercanía con el Mar Caribe resultaron inmejorables para el intercambio fructífero y novedoso. Coordinado por Luc Delannoy, filósofo y escritor de varias obras de reflexión acerca del latin jazz26, el evento reunió investigadores de cuatro continentes que ofrecieron sus perspectivas posnacionales27, para pensar el jazz de manera descentrada, incluyendo las tan mentadas narrativas clásicas de origen y desarrollo del género.
Allí el dominicano Darío Tejeda colocó algunos de los temas que habían sido debatidos hacía pocos meses en el IV Congreso Internacional Música, Identidad y Cultura en el Caribe (MIC) bajo el nombre de “El jazz desde la perspectiva caribeña” (abril 2011, Santiago de los Caballeros, República Dominicana). Por ejemplo, la influencia de músicos mexicanos y caribeños en lo que se conoció como los orígenes del jazz en Nueva Orleans a inicios del siglo XX, pero también en las primeras formaciones de big band en Nueva York durante los años veinte28. Asimismo, aunque no en contradicción con lo anterior, Tejeda hizo hincapié en la necesidad de empezar a pensar al jazz o al llamado latin jazz como un patrimonio cultural y no como producto de la invención de un músico o músicos particulares29.
Esta perspectiva propone nuevas miradas relativas al mito de origen mismo del jazz, cuya construcción narrativa suele situarse fronteras adentro de Estados Unidos. El argumento sería más o menos este: colocar el inicio del jazz -indistintamente y entre otras opciones tanto circa 1890 con el ragtime, o en 1917 con la primera grabación de la Original Dixieland Jass Band- como grado cero, como diría Roland Barthes, de los movimientos musicales posteriores, deja toda anterioridad musical velada en la noche de los tiempos. Congo Square, Canal Street, y las habaneras, los tangos y las bambulas que iban y venían de puerto en puerto conformaban en realidad un mismo mundo, un ámbito que preexistió a la constitución de las naciones americanas. Este mundo, la región amplia y lábil que incluye al Caribe y al golfo de México, continúa a pesar de la fundación de los Estados nación, aunque notoriamente atravesado y reconfigurado por la construcción de estos como tales.
En esta línea, la musicóloga colombiana Ana María Ochoa se ocupó de señalar estas cuestiones en un artículo que reflexiona en torno a la tragedia del huracán Katrina en 2005, y del peso simbólico, social y cultural de Nueva Orleans en la música de jazz y viceversa. Por historia, cultura y actualidad Ochoa considera que esta ciudad, desde su fundación en 1718 y durante todo el período en que es reconocida como cuna del jazz, fue históricamente el “margen norte del Caribe” más que una parte del corazón cultural de Estados Unidos, y hace suya la perspectiva de la historiadora Gwendolyn Hall para quien Nueva Orleans es “la más africana de las ciudades [norte] americanas”30.
Por su parte, el historiador norteamericano Ned Sublette -cuya opinión fue compartida por el musicólogo cubano Danilo Orozco-31 sostiene que las ciudades de Veracruz en México, Nueva Orleans y La Habana constituían un mismo circuito que seguía la corriente del golfo de México. Esta perspectiva amplía aún más la impronta latina del jazz, por ejemplo en aquello que Sublette dice acerca de que “la única cosa que New Orleans no es, no importa cuánto le guste decirlo a los músicos de hoy en día en New Orleans, es ser la ciudad más norteña del Caribe. New Orleans está en el golfo de México, al igual que La Habana”32. Es de destacarse además que estas citas forman parte de un texto realizado con la participación del también historiador y productor cubano René López, en una tarea encargada por el programa cultural Jazz at the Lincoln Center dirigido por Wynton Marsalis, con motivo del programa de colaboración con el músico cubano Chucho Valdés en 2010. Es decir, la contranarrativa que descentra el origen nacionalizado del jazz como estadounidense es producida en la actualidad en el corazón mismo de la narrativa nacionalizada, al margen de la escasa circulación que pueda tener aún. Porque en realidad, como ha dicho Alberto Faya, músico y conductor radial de un programa de jazz en la emisora Habana Radio: “si la historia hubiese sido diferente el jazz pudiera haber sido rumba o samba, son, cumbia o payada”33.
