1. Introducción
Un número significativo de decisiones políticamente relevantes se ha ido trasladando, de modo progresivo, desde la sede política por antonomasia -Congreso y Ejecutivo- hacia el campo de los tribunales de justicia. Esta realidad excede las fronteras nacionales y admite variados enfoques y calificaciones (v.gr. constitucionalización de la política y despolitización de las reglas de la vida social)1. Con todo, su denominación más apropiada, o en cualquier caso más extendida, pareciera ser judicialización de la política. En términos esquemáticos, y tal como dice Couso, se trata de un
proceso mediante el cual las cortes y los jueces elaboran o llegan a dominar cada vez más la elaboración de políticas que antes eran formuladas (o se creía ampliamente que debían ser formuladas) por otras ramas del Estado, en especial por la legislatura y los ejecutivos2.
Este proceso puede graficarse señalando que el ámbito de lo jurídico se expande en desmedro del ámbito propiamente político. En general, los signos que lo caracterizan son una interpretación judicial expansiva -maximizadora- de los derechos constitucionales y humanos en general, y un debilitamiento de los poderes políticos ya referidos: Ejecutivo y Congreso. El fenómeno ha sido criticado desde diversas perspectivas; sin embargo, todas ellas coinciden en la importancia de conservar y recuperar el valor político y deliberativo de la convivencia social3.
Desde luego, son muchos los factores que influyen en la judicialización de la política. El propósito de este artículo es mostrar que uno de ellos es el modo de comprender la Constitución. Como es sabido, no existe una única manera de entender la supremacía constitucional, ni tampoco un solo concepto de Constitución4. Lo que suele omitirse es que la postura que se adopte al respecto influye en la visión que se suscriba, ya sea favorable o adversa, acerca de la judicialización en comento. Las líneas que siguen sugieren precisamente la existencia de una relación entre la concepción dominante de la Constitución y la supremacía constitucional, de una parte, y la migración de las expectativas desde el ámbito de la política al foro judicial, de otra. En particular, este trabajo defiende que la concepción dominante de la supremacía constitucional, en virtud de la cual esta se identifica con la aplicación y vinculación directa (y autosuficiente) de la Constitución -en desmedro de su dimensión política y legal-, favorece el traspaso de expectativas y atribuciones desde el legislador hacia los tribunales5.
Con el objeto de respaldar la tesis señalada y hacer visibles sus implicancias, en este ensayo estudiamos diferentes concepciones que existen en la literatura nacional acerca de los derechos sociales reconocidos en la Carta Fundamental. En este sentido, el trabajo tiene una finalidad eminentemente descriptiva, i.e. mostrar la correspondencia entre la doctrina local sobre la justiciabilidad de los derechos sociales y una determinada concepción de la Constitución. Reconociendo que este punto se halla entrecruzado por múltiples problemáticas (v.gr. la naturaleza de los derechos sociales, los fines y alcances del control judicial de constitucionalidad) y la existencia de una discusión amplia en la literatura extranjera6, acá solo nos interesa ilustrar descriptivamente una correlación, no siempre advertida, entre la comprensión de la Constitución y la supremacía constitucional, por un lado, y la judicialización de la política, por otro. Esa correlación es la siguiente: una concepción de la Constitución que debilite la fuerza de la ley en los tribunales acarrea de modo inevitable un debilitamiento de la estructura política que da origen y soporte a la legislación (actores, actividad y proceso); y eso es justamente lo que ocurre con la posición que afirma la justiciabilidad directa e inmediata de los derechos sociales constitucionales, esto es, que necesariamente cabe someterlos “a conocimiento y decisión de una corte, con el objetivo de obtener una declaración que haga exigible el derecho”7. Al asumir este enfoque, la ley -y con ella la política- va perdiendo la función de asignar derechos y deberes, lo cual produce un giro hacia quien viene a reemplazarlos en esa función: los jueces.
El desarrollo del argumento se articula en cuatro secciones, después de esta introducción. La primera (2) ahonda en la relación que existe entre la concepción de supremacía constitucional y el fenómeno de judicialización de la política. La segunda (3) se detiene en la tesis crecientemente dominante en Chile en materia de supremacía constitucional, y su correlato respecto de la exigibilidad judicial inmediata de los derechos sociales constitucionales, mostrando que la supremacía constitucional opera como condición necesaria y suficiente de la justiciabilidad directa e inmediata de los derechos sociales. La tercera (4) pasa revista a las posiciones que consideran la consagración constitucional de los derechos sociales como una condición insuficiente para garantizar su justiciabilidad directa e inmediata, subrayando el factor que tienen en común: reivindicar el papel del legislador y de la deliberación política en estos asuntos. El cuarto y último apartado (5) recoge las conclusiones de este itinerario.
2. Supremacía constitucional y judicialización de la política
Los primeros antecedentes de judicialización de la política en Chile se remontan al período inmediatamente anterior al golpe de Estado de 1973, pero el fenómeno se ha acrecentado durante las últimas décadas. Siguiendo a Jorge Correa, puede decirse que desde el retorno a la democracia los tribunales han ido ocupando, de manera paulatina pero creciente, un lugar protagónico en la resolución de múltiples asuntos públicos (tales como el destino de los proyectos energéticos de cierta envergadura, el precio de los seguros privados de salud, los llamados “temas valóricos” y la sanción de las violaciones a los derechos humanos). En términos del mismo Correa, a diferencia de antaño hoy los tribunales “no sólo aplican, sino que configuran el orden en diversas materias de alta visibilidad y trascendencia social, económica, cultural y política de Chile”8.
