
Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA/SANC).
Figura 1 Grupo de estudiantes del Work Program partiendo del Robert E. Lee Hall para trabajar en las obras del nuevo campus de Lake Eden, 1940-41.
Resistencia es una palabra polisémica cuyos significa-dos se disputan la moral y la ciencia, el psicoanálisis y la política, la mecánica y la electricidad, la filosofía y la arquitectura. La invocan el asceta y el investigador, el insumiso y el ingeniero, cada uno en su medio. La paloma vuela en el aire, no en el vacío, dice Kant (2005), porque el aire opone resistencia a su vuelo como la realidad tangible lo hace al pensamiento puro. Acción y reacción, potencia y resistencia son, respectivamente, fuerzas y capacidades que cobran sentido en su reciprocidad. No en vano la etimología latina del término, resistere, se compone del prefijo re («hacia atrás, de nuevo») y del verbo sistere («detener, estar en pie, tomar posición»), es decir, literalmente, resistir es pararse, plantarse frente a algo.
El primer Diccionario de la Lengua Española (1739) hace hincapié en la dimensión edificante que conecta la resistencia con el ejercicio de la dignidad. Hay implícita en ella una cualidad heroica: la de no ceder a las circunstancias exteriores, empezando por el propio cuerpo de quien la pone en práctica. Por otra parte, en el concepto de resistencia se subsumen la cara y la cruz del vocablo latino virtus, que es ímpetu físico y virtud moral: «Oponerse (dice el citado Diccionario) a la acción o violencia de alguna cosa y defenderse de ella». Oposición y defensa son, pues, los dos polos de la resistencia. Entre la resistencia activa - o activista - a ser abatido, que es instantánea, y la pasiva, resiliente y de largo aliento, cabría otra de raíz colaborativa, de duración media, consistente en dejarse llevar para no ser derribado. De cómo se tocan o pueden tocarse esos extremos y de las posibilidades que entre ellos se abren trató en su día el Black Mountain College (BMC).
Creado en 1933, el mismo año del cierre de la Bauhaus en Berlín, el centro y su proyecto educativo se disolverían en 1957, tras 24 años de actividad que continuaba la de su precedente alemán. Sus propuestas pedagógicas son incomparables en términos históricos pero, a la vez, susceptibles de comparación. Entre los diversos itinerarios profesionales y personales que tejen ambos episodios están, como es sabido, los de Josef y Anni Albers, cuya amistad con Walter Gropius motivó que la alargada sombra del fundador de la Bauhaus se proyectase hasta el BMC, am-parando desde Harvard muchas de sus iniciativas1. Otros ilustres artífices de la Bauhaus - y de sus caleidoscópicas formulaciones americanas - participarían en ese trasiego de trayectorias que definió el locus del nuevo College, redundando en las concomitancias entre ambas escuelas. Lo que para unos son incentivos a la nostalgia, para otros, estímulos a la reflexión. Celebrado por su actividad contingente2, efímera y voluntariamente frágil, por su afán de búsqueda y por la capacidad instituyente de sus prácticas - entendidas hoy como exterioridades críticas al aparataje instrumental y legitimador de los modelos herederos de las enseñanzas beauxartianas y politécnicas -, el BMC se ofrece, precisamente porque nunca fue una escuela de arquitectura, como un afuera irresistible a la cultura del taller y a su énfasis en el diseño como ejes de la educación del arquitecto (Cuff, 1991). Y, aunque su primera década de vida coincide con un ambiente de insólita renovación pedagógica en las escuelas de arquitectura de Estados Unidos (Ockman, 2012) que reaccionaron así a los retos socioeconómicos y tecnológicos del momento - entre otras, Columbia y Harvard con Joseph Hudnut3 (Moran, 2009), la University of Southern California con Arthur C. Weatherhead (Howell-Ardilla, 2010) o el MIT con William Wurster (Dutta, 2013) -, el BMC desplegó su transgresora agenda sin el paraguas institucional que brindaban estas universidades (auténticos referentes científicos, intelectuales y morales del país), acercándose más, en su experiencia de convivencia, al espíritu de una comunidad reformista autosuficiente (también de larga tradición en Norteamérica) que a cualquiera de las anteriores. Por ello, tan inspiradoras resultan sus pedagogías y sus formas de vida disidentes como su vulnerabilidad y resiliencia frente a continuas amenazas desde la normalización, política y cultural, a la vigilancia a la que fue sometido durante el paroxismo ideológico del macartismo.