En sintonía con la argumentación de una zona de influencia del jazz que trasciende los límites nacionales, Raúl A. Fernández sostiene que la historia del jazz en Cuba es “prácticamente tan larga como la historia del jazz en Estados Unidos”, lo que le permitió desarrollar una tradición separada e independiente que fue llevada adelante por los músicos cubanos en el siglo XX. Tanto los expatriados como los residentes fundaron en su conjunto “un nuevo híbrido de híbridos, una mixtura del jazz y de la música afrocubana, que se convirtió en el género más excitante de todos los conocidos bajo el nombre de latin jazz”34.
La trilogía ¡Caliente! Una historia del jazz latino (2001), Carambola. Vidas en el jazz latino (2005) y Convergencias. Encuentros y desencuentros en el jazz latino (2012) de Luc Delannoy aportó también una mirada sutilmente diferente de la idea de latin jazz, pero como jazz latino: “músicas cuyas formas se abren al mestizaje; música nómada que hace malabares con la sintaxis de las músicas que la enriquecen […] música con identidades múltiples que salió de puertos como Nueva Orleans, La Habana, Nueva York o Buenos Aires35.
Otra opción estuvo constituida por la edición del libro Jazz en español. Derivas hispanoamericanas, que busca “pensar y presentar una música de la que se habla y escribe en el mismo idioma, con cientos de acentos diferentes”36. Se trata de una exhaustiva compilación de artículos que describen las escenas jazzísticas de once países (Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, España, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela) y dos regiones (Caribe y América Central). La persistencia del coordinador de la obra y el interés que ha despertado suscitaron que además de la edición original de la Universidad Veracruzana en México se hayan sucedido otras en Sevilla (2015), Lima (2016) y La Habana (2018).
Por otro lado, el Grupo de Trabajo “Jazz en América Latina” de la Rama Latinoamericana de la Asociación Internacional para el Estudio de la Música Popular (IASPM-AL) lleva ya cuatro ediciones de simposios realizados en el marco de los congresos bienales de la asociación. Los dos primeros (Córdoba 2012 y Salvador de Bahía 2014) pusieron en común algunos estudios desarrollados en la región acerca de diversos aspectos de las escenas jazzísticas locales (su historia, su relación con la enseñanza y los circuitos culturales de las ciudades, los debates acerca de su legitimidad, etc.). El tercer simposio (La Habana, 2016) se dedicó a las experiencias de hibridación y los procesos de transculturación en los que interviene el jazz de la región. Y el cuarto simposio (San Juan de Puerto Rico, 2018) se ocupó de las cuestiones relativas al poder implicadas en la música y el jazz en particular, a escala continental y nacional. La mayor parte de las ponencias de investigadores de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, España, México, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela fueron editadas como artículos en las Actas de los citados congresos, los que se encuentran disponibles en la página web de la Asociación37.
Por supuesto que no se pretende establecer aquí la novedad de la consideración del jazz en su versión conocida como latina, sino más bien de sugerir cómo se está produciendo una relectura del término que sintoniza con las prácticas actuales y pasadas del jazz de la región.
Además de la obra del ya citado Luc Delannoy, de la profusa historia de la bibliografïa en español que Julián Ruesga Bono expuso en 2010, y de la ya existente en inglés y otros idiomas, lo que se está advirtiendo con estas nuevas investigaciones es la condición posnacional de la música en general y del jazz en particular. ¿Qué quiere decir posnacional? Alejandro Madrid propone que sin negar la existencia de los Estados nación podemos adoptar otras perspectivas para acercarnos a la música, más allá de cánones fijos que atan identidades a territorios o a narrativas de nacionalidad, como por ejemplo las que surgen del análisis de las prácticas musicales y los complejos de performance. Podemos citar como ejemplos la propuesta de E. Taylor Atkins38 de pensar al jazz como un temprano agente de globalización de ida y vuelta entre metrópolis y periferias, en donde adquiere un nuevo sentido la reivindicación que realiza Delannoy39 de las historias de los artistas latinos que, por su importancia, aún aguardan un reconocimiento equivalente al de los nacidos en territorio norteamericano. O la percepción de este autor de aquello que subyace en los movimientos migratorios de los músicos, siempre atravesados por las circunstancias políticas y económicas de América Latina, y que constituye otro tipo de construcción de identidades no ancladas, móviles y flexibles40. El espacio de la creación como hecho cultural trasciende así los límites de la nacionalidad: el nomadismo hacia Estados Unidos y Europa da cuenta también de otros lugares de origen, aunque estos permanezcan imprecisos e inabarcables en las historiografías globales de los ámbitos metropolitanos, siendo al mismo tiempo reveladores de la gran variedad de prácticas musicales que suelen ser denominadas genéricamente como latin jazz.
