Introducción
Los trasplantados es una de las novelas escritas por Alberto Blest Gana durante lo que Laura Hossiason (2017) considera el segundo período literario del escritor chileno, que se produce en Francia con la publicación de Durante la Reconquista (1897), Los trasplantados (1904), El loco Estero (1909) y su última novela, Gladys Fairfeld (1912)1. Los “dos grandes tiempos” de la novelística del heredero de Walter Scott y Honoré de Balzac no son, sin embargo, excluyentes. Entre ellos se actualizan diálogos intertextuales que permiten identificar continuidades y discontinuidades en la escritura de un novelista cautivado por la “manía” de producir ficciones que intentan erigir una “hermenéutica del campo social” (Rancière 41) sobre la base del estilo realista, que se articula a partir del control de sus condiciones de comunicación. Las ficciones realistas se construyen, en efecto, mediante una serie de estrategias textuales que orientan al lector, atenuando la indeterminación y aumentando la legibilidad, para que el texto sea percibido como un discurso verosímil, objetivo y familiar, tríada clave según Félix Martínez Bonati (2004) en la producción del efecto de realidad2.
Las novelas de Blest Gana, que asimilan el modelo de representación del realismo europeo, se inscriben dentro del marco de las sociedades disciplinarias descritas por Michel Foucault en Vigilar y castigar (2000) y Defender la sociedad. Estas sociedades pueden ser examinadas a partir de los discursos producidos por sus dispositivos disciplinarios, entre los que la literatura también ocupa un lugar, destinados a registrar las anomalías y contribuir así a la producción de individuos útiles, en términos económicos de productividad, y dóciles, en términos de obediencia al poder (cf. Foucault 2000). Las ficciones realistas textualizan en el contexto de la literatura moderna y de las sociedades disciplinarias, entre otros aspectos, la emergencia de sujetos indisciplinados, que se encuentran seducidos por deseos que perturban el orden social, los que son sometidos a rituales de exorcización3. El registro detallado de las anomalías y perversiones de los personajes, la confesión de un secreto escandaloso que ilumina vidas de hombres y de mujeres infames (Foucault, La vida de los hombres 137), se relaciona, por un lado, con la entrada de lo cotidiano al orden del discurso y, por otro lado, con la ilusión decimonónica del control absoluto de la vida individual y colectiva. Las narraciones de Alberto Blest Gana expresan, en efecto, una relación profunda y compleja con los poderes disciplinarios que intentan imponerse en las repúblicas de América Latina. Su escritura, consecuentemente, debe ser examinada dentro del marco particular de un “proyecto general y englobante de autoconocimiento y afirmación identificadora en la organización de las repúblicas independientes” (Osorio 44).
La operacionalización de las ideas de Foucault requiere el diálogo con las ideas de Doris Sommer desarrolladas en Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina (2004). Estas nos permiten un acercamiento crítico a las observaciones del filósofo francés, quien no habría considerado “el exhibicionismo heterosexual, la novela y la invención de los Estados modernos” (Sommer 54). La diferencia de los romances latinoamericanos del siglo XIX respecto de los europeos, desde este enfoque, se encuentra cifrada en el cumplimiento de los deseos de los héroes novelescos, lo que resulta inconcebible dentro del marco de la narrativa realista y naturalista europea. Esta constatación lleva a Sommer a considerar que las ficciones fundacionales, entre las que encontramos a Martín Rivas (1862) de Blest Gana, corrigen “los romances europeos […] dándoles un buen uso, quizás ejemplar, al realizar sus deseos frustrados” (57). Es así como los deseos eróticos y, por lo tanto, el signo cuerpo están ligados al proyecto nacionalista de la época.
Siguiendo a Sommer, el erotismo y el nacionalismo son figuras recíprocas, así como la pasión heterosexual y los Estados hegemónicos funcionan como una mutua alegoría. Acojo esta lectura y advierto en este artículo cómo el desenlace de la intriga amorosa en Los trasplantados, novela que consigue “ridiculizar la afición nobiliaria de los criollos enriquecidos” (Latcham 43), se separa de la solución política que ofrece la síntesis entre eros y nacionalismo, portadora de la ilusión de “aniquilar la diferencia y construir el sueño profundamente horizontal y fraternal de la identidad nacional” (Sommer 56). Revela esto un debilitamiento de los sueños liberales deslizados por Blest Gana en novelas como Martín Rivas, que puede relacionarse con las transformaciones de las repúblicas latinoamericanas ocurridas durante la segunda mitad del siglo XIX:
con la incorporación de Latinoamérica a una economía de división internacional del trabajo y la consolidación del mundo capitalista moderno se efectuaron en la segunda mitad del siglo XIX enormes trasformaciones que abarcaron todos los estratos de vida. La novela naturalista y realista se apropiaba a partir de los años 80 de los enormes cambios y sus efectos en la vida privada y pública. (Schlickers 121)
Tres problemas interrelacionados instauran zonas de reflexión relevantes desde esta perspectiva analítica: las escenas de lectura, la producción del deseo sobre la base de lo que René Girard en Mentira romántica y verdad novelesca (1985) ha denominado deseo mimético y el acontecimiento de la muerte ante los sueños del porvenir.
“Ninguna de las lindezas del Decamerón...”