Ahora bien, la valoración de aquel protagonismo alcanzado por los jueces dista de ser uniforme. Si para algunos constituye un laudable avance en la protección de la dignidad de las personas -es lo que subyace a los autores que revisaremos en la sección siguiente-, para otros representa un signo más de la debilidad que hoy exhibe la actividad política9. Para evaluar seriamente en uno u otro sentido la judicialización de la política, primero se requiere intentar entender, aunque sea en forma tentativa o provisoria, las causas que subyacen al auge de esta realidad. Entre ellas cabría sugerir, simplemente a título ejemplar, el “neoconstitucionalismo”10; el llamado activismo judicial11; la creciente tendencia a legislar con principios y no con reglas12; un aparente cambio de paradigma en la cultura jurídica de la tradición continental13; y las dificultades o demoras inherentes a la toma de decisiones característica de la vida democrática14.
Naturalmente, el propósito de este artículo no es analizar todas estas posibles causas, ni tampoco la relación que cada una de ellas pueda tener con las restantes. Desde la perspectiva del Derecho Constitucional nos interesa una en particular: la concepción de la Constitución que subyace al fenómeno descrito. Como ya adelantamos, la hipótesis de este trabajo es que la judicialización y la consiguiente reducción de espacios para la deliberación política se ven favorecidos por una concepción parcial de la Constitución, que la entiende como una realidad fundamentalmente jurídico-normativa, desconociendo su dimensión política y menoscabando el rol del legislador. Dicha concepción dominante se caracteriza por dos notas: la relación entre supremacía y normatividad, y la naturaleza jurisdiccional de su garantía definitiva.
2.1. Supremacía y normatividad
En la actualidad, la idea de supremacía constitucional está íntimamente asociada al carácter jurídico-normativo de la Constitución. La supremacía constitucional aparece indisociable de su fuerza normativa: si la Constitución no es aplicable por el juez, es inútil; y si no es suprema, no es Constitución. Este es el paradigma dominante en la materia hoy: la Constitución es suprema y normativa15. Esta definición se traduce en dos consecuencias que suelen asumirse como necesarias: la directa aplicabilidad de la Constitución por parte del juez16, y la idea de que el garante último de la supremacía constitucional es precisamente un órgano jurisdiccional17.
En cuanto a esto último, en Chile -y en otros países18- somos tributarios de una síntesis entre dos tradiciones: por una parte, la del judicial review norteamericano y, por otra, la de la teoría jurídica de Hans Kelsen. Aunque ambas vertientes se diferencian entre sí en varios aspectos, las dos coinciden en asociar la supremacía de la Constitución a su naturaleza normativa19. En nuestro país esta asociación entre supremacía y normatividad de la Constitución se hizo presente con especial fuerza después del quiebre institucional de 1973: el recurso de protección, creado en 1976, vino a materializar la fuerza normativa de la Constitución, permitiéndole a los jueces su aplicación directa20. Tal comprensión de la fuerza normativa de la Constitución, asociada al entendimiento del carácter supremo de la norma constitucional, ha ido expandiendo su radio de acción a través de la actividad jurisdiccional. La evolución del mencionado recurso de protección es un antecedente que ilustra el punto. Hay consenso en que los tribunales han ampliado la interpretación de las garantías enumeradas en el artículo 20 de la Constitución, hasta alcanzar situaciones originalmente excluidas de su concepción21.
Esta dinámica guarda directa relación con fenómenos como la constitucionalización del Derecho22 y el neoconstitucionalismo23. En efecto, esta última corriente subraya la primacía que tiene la concepción de la Constitución como norma suprema. El neoconstitucionalismo se caracteriza por el énfasis que pone en la directa aplicabilidad de la Constitución24, que se extiende a todos los derechos fundamentales, individuales y sociales25. Aunque la doctrina en Chile haya quizá permanecido hasta ahora al margen de la parte más activa de esta tendencia -tendencia que, desde cierta perspectiva, cabe calificar como una ideología política26-, es posible constatar en la jurisprudencia casos que podrían inscribirse en esta corriente27. Y pese a que dicha corriente no es la única que fomenta esta clase de comprensión de la Constitución, ella indudablemente ha influido en nuestro país.
2.2. Garantía jurisdiccional
La garantía jurisdiccional de la supremacía constitucional obedece, en principio, a un doble motivo. Por una parte, a la exigencia lógica planteada por los atributos de la Constitución (normativa y suprema) y, por otra, a la necesidad -creada por la experiencia europea- de garantizar los derechos fundamentales con independencia del legislador28.