Quisiera introducir aquí otra idea que resuena cuando pensamos en estos fenómenos, aquella que el sociólogo de origen británico y guayanés Paul Gilroy denomina Atlántico Negro41. Se trata de pensar a las músicas como formas culturales transnacionales, estereofónicas, bilingües o bifocales originadas con la esclavización de africanos que alimentó la constitución del capitalismo, y que luego se reconvirtieron y resignificaron con la expansión global de las industrias culturales en el siglo XX, en donde el jazz cumplió un rol importantísimo como mercancía cultural pero también como vehículo de canalización cultural y política de las más variadas comunidades artísticas del mundo42.
Esta perspectiva habilita otro tipo de miradas respecto de la historia del jazz a las que se suman otras que ya se están produciendo en la zona más austral del continente americano. Desde Uruguay, el músico y antropólogo Luis Ferreira encuentra un común “núcleo de sensibilidad” en las músicas de ese Atlántico Negro, en donde cada caso específico es una “forma particular de una sensibilidad polirrítmica más general” orientadora de la producción musical en las diversas locaciones del Oeste de África y Norte, Centro y Sudamérica. Esta sensibilidad está basada en el interés compartido por “una manera particular de interrelación de específicos patrones musicales”, así como sucede en el candombe uruguayo o en la conga afrocubana. Y, además, cada una de estas manifestaciones particulares articulan situaciones de interacción musical entre los ejecutantes, los diversos contextos locales del “mundo del arte”, y los procesos de constitución de los Estados nacionales y de implantación de sucesivos proyectos de modernidad, como resulta en el caso del swing del jazz, el groove del soul, el sabor de la salsa o la alegría del samba43.
La idea de Atlántico Negro debe incluir también una mirada acerca de los intercambios desde y hacia el Cono Sur, tarea que se encuentra en proceso actualmente. En este sentido, Luis Ferreira hace suyas las críticas de José Jorge de Carvalho en el sentido de que “una cultura atlántica negra bifocal” debe ser considerada plural por “constituirse en una geohistoria marcada por las asimetrías norte/sur”44.
OTRA MIRADA EN EL ESPEJO
La deconstrucción de las perspectivas nacionalizantes de la identidad nos permite repensar las narrativas identitarias no solo en cuestiones de nación y territorio, sino también en relación con las construcciones estilísticas que se asocian a la nacionalidad. Veamos un caso específico de investigación, aunque muy sintéticamente por razones de espacio, como el que realicé del jazz argentino, en donde se analizaron discursos nativos y prácticas musicales de los músicos en torno a identificaciones de territorialidad, nacionalidad y racialidad45. Tres aspectos básicos fueron referidos por los músicos como modos de identificación que constituyen su experiencia: su propia música o musicopoiesis; sus referentes musicales; y los valores (estéticos, políticos) que estos referentes encarnarían, y que los músicos hacen suyos por medio de su trabajo artístico. La información recogida me permitió observar otros modos de organización de los discursos identitarios más allá de las categorías canónicas referidas a identidades fijas nacionalizadas, racializadas o estilísticas determinadas, en favor de otros ejes que se constituyen en cambio a partir de valores o ethos musicales y estéticos.
Este tipo de organización del discurso musical jazzístico (de y sobre la música) puede emparentarse con lo que Paul Berliner, a propósito de su trabajo respecto de músicos de jazz estadounidenses, denominó “constelaciones de rasgos y conceptos”. Se trata del modo que utilizan los estudiantes de música para identificar conjuntos de músicos de una manera alternativa, en este caso en virtud de características en la sonoridad, la técnica o la personalidad, entre otras46. En similar dirección, siguiendo a Wittgenstein y la sugerencia de Míguez y Semán para el estudio de las culturas populares en antropología, Luis Ferreira realizó su propuesta relativa a la noción de “semblanzas de familia” que permite reconocer por su similitud una cierta “recurrencia parcial de rasgos comunes sin que reproduzcan una identidad exacta, pero que permite atribuírseles una misma ‘ascendencia’”47.
De esta forma, otras operaciones de sentido identitario que exceden los límites impuestos por las categorías de raza, nación y estilo, pueden ser identificadas a partir de rasgos comunes del discurso musical y no musical, valorados entonces según distintos modos de organización que pueden surgir de conceptos considerados claves, como swing, improvisación o libertad, por nombrar algunos, que refieren tanto (y a la vez) a competencias musicales como a modos ideológicos de concebir el mundo y el arte en particular. Por ejemplo, se es bueno si se tiene swing y está bueno tener swing, así como implicarse en una gran interacción colectiva, o desarrollar un estilo personal que se concibe libre, etcétera.