Alberto Blest Gana abandona en la novela que tematiza “la fatuidad ridícula del europeísmo” (I 68) una de las matrices de producción mediatizada del deseo recurrente en novelas como Martín Rivas, El ideal de un calavera o Marilúan. Me refero a una forma de mediación que encuentra su origen en la lectura de ficciones literarias. Recordemos que Edelmira Molina en Martín Rivas se encuentra seducida por la posición de deseo que se actualiza en los folletines románticos; Abelardo Manríquez erige sus sueños románticos sobre la base de la lectura del mito del amor pasión de Abelardo y Eloísa; y Mariluán activa su deseo a partir de la seducción que suscitan los héroes guerreros mapuche de La Araucana de Ercilla4. Esta mediación, si seguimos los planteamientos teóricos de René Girard5, es de carácter externo y se caracteriza por la distancia infranqueable entre el sujeto deseante y el mediador, que tiene como antecedente fundamental dentro del marco de la novela moderna la relación mimética que se establece entre don Quijote y su modelo a imitar, Amadís de Gaula; y, dentro del marco de las ficciones realistas europeas, la relación mimética que mantienen Emma Bovary en Madame Bovary de Gustave Flaubert, o, Ana Ozores en La Regenta de Leopoldo Alas “Clarín”, con héroes femeninos de relatos románticos. Esto no significa que los personajes que se identifican miméticamente con héroes novelescos desaparezcan por completo de la escritura literaria de Blest Gana luego de la publicación de Los trasplantados. Su presencia resurge, por ejemplo, con Matías Cortaza, personaje de El Loco Estero, quien construye su deseo a partir de la lectura intensiva de dos novelas que le permiten soñar con la libertad extramarital que imagina en la soledad de la isla Juan Fernández6.
Blest Gana en Los trasplantados pareciera prescindir, en general, de personajes lectores de textos literarios, por lo que las posiciones de deseo que surgen a partir de la imitación de modelos de ficciones literarias son muy escasas. La presencia de lecturas puede advertirse en la voz del narrador impersonal y en Juan Gregorio Canalejas. Me ocuparé en esta oportunidad del personaje. Raúl Silva Castro en Alberto Blest Gana (1955) entrega algunas claves respecto de este personaje que se encuentra atrapado en la red hedonista de París, ciudad que se transfigura para él en una “Babilonia”, en una “cortesana”, en el lugar de su extravío: “Es inteligentísimo, como prueban algunas de sus observaciones, pero carece de voluntad, de carácter y de entereza para sustraerse al ambiente corruptor que le rodea. En la novela aparece siempre trasnochado y tosiendo, porque en su organismo se insinúan ya los estragos de la vida alegre” (297).
Juan Gregorio, como se aprecia en el capítulo XXV de la segunda parte de la novela, es lector de los poemas épicos de Homero. La alusión a las libaciones de sus personajes, que es una estrategia para inducir a sus jóvenes acompañantes a beber champaña, se relaciona con su predisposición al vicio, que obviamente marca un distanciamiento radical respecto de los héroes de los poemas homéricos, y con la opción por la vida breve, característica de los héroes que se consagran mediante la muerte heroica. En el mismo capítulo un diálogo entre la princesa Thyra y Juan Gregorio resulta, en este sentido, significativo:
-Á ver ¿qué tiene usted que decirnos sobre este tema? -preguntó la bella Tyra, risueña, en su altivez de diosa mitológica. -Ninguna de las lindezas del Decamerón, que, por supuesto, ustedes no habrán leído. Es preciso ser de su tiempo, ¿no les parece? Pues bien, mi asunto es la más interesante de las reivindicaciones del feminismo, ese gran descubrimiento de nuestra época. Estoy seguro de que todas ustedes son feministas. (II. 423)
La respuesta de Juan Gregorio, quien chancea con la teoría del amor libre, lo revela como lector del Decamerón de Giovanni Boccaccio, y permite apreciar, además de la cultura letrada del hijo de don Graciano Canalejas, la ignorancia de sus interlocutoras y la exaltación irónica del tiempo presente, que trae como correlato lógico la negación del pasado cultural, sin duda una de las claves interpretativas de Los trasplantados. Juan Gregorio encuentra en la alusión al Decameron una orientación respecto del imperio de los sentidos que signa su periplo en París y se encuentra cifrado en su lema “corta y buena”, que pareciera surgir de una síntesis perturbadora entre las escrituras de Homero (vida breve, ejemplar, eso sí, en el caso de Aquiles) y de Boccaccio (inclinación a la sensualidad). Juan Gregorio se convierte así en el héroe degradado de la sensualidad, antirromántico por excelencia. Su organismo enfermo, inútil e indócil, encerrado en el tiempo presente y en los excesos, revela esto de manera patente.
La casi total ausencia de personajes lectores de textos literarios no implica que no existan escenas de lectura de textos de otra índole en la novela que describe “la vida artificial y absurda de los trasplantados y su batalla por figurar, por rozarse con la aristocracia, por vivir una existencia placentera y fácil” (Poblete 232). Hay en Los trasplantados un desplazamiento hacia el predominio de escenas de lectura de diarios y cartas, las que no son ajenas a la escritura precedente de Blest Gana7. La lectura de diarios muestra, en una de sus posibles significaciones, cómo la prensa se encuentra indisolublemente unida al mundo de las apariencias que rige el espacio de la alta sociedad parisiense. No es extraño, entonces, que la prensa escrita se convierta en un espacio donde la mentira se despliegue sin dificultades. El príncipe Stephan de Roespingsbrück, por ejemplo, utiliza a los cronistas de la prensa para informar sobre la imaginaria enfermedad de su hermano y así acelerar el cumplimiento de su proyecto de un matrimonio que le permita una dote para continuar con la disipada vida que lleva en París. La crítica a la letra se ha desplazado desde el rechazo a la escritura literaria que promueve vanas ilusiones románticas y que no dialoga con el proyecto ilustrado, disciplinante y nacionalista, como ocurre en las primeras novelas de Blest Gana, hacia el repudio a la escritura periodística que se constituye en un territorio donde imperan la mentira y los modelos miméticos que promueve el decadente cuerpo social europeo.