Fuente: © Gilsanz, Gutiérrez, Parra, 2016
Figura 2 Lee Hall, actualmente denominado Eureka Hall,fue la primera sede del BMC (1933-1941). El edifico forma parte del complejo del Blue Ridge Assembly, Black Mountain, Carolina del Norte.
«Democracia en acción»
Bajo este sugerente título apareció publicado, en el número de julio de 1941 de California Arts and Architecture, un artículo de John Evarts que presentaba al BMC como un atractivo proyecto pedagógico comunitario en las Blue Ridge Mountains, Carolina del Norte. Escrito a los ocho años de su fundación, el reportaje enfatizaba el carácter pionero del centro y su propuesta basada en la democracia, la libertad y la autonomía de sus estudiantes. El texto estaba ilustrado con imágenes de su Work Program, donde el colectivo de docentes y discentes llevaba a la práctica el entendimiento más antiguo y reconocible de la arquitectura: el oficio de construir (los edificios del campus). La crónica de Evarts, profesor de música muy comprometido con el proyecto y su financiación, era claramente promocional: buscaba adeptos. Tampoco era casual que se difundiese en la revista que John Entenza había adquirido hacía apenas un año y que perseguía, como el mismo BMC, alianzas con las que apuntalar su notoriedad. El ingreso del BMC en los circuitos editoriales y artísticos de la modernidad norteamericana, su participación en exposiciones como las que el MoMA dedicaba a sus miembros más célebres4 o las jornadas de puertas abiertas para atraer potenciales inversores formaban parte de una estrategia de comunicación que mostraba al College como la institución de educación artística inde-pendiente más avanzada del país.
El prestigio cultural y el aura revolucionaria habían caracterizado al BMC desde sus inicios cuando, liderados por John Andrew Rice y acompañados por la figura tutelar de Ted Dreier, un grupo de profesores expulsados del Rollins College por sus atípicos métodos de enseñanza acordaron mudarse a Asheville para continuar su actividad libres de cualquier cortapisa doctrinal. Con esta aspiración fundaron un nuevo centro de artes liberales destinado a propiciar acontecimientos de diversa índole a través del teatro, la danza, la performance, la música, la poesía, las fiestas o la arquitectura (Gilsanz-Díaz, 2017). Sin duda, la fama precedió a muchos de sus docentes, relacionados tanto con los ámbitos de las artes y la arquitectura como de la ciencia y las humanidades5.

Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA /SANC).
derecha: Leo Amino, Jacob Lawrence, Leo Lionni, Ted Dreier, Nora Lionni, Beaumont Newhall, Gwendolyn Lawrence, Ise Gropius, Jean Varda (en el árbol), Nancy Newhall (sentada), Walter Gropius, Mary “Molly” Gregory, Josef Albers, Anni Albers.
Contemplados desde la condición póstuma de nuestro presente neoliberal, en el que parece que todo se acaba (Garcés, 2017), las imágenes y relatos del BMC excitan la imaginación descubriendo un estimulante escenario de aprendizaje donde todo estaba por hacer. Palabras como libertad (Lane, 1990; Rumaker, 2003), comunidad (Duberman, 2009), arte (Harris, 2002; Katz, 2002), experimentación (Díaz, 2015; Blume et al, 2015) o modernidad (Molesworth y Erickson, 2015) son algunos de los atributos utilizados más recurrentemente para explicar su aventura pedagógica y sus convicciones políticas como ejemplo de instrucción, creación y convivencia vinculados a un entorno académico y natural idílicos, prefigurando, hasta cierto punto, una atmósfera cosmopolítica (Stengers, 2014) de realidades heterogéneas orientadas a la composición de un mundo común. Esta multiplicidad de singularidades, alineadas en la construcción de nueva institucionalidad, más allá de distinguir entre lo público y lo privado habría emergido al margen de ambos espacios, como bien explica Manuel Borja-Villel (2011:1) cuando precisa que lo común no es una mera expansión de lo individual, sino algo que nunca se lleva a término: «Lo común sólo se desarrolla a través del otro y por el otro, en la sede común, en el ser compartido, por usar los términos de Blanchot».