En efecto, en la medida que la Constitución se entiende primariamente como norma jurídica, se sigue de manera natural la competencia de los tribunales para aplicarla. A esta circunstancia se le añade el carácter supremo de la Constitución, que convierte a los tribunales en los intérpretes de la norma suprema. En función de la organización y dinámica de los sistemas jurisdiccionales, existen tribunales que clausuran el proceso judicial declarando el sentido final de las normas jurídicas en juego. Tratándose de la Constitución, entonces, la interpretación definitiva o última de su texto correspondería a los órganos jurisdiccionales que cierran un proceso. Esto no supone desconocer que todos los órganos del Estado están obligados a respetar y hacer respetar la Constitución, sino destacar que, en última instancia, corresponderá a los tribunales ofrecer la garantía final de su eficacia y cumplimiento.
Para ilustrar las implicancias de lo que venimos señalando, el fallo “Elena Vásquez con Fonasa”, de la Corte de Apelaciones de Santiago, ofrece un buen ejemplo. Acá la Corte acoge un recurso de protección en contra de FONASA, que habría rechazado proporcionar un medicamento basado en la normativa legal y reglamentaria vigente. Para dicha Corte, empero, pese a que
esta última garantía, del número 9° en la parte transcrita [derecho a la salud], no se encuentra amparada por el recurso de protección según lo establece el artículo 20, sí constituye un derecho garantizado a todas las personas por la Carta Primera, por lo que no es posible desentenderse de su existencia para una adecuada administración de justicia29.
En consecuencia, y dado que
no debe olvidarse lo previsto en el artículo 6° de la Carta Política, en cuyos incisos 1° y 2° consagra el principio de la supremacía constitucional sobre todas las demás normas que integran el ordenamiento jurídico positivo, lo que impide absolutamente que normas de inferior jerarquía a la Constitución, pudieran dejar sin aplicación una garantía que ella ampara y reconoce30
la Corte decide acoger el recurso. Ello “independiente de si las normas reglamentarias contemplan o no el medicamento indicado”31. La Corte Suprema, por cierto, confirmó la sentencia de primera instancia32. Nada de esto debiera ser motivo de sorpresa, pues existen antecedentes previos de la misma clase de argumentación33. Asimismo, existen ejemplos semejantes más recientes que confirman su difusión en nuestro medio34.
La eficacia judicial directa e inmediata de los derechos constitucionales opera como un vehículo en la transferencia de las expectativas ciudadanas desde el poder político hacia el poder judicial. En el caso de los derechos sociales, con razón, puede pensarse que el volumen o caudal de esta transferencia es mayor. El problema, sin embargo, es que este flujo resulta particularmente desestabilizador de la distribución entre los ámbitos de lo político y lo jurídico. El producto que resulta de la combinación entre una Constitución concebida en esencia como norma jurídica directamente exigible ante tribunales, por una parte, y la consagración en el texto de la Constitución de los derechos sociales directamente justiciables, por la otra, es la potencial reducción del ámbito de la decisión y deliberación política, por la transformación de sus contenidos en una materia que se entiende primordialmente como competencia de tribunales.
2.3. Ley y derechos sociales
Cuando decimos que los derechos sociales son un cauce por el cual la política se judicializa, tenemos a la vista el debilitamiento de la ley como parámetro de referencia de los jueces en sus respuestas a las demandas fundadas en tales derechos. Esta relativización del valor de la ley para resolver los conflictos en sede judicial asoma como un signo de judicialización de la política porque, al ser la ley expresión de una voluntad política, su postergación implica la sustitución de la decisión del órgano político que le dio origen por la sentencia del órgano jurisdiccional35. De este modo, las habituales objeciones que merece el control de constitucionalidad de la ley se vuelven significativamente más graves cuando cualquier juez o tribunal se cree autorizado para satisfacer los derechos sociales a pesar o en contra de la ley. Porque entonces la carga simbólica del proceso político sintetizada en el acto legislativo -la majestad de la ley- queda prácticamente reducida, en las manos del juez, a una indicación referencial de aplicación condicionada por su interpretación de la Constitución.
La garantía judicial de los derechos sociales mediante la aplicación directa e inmediata de la Constitución contra o a pesar de la ley tiene un doble impacto en la distribución de los ámbitos judicial y político. En primer lugar, se resiente la importancia de la deliberación política, puesto que, al relativizar el valor de uno de sus productos emblemáticos (esto es, la ley), se relativiza también el valor de la actividad que lo produce36. En segundo lugar, se reduce el espacio de la deliberación política, ya que la definición judicial sobre el contenido de los derechos fundamentales expande las fronteras de lo que es indisponible para las mayorías37.
Las distintas posiciones acerca de la garantía judicial de los derechos sociales pueden ordenarse en el contexto del fenómeno de la judicialización de la política, entre aquellas que lo favorecen y aquellas que no. El criterio para ordenar estas posiciones es el siguiente: ¿entienden que la satisfacción judicial directa e inmediata de los derechos sociales es una exigencia necesaria del principio de supremacía constitucional? Quienes entienden que sí, se agrupan en el primer conjunto. Quienes, en cambio, entienden que la eficacia judicial de los derechos sociales está condicionada a su desarrollo legislativo, se agrupan en el segundo conjunto.