La disminución ostensible de las escenas de lectura de textos literarios puede explicarse por varios motivos. Menciono cuatro. En primer lugar, y siguiendo los planteamientos de David Finkelstein y Alistair McCleery (2014), Blest Gana refleja en su novela, por un lado, los efectos de la producción industrial del libro, que aumenta la circulación y disminuye los costos, por lo que este se vuelve más popular y deja de ser una marca de estatus social (208-211); y, por otro lado, cómo este comienza a perder su condición de gran medio de masas, pues en la segunda mitad del siglo XIX compite con los diarios y las revistas, y, a inicios del siglo XX, además con medios tales como el cine y la radio (212). En segundo lugar, Los trasplantados acentúa la mediación interna respecto de la emergencia del deseo mimético y, por consiguiente, de la forma que adopta la irrupción del mal en el entramado social ficcionalizado, como ya se verá. En tercer lugar, y de acuerdo a las proposiciones teóricas de Nora Catelli (2001), la obsesiva representación de escenas de lectura, característica de la novela decimonónica, experimenta una crisis en la escritura novelesca de los primeros años del siglo XX, lo que remite a la intensificación de lo que puede considerarse un debilitamiento de la autoridad de lo escrito y a una reflexión, distinta a la que se produce en el siglo XIX, sobre el valor estético, social y político de la literatura: “en la narrativa del siglo XIX es central la celebración de la lectura; en la de principios del XX aquélla cede primero paso a la satanización explícita y, después, al enrarecimiento y a la desaparición, incluso, de sus señales y emblemas” (17). La escritura novelesca de Blest Gana, sin embargo, si bien es crítica respecto del valor de lo escrito, continúa imaginando que la literatura es un territorio propicio para iluminar problemas y vicios sociales y crear una verdad trascendente que pueda afectar lo real a partir de una transformación del lector. Por último, otra posible explicación surge de la necesidad de exorcizar de los relatos la confusión entre realidad y ficción, producida por personajes seducidos por modelos que nacen de la lectura de textos literarios, situación que se intensifica con la irrupción de personajes que son lectores o espectadores de su propia vida ficcional, como don Quijote o Hamlet. Jorge Luis Borges en “Magias parciales del Quijote” de Otras inquisiciones, texto destacado por Roger Chartier (2006) en su ensayo “La prensa y las letras. Don Quijote y la prensa”, escribe: “¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios” (ctd. en Chartier 80)8. Las crisis miméticas singularizadoras de Los trasplantados se producen al interior del sistema de relaciones individuales y colectivas que definen la fisonomía del entremado social ficcionalizado.
“Cómo podía vivirse en aquellos pueblos de Hispano-América...”
El diálogo entre Martín Rivas y Los trasplantados, y no únicamente la biografía sobre las estadías de Blest Gana en Europa9, resulta clave para comprender la selección temática y la hegemonía de la mediación interna en la génesis del deseo de los personajes de la novela de 1904. Agustín Encina, como lo estudiamos en un artículo en que operacionalizamos críticamente algunas nociones teóricas de René Girard10, es el imitador por excelencia, pues, además de imitar al otro que considera superior (europeo), imita al otro que considera inferior (medio pelo). Retomo el primer tipo de imitación en esta oportunidad. Su visita a Europa permite la construcción del modelo a imitar: los señoritos de los salones de la aristocracia parisiense, ante quienes el siútico, carente de voluntad, se inclina con verdadera veneración. El deseo mimético que se actualiza en Agustín Encina no solo ilumina los rasgos distintivos del esnobismo del personaje, sino que también el carácter del deseo de un grupo social que ya busca desesperadamente su mediador en los salones de París.
Ese grupo, representado por la familia Encina en Martín Rivas, es el mismo de la familia Canalejas de Los Trasplantados. Blest Gana expone en la novela de 1862, mediante la inclusión del risible siútico Agustín, los efectos negativos del deseo que surge de la imitación del modelo europeo, pero claramente su relato hace más visible la imitación y las rivalidades miméticas que se establecen entre personajes de la burguesía y del medio pelo santiaguinos. Es posible sostener, desde esta perspectiva, que Los trasplantados amplifica una de las dimensiones de producción del deseo, donde el modelo a imitar es el aristócrata europeo, cuyo desarrollo es insuficiente en Martín Rivas y que resulta clave para comprender el desarrollo y las metamorfosis de las naciones de Latinoamérica. Los resultados del complejo proyecto de creación de una literatura nacional, promovido por la generación de 1842, al que adscribe Blest Gana, pueden ser abordados considerando los relatos que, como sostiene Hosiasson (2017), revelan la “expansión del interés de este realista decimonónico por contextos que alargan las fronteras hacia un tejido más complejo sobre el cual se iría forjando lo nacional” (243). Esta es la situación de Los trasplantados, novela que “explora las posibilidades de la entera comunidad hispanoamericana trasplantada en la capital europea. Del mismo modo, ella supera el contexto local y participa de retóricas y preocupaciones que circularon en las postrimerías del siglo XIX en toda América Latina” (Patruno 242).
Las primeras páginas de Los trasplantados sitúan al lector en el “Palacio de Hielo”, lo que anticipa las características del ambiente social de la novela: la atmósfera artificial y carente de sensibilidad de París, donde la familia Canalejas padecerá “la fiebre del chic, la imitación desatinada de las costumbres francesas - un desvanecimiento al soplo de la vanidad” (I. 33), y las consecuencias de su anhelo de emparentarse con nobles europeos. He sostenido que los trasplantados hispanoamericanos despliegan sus deseos a partir de la imitación de los modelos que descubren en la aristocracia parisiense. La moda es uno de los ámbitos fundamentales del deseo mimético que domina a los rastaquouéres. Esta forma de imitación se exacerba en el momento en que el narrador ilumina a las mediadoras del deseo de Dolores Canalejas y Milagros Canalejas11. Son las semimundanas, representadas por Rosa Montestruc, la cocotte de más fama, quien tiene entre sus adoradores al calavera príncipe Stephan, las figuras que por su belleza y estilo despiertan la admiración y la envidia de las hermanas:
-Las cocotas son las que visten con más elegancia en París -contestóle Dolorcitas, mirándose á un espejo. -Y son siempre las más bonitas -agregó Milagritos. [...] Al pasar dejaron la atmósfera de la sala, y después la del vestíbulo, impregnada de los ricos perfumes de que con profusión eran pródigas, para redoblar el encanto de sus coquetas per-sonitas. (II. 188-190)
La imitación de las semimundanas expresa la desviación moral que acompaña el deseo mimético de las “coquetas personitas”, jóvenes esnobistas que rinden culto, entonces, no únicamente a los representantes de la nobleza de la gran sociedad de París. Dolores y Milagros se encuentran prisioneras de su “vanidad ambiciosa”, que desencadena el estallido de la envidia en sus múltiples relaciones con el otro; esta se advierte en las rivalidades miméticas que mantienen entre ellas12 o con Mercedes, a quien envidian su “aspecto de distinción aristocrática” (I. 57).