Disidencia y activismo: la experimentación como campo político
Frente al casi intocable paradigma moderno de enseñanza artística y arquitectónica que fue la Bauhaus - que comparte ciertos paralelismos con el BMC en sus metodologías, talleres y participantes (Schawinsky, 1971; Ellert, 1972; Kentgens-Craig, 1999; Horowitz y Danilowitz, 2006) -, cabe recordar que tras varios enfrentamientos no exentos de traiciones ni de violencia, la institución dirigida por Gropius se deshizo al poco tiempo de sus contradicciones para terminar abrazando, como señala Miguel Mesa (2019:68), «el racionalismo, el funcionalismo, la objetividad y el pragmatismo técnico y desembarazándose de cualquier rastro del idealismo que desde su fundación había defendido Johannes Itten en el Vorkurs». A diferencia de ello, resistiendo a sus propios conflictos, el BMC nunca se despojó de su primer ideario: experimentar a través de uno mismo para formar subjetividades capaces de recomponer otros presentes en común. Ello se reflejó, por ejemplo, en su estructura de autogobierno y gestión asamblearia, o en el hecho de que, al ser propiedad del cuerpo docente, el College asumiera todos los riesgos del programa en primera persona, hasta su desahucio final. Si la Bauhaus es un mito heroico, el BMC es una leyenda de antihéroes cuya resistencia imposible marcaría a la institución para la posteridad. Si la Bauhaus debió su éxito a su clausura, el BMC fue desde el principio lo que no podía ser y, por ello, el entusiasmo de sus lecturas contemporáneas se debe, en gran parte, a su imposibilidad. «No pudo ser» sería, tal vez, un buen epitafio para rotular su inscripción en el panteón de los mitos modernos.

Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA /SANC)
Figura 5 Escena de The Danse Macabre: A Sociological Study dirigido por Xanti Schawinsky, 1938.
El activismo era otra de sus cartas de presentación. Por ejemplo, en la promoción de la acción solidaria para recaudar fondos en apoyo al bando republicano en la guerra civil española6. Asumir el compromiso ideológico y todas sus incertidumbres hasta sus últimas consecuencias para no vaciar su propuesta de capacidad política - es decir, su decisión consciente de no alejar el conflicto y la precariedad de sus actividades - desestabilizó la agenda del BMC, pero la hizo más relevante y, también, más emocionante. Su resistencia a la uniformidad no sólo se manifestó en la radicalidad de sus pedagogías, sino especialmente en su alteridad: la inclusión y apertura a las mujeres - a pesar del poco reconocimiento que la historiografía les ha otorgado (Gilsanz-Díaz y Blanco, 2018) -, a otras orientaciones sexuales, nacionalidades7, exiliados políticos8, razas9 y estratos sociales reflejan su fundamento en la libertad personal frente a cualquier eje de opresión, como las implacables leyes de segregación racial de la época.

Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA /SANC)
Figura 6 La vida en BMC, baile un sábado por la noche en el Dining Hall, Lake Eden Campus, c. 1945.
La disidencia del BMC respecto de modos y programas académicos reglados, su situación «fuera de las instituciones arquitectónicas mainstream» (Moran, 2012: 387), el perfil controvertido de algunos de sus docentes, como el antropólogo Paul Radin, el poeta Charles Olson o Buckminster Fuller, las sospechas de malversación de ayudas estatales para que veteranos estudiasen en él y el aislamiento de su enclave geográfico hicieron que, durante la segunda Red Scare (1947-57), el College fuera considerado por el FBI como una institución filocomunista y peligrosa para la seguridad nacional, manteniéndolo bajo estrecha vigilancia y hasta infiltrando un agente10.