3. Supremacía constitucional y derechos sociales: tesis dominante
Teniendo a la vista un encuentro académico del año 2004, Rodolfo Figueroa señalaba: “creo no equivocarme si dijera que en nuestra cultura jurídica la justiciabilidad de los DESC no tiene buena acogida”38. Hoy puede decirse exactamente lo contrario39. La identificación entre supremacía constitucional, por un lado, y aplicación directa de la Constitución, por otro, repercute en la posición cada vez más extendida en materia de exigibilidad judicial de los derechos sociales contemplados en la Constitución. Sin perjuicio de los matices que se observan entre los autores que abrazan este enfoque, cabe resumir dicha posición del modo siguiente: los derechos sociales serían susceptibles de reclamación judicial directa e inmediata, y sin excepción, por el solo hecho de estar presentes en el articulado de la Carta Fundamental.
Un fiel exponente de esta doctrina es Humberto Nogueira. Luego de señalar que la dignidad humana es el fundamento último de los derechos constitucionales, que estos son indivisibles e interdependientes, y que los jueces deben garantizar su contenido esencial -argumentos todos muy válidos, pero que admiten más de una vía de resguardo y diseño institucional-, Nogueira sostiene que: (i) los atributos esenciales “de los derechos sociales fundamentales explícitos” deben ser complementados con “aquellos asegurados por las definiciones y garantías de tales derechos contenidos en el derecho internacional de los derechos humanos”; (ii) existe el “deber jurídico de aseguramiento, protección, garantía y promoción de derechos sociales fundamentales implícitos obtenidos por vía de interpretación sistemática”; y (iii) existe una “fuerza normativa horizontal, determinando la subordinación a ellos también de las relaciones entre privados”40. Todo esto relega el papel del legislador y favorece el ya mencionado rol protagónico de los tribunales en la definición del contenido de los derechos sociales. En efecto, correspondería al juez determinar esos atributos esenciales complementarios, los derechos implícitos a garantizar y cuál es el alcance de todo esto en las relaciones entre privados41.
Desde luego, en la concepción de derechos sociales que propugna Nogueira aflora su particular comprensión de la Constitución y de la supremacía constitucional, que no es otra que la tesis hoy dominante al respecto. Dado que los derechos sociales están establecidos en la Constitución, y siendo esta directamente aplicable, esos derechos son plenamente justiciables, al punto de que el juez puede llenarlos de contenido no solo con independencia o en contravención del texto de la ley, sino incluso con independencia del articulado de la propia Carta Fundamental42. De hecho, en apoyo de sus aseveraciones Nogueira invoca, entre otros argumentos (tales como el carácter de principios hermenéuticos de los derechos sociales y cierta jurisprudencia del tribunal constitucional relativa al derecho a la salud, sobre la que volveremos más adelante), precisamente el art. 6º de la Constitución, “que otorga fuerza normativa y aplicabilidad directa a los enunciados normativos constitucionales”43. Por razones análogas, este autor sostiene que el art. 5º inciso 2º de la Carta Fundamental autoriza a “recurrir a los atributos de los derechos y sus garantías contenidos en el derecho convencional internacional, obteniendo la protección de dimensiones de los derechos sociales no aseguradas directamente en el texto [de la Constitución]”44. En suma, una determinada concepción de la Carta Fundamental y su supremacía respalda una particular comprensión de la exigibilidad judicial de los derechos sociales, comprensión que relega el papel de los órganos políticos en esta esfera.
Una perspectiva semejante asume Rodolfo Figueroa, quien, en el marco de una crítica a las eventuales diferencias entre derechos civiles y políticos, de un lado, y derechos sociales, de otro45, defiende el papel activo de los jueces en el ámbito de estos últimos derechos, incluyendo la reasignación de fondos públicos -y por tanto el menoscabo de las decisiones políticas y legislativas- si así corresponde. En su opinión, “cuando los DESC se encuentran reconocidos en y protegidos por la Constitución, entonces los jueces tienen un deber inevitable de hacerlos respetar”46. Para este autor el asunto es claro: existen reglas en la Carta Fundamental que regulan la función judicial. Entre ellas, “las normas de los artículos 6º y 7º”47. Nuevamente la identificación entre supremacía constitucional y aplicación directa de la Constitución sirve de respaldo a la exigibilidad judicial directa e inmediata de los derechos sociales, cualesquiera sean las definiciones del Congreso y el Ejecutivo al respecto. Por lo demás, esto se vuelve a confirmar en una de las réplicas que formula Figueroa a la objeción que dice que la satisfacción de los DESC estaría condicionada por el presupuesto y las políticas públicas. Figueroa alega que “dicha suposición no es correcta, a menos que propongamos que la Constitución no sea exigible”48. Lo mismo sucede cuando nuestro autor replica a quienes cuestionan la justiciabilidad de los derechos sociales en base a la doctrina de la separación de poderes, o en virtud de la incursión en asuntos propiamente políticos por parte de los jueces49. El razonamiento que sirve de apoyo a Figueroa es análogo al de Nogueira.