Al mismo tiempo, los referentes musicales cumplen un papel crucial en la organización de esta producción discursiva. Esto es descrito por Berliner como la capacidad para identificar los recursos estilísticos personales de los diferentes artistas, y que luego son organizados de manera cuasigenealógica en un continuum de tradición musical cuyas ramas principales están lideradas por aquellos que desarrollan un estilo personal, capaz de influenciar a otros y fundar escuelas estilísticas48. De esta forma, el jazz se construye semióticamente sobre la base de “un patrón o una gramática de autocreación, autosuficiente, con reglas internas” que se regula a sí mismo refiriendo a la “entera tradición de la música negra” de acuerdo con Sean Singer49. Es decir, a medida que se evoca un referente determinado, se lo hace además a la cadena semiótica de la que forma parte, contribuyendo a definir la identidad del artista “como individuo, como miembro de la colectividad y como un eslabón en la cadena de tradición”50. Este sistema de significación se puede relacionar también (abonando la propuesta de Singer) a la capacidad de los músicos africanos de crear “en un balance a través del cual aprovechan la profundidad de la tradición, mientras que la revitalizan y adaptan a nuevas situaciones”51, en donde los tambores maestros cumplen el rol de organizadores del discurso52.
Para los músicos que hacen jazz en Argentina ese continuum de tradición musical excede, por supuesto, los límites del propio país. Emerge siempre en relación con un lugar otro cuya ubicación espacial y simbólica es muy difícil de precisar e incorporar, tanto por la conflictiva relación cultural que históricamente fluctuó respecto de la potencia imperial estadounidense como por la imposibilidad de situar al sí mismo en un contexto cultural negro53. En este marco, desde una mirada hacia adentro del campo artístico en el que se inscribe a sí mismo un artista en particular (entendiendo por campo artístico no solo a los músicos sino también a las audiencias y críticos), un determinado referente musical condensa simbólicamente y en primer término ciertos rasgos de adscripción a un estilo (como se lo denomina en términos convencionales, así como New Orleans, Swing54 o bebop), lo que luego es validado en la práctica musical. Pero en esa adscripción subyacen también significaciones relativas a valores musicales y no musicales, los ethos que esos referentes encarnarían, y que resultan más útiles para establecer conexiones con otros sentidos culturales y sus condiciones de producción. Estas significaciones quedan veladas tras la mera ubicación de un referente en un lugar histórico de una línea de tiempo, entre otras razones porque no podría darse cuenta así de la recepción local de esa historización en donde participan, por ejemplo, las tensiones políticas, económicas y culturales con Estados Unidos así como esa imposibilidad negra a la que se hacía referencia más arriba.
Es decir, cuando un artista o grupo de artistas interpretan un repertorio o adoptan el estilo de una figura como, por ejemplo, Charlie Parker, John Coltrane o Miles Davis (pero también del “Cuchi” Leguizamón o Astor Piazzolla), no solo se está invocando a ese artista como referente estético, sino también como figura clave en una cadena de tradición a la que se incorpora, aun cuando las categorías canónicas acerca de la música no lo habiliten para ello, por no ser norteamericano, por no ser negro, etcétera.
Dando un paso más allá, si a su vez introducimos al análisis un punto de vista que abarque una escala transnacional, vemos también cómo el reconocimiento de referentes reafirma la posibilidad de pensar al jazz regional en el mundo atlántico negro, articulando su pertenencia a él.
En efecto, este reconocimiento de un determinado referente produce a su vez un nuevo mapa simbólico de trayectorias artísticas. A partir de las definiciones nativas de los músicos concernientes a su propia identidad, y utilizando como punto de partida el tipo de relación preponderante respecto de la llamada tradición o continuum de referentes (lo que implica la adscripción a algunos de estos en particular y, por consiguiente, los valores que les son asignados), es posible (re) construir analíticamente otra cadena semiótica de significaciones identitarias. Así, habrá quienes se reconocen en una tradición más africanizada, latinoamericana, nacionalizada o europea, con sus variantes de mezclas entre estas.
Si nos representamos un mapa imaginario de esos recorridos simbólico-artísticos de los artistas, veremos que estos se entrecruzan en espacios geográficos tanto comunes como no comunes, que organizan lo que propongo como sus trayectorias simbólicas según sus identificaciones nacionales y regionales. De este mapa surge además el tipo de adscripción a una tradición que se presenta delineada por la invocación de los referentes artísticos, sea esta preponderantemente africana, afronorteamericana, afroamericana, latinoamericana, argentina, europea, etcétera.