Gestionar la precariedad
La organización del BMC se asentaba en una estructura autogestionada no estrictamente democrática pero sí de espíritu democrático (Bojesen, 2012), cuyo funcionamiento exigía un compromiso absoluto. Ello implicaba que docentes, hombres y mujeres, se mudasen con sus familias al College. Esta condición generó un flujo continuo de visitantes que se vinculaban temporalmente al centro para impartir sus cursos. Pero al ser un lugar de tránsito, la institución resultaba ciertamente inestable tanto para el profesorado como para el alumnado. Una inseguridad asumida desde la imaginación y el azar - desdramatizando el fracaso - como formas abiertas de aproximarse a lo experiencial y experimental (Gilsanz-Díaz, 2017). Es el caso, entre otros, de las lecciones de dibujo, matière o color de Josef Albers; el laboratorio teatral Stage Studies de Xanti Schawinsky; los talle-res de arquitectura de Lawrence Kocher; las exploraciones de poesía, teatro y danza de Charles Olson; los conocidos ensayos - previamente demostrados - con cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller; las composiciones y happenings de John Cage, o las coreografías de Merce Cunningham. Ejercicios bidireccionales de aprendizaje y autoexploración, dentro y fuera del aula como expresión de su libertad o, más bien, de distintas nociones de esta (Scott, 2019), con frecuencia opuestas unas de otras, motivando disputas.

Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA /SANC)
Figura 7 Construcción del Studies Building proyectado por Lawrence Kocher y materializado en hormigón armado, piedra local y revestido con chapa de acero galvanizado, 1940- 41.
La imagen proyectada por el BMC era indudablemente irresistible tanto por las carismáticas personalidades de su cuerpo docente como por el magnetismo de un progra-ma educativo fundamentado en el potencial emancipador de la crítica y la indagación personal: es decir, en procesos antes que resultados, preguntas antes que respuestas, búsqueda antes que investigación - el Search versus Research de Josef Albers, como recuerda Weaver (2018).

Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA /SANC)
Figura 8 Construcción del Studies Building proyectado por Lawrence Kocher y materializado en hormigón armado, piedra local y revestido con chapa de acero galvanizado, 1940- 41.
Sin embargo, este afán de (re)pensarse a sí mismos construyendo(se) en común se articulaba sobre un trasfondo de evidente precariedad. Las condiciones contractuales del staff apenas garantizaban retribuciones económicas, así que el profesorado tenía que viajar para ampliar su nómina, contactando posibles donantes que aportasen otros medios de financiamiento; también el alumnado debía movilizarse para asegurarse su subsistencia, lo que incluía persuadir a potenciales nuevos estudiantes. Con unos ingresos insuficientes por matrículas, el BMC precisaba de otros recursos para organizar seminarios de verano, comprar libros, herramientas de trabajo, instrumentos musicales, materiales de obra y hasta semillas para cultivar los terrenos disponibles en el campus de Lake Eden y su granja. Con el descenso de alumnado durante la guerra, la búsqueda de nuevos miembros se hizo aún más acuciante, de modo que, desde Josef Albers al último recién llegado, todos contribuyeron a promover el College, publicitando su talento y ambiente de libertad como los principales valores del centro. Con este objetivo recalaban frecuentemente en Nueva York para dar a conocer sus últimos trabajos y, así, despertar el interés del MoMA y sus órbitas culturales. Pero, a pesar de esta búsqueda del reconocimiento mutuo como forma de validación de su agenda, el BMC nunca dejó de operar en los márgenes de lo instituido.

Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA / SANC)
Figura 9 Lawrence Kocher y Ted Dreier replanteando el Studies Building de Kocher, c. 1940.
En su pugna resiliente por mantener su independencia, el Work Program, en funcionamiento desde 1936 hasta el desmantelamiento del BMC, se convirtió en una de sus principales acciones educativas. También era una forma de atraer, temporalmente, a estudiantes de otras escuelas durante el verano y, con ello, ingresos extra. El programa, asesorado y respaldado por Walter Gropius durante los doce años que los Albers11 estuvieron en el BMC, promovía una de sus experiencias fundacionales: el learning by doing basado en las teorías de John Dewey. Consistía en un taller didáctico de construcción, a escala real, propuesto como una acción comunitaria, un complemento formativo principalmente del estudiante de arquitectura, aunque abierto a cualquier perfil, combinando destreza manual y esfuerzo físico. Bajo la condición de autosuficiencia y lo imperioso de construir sus propias instalaciones llegaron a intervenir, en distinto grado, sobre un total de 34 edificaciones. Posiblemente, la más singular por su escala y uso sea el Studies Building, que materializaba uno de los aspectos centrales del BMC: vida en común y aprendizaje individual.

Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA / SANC)
Figura 10 Estudiantes trabajando en las obras del Studies Building en Lake Eden Campus, 1940-41.
No obstante, aunque se anunciaba como una actividad voluntaria, el Work Program pervertía el significado y alcance de la colaboración al rebasar los límites de la experiencia educativa. Ello sucedía en un sentido que perdura en nuestros días, tanto en el ámbito profesional como académico, donde jóvenes arquitectos, estudiantes e investigadores ponen su talento y dedicación al servicio de un mercado que se lucra de la vocación a cambio de pagos simbólicos y oportunidades siempre pospuestas, como denuncia Remedios Zafra. Además, la celebración de la precariedad camuflada de entusiasmo (Zafra, 2017), que refrendaban las publicaciones del propio centro, tiene su contraparte en los testimonios de estudiantes agotados físicamente y que, según confesaban, se veían obligados a trabajar como «esclavos»12. Análogamente, las constantes dificultades y desacuerdos en la organización de las tareas reflejan lo complejo y ambicioso del Work Program para este College que, conviene insistir, no era una escuela de arquitectura, sino que construía para garantizar su supervivencia y nunca llegó a aclarar ni su estatus legal ni la acreditación de sus títulos13.

Fuente: Western Regional Archives, State Archives of North Carolina (WRA / SANC)
Figura 11 Clase de dibujo de Josef Albers, c. 1939-40. Izquierda a derecha: Lisa Jalowetz, Bela Martin, Fred Stone, Betty Brett, Albers (arrodillado), Robert de Niro, Martha McMillan, Eunice Shifris.
La enseñanza de la arquitectura fue muy irregular, como casi todo lo que tenía lugar allí. Sin embargo, ya sea por la omnipresente influencia de Walter Gropius, la entrega de Lawrence Kocher14 o por el deseo de crear un lugar que expresase su particular vanguardia, el BMC apostó decididamente por la arquitectura moderna a pesar de sus limitaciones materiales y económicas. Gropius gestionó a distancia la presencia de esta en el currículo del BMC. Por una parte, proponiendo docentes para que colaboraran o impartieran cursos puntualmente, como Marcel Breuer, Charles Burchard, Serge Chermayeff, Norman Fletcher, Anatole Kopp, Bernard Rudofsky, Josep Lluís Sert, Catherine Bauer o William Wurster, nombres propios que revelan lo entreverado de la agenda del College con las de otras escuelas centrales de Norteamérica. Y, por otra, acon-sejando a su alumnado que participase en el Work Program, o bien instándole, como hizo con Harry Seidler, a reclutar a estudiantes para que terminasen su formación en Harvard, una institución para la que el BMC no suponía competencia alguna sino, más bien, actuaba de cantera.
Reivindicar la(s) historia(s), resistirse al mito
En el marco de las experiencias comunes surgidas de la divergencia entre las sensibilidades e intereses de sus miembros, la energía del BMC se volcó en la acción efímera como forma de estar en el mundo (Nieto, 2012). Así fue desde su creación hasta su agónico cierre con Charles Olson, el último rector que aguantó con un reducido grupo de estudiantes en condiciones de extrema privación, sin electricidad y, al final, malvendiendo sus obras de arte para comprar alimentos.
Al margen del romanticismo inherente a toda resistencia numantina, una de las preguntas que suscita su leyenda es en qué medida el BMC fue un centro donde formar estudiantes - muchos agradecidos de haber sido parte de su proyecto - o, si más bien, fue una oportunidad profesional para las personalidades que transitaron por él y que irrumpían (y a menudo interrumpían) la vida cultural y artística del College con sus propias agendas, complicando la posibilidad de auténticos magisterios. El perfil interdisciplinar e híbrido de su profesorado, metodologías y contenidos era su gran reclamo: inclusión y flexibilidad para que todo estudiante pudiera encontrar su lugar, aunque, al mismo tiempo, ello les dispersara o, mejor dicho, les dislocara en el campo de pruebas que era el BMC sin que pudiesen asegurarse resultados docentes. Probablemente, el mito de la flexibilidad era ya demasiado excitante en el BMC, a pesar de que, como sostiene Oliver Wainwright (2019), rara vez se haya mostrado exitoso. Buena parte de ese profesorado eran artistas, muchos exiliados, que intentaban labrarse un camino en la escena estadounidense y, para ellos, el BMC representaba un espacio donde experimentar procesos creativos y labrarse un futuro arropados por el prestigio que la institución fabricaba para sus visitantes. Si quienes pasaron por allí aportaron más de lo que recibieron, sería una cuestión también extrapolable a la universidad contemporánea y a su exigible compromiso con la sociedad.