Otro de los niveles que explora la escritura de Blest Gana lo constituyen los efectos de la imitación en el ámbito lingüístico. Luigi Patruño (2009) ha señalado que “la corrupción del español se configura como una peligrosa fuerza irracional que provoca la pérdida de la identidad: los hispanoamericanos desprecian la patria, desperdician la riqueza, olvidan su lengua” (248-249). La pérdida de lo que preferimos llamar las costumbres de la familia Canelejas se produce, como bien advierte Patruno, por el desprecio del territorio nacional y por el olvido de su lengua, que deben considerarse como consecuencias del embrujo que sus mediadores europeos generan:
-¡Abajo el español! lengua de rastás; aquí no se habla sino en francés -ordenaron Milagritos y Dolorcitas. Benjamina y Nicolasito imitaron á sus hermanas mayores: -¡Abajo el español! -gritaron, haciendo cabriolas á lo largo de la pieza. (I. 100)
Es importante destacar que el proceso de asimilación de la lengua del mediador se singulariza por la imperfección, lo que siempre termina delatando la diferencia de los trasplantados, seducidos por el deseo desviado de metamorfosis según el otro. El desprecio de la lengua marca la deriva territorial de los rastá, quienes anhelan la reterritorialización en una sociedad que invisten de una grandeza y de una superioridad que la novela cuestiona explícitamente. Pretender olvidar la lengua implica, por lo mismo, la pérdida del territorio. Escribir la novela de los trasplantados en la lengua que ellos mismos condenan al olvido constituye, así, una práctica de memoria, de resistencia y de asentamiento en la lengua desprestigiada y sucia de los rastás, que, sin embargo, es la única que dona un lugar habitable a su autor. No es delirio proponer que en los últimos años de su vida Blest Gana edificó en la lengua su verdadera morada (patria) hospitalaria.
Abundan los ejemplos que permiten apreciar el predominio de la mediación interna en la actualización del deseo mimético. Son interesantes: la inclusión de la partícula “de” en los apellidos de casadas de Milagros y Dolores -otra vez el lenguaje-, la barba teñida de Graciano Canalejas que lo hace parecer un árabe, la disputa por el manto o el sombrero, que envían al plano de apariencias que proyectan las posiciones de deseo no naturales, no libres, no espontáneas, de estos personajes prisioneros de la “vanidad nobiliaria”. Pero me parece más interesante aún referirme a una escena en que se advierte la irresistible atracción que provocan en los esposos Canalejas, quienes ya no comprendían “cómo podía vivirse en aquellos pueblos de HispanoAmérica” (I. 39), los modos de ser aristocráticos:
Ambos [doña Quiteria y don Graciano] se sentían como en un desierto. En la vasta sala, tan llena de gente, una atmósfera de aislamiento los rodeaba. [...] una desazón de inferioridad irritante los mortificaba. Sentíanse extranjeros en aquella reunión de gente de otra raza, de otros modales, de otro modo de ser del que les era familiar en su tierra y que conservaban sin saberlo [...] todo lo que en torno de ellos observaban, les imponía como un respeto supersticioso por la tradición, por esos modos de ser, que les parecían un don de casta, un privilegio de gente superior, un secreto de maneras aristocráticas heredadas de muchas generaciones de antepasados ilustres. ¡Ah, los saludos de su tierra! pensaba Canalejas, con la impresión de recordar una cosa grotesca, de una franqueza de poco tono, de una falta de afectación, tan antielegante. ¡Nadie, por allá, sabía saludar; nadie sabía dar á su brazo, al pasar la mano, esa redondez de arco de círculo con un levantamiento del codo, como trayendo la mano del saludado hacia el pecho; nadie besaba la mano á las señoras con la unción de un homenaje á todo el bello sexo! (I. 273-274)
El fragmento anterior, que tomo del capítulo XV de la primera parte de la novela, además de mostrar la fascinación de Graciano Canalejas por las costumbres aristocráticas, permite advertir el diseño que singulariza la novela. Son tres los mundos que pone en relación el relato: el mundo de allá (Hispanoamérica), el mundo de los trasplantados y el mundo de la aristocracia europea. El mundo de los rastá se posiciona en una zona intermedia entre el allá hispanoamericano y el acá europeo, zona sin territorio determinado, lo que la novela resalta con la ausencia de morada de los Canalejas, quienes viven en un hotel: metáfora del habitar transitorio y desterritorializado13. Doña Quiteria y don Graciano, señala el narrador, se sienten aislados e inferiores en los salones donde disfrutan los invitados de la duquesa de Vieille-Roche. No puede ser de otro modo, pues los trasplantados constituyen una alteridad que solo es tolerable por su dinero; pervive en ellos, desde la visión del grupo al que aspiran integrarse, una radicalidad inquietante que los Canalejas poseen sin saberlo, una alteridad radical, “ingobernable, amenazante, explosiva” (Baudrillard y Guillaume 16), que la de Montignan señala como la causa de la desaparición (del “encanallarse”) de la nobleza: “ya no hay nobleza, queridas mías. Las dos Américas vienen á cambiar sus millones por viejos pergaminos; es la igualdad social á corto plazo” (II. 369).
