En 1936, Robert Musil escribió: «no hay nada más invisible que un monumento». Ahora nada parecería más lejano a la verdad. En Bristol, manifestantes recientemente arrojaron una estatua del traficante de esclavos Edward Colston al puerto; en Amberes, activistas están desfigurando bronces del rey Leopoldo II; en Estados Unidos, ciudadanos están derrocando monumentos confederados y en todo el mundo caen estatuas de Cristóbal Colón. Las estatuas derribadas, hundidas, desfiguradas, destrozadas y decapitadas de los últimos meses hablan del resurgimiento de rabia y descontento contra los monumentos - confederados, federa-les, patriarcales, coloniales, racistas, blancos -, recordatorios espaciales de la desigualdad estructural y representacional de nuestras ciudades. Las recientes protestas contra el racismo en Estados Unidos y en todo el mundo revelan una afinidad especial entre las protestas sociales y los monumentos; entre ciudadanos que ocupan las calles para exigir justicia y los bronces muertos que se interponen en su camino. Lo mismo puede decirse sobre la agitación social iniciada por un alza de la tarifa del transporte público en Chile el 18 de octubre de 2019. Durante meses de protestas masivas por igualdad, justicia y redistribución, los manifestantes chilenos derribaron, decapitaron y destrozaron monumentos que honraban a colonizadores españoles y a héroes de guerra republicanos que buscaban erradicar a los pueblos nativos.
Nuestra estatuofobia actual es diferente al movimiento contramonumentos del siglo XX reflejado en las palabras de Musil, así como el desdén contra los monumentos del siglo XIX. Si bien la falta de función de los monumentos molestó a los modernistas, el creciente número de nuevos monumentos no regulados preocupaba a los urbanistas un siglo antes. Hoy lidiamos con un malestar distinto: nuestros monumentos ya no reflejan quienes somos. El problema es doble. Por un lado, las ciudades no han logrado construir monumentos que representen valores actuales o, más bien, aspiracionales: monumentos a las vidas negras, a las mujeres, a la comunidad LGBTQ+, a las minorías, a las personas de color, a los inmigrantes, a los discapacitados y a ciudadanas comunes. Por otra parte, han sido reacias a eliminar monumentos ofensivos, racistas y coloniales del pasado. En Berlín, por ejemplo, activistas negros y afroalemanes junto a sus aliados han luchado durante más de una década para eliminar los nombres de calles coloniales y racistas del centro de la ciudad y construir un monumento a las víctimas del colonialismo alemán. Del mismo modo, pasaron 23 años después del regreso a la democracia para que se renombrara una vía central en Santiago de Chile que honraba el 11 de septiembre, fecha del golpe militar. La mayoría de los monumentos derrocados en los últimos meses fueron retirados por activistas y manifestantes. Una de las únicas excepciones es la estatua de Colón en San Francisco, que la ciudad retiró preventivamente como una forma de preservación. Si bien las acciones de los manifestantes pueden parecer violentas, son una respuesta a décadas de racismo e indiferencia - velados y abiertos - combinados para perpetuar el statu quo monumental. En otras palabras, sin protestas, gran parte de las estatuas de Robert E. Lee, Leopoldo II y Colón permanecerían intactas en el mundo, protegidas por un velo de invisibilidad selectiva.
En respuesta a nuestra estatuofobia actual, la mayoría de los partidarios de los monumentos afirman que eliminarlos es equivalente a eliminar la historia. Este argumento ampliamente repetido no sólo confunde la historia con su representación, sino que asume que todos los monumentos fueron erigidos con el propósito de preservar la memoria de un hecho, evento o figura del pasado. Ambas suposiciones son falsas. Si bien los monumentos pueden contar historias, no son versiones en piedra y bronce de libros de historia con revisión de pares. Por el contrario, son el resultado de procesos de selección e invisibilización fuertemente orientados a sostener narrativas dominantes. Cada estatua es producto de un medio cultural y político específico que decidió elevar una cierta versión del pasado sobre muchas otras. La proliferación de monumentos confederados erigidos después del final de la Guerra Civil estadounidense para difundir la falsa narrativa de la ‘causa perdida’, ilustra este punto. Estas estatuas confederadas no son monumentos históricos, sino representaciones intencionalmente ahistóricas del pasado. La historia en general no está en peligro, lo que ha sido amenazado por la reciente remoción de monumentos es una cierta versión del pasado, una que justificó el colonialismo, el genocidio, la esclavitud y la injusticia en nombre del ‘progreso y la ilustración’.
Cuando las ciudades de todo el mundo se enfrentan a la interrogante de cómo lidiar con los escombros de las pro-testas en curso contra el racismo y la brutalidad policial, me gustaría concluir con una imagen (Figura 1): la fotografía del monumento de Edward Colston arrojado al río Avon, que luego fue ubicado por el ingenioso algoritmo de Google Maps en medio del puerto de Bristol. Colston, como otras estatuas similares, fue rescatado del fondo del río y almacenado en un lugar reservado. Los museos han sido nuestro lugar preferido para ubicar los objetos obsoletos del pasado. Sin embargo, diría que, en nuestras circunstancias actuales, existen otras alternativas a considerar además de exhibir estos monumentos en un espacio cerrado y regulado. Quizás algunos monumentos deberían dejarse intactos, mostrando los signos acumulativos de vandalismo y reapropiación, quizás otros podrían dialogar con nuevos monumentos que replanteen sus valores y, quizás, algunos merecen quedarse bajo el agua.