En Alejandra Zúñiga encontramos un enfoque similar. En el marco del derecho a la salud -uno de los derechos sociales por excelencia-, Zúñiga promueve su exigibilidad judicial directa e inmediata. En su opinión, siempre es posible “identificar un núcleo mínimo inmediatamente exigible a los Estados en relación con cada uno de los DESC”50. Esta autora reconoce que en principio ese núcleo lo establece la ley, tal como habría sucedido en Chile con la ley Nº 19.966 (AUGE). Pero solo en principio. A su juicio, los derechos fundamentales “son perfectamente aplicables de modo directo, aun sin la existencia de normas inferiores que los regulen y desarrollen”, pues
el principio de aplicación directa de los derechos fundamentales implica que su eficacia es independiente de la existencia o no de una ley que los regule y que son derechos que deben ser reconocidos de oficio por parte de los servidores públicos, en particular, de los jueces51.
Se reitera el patrón antes señalado: dado que cierto derecho social se reconoce en la Constitución, este es justiciable sin más, e independiente de lo que diga la ley al respecto. Ello explica, por ejemplo, la aprobación de Zúñiga a una sentencia de la Corte Suprema ya referida, que obliga a proporcionar el medicamento solicitado por la parte recurrente de protección, no obstante, la normativa vigente no contemplaba dicha prestación52.
Tomás Jordán también llega a conclusiones convergentes con lo expuesto en este apartado. Aunque reconoce la posibilidad -y las complejidades- de tutela directa e indirecta de los derechos constitucionales, y también la necesidad de una perspectiva política en estos asuntos, no duda en afirmar que “corresponde a la jurisprudencia determinar cuál es el contenido esencial de los derechos más allá de los enunciados”53. Entre los motivos que le permiten sustentar esta aseveración se encuentra el “valor jurídico de los derechos como normas constitucionales de carácter material que le otorga el art. 7 CPR al establecer el principio de supremacía constitucional”54. En otro lugar Jordán ha profundizado este argumento. Al analizar el funcionamiento del recurso de protección, criticó la relevancia que suele atribuirse a la legalidad o ilegalidad de la acción u omisión del caso por parte de los juzgadores. A su entender, “esta forma de proceder implica una vulneración del principio de supremacía constitucional, pues el canon de comparación para el control es la ley e incluso los reglamentos, y no la norma fundamental”55. De allí que Jordán valore la jurisprudencia del Tribunal Constitucional en materia de salud privada. Esta jurisprudencia habría confirmado “el efecto de irradiación de los derechos fundamentales en todo el ordenamiento jurídico”, el hecho de que “por expresa mención del artículo 6º, inciso 2º, la irradiación de la Constitución es ‘directa’” y que “la supremacía constitucional no es sólo un imperativo para los poderes públicos”56. Nuevamente, el mismo razonamiento: si la Constitución es norma suprema y directamente aplicable, los derechos sociales contemplados en ella son inmediatamente exigibles ante tribunales, quienes los dotan de contenido con independencia de lo establecido por el legislador.
Lo expuesto en este apartado da cuenta de las implicancias de identificar, sin matices ni distinciones, supremacía constitucional y aplicación directa de la Constitución en el ámbito de los derechos sociales. Pero, así como quienes abogan por la exigibilidad judicial directa e inmediata de tales derechos, ratifican la incidencia que esa concepción de la Constitución y su carácter supremo tienen en la judicialización de la política, lo propio puede decirse -aunque en sentido contrario- de quienes cuestionan su justiciabilidad.
4. Constitución y derechos sociales: tesis críticas
En la sección anterior observamos, en base a la opinión de autores partidarios de la justiciabilidad de los derechos sociales, que existe un nexo entre el modo de entender la Constitución y la supremacía constitucional, por un lado, y la propiciación del traspaso de expectativas y competencias desde la sede política a la judicial, por otro. Lo interesante es que ese nexo también se observa al revisar algunas objeciones formuladas contra la exigibilidad judicial directa e inmediata de los derechos sociales constitucionales. Tal como sucedía con los argumentos expuestos en el apartado anterior, las objeciones que siguen guardan relación con una determinada manera de comprender la naturaleza y funciones de la Carta Fundamental, aunque aquí en sentido inverso. En efecto, la justiciabilidad de los derechos sociales constitucionales ha sido problematizada desde diferentes perspectivas, pero en ellas asoma un factor común: no se entiende que la supremacía constitucional exija necesariamente la justiciabilidad directa e inmediata de los derechos sociales garantizados en la Constitución.
Un primer ejemplo lo ofrece la argumentación de Jorge Correa. Este autor participa de la idea de “interdependencia y complementariedad entre todos los derechos”, y también afirma que el goce de los derechos civiles y políticos exige una “cierta base material, de justicia social”, un “cierto mínimo garantizado de condiciones de vida” 57. Pero sin perjuicio de ello, Correa reconoce que estas premisas admiten múltiples vías de concreción. Así se entiende que, inspirado en los casos de Suiza, Irlanda e India, promueva que los derechos sociales sean reconocidos constitucionalmente como fines prioritarios del Estado, pero no como derechos inmediata y directamente justiciables. Correa no tiene reparos contra la intervención judicial frente a incumplimientos legales y administrativos en este campo. Propone, de hecho, reforzar leyes y reglamentos al respecto. Pero también sugiere que los derechos sociales no cuenten con un reconocimiento constitucional análogo al de los derechos civiles y políticos, es decir, sugiere que los derechos sociales no se garanticen de un modo tal que sean susceptibles de reclamación judicial “en base y con fundamento sólo en lo prescrito por la Constitución”58.