Su diferencia, esa que las dos hermanas Canalejas pretenden anular, es indeleble para los nobles de los salones de París. El intento de anular la diferencia mediante el dinero implica olvidar los signos distintivos de su propio grupo, lo que en la novela se observa, por ejemplo, a partir de la negación de la lengua y de las costumbres heredadas de los ancestros, que Blest Gana hace más visibles mediante las estrategias empleadas para invisibilizar a doña Regis, la abuela desterrada que sueña con su tierra, atesora costumbres culinarias y de vestuario, y habla en su lenguaje lugareño. El deseo de afrancesamiento genera, por lo mismo, el distanciamiento de la colonia de los trasplantados, porque en sus integrantes ven el espejo que les devuelve el rostro inaceptable, el rostro del otro que no quieren ser, el rostro que procuran blanquear en los salones de París: “las Terrazábal son tan morenas, arguyó Dolorcitas, que á primera vista se conoce que no son europeas” (II. 227), “Milagritos las había elegido blancas y rubias, para que no hubiese en el séquito ninguna nota rastá” (II. 392).
La separación de los hispanoamericanos de allá y de los trasplantados que conservan una nota rastá debe ser absoluta: ese es el sueño perverso que acompaña el deseo mimético de la familia que renuncia a la responsabilidad de proyectar la herencia cultural legada por los ancestros. Deseo condenado irremediablemente al fracaso, pues los signos de la alteridad que remiten a otro modo de ser (lo señala el narrador en la cita del capítulo XXV) no pueden ser borrados. El capítulo final de la novela expresa de manera elocuente la imposibilidad del encuentro y, con ello, manifiesta el rechazo del deseo mimético que domina a los vanidosos hispanoamericanos. Blest Gana ubica, durante el oficio fúnebre, en lugares distintos a los aristócratas (Stephan y el representante del soberano de Roespingsbrück) de los plebeyos (Graciano Canalejas y Juan Gregorio). De ese modo traza la línea de frontera que la novela advierte no es posible cruzar. Otra es la aristocracia que le interesa al ya anciano escritor chileno. Esa que se dibujaba en la sensibilidad de la joven yacente.
Existe un último problema que me interesa analizar. Este se encuentra planteado en la respuesta que da Juan Gregorio a su abuela Regis, luego de que ella lo conmina al trabajo, una verdadera virtud desde la perspectiva de Blest Gana. Según Raúl Silva Castro (1955), el discurso de este personaje contiene la más completa teoría del trasplantado de la novela. Cito:
-¡Ocuparme! ¿En qué? Nosotros, los trasplantados de Hispano-América, no tenemos otra función en este organismo de la vida parisiense que la de gastar plata..., y divertirnos, si podemos. Somos los seres sin patria. Hemos salido de nuestro país demasiado jóvenes para amarlo, y nos hemos criado en éste como extranjeros, sin penetrarlo. Somos la espuma de esta gran corriente que se ilumina con el brillo de la festa parisiense y se va desvaneciendo como los globulillos de la espuma sin dejar rastro de su paso. Los trasplantados suceden á los trasplantados, sin formar parte de la vida francesa en su labor de progreso, sin asociarse a ella más que en su disipación y en sus festas. Inútiles aquí é inútiles para su patria, que miran con desdén. (II. 331-332)
Juan Gregorio evidencia la pérdida de hombres capaces que genera la ambición de los padres, quienes quieren blanquear a los jóvenes hispanoamericanos mediante un viaje hacia la desmemoria y el olvido de sí mismos. Destaca en este fragmento, en primer lugar, la función del trasplantado, que no se considera como energía de producción, sino más bien como fuente de dilapidación de las fortunas conseguidas en su lugar de origen. Los trasplantados, destinados a formar parte de la gran bacanal parisiense, se constituyen, así lo he sugerido, en una figura de alteridad y en un sujeto desterritorializado, sin pasado y sin herencia cultural. Trasplantados a otro territorio, los hijos de los primeros que intentaron mimetizarse no pueden construir en tierra extraña una morada hospitalaria. Cuerpos enfermos, indóciles, inútiles; por consiguiente, inapropiados ya para el sueño disciplinario de Blest Gana, que, lo dijimos con Foucault, exige cuerpos disciplinados, útiles para amplificar la producción y dóciles para no perturbar el equilibrio social requeridos para el progreso de las naciones14.
“El fuego de la fragua parisiense le ha secado el corazón...”