Fuente: © Gilsanz, Gutiérrez, Parra, 2016
Figura 14 Detalle de uno de los frescos pintados por Jean Charlot durante su visita al Studies Building en el verano de 1944.
El BMC funcionó como una gran red de relaciones personales en la que unos recomendaban a otros para dictar clases y conseguir financiamiento. De hecho, su número de graduados fue muy reducido, alrededor de un 15 %, y gran parte del alumnado sólo asistía uno o dos años para después marcharse a otra universidad donde titularse. Además es llamativo que, a diferencia de los discípulos de los maestros de la Bauhaus, los nombres de los graduados del BMC apenas hayan adquirido rele-vancia posterior, con pocas excepciones15.
Los restos más reconocibles del BMC se hallan en relatos publicados y orales, en las piezas artísticas que han sobrevivido, en exposiciones monográficas recientes y en la ingente cantidad de material gráfico, fotográfico y de archivo, todo un microcosmos conservado con esfuerzo intelectual y de divulgación en los Western Regional Archives y en el BMC Museum and Arts Center de la ciudad de Asheville. A pesar del final asumido por Olson, en el que el BMC se disolvería y dispersaría a sus miembros por los Estados Unidos como una réplica de la diáspora de la Bauhaus y a pesar de ciertos intentos fallidos por reproducir su experiencia o al menos de aproximarse a ella16, lo que queda del BMC son, fundamentalmente, narraciones idealizadas que evocan su programa como episodio seminal y sentimental de la vanguardia norteamericana. El estudio de este legado, sin embargo, permite reivindicar todo el potencial pedagógico y transformador de la historia y la teoría arquitectónicas para, al revisitarlo, «infundir un conocimiento oportuno a través de la inoportunidad» (Ockman, 2017).
Su impronta material es el campus autoconstruido, aunque las edificaciones en pie apenas conservan vestigios del BMC; ni el Blue Ridge Assembly, que fue su primera sede, propiedad del YMCA, ni el complejo de Lake Eden. Irónicamente, su resistencia a la normatividad y al conservadurismo parece hoy, más que nunca, una batalla perdida. El campus que simbolizó en su día la quintaesencia del progresismo y la inclusión es ahora un campamento de verano segregado sólo para niños - no niñas - cristianos que ha transformado sus instalaciones en un lugar de esparcimiento y juego con una visión política completamente divergente (Stutzin, 2015). Desde la urgencia de nuestras crisis actuales - «cada generación reescribe la historia de su propio presente» (Ockman, 2017) -, esta decadencia y su identificación con el mito prometeico del perdedor no hacen sino acrecentar su leyenda. A pesar de la fascinación que ello suscita, se desconoce realmente hasta qué punto sus artífices concibieron el BMC como un proyecto efímero, gestándose in progress, o si es que este, simplemente, ya no pudo resistir más. Seguramente, sea también la constatación de la dificultad de reinventar formas de convivencia que puedan absorber las diferencias y de que, más allá del desencanto o de cualquier reencanto, como expresa Latour, nunca es fácil heredar la tradición moderna (Latour y Gagliardi, 2008).
Inconclusión
Como las vanguardias que le precedieron, el Black Mountain College apeló al ideal de que la educación es seducción. A diferencia de la Bauhaus, su utopía, fugazmente cristalizada en un rincón de los Apalaches, fue querer salvar a la arquitectura del conocimiento experto que promulgaban otras instituciones contemporáneas, apostando - leeríamos de nuevo en clave latouriana - a que pudiera explorarse desde otros saberes y otras condiciones y, por ende, se activara de carga política. Pero cualquier utopía, en cuanto no lugar, desorienta. En el BMC, las manifestaciones artísticas de diversa naturaleza, entre ellas la arquitectura, se hacían sin saber muy bien adónde se iba, oponiéndose así al cientifismo y al pragmatismo de otros innovadores currículos.