Correa no está de acuerdo con otorgar ese poder a los jueces, y para ello ofrece varias razones. Entre otras, el peligro de favorecer en forma desigual a aquellos que tienen los medios para litigar, la falta de capacidad de los tribunales para apreciar los efectos agregados de sus decisiones, razones de responsabilidad política y fiscal, etc. Pero “la razón más importante” que invoca para defender su posición es que “permitir el reclamo judicial de los derechos económico sociales arriesga debilitar a los órganos representativos y, con ello, a la democracia”59. A todo esto, subyace, explícitamente, una particular comprensión de la Constitución y la supremacía constitucional. Para este autor, “una Constitución es muchas cosas, pero jurídicamente es, de modo muy principal, una manera de dividir el ejercicio del poder, de distribuirlo y por ende de limitarlo”60. Por ese motivo es que aboga por “una Constitución política que permita un sistema democrático en que los órganos electos, y particularmente los colegisladores, queden más libres y responsables para decidir acerca de políticas sociales”61 -reivindicando en consecuencia el rol de Ejecutivo y Congreso-; y por eso también llega a sostener que “la consagración constitucional de derechos sociales de prestación, sin contenidos específicos, con garantía de su entrega a un órgano jurisdiccional, lleva a una forma de gobierno al menos parcialmente aristocrática”62. Así, es una determinada concepción de la Carta Fundamental y de los ideales democráticos lo que lleva a Correa a rechazar la justiciabilidad de los derechos sociales establecidos en la Constitución, así como también a resaltar el rol que el legislador y los órganos políticos deben desempeñar en este ámbito. Como él mismo explicita, “las razones de mi propuesta son entonces políticas y no jurídicas”63.
Argumentos similares se encuentran en Julio Alvear, quien subraya la naturaleza esencialmente plurivalente -constitucional, legal y administrativa- de los derechos sociales. Desde esta óptica, se requiere más que las disposiciones constitucionales a la hora de abordar estos derechos: su satisfacción exige un adecuado desarrollo legal y reglamentario. Para Alvear, estos derechos nacen como expresión de un anhelo político: “garantizar la provisión de los bienes sociales (educación, salud, trabajo, etc.) a toda la población en condiciones satisfactorias de accesibilidad y calidad”64. Pero si deseamos comprender adecuadamente los derechos sociales, continúa Alvear, debemos precisar el alcance de ese anhelo, que adquiere rostros distintos dependiendo de las necesidades y circunstancias particulares, y que no responde de suyo a ideales igualitaristas, sino más bien al objetivo de mejorar la calidad de vida de la ciudadanía en su totalidad. En ese sentido, este autor considera que los derechos sociales se solventan de manera gradual y mixta: su satisfacción depende, básicamente, de que el Estado logre estructurar servicios públicos de calidad y al acceso de toda la población, eventualmente con el concurso de los privados, lo que supone una gestión adecuada y recursos suficientes. En los términos de Alvear,
sólo una vez construida esa dimensión estructural de los servicios, es que puede hablarse de derechos sociales, como títulos concretos a exigir determinadas prestaciones en tal o cual actividad. Prestaciones que, generalmente, y hasta el día de hoy, tienen cobertura legal, no constitucional65.
Por cierto, Alvear promueve un compromiso constitucional más explícito en materia de derechos sociales, pero sin dejar de afirmar que “su desarrollo puede realizarse primordialmente a nivel legislativo, administrativo y de políticas públicas”66. Acá vuelve a asomar una reivindicación del papel de los órganos políticos en materia de derechos sociales. En particular, Alvear señala que las propuestas que persiguen convertir tales derechos en obligaciones directa y constitucionalmente justiciables son “venales mientras el Estado no estructure directamente o con el concurso de los privados unos servicios públicos de calidad y accesibles”67. De esta manera, a la vez que sostiene que tras la idea de derechos sociales subyacen, en último término, “exigencias de justicia social respecto de los bienes necesarios para el desarrollo de la vida en comunidad”68, Alvear aboga por delimitar su justiciabilidad en distintos grados, en atención a los diversos elementos -derechos, libertades, deberes del Estado- y circunstancias de hecho que influyen en su configuración. En suma, se trataría de comprender que “la cobertura jurídica de los derechos sociales ha de ser establecida junto a condiciones materiales y culturales concretas que la hagan posible”69.
Por todo lo anterior, puede decirse que el análisis de Alvear también supone una determinada manera de comprender la Constitución: esta necesita de la ley; no se basta a sí misma. Más aún, en la medida en que Alvear reconoce, de una parte, que sería deseable un mayor compromiso a nivel constitucional en el ámbito de los derechos sociales y, de otra, la imperiosa necesidad de mayores recursos y mejor gestión para satisfacerlos, se descubre una concepción de Constitución caracterizada por su rol directriz o de fijación de objetivos políticos, análoga a la aproximación que en esta esfera tiene la Ley Fundamental de Bonn70. Esto se confirma al notar que, para Alvear, lo decisivo en torno a los derechos sociales consiste en los “deberes del Estado”, que “imperan la proyección y ejecución de políticas dirigidas a la mejora de tales o cuales derechos sociales”71 y, en particular, la dictación de leyes y reglamentos, la implementación de los servicios públicos respectivos, y la vigilancia del sistema privado en su caso72. En síntesis, la supremacía constitucional no es, respecto de los derechos sociales, una condición suficiente para exigir su justiciabilidad directa e inmediata.
