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Atenea (Concepción)
versión On-line ISSN 0718-0462
Atenea (Concepc.) n.500 Concepción 2009
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-04622009000200017
Atenea N° 500- II Sem. 2009: 193-205
500 NÚMEROS DE REVISTA ATENEA
DARÍO Y MÁS DARÍO POR GONZALO ROJAS*
DARÍO AND MORE DARÍO BY GONZALO ROJAS
GONZALO ROJAS
Poeta chileno (Lebu, 1917), perteneciente a la generación de 1938. Ha sido galardonado, entre otros, con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 1992, el Premio Nacional de Literatura de Chile 1992 y el Premio Cervantes 2003.
RESUMEN
Con motivo del centenario del nacimiento de Rubén Darío, el artículo comenta el reciente homenaje realizado a este autor en Casa de Las Américas (Cuba), con la presencia de numerosos intelectuales latinoamericanos. En el trabajo se realiza una reseña a un libro de Darío, Los raros, comentando sus fortalezas y debilidades. En él se sostiene que, pese a la selección realizada por Darío, el texto es de corte irregular debido a la mezcla de autores que aparecen. Es un texto que no puede ser criticado negativamente, ya que no intenta establecer un canon, sino más bien pretende ser una muestra de los gustos personales del poeta.
Palabras clave: Gonzalo Rojas, modernismo, simbolismo, Rubén Darío, Los raros.
ABSTRACT
This article comments on the recent commemoration by the Casa de Las Américas (Cuba) of the one-hundred year celebration of the birth of Rubén Darío with the presence of numerous Latin American Intellectuals. In this work a review of the book Los raros is offered, with comments on its strengths and weaknesses. It is affirmed that in spite of the selection carried out by Darío, the quality of the text is uneven due to the mixture of authors that appear. It is a text that cannot be negatively criticized since it does not attempt to establish a cannon. On the other hand, it represents a sample of the personal tastes of the poet.
Keywords: Gonzalo Rojas, modernismo, symbolism, Rubén Darío, Los raros.
Yo fui llevado a Egipto. La cadena ........................................R. D. |
ANTE los ojos el retrato de Rubén Darío a los 29 años, en el finísimo dibujo de Schiaffino: cabello oscuro, ondeado, desde la frente abierta; el rostro vivaz, de ángulo todavía juvenil, que casi vuela; bigotes abundosos al uso, la barbilla en punta; el corbatín que se adivina, mancha o lazo. Hombros
en cruz. O en guillotina.
Año 96, y esos dos libros que se imprimen veloces, casi simultáneos de tan sucesivos: Los raros (Talleres de la Vasconia) –claves difusas de lo que llamó su estética acrática– más el rayo de Prosas profanas, con sus Palabras Liminares y todo (Imprenta de Pablo E. Coni e hijos), siempre en el mismo Buenos Aires.
Minuto laborioso (y la primera ley, creador: crear) del que crece y crece, seguro.
¿Qué no se ha escrito y se sigue escribiendo, en marea bibliográfica amenazante sobre el Darío de todas las horas, a propósito de su vida o de su muerte, en las efemérides espectacular? Ahí está su poesía para que cada lector gane o pierda a su Darío como pueda; pero ahí va también el oleaje –la resaca– de los grafómanos del modernismo que quieren descifrarlo todo con unos cuantos datos más y la urdimbre exegética interminable, de aparato casi siempre abstruso; descontando por cierto a los intérpretes de verdad –la mejor línea de los jóvenes investigadores chilenos y americanos– que se atreven con lo más hondo y lo iluminan sin arrogancia.
En el último balance de este centenario, el nicaragüense seguirá siendo lo que es y, una vez más, la erudición habrá lucido sus plumas. Serán muchos, seremos muchos, sin embargo, los que –de las academias líbranos, Señor– seguiremos dudando de la eficacia de tanto proceso y papeleo para probar lo ya probado. Y nos guarden las musas poesías, en el decir nerudiano, de cualquier intento de tesis, o de cualquiera presunta contribución a la problemática modernista.
¿A quién confiar entonces la revisión de este pensamiento poético, renovador como ninguno en su día, más allá de los propios lectores que aún lo sigan descubriendo y redescubriendo; a quién sino a su Obra que nos harta y nos cautiva; a quién entre tantos oficiantes de las letras?
¿A los jóvenes y seudojóvenes salvacionistas que van juzgándolo, frívolos: –De salvarse, se salva por ésta o esta frase? ¿A los perdonavidas del círculo humorístico a quienes Darío sobrevivirá largamente?