El fracaso del proyecto amoroso de Mercedes Canalejas y Patricio Fuentealba es significativo15, sobre todo si lo vinculamos a las conclusiones de las intrigas amorosas de novelas anteriores de Blest Gana. Hosiasson (2017) advierte con precisión cómo las mujeres que emergen en la escritura del novelista chileno concretan su deseo amoroso:
solo las jóvenes bellas y ricas podrán darse el lujo de escoger según sus deseos y caprichos, como es el caso de Margarita Monteverde (La aritmética del amor), Leonor Encina (Martín Rivas) e Inés Arboleda (El ideal de un calavera), cuyos apellidos botánicos podríamos pensar como alusiones a la frondosa protección de las fortunas paternas. (251)
Margarita Monteverde, Leonor Encina e Inés Arboleda comparten rasgos con Mercedes Canalejas: belleza y fortuna familiar. Mercedes, sin embargo, ve frustrado su deseo de unión con Patricio, hombre pobre y socialmente destinado al trabajo. La sujeción a la voluntad de los padres, a la moral de la disciplina religiosa y el temor al escándalo social, le impiden a Mercedes acoger las ideas sugeridas por Rosaura, Juan Gregorio o Patricio para impedir su casamiento con Stephan. Es importante destacar que Patricio Fuentealba, en la medida en que no logra instaurar el orden en el sistema sentimental de relaciones, es un personaje que se instala en un lugar distinto a Martín Rivas, quien, como lo ha sostenido la crítica especializada, es un héroe que ordena (Montes Capó, 2004) y que representa la cristalización del ideal de burgués, necesario para alcanzar el desarrollo espiritual y material de la nación (Concha, 1972), según la perspectiva ilustrada, burguesa y liberal del escritor chileno. El derrumbe de las ilusiones amorosas consume la posibilidad de despliegue de una pasión verdadera que se erija como transgresión de un orden signado por la imitación, la envidia, la vanidad y el culto al dinero; cifra, además, el desgaste de la ideología liberal de Blest Gana, debido a la imposibilidad de significar mediante el encuentro de dos jóvenes virtuosos la unión entre eros y nacionalismo, que he destacado a partir de las ideas de Doris Sommer. El escritor carga ya con el peso de un descubrimiento terrible: los sueños que albergó respecto de la literatura y de la nación resultan incompatibles con el estado actual de las cosas. Blest Gana tal vez pueda ser comprendido, si lo imaginamos entregado en su vejez a sus conjuras y evocaciones de escritor trasplantado de territorio y de tiempo, como uno de esos personajes novelescos cuyos deseos terminan siendo sometidos a rituales de exorcismo en las ficciones realistas. Tiene mucha razón Jaime Concha cuando advierte que Blest Gana y Vicuña Mackenna “describen y observan nuestras costumbres, relatando una experiencia más bien ‘triste’ de la nación”16.
La muerte por suicidio tiene una significación relevante, por lo que examino a continuación sus implicaciones en la novela. Dos son los suicidios textualizados en Los trasplantados. El primero es el suicidio colectivo de la familia Sagreves, que ocurre luego de la muerte accidental de Zafira. Es la muerte de la pequeña niña, la muerte en segunda persona, la que estremece profundamente a Sagreves, personaje signado por los efectos negativos que ha generado su ludopatía en la inmisericorde ciudad de París. Sagreves, en efecto, es el paroxismo de la enfermedad y de la derrota de los hispanoamericanos trasplantados. Cuerpo enfermo que se desplaza por las zonas oscuras de la ciudad, prestando auxilio en turbios negocios a sujetos como Graciano Canalejas; cuerpo que se abraza, se conecta, se contagia con la alteridad animal; cuerpo de un hombre que deviene perro que husmea entre los desperdicios de los afortunados, que deviene culebra que se desliza en el subsuelo de las relaciones de poder que se articulan en el entramado social: “volvía Sagreves á sus correrías de perro que busca por las calles algún hueso olvidado” (II. 224); “Ignacio se acercó á él como deslizándose sobre el piso, y en tono humildemente confidencial empezó á hablar” (II. 266). El último de la colonia de los trasplantados, sin embargo, siente ternura infinita por sus hijas, motivo por el que el acontecimiento de la muerte lo lleva a la congoja y a una lectura negativa del exterior social. Los integrantes de la familia Sagreves, unidos por una sábana mortuoria, responden, señala el narrador, a “la injusticia de la suerte, casi orgullosos de poder burlar, por un acto de propia voluntad, esa ley del sufrimiento sin tregua á que su condición de pobres los condenaba” (II. 347), arrojándose en las aguas del río Sena: “caminaron, resueltos, en busca del eterno reposo, adustos, sin fe, profiriendo una maldición á la vida” (II. 349).
Graciano Canalejas, cuando se enfrenta a la visión del cuerpo sin vida de la niña Zafira, se siente desazonado y solo quiere olvidar la fealdad de las perturbadoras imágenes del cadáver y del trasfondo de la pobreza: “Y se despidió con aire de circunstancias, expresando sus condolencias, buscando algunas palabras de consuelo, con el pensamiento ya en su casa, en la fiesta que lo haría olvidar las lúgubres impresiones de aquella mansión de muerte y de miseria” (II. 337). El escándalo de la muerte y la exaltación de la celebración de la fiesta, espacio complejo en el que ocurre la simulación del encuentro entre grupos que no consiguen aceptarse a partir de sus respectivas diferencias, permite establecer una dualidad importante en Los trasplantados: vida y muerte se repelen, fluyen en ámbitos discordantes, constituyen uno más de los dualismos que producen la enfermedad que roe el ámbito de la ciudad. Vida y muerte no dialogan precisamente porque no existe la deferencia ante el muerto o el pathos necesario para acoger al que llora a sus muertos y condolerse. La reacción de Graciano Canalejas ante la noticia del suicidio de la familia Sagreves en El Fígaro es clave en este sentido:
Los cadáveres del hombre y de la mujer, decía el diario, fuertemente atados por una sábana, estrechaban entre sus brazos el cuerpo de la chiquita. Dos pescadores, desde la orilla, habían divisado el enorme bulto, dando vueltas, arrastrado por la corriente. [...] La historia sombríamente trivial de las catástrofes de la miseria, que leen con indiferencia los parisienses todos los días al recorrer su diario [...] Antes de compadecer á las víctimas, Canalejas se preguntó, en un impulso inconsciente de feroz egoísmo, la influencia que la muerte de Sagreves podría tener en su propio destino. Entre las sombras del drama parecióle ver lucir una esperanza de tranquilidad. La persecución, de la que el infeliz agente era instrumento involuntario, cesaría con su muerte. Ignacio le había jurado muchas veces, y aun repetídoselo en su última entrevista, que jamás había revelado ni revelaría su nombre. (II. 389)
Don Graciano no puede sentir compasión, pues es incapaz de vincularse con el otro sufriente. Su signo distintivo es la indiferencia frente a los otros, el “feroz egoísmo” que se resuelve, si seguimos a Emmanuel Levinas (Humanismo del…), como cifra del mal que gobierna el entramado social. El ansia de dinero, la vanidad ambiciosa, la imitación de modelos negativos son pasajes que conducen a la emergencia del yo egoísta que denuncia la novela de Blest Gana. No solo don Graciano está regido por la imposibilidad de conjurar y acoger al otro, por la amplificación obscena del egoísmo. Es prácticamente todo su grupo: la burguesía que intenta borrar la mancha intolerable de su origen y ocupar el lugar del mediador, sustituirlo, en la orgía de los salones y en el ceremonial de la moribunda aristocracia europea. Grupo desquiciado que, creyendo abrazar la vida en su plenitud, en realidad, va inconscientemente encaminándose hacia el desorden y su aniquilación. No es otra la forma que adoptará el desenlace de la alianza entre heterogéneos, Mercedes y Stephan, sancionada en el relato.