La misma concepción de supremacía constitucional explica la noción de derechos sociales como derechos de prestación no justiciables, trabajada en la doctrina nacional por José Ignacio Martínez. Para Martínez, los derechos sociales representan “aspiraciones o metas sociales constitucionalizadas” y, por tanto, no cabe hablar de derechos justiciables73. Los derechos sociales contemplados en una Constitución no se bastarían a sí mismos, sino que necesitarían una debida configuración legal, siempre en atención a las circunstancias de hecho. La aproximación de Martínez comparte la premisa con Alvear: la supremacía constitucional no es condición suficiente para afirmar la garantía judicial directa e inmediata de los derechos sociales. Esto, independiente de los matices que existen entre ellos74. Martínez reconoce expresamente que la supremacía constitucional no significa lo mismo para los derechos “clásicos o liberales” y para los derechos sociales. Respecto de los primeros, el juez puede aplicar directa e inmediatamente la Constitución para protegerlos. En cambio, los derechos sociales “Sólo serán invocables ante un juez cuando hayan sido desarrollados e implementados infraconstitucionalmente”75. Y es que “la Constitución es en parte Derecho, pues algunos de sus preceptos son de naturaleza jurídica”76. Esta última afirmación es importante, porque enseña que hay preceptos constitucionales -como los relativos a los derechos sociales, por ejemplo- que no son de naturaleza jurídica. Lo cual significa que la supremacía constitucional no implica necesariamente la garantía jurisdiccional directa e inmediata de los derechos fundamentales, al menos no de los derechos sociales77.
Guardando las diferencias, lo propio acontece con Fernando Atria78. Aunque desde una perspectiva distinta, se trata de un autor muy crítico de la justiciabilidad de los derechos sociales, y esa crítica también se relaciona con un particular entendimiento de la Constitución. En este caso, será el concepto de ciudadanía el que servirá de vínculo entre ambos aspectos79. Como es sabido, Atria impulsa un régimen de derechos sociales: en eso consiste, fundamentalmente, su régimen de lo público80. Sin embargo, para Atria constituye un severo equívoco intentar resguardar los derechos sociales mediante la protección judicial típica de los derechos individuales, o de primera generación. En su visión, “las formas tradicionales del derecho liberal no pueden contener a los derechos sociales”81. Atria, en efecto, sostiene que el derecho liberal o privado -el de los contratos- descansa, fundamentalmente, en la igualdad ante la ley. Lo propio de ese derecho sería crear condiciones que permitan a los individuos actuar en función de su solo interés particular, lo que se haría patente al comparar el derecho privado con otras ramas del ordenamiento jurídico, como el derecho laboral. Con todo, Atria señala que el derecho del trabajo busca realizar, de facto, la misma igualdad que inspira al derecho privado, pues una simetría perfecta produce consecuencias asimétricas, dadas las diversas circunstancias de hecho de los contratantes (en este caso empleador y trabajador). Así, aunque el “jurista progresista” -el término es de Atria- asegura que no existen diferencias entre los derechos individuales y sociales, estos últimos “muestran los límites” del contractualismo82.
En efecto, para el académico de la Universidad de Chile “los derechos sociales contienen la idea de que ciertos aspectos del bienestar de cada uno son responsabilidad de todos”, pues “ellos suponen el vínculo (de ciudadanía) que el contrato pretende fundar, y por eso no pueden ser fundados en el contexto de una teoría contractualista de la justicia”83. Así, los derechos sociales serían “injertos anómalos” en el derecho liberal, que surgirían precisamente “como una crítica a la idea individualista de derechos” y “como una forma de afirmar la importancia que -en términos de la justicia- tiene la idea de realización recíproca”84. Esto explica, en resumen, su crítica categórica al hecho de que hoy sean “los defensores de los derechos sociales los que alegan estentóreamente que no hay diferencias entre derechos sociales y derechos individuales, sin darse cuenta de que para eso deben transformarlos en posiciones indiferentes a la cooperación”85. Para Atria, en suma, “los derechos sociales solo pueden ser incorporados al derecho liberal por la vía de desocializarlos, y para eso han de ser entendidos a la manera contractualista, como derechos a un mínimo, y no como derechos de ciudadanía”86.
Una crítica similar articula Constanza Salgado. En su opinión, es un error creer que los derechos sociales caben bajo el manto de lo jurisdiccional y no de lo político, pues “la comprensión de los derechos sociales como derechos subjetivos (accionables) transforma su identidad de derechos ‘sociales’ en una de derechos ‘individuales’:el precio de la equiparación es su transformación”87. Para Salgado, tal como para Atria, los derechos sociales consisten más bien en un mecanismo de distribución alternativo al mercado, un modo distinto de enfrentar la escasez. De este modo, si
los derechos individuales expresan nuestroreconocimiento mutuo como agentes libres;los derechos sociales expresan nuestro reconocimiento mutuo como ciudadanos (...); si los derechos individuales imponen deberes de conducta directos a las personas;los derechos sociales, por su parte, el deber de establecer instituciones que hagan posible el reconocimiento y el ideal de igualdad de la ciudadanía88.