Rubén Darío, en la época de su residencia en Buenos Aires, en 1896. Retrato de Eduardo Schiaffino.
Algo –y mucho– podrían decirnos los poetas, del hermano mayor, en un limpio testimonio sobre cómo reciben hoy su Palabra y cómo asumen su legado. Así lo demostró, en enero de este año, el coro de los concurrentes al Encuentro con Rubén Darío en la Casa de las Américas. Pero es bien posible que otros repudien el bullicio convencional de estos cumpleaños a largo plazo, y prefieran oír en silencio al que sigue diciéndoles: Yo soy aquél que ayer no más decía. O que no alcancen a oírlo, por buena o mala fe, según los casos.
No le es propicio el día, aunque casi todo empieza en él.
Conocidísimo es el ensayo del antidariano Luis Cernuda (Experimento en Rubén Darío, 1959), al fondo glosa entera del examen que Sir C.M. Bowra dedicara a nuestro poeta en Inspiration and Poetry, 1955. Ya antes el mismo Cernuda en sus Estudios de poesía española contemporánea (Guadarrama, Madrid, 1957) negaba y renegaba el influjo de Darío sobre la poética hispánica y levantaba contra él los nombres de Manuel Reina, Ricardo Gil y Salvador Rueda, exigiendo el reconocimiento equívoco de que en realidad hubiera habido dos modernismos; uno español y otro americano (sic).
Así el poeta de La realidad y el deseo, en onda muy diferente a la de su creación por demás indiscutible, se obsede una y otra vez con eso de que Rubén Darío reina, pero no gobierna; y afirma literalmente que “su influencia en España está liquidada hace muchos años y, aunque con saldo largamente a su favor, no es ya efectiva”.
Desdeña la elección de sus modelos franceses, que no fueron los mejores según dice, y aprovecha la detracción contra Darío para extenderla, español desmesurado, sobre la escuela de París del otro siglo, con la exclusión necesaria de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé. La contradicción va con Cernuda en esta objeción a la influencia gala desde el momento que él mismo, según sus propias palabras vertidas en otro ensayo, descubrió el espíritu moderno merced al impacto del surrealismo francés, latente desde entonces.
Tememos, la verdad, que con sus rechazos esté respirando por varias heridas al mismo tiempo como les ha ocurrido a tantos peninsulares que no terminan de entender dos cosas: que esta literatura de fundación como llama Octavio Paz a las letras de América, está transida por la onda del espíritu de Francia; y que, aun en el filo de ese peligro que es nuestra no-tradición o como quieran llamarla (en cuanto no somos ni aborígenes ni europeos del todo), nos autentifica el ancestro precolombino que suena y resuena desde Darío hasta la Mistral, Huidobro, Vallejo, Neruda y muchos más acá.
Lo cierto es que Cernuda es una lástima en su frase: “Darío, como sus antepasados remotos ante los primeros españoles, estaba presto a entregar su oro nativo a cambio de cualquier baratija brillante que le entregaran”.
La baratija es, en el caso, la poética parnasiana y simbolista.
A continuación el sevillano hace suya la sentencia de C.M. Bowra: “Aún siendo apóstol ferviente de los simbolistas, es posible dudar que comprendiese su propósito esencial”; pero que corre bastante más lejos cuando niega que “Darío fuera un poeta simbolista, ni tampoco que el modernismo fuera movimiento poético equivalente al simbolismo francés. En cambio, tanto Darío como el modernismo son afines a lo parnasiano”. Temeraria y polémica proposición pretende disminuir a todas luces no sólo la vigencia sino la originalidad de esta poesía.
Por contrapunto, Borges –que no se casa con nadie– afirma en su estudio sobre Leopoldo Lugones, al reexaminar el modernismo: “Dos poetas norteamericanos, Edgar Allan Poe y Walt Whitman, habían influido esencialmente, por su teoría y por su obra, en la literatura francesa; Rubén Darío, hombre de Hispanoamérica, recoge este influjo a través de la escuela simbolista, y lo lleva a España”. “En este último país no es un forastero; se ha incorporado a la tradición nacional, y se habla de él como de Garcilaso o de Góngora”.
También dijo una vez Unamuno que a Rubén se le veían las plumas –las del indio– debajo del sombrero; pero, exigido por Darío, terminó explicándole eso de las plumas en carta del 26 de septiembre de 1907: “–Le diré que en usted prefiero lo nativo, lo de abolengo, lo que de un modo u otro puede ahijarse con viejos orígenes indígenas, a lo que haya podido tomar de esa Francia que me es tan poco simpática, y aun de esta mi querida España”. Menos irónico, llegó a decir después su reverencia “ante el indio que temblaba con todo su ser como el follaje de un árbol azotado por el cierzo, ante el misterio”.