Un diálogo entre Sagreves y su esposa Odile nos permite continuar reflexionando sobre las implicaciones de la emergencia de la alteridad de la muerte en Los trasplantados. Ignacio, luego de quemar una carta dirigida a don Graciano Canalejas, señala: “Ésta es ya inútil -explicó a Odile-. La vieja vendrá mañana y no me encontrará. Don Graciano quedará tranquilo. ¡Ah! ese tiene suerte; á ese no se le mueren las hijas” (II. 346). Sagreves recuerda su mala suerte, no podría ser de otro modo, debido a su condición de jugador, para explicar la desgracia familiar y establecer una diferencia respecto de la suerte que tiene don Graciano, a quien “no se le mueren las hijas”. Pero Sagreves no acierta, como siempre, pues la muerte en la novela cumplirá la función, entre otros aspectos, de igualar en la tragedia a los personajes signados por suertes disímiles. Las familias Sagreves y Canalejas están marcadas por la muerte de sus hijas. Los hispanoamericanos trasplantados constituyen así un solo grupo de ilusos condenados en tierras extrañas e inhospitalarias.
El suicidio de Mercedes se constituye en la posibilidad de fuga de su presente degradado. La presencia de la alteridad de la muerte, con su fuerte carga romántica y melodramática17, excluye del relato la unión entre personajes de diferente condición social y moral, característica de las ficciones realistas decimonónicas. El acontecimiento de la muerte, que es ajeno al mimetismo que domina en la red social18, abre una dimensión alternativa, que puede acoger, en el caso específico del suicida, la promesa de la tranquilidad o del éxito de las relaciones proscritas en el entramado social. La muerte, por lo mismo, posee para el suicida los sentidos del descanso y del potencial reencuentro, a la vez que se presenta como una especie de sanción y de triunfo de la voluntad sobre la injusticia social. Hay, sin embargo, algo más que decir sobre el suicidio de la recién desposada Mercedes. Estimo que, en Los trasplantados, la irrupción de la muerte igualadora puede leerse como un pasaje hacia una verdad oscurecida por la fascinación mimética que cautiva a la familia Canalejas. Ella establece una barrera infranqueable para la unión entre personajes heterogéneos y, por consiguiente, para el cumplimiento del deseo de posicionamiento social de la familia Canalejas en el tejido social de París. El deseo que surge sobre la base de un modelo a imitar es expulsado violentamente del mundo ficcional que construye Blest Gana, quien, como los escritores fundamentales del realismo literario, sabe que todo deseo que transfigura a los hombres en dioses venerados está irremediablemente condenado a desencadenar la envidia, los celos, el odio y la muerte.
La noticia de la muerte de Mercedes llega a Milagros por intermedio de Guy de Morins, precisamente antes de que ella asista, junto a su hermana, a una fiesta en la que vería cumplidos sus sueños de inclusión en la aristocracia de París. La posibilidad de la muerte de la hermana genera en Milagros la misma desazón que la muerte de Zafira produce en Graciano Canalejas, pues afecta el despliegue de sus proyectos individuales. La misma insana molestia es posible advertir en Dolores, cuando es informada de la muerte de su hermana. El mal del egoísmo domina, por consiguiente, a Graciano Canalejas y sus hijas, personajes que han sido verdaderos ayudantes en la concreción del deseo del príncipe Stephan. Las palabras que dirige De Morins a Milagritos parecieran testimoniar el triunfo del mal, cifrado en el egoísmo del yo, en el corazón de la joven trasplantada: “el fuego de la fragua parisiense le ha secado el corazón” (II. 498). Pero algo queda de sensibilidad, es decir, de energía para aproximarse al otro y sentir compasión, en el corazón de las hermanas. Milagros, pero también Dolores, no pueden resistir el llamado de auxilio, la demanda de consideración, que dirige la hermana muerta: “La pobre muerta tendía hacia ella, en actitud de implorar protección, sus manos suplicantes, bañándole el corazón con una oleada de amarga tristeza. La mirada sin luz de la muerte la quemaba” (II. 499). Puede, por eso, el narrador cambiar la lectura de la realidad que realizó De Morins, al mismo tiempo que advierte un giro hacia la humana sensibilidad, aquello que los Canalejas han visto afectado en la batalla por el cumplimiento de sus deseos: “No era el corazón agostado por la fragua de la vida parisiense, como había pensado Guy de Morins; era la naturaleza que triunfaba al fin, recobrando sus derechos imprescriptibles la humana sensibilidad” (II. 499).
Mientras Milagritos repite “¡Pobre hermanita!”, sus lágrimas caen “sobre la rica tela de su vestido de baile” (II. 500). Detalle valioso que muestra cómo la sensibilidad se impone a la vanidad. El acontecimiento de la muerte marca así un tránsito hacia una dimensión ética, que castiga el mal que reside en la fiesta de la individualidad egoísta, porque “la muerte vuelve insensata toda preocupación que el Yo quisiera tomar por su existencia y su destino” (Levinas, Humanismo del… 109). Su irrupción enseña la potencia necesaria para subvertir el imperio del mal: un actuar ético que requiere de nuevas maneras de pensar y de sentir19. Es una mutación en la manera de sentir, lo que se actualiza en el instante en que los personajes consiguen disolver las fronteras de su individualidad y aceptan, siguiendo a Emmanuel Levinas en Totalidad e infinito (2006), responder con responsabilidad y recibir con hospitalidad al otro, en este caso, al otro difunto.