Todo esto, desde luego, puede ser controvertido, pero lo relevante a efectos del presente trabajo es que los argumentos de Atria y Salgado conducen a rechazar la noción de derechos sociales exigibles directa e inmediatamente por la vía judicial y a reivindicar el papel del legislador y los órganos políticos al respecto, con base en un motivo político -el concepto de ciudadanía- que se proyecta al tratamiento y a la comprensión de la Constitución (y viceversa: la dependencia pareciera ser bidireccional). En opinión de Atria, una Constitución consiste en “un acto de afirmación política que define un ‘nosotros’ y da a ese nosotros una determinada forma política, es decir, un modo de acción (una manera de determinar qué es lo que esa unidad política quiere o hace)”89. El concepto de Constitución en comento, al tiempo que subraya la naturaleza primordialmente política de la misma -en desmedro de la visión que la entiende primariamente como norma jurídica directamente aplicable-, responde a una determinada noción de ciudadanía y de democracia: el razonamiento es análogo al que revisamos en torno a los derechos sociales. En palabras de Atria, la Constitución es “una manera de expresar la idea central de la democracia”90 y, en particular, “una decisión de pueblo” que hace posible atribuir al mismo pueblo otras decisiones,
una decisión fundamental sobre la identidad y forma de existencia de una unidad política, es decir, la que hace posible que una comunidad política sea un agente político. No hay pueblo sin Constitución, porque antes de darse una Constitución la suma de individuos no constituye un ‘pueblo’, un agente político91.
Insistimos: todo esto está abierto a la discusión (en especial considerando que Atria asume sin más que “la idea democrática exige que no haya normatividad superior a la de nosotros”)92. El punto que nos interesa destacar es la correlación que se observa entre el rechazo a la garantía judicial de los derechos sociales y una peculiar manera de entender la Constitución, que conduce a revitalizar el rol de Ejecutivo y Congreso en la configuración de tales derechos. Se trata de una crítica diferente a las anteriores, pero que mantiene ese factor común: Atria le reconoce a la Constitución una dimensión política, en virtud de la cual rechaza la tesis dominante de supremacía constitucional, y todo esto guarda directa relación con los argumentos que lo llevan a rechazar la transferencia de expectativas y funciones desde la sede propiamente política al foro judicial. Al menos en este punto, la concordancia con los otros autores revisados en este apartado es digna de subrayar. Y lo es porque ratifica que, más allá de las diferencias teórico-políticas de los autores examinados, el modo de comprender la Constitución y su supremacía influye en la aproximación que se adopte respecto de la exigibilidad judicial de los derechos sociales constitucionales y, en consecuencia, en aquello que conocemos como judicialización de la política.
5. Conclusiones
Como todo hecho social complejo, el fenómeno de la judicialización de la política tiene múltiples causas. En este trabajo nos hemos detenido en una de ellas, no siempre advertida: el modo de entender la Constitución y la supremacía constitucional. Sugerimos que la concepción que de ambas predomina en nuestro medio, en la medida en que relega el papel de la ley y los órganos políticos, conduce inevitablemente a la migración de expectativas desde la sede propiamente política -Congreso y Ejecutivo- a los tribunales. Para apoyar este planteamiento ahondamos en la discusión nacional acerca de la protección judicial de los derechos sociales constitucionales. Mostramos la estrecha relación que existe entre la postura que se adopte al respecto y el modo de entender la Constitución y su supremacía. Tanto partidarios como detractores de la exigibilidad judicial directa e inmediata de tales derechos respaldan sus posiciones en una determinada comprensión de la Carta Fundamental. Quienes problematizan dicha exigibilidad y, por tanto, la transferencia de funciones y expectativas desde el ámbito político al judicial, cuestionan la tesis dominante en materia de supremacía constitucional; y quienes promueven aquella exigibilidad directa e inmediata, relegando el rol del legislador, se apoyan en esta tesis. La correlación es elocuente.
No es exagerado concluir que, si se desea evitar que el conflicto político se continúe desplazando desde los parlamentos hacia las cortes93, urge revisar la noción de supremacía constitucional que de un tiempo a esta parte se ha instalado en el foro. Dicha noción puede no ser problemática para quienes piensan que “detrás de cada injusticia en la educación, en el trabajo o en la salud, hay un derecho inexistente y vulnerado y una incapacidad normativa para garantizarlo o repararlo”94. Pero si se desea contener el creciente protagonismo de jueces y tribunales en la resolución de nuestros asuntos públicos, parece imprescindible revisar las premisas que lo favorecen. Esto último es importante, asimismo, considerando que además de posiciones doctrinales categóricas o fuertes como las revisadas en este trabajo, hay autores que asumen la concepción dominante de Constitución y supremacía constitucional y, no obstante, al abordar los derechos sociales constitucionales desean distinguir el control judicial, de una parte, de la deliberación política y el diseño de políticas públicas, de otra95. Lo expuesto en este trabajo da cuenta de que una vez abrazada aquella tesis dominante ambas cosas son muy difíciles de separar.