Lorca, en cambio, se enciende de otro modo al celebrar, en la presentación de nuestro Neruda, “el tono descarado del gran idioma español de los americanos, tan ligado con la fuente de nuestros clásicos” y, al exaltar, en primer término, “la prodigiosa voz del siempre maestro Rubén Darío”.
Vallejo, en las antípodas de Cernuda, dirá lo suyo: “–Toda la producción hispanoamericana, salvo Rubén Darío el cósmico, se diferencia poco o casi nada de la producción exclusivamente española”. Y nuestro Vicente Huidobro: “–Estos señores que se creen representar a la España moderna, han tomado la moda de reírse de Darío, como si en castellano, desde Góngora hasta nosotros, hubiera otro poeta fuera de Rubén Darío. Los que conocemos los fundamentos del arte y la poesía modernos; los que podemos contarnos entre sus progenitores, como Picasso, Juan Gris y yo, sabemos lo que significa el poeta y por eso hablamos de él en otra forma. Los falsos modernos naturalmente lo denigran. Pobre Rubén: puedes dormir tranquilo. Cuando todos hayan desaparecido, aún tu nombre seguirá escrito entre dos estrellas”.
Así el vaivén de las adhesiones y rechazos, pero, como la poesía se defiende sola y se explica desde su propio juego, dejemos que suba o que baje, o se retire como las mareas para volver a la vivacidad de su equilibrio. Acordes con el principio de que hay que defenderse del culto a los hombres, por muy grandes que aparenten ser, dejemos en paz a Rubén Darío. Ya su vida fue una tumba sin sosiego, como diría Palinurus; y suficientes vueltas se estará dando donde esté; tantas o más que antes de venir a nacer en Metapa (Chocoyos) ese dieciocho de enero del otro ’67.
Empezamos observando un retrato de su juventud –Mi juventud: ¿fue juventud la mía?– como queriendo verlo ahí, en un momento de destello dual: Prosas profanas y Los raros; verlo y descubrirlo sin erudición ni hermenéutica, en el desenfado de la lectura abierta, de poeta a poeta. Acaso por eso mismo prefiramos, entre tantos estudios excelentes, ese de Octavio Paz en El caracol y la sirena publicado en la Revista de la Universidad de México en diciembre de 1964.
Acaso por eso también, situados en el filo de sus treinta años, queramos indagar desde Los raros algo sobre su responsabilidad estética –con la embriaguez ditirámbica y todo– que lo llevó a renovar y a innovar como sabemos; y que algunos descalifican como vorágine de instinto y confusión.
–¿Retórica, abundancia, hipertrofia verbalista? Cuidémonos de lanzar la primera piedra desde este día nuestro de tantas y tantas retóricas de la antirretórica. Porque hay la retórica de los llamados poemas de experiencias, la retórica intimista, la retórica hermética, la retórica seudopolítica y la seudorreligiosa; la retórica del humor con todas sus trampas. Que lo diga el mejor surrealismo, enemigo implacable de la ciénaga literaria, y víctima suya.
No es raro, entonces, que de las polémicas y tan recientes sesiones de Varadero, auspiciadas, como dijimos, por la Casa de las Américas, saliera un Darío vivo, fresco y controvertible, como si el centenario no lo hubiera envejecido sino más bien despertado.
El examen del checo Lumir Civrny situó al poeta en el juego de las ideologías de su tiempo, pero salvó –claro está–, el principio de que, en sus mejores momentos, la creación dariana ganó lo perdurable; mientras Enrique Lihn llegó a pensar que Darío es poeta de segundo orden. El mexicano Carlos Pellicer saltó a la defensa, y en lo más alto de la discusión pudo apreciarse que el mito-Darío fue humanizado, en un pro y un contra del mejor nivel.