El suicidio de Mercedes la convierte en el chivo expiatorio necesario para el descubrimiento de una verdad oscurecida por las nuevas costumbres que asimilan los trasplantados hispanoamericanos en París. Esa verdad despliega una nueva forma de pensar, de actuar y de sentir. Recurro a una proposición de René Girard que me parece pertinente en este caso:
en todo el mundo, los sacrificios de inmolación se dan en el punto culminante y en la conclusión de un desbarajuste mimético general y representan un sacrificio espontáneo y unánime de víctimas. Esa inmolación pondría fin a una crisis mimética disociadora al unir a toda la comunidad contra un solo antagonista impotente. (14)
Hay una huella de la tesis del chivo expiatorio en la novela de Blest Gana. El problema del deseo mimético y de las rivalidades miméticas que aqueja a los trasplantados, y que es el secreto escandaloso que el narrador revela, queda expuesto a los personajes en la medida en que la víctima sacrificial, la más virtuosa de las Canalejas, es inmolada. Su sacrificio en el ámbito ficcional posibilita una interrupción, no el fin, de la crisis mimética. La literatura es, consecuentemente, el espacio donde simbólicamente el chivo expiatorio resurge y abre, citando a Ernst Bloch (1959), una “ventana utópica” por la que puede advertirse un horizonte de expectativas futuras.
Esa verdad no surge con el dolor tardío, ante la muerte del otro, de las hermanas Canalejas o con el escepticismo de Juan Gregorio, quien ha perdido la capacidad de separar la verdad de la ilusión en un territorio dominado por las apariencias. Esa verdad es advertida y enunciada por Benjamina, la menor de las hermanas Canalejas, quien resiste así el poder ejercido por los padres y las hermanas, que, como señalamos, afectó el desarrollo de la voluntad de Mercedes: “Ustedes tienen la culpa, exclamó; ustedes, que casaron por fuerza á mi pobre hermanita; sí, sí, ¡ustedes no más tienen la culpa de todo!” (II. 513). Doña Regis sabe también el secreto del suicidio de su nieta, por lo que reconoce como verdaderas las palabras de la niña e interpela, apelando a sus códigos religiosos, al hijo que no ha sabido orientar adecuadamente el destino de su familia: “Esta niñita dice la verdad. Miraba al hablar con ojos centelleantes á su hijo; pídele perdón á Dios, que tan pronto te castiga” (II. 513). Doña Regis acusa a su hijo de una acción que puede ser objeto de castigo. Esa acción imputable surge de la degeneración de su deseo, de su actuar egoísta, y lo convierte en responsable al no aceptar las responsabilidades que le son propias como eje de orientación familiar.
La abuela Regis, como lo he señalado, es un personaje que remite a un tiempo y unas costumbres que son repudiados por el grupo que se construye a partir de la ilusión de metamorfosis que acompaña el deseo mimético y que el narrador de la novela descubre, penetrando en los pensamientos de Campaña, como una transformación negativa del alma: “era un curioso fenómeno psicológico: la transformación del alma hispanoamericana al calor reverberante del horno parisiense” (I. 222). La anciana de tez morena, de quien sus nietas Dolores y Milagros se avergüenzan, es la sufriente desterrada, símil del cóndor macilento al que visita en el Jardin des Plantes de París, guardiana de la lengua, las costumbres y los objetos de otro tiempo20 -“el tiempo desvanecido de la patria distante” (I. 31)-, en donde gravita la memoria de los ancestros y del pacto realizado con la tierra que es ahora pura nostálgica lejanía:
Regis disponía sobre los muebles de su cuarto los objetos que había traído de su país; se aferraba á sus hábitos lugareños, conservaba con pertinaz apego las modas, los trajes, el peinado de su tiempo. Desde la puerta de la calle, al salir todos los días á oír la misa en la más vecina iglesia, suscitaba por su aspecto, entre los transeúntes, la curiosidad con que se mira á los locos y á los maniáticos [...] vivía la existencia de allá. (I. 31-32)
Benjamina, en cambio, es de un tiempo distinto: un tiempo que está por venir. Doña Regis y Benjamina se encuentran en el último capítulo de la novela. La niña ocupa ya el lugar dejado por la víctima sacrificial y desde ese lugar nace un diálogo de afectos y de temporalidades, que permite la denuncia del imperio del egoísmo del yo, del error que reside en la imitación de modelos negativos y la irrupción de la posibilidad de un porvenir distinto. El acontecimiento de la muerte, que enuncia desde el futuro (Benjamina) y alecciona desde el pasado (doña Regis), ha estremecido a todo el entramado textual. Ese es el saber del anciano escritor chileno; el mismo saber de Fernando Savater, quien en Invitación a la ética (1995) escribe: “la muerte es el mensaje que nos envía el futuro, la lección que nos recuerda el pasado” (145). Hay sin duda desencanto y crítica mordaz en Los trasplantados. Queda algo, sin embargo, entre las ruinas. La verdad de la niña, refrendada por la abuela, abre una grieta en el entramado novelesco: pasado y porvenir se reúnen, y emerge la esperanza: recibir el legado moral de los abuelos y proyectarlos hacia el futuro: huir del yo egoísta, del mimetismo, y dar hospitalidad al otro. La energía transformadora de la niña Benjamina despliega en la novela de Blest Gana la ilusión que le da continuidad al sueño, ahora más bien ético, de una comunidad por venir, sin el que la literatura queda sola y rendida.