En realidad, al pensarlo de otro modo, se resistía al presen-te, produciendo nuevas formas de subjetivación (Deleuze, 2004) con las que mirar al futuro. En efecto, la resistencia, como forma de democracia, acredita la conciencia de quienes no sabiendo lo que quieren, sin embargo, tienen claro aquello de lo que se defienden. Défendu significa ‘prohibido’ en francés. Y es resistente el que se prohíbe, así mismo y a su grupo, el curso normal de los acontecimientos. «Estamos faltos de resistencia al presente», decían también Deleuze y Guattari (1994: 108), porque quien resiste intenta no ceder a la actualidad (Esquirol, 2019) y a quienes la gestionan políticamente imponiendo restricciones y protocolos que estabilizan su negatividad.
Pero si la agenda del BMC era irresistible, su vocación no resistía a lo que proclamaba. Su contingencia radical, inversa a la racionalidad de cualquier estrategia (Pérez Soto, 2008), no permitía esperar continuidad alguna en los resultados, siendo sus propuestas creativas meras acciones contingentes y no tanto el producto de nuevos intentos. Las experiencias dislocadas del BMC atestiguan que resistir es, ante todo, cultivar la oportunidad de otros mundos, abrir la posibilidad de su futuro: al oponerse frontalmente a lo hegemónico, la resistencia abre flancos a lo alternativo. Sus miembros encontraron una primera oportunidad de resistir a cualquier atisbo de uniformidad de los estudios de arquitectura en las artes liberales: artes y oficios como preámbulo al estudio y ejercicio de aquello que los suma, pero que no los compendia. Aunque el BMC no fue una escuela de arquitectura, quizás podría haber llegado a ser una escuela preliminar de arquitectura. Es decir, haberse convertido en un dilatado Vorkurs, pues antes que capacitar a arquitectos, habría tendido puentes entre el lego y el arquitecto (Cuff, 1991), capacitando a sus estudiantes para que llegaran a serlo. Tal vez porque no quiso ser lo que podía llegar a ser, sucumbió resistiendo a su propia causa: no enseñar a hacer arquitectura, sino a desbordarla a través de la imaginación, la crítica y la experimentación, tal como recogían sus principios fundacionales (Reynolds, 1998). Fue, en suma, un proyecto pedagógico instituyente que cuestionaba performativamente categorías, saberes e instrumentos de validación con una radicalidad inédita y una fragilidad extrema. Y su ambición, si así se la puede llamar, de no facultar arquitectos le condujo a la extenuación.
Al contrario de la Bauhaus, cuya clausura sirvió, como el estallido de una supernova, para que sus maestros diseminaran con distinta fortuna sus certezas modernas por el mundo, del BMC no surgieron nuevas estrellas (Albright, 2017-2018), pero sí una forma de enseñar que invita a considerar las oportunidades de situarse en los márgenes para «dar(nos) que pensar». En esto consistiría, como indica Marina Garcés (2013:92), el reto de toda apuesta educativa crítica hoy. Frente a la adquisición de competencias y habilidades para el mercado, el gran desafío es «darnos el espacio y el tiempo para pensar», lo cual implica «aprender a ser afectado» y para ello - como en el BMC - hace falta valentía para cultivar «la relación afectiva con los otros», siendo ahí donde la educación, como forma de resistencia a las estructuras establecidas, se revela también como un terreno de experimentación.
Por último y precisamente gracias a esa intimidad con los demás, no fue tanto su agenda política, sino las agendas personales de los miembros del BMC, sus círculos familiares, sus interacciones profesionales y sus redes de contactos quienes hicieron que la militancia de su proyecto resistiese en la indeterminación durante las más de dos décadas que transcurren, exactamente, entre el inicio del New Deal y el lanzamiento del Sputnik. Gracias a su capacidad para movilizar afectos y a su habilidad para negociar su propia reputación, el BMC pudo desplegar una propuesta educativa tan valiente como vulnerable, tan alentadora como contingente, oponiéndose, día a día, a las tensiones internas y a los conflictos económicos, sociopolíticos y culturales que moldearon la identidad norteamericana en aquellos años cruciales del siglo XX. Quizás, no fue tan bonito mientras duró.