De esta forma podemos identificar tres nudos o líneas de sentido que reorganizan las trayectorias simbólicas de los músicos según valores, referentes y espacialidad (ver Figura 1).
Un eje que establece una relación privilegiada entre África y Estados Unidos, pudiendo incluir a Argentina (en línea _____________).
Un eje afroamericano, con extensiones a África y Europa (en línea ..........).
Una trayectoria triangular Estados Unidos-Argentina-Europa (en línea __ __).
Algunas observaciones que podemos realizar pertinente a este mapa tienen que ver con el peso simbólico que ocupan las distintas tradiciones musicales en el jazz argentino. En primer lugar, todas las trayectorias tienen en uno de sus extremos una confluencia en Estados Unidos: si bien esta podría resultar una afirmación prácticamente del sentido común, podría no existir de la misma manera si nos situáramos en Cuba como espacio de investigación.
La influencia europea, que a priori en Argentina podría ser considerada preponderante, no se destaca por su peso particular ni por prevalecer de las demás. Por el contrario, el lugar que ocupa África en la construcción de la tradición jazzística es todavía más relevante, constituyéndose como uno de los ángulos de una figura de tres lados que incluye a Estados Unidos y a Sudamérica.
Es llamativo el rol que ocupa este último y particular espacio regional, ya que la latinidad es relocalizada desde el tradicional centro caribeño hacia la conformación de una zona más abarcadora que comprende a Brasil y Uruguay, convirtiendo al latin jazz y a las músicas tradicionales de la región en diferentes aristas que conforman una región mayor. La mirada desde el sur logra entonces intervenir en el diálogo bidireccional Caribe-Estados Unidos. Por ejemplo, hacia adentro de Argentina, conversan la milonga y el candombe del Río de la Plata con los ritmos (llamados folklóricos, como chacarera o zamba) del Noroeste y sus conexiones con los mundos trasandino y afroperuano.
Por último, si a su vez levantamos la vista de los detalles de ese mapa y miramos el conjunto, se deja ver por debajo un círculo central representado aquí con la línea de puntos, que se asemeja bastante a aquella idea del Atlántico Negro como espacio cultural productor de transición, intercambio, interacción y lucha, que relocaliza la historia del jazz argentino como parte de un movimiento transnacional mayor.
CONCLUSIONES
En muchas partes se están combinando el swing y las músicas tradicionales, las melodías populares y la improvisación, los instrumentos clásicos del jazz y los autóctonos de los distintos locales. Las múltiples hibridaciones producidas entre las expresiones originarias de América, las traídas al continente por los pueblos africanos esclavizados y las de las sociedades coloniales, así como sus posteriores reconversiones en música popular en donde jugó un rol crucial la industria cultural del siglo XX, son algunas de las expresiones conocidas como música instrumental en Brasil, fusión criolla en Chile o jazz y otras músicas en Argentina (entre otros ejemplos), que forman parte de la historia y práctica cultural de nuestras sociedades.
La práctica del jazz en las más diversas regiones de América Latina obliga a cuestionar sus narrativas nacionalizadas, posibilitando la apertura de ciertos tópicos discursivos que a fuerza de su reiteración llevan décadas de cristalización. Entre ellos, los relatos acerca del origen, los límites estilísticos, los mecanismos de legitimación y los imaginarios asépticos de la hibridez.
Los debates y ejemplos reseñados aquí son apenas una muestra de la creciente multiplicidad del jazz latinoamericano, lo que favorece la implosión de esas categorías canónicas. Una de sus consecuencias, entonces, es que no debiera ser tan difícil dejar de pensar en un solo jazz para en su lugar hablar de varios, como sucede con la música llamada erudita o con la diversidad de las conocidas como músicas del mundo.
También, el hecho de que muchos de los valores éticos y estéticos que organizan estas prácticas musicales sean compartidos en todo el continente, posibilita que su observación desde el hemisferio sur las inscriba como una manera más en que se construyen las formaciones culturales del Atlántico Negro. Es en este marco en que pueden ser leídos la tardía construcción del relato historiográfico del jazz de nuestros países, o los debates atinentes a jazz e identidad y su relación con las músicas de cada lugar o región.
Una historia del jazz también debería incluir todos estos nuevos relatos, como muestra de un siglo de expansión y afianzamiento de la música de jazz en esta zona del mundo, producida con toda la diversidad y riqueza de América Latina.