Voces sobresalientes en América como los argentinos Julio Cortázar (que actuó por presencia), Leopoldo Marechal, Manuel Agustín Aguirre, Noé Jitrik, Víctor García Robles, David Viñas, Héctor Cattolica, Fernández Moreno, Francisco Urondo; los peruanos Mario Vargas Llosa, José Miguel Oviedo, Alejandro Romualdo, Germán Belli, César Calvo; los mexicanos José Emilio Pacheco, Marco Antonio Montes de Oca, Emmanuel Carballo, Carlos Pellicer, Juan Bañuelos; las uruguayas Ida Vitale, Idea Vilariño y el certero Mario Benedetti; los cubanos Nicolás Guillén, Félix Pita Rodríguez, Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, Eliseo Diego, Luis Suardíaz, Nancy Morejón, Fayad Jamis; el haitiano René Depestre; el ecuatoriano Ulises Estrella; los chilenos Lihn y Teillier, y otros más, intervinieron con sus respectivas destrezas en el oficio poético. En el de las ideas estrictamente críticas brillaron con luz propia Fernández Retamar, animador del certamen, Manuel Pedro González de múltiple información; Angel Rama que leyó sus estimables Opciones de Darío; y singularísimamente el poeta y crítico italiano Gianni Toti, con su entrada anti-ideológica y estilística en Darío. Afirmó que el poeta está vigente aún “en las violencias estilísticas, en las violencias lingüísticas, en las estructuras de los nuevos organismos poéticos”; con lo que señaló, según Rama, la función revolucionaria que por sí tiene la gran literatura, al margen de sus contenidos políticos circunstanciales.
Vigencia por vigencia, este examen in vivo, y en momentos despiadado, exigió un recuento crítico de las actualísimas familias poéticas en América. Cada poeta leyó sus propios textos, bastantes disparejos, por lo demás, y pudo verse claro gran parte del proceso lírico de hoy como curiosa refracción del homenaje.
Hallazgo y pérdida del poeta inevitable. Dispersión, confusión, retórica, abundancia: lo que se quiera; pero, digan lo que digan, en el principio fue Darío. Darío y más Darío. ¿Qué les dirá el bicentenario a los que vienen?
Volvamos a Los raros –pieza escrita por partes o artículos fragmentarios desde los 26 años, y dada a luz orgánica a los 29– que por cierto está lejos de ser una obra maestra como formulación teórica. Ni es el vademécum que hicieron suyo los aprendices del modernismo. Se trata simplemente de múltiples artículos publicados en La Nación de Buenos Aires y entre los que el poeta espigó cabalísticamente veintiuno.
Intensidad, brevedad, rareza; parecía que estos ensayos dedicados a Angel Estrada y Miguel Escalada fueran la esencia de un programa poético bien discutible. “Crisis de refinamiento”, advierte Francisco Contreras “–Escritores que entonces me parecieron raros o fuera de lo común”, ajusta por su parte el poeta en la Autobiografía. Pero la explicación es insuficiente para el vocablo “raro” de tan caudaloso sentido.
El temible Paul Groussac le sale al camino con artículos ásperos, denunciando su faena como innecesaria y estéril: “–Es muy difícil y aventurado mostrarse afirmativo y preciso tratándose de un escritor tan complejo y lector tan esparcido como el señor Darío”. Darío responde como sabe responder con Los colores del estandarte: –La sonoridad oratoria, los cobres castellanos, sus fogosidades, ¿por qué no podrían adquirir las notas intermediarias y revestir las ideas indecisas (subrayamos nosotros) en que el alma tiende a manifestarse con mayor frecuencia? Luego, ambos idiomas, (el castellano y el francés) están, por así decirlo, construidos con el mismo material. En cuanto a las formas, en ambos puede haber idénticos artífices. La evolución que pudiera llevar al castellano a ese renacimiento habría de verificarse en América puesto que España está amurallada de tradición, cercada y erizada de españolismo. Hasta ahí Darío.
Reconocemos que Los raros no es su único libro de ideas críticas. Después vinieron Opiniones, donde desplaza su visión más o menos hermética hacia “los grandes humanos” y, por lo visto, se humaniza; y todavía Letras y Todo al vuelo, de 1906, 1910 y 1912, respectivamente. Ninguno, sin embargo, con la dinámica arbitraria y el desenfado, a veces vaticinante, del primero.
El título mismo es equívoco. Los raros, ¿qué significa raro, para el joven Darío? ¿Cuándo lo pensó como designio genérico de su colección de artículos? ¿Raro como dimensión estética, y esteticista, o como dimensión ética; o como dimensión existencial?
Oigámoslo hacer suyo el juicio de un crítico italiano, Picca, en su conferencia sobre el portugués Eugenio de Castro: “Ciertamente la poesía de Eugenio de Castro es poesía aristocrática, es poesía decadente y por lo tanto no puede gustar sino a un público restricto y selecto que, en los refinamientos de las ideas y de las sensaciones, en la variedad sabia y musical de los ritmos, halla una singular voluptuosidad del espíritu. (En sus cantos) está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.
Desde luego llama la atención que en esta única caracterización del concepto deba valerse de una cita para intentar esclarecer su sentido.
Raro quiere decir en esas líneas elegido, extraño, decadente, extravagante, enajenado. Parece que en ella se postulara esa conciencia anárquica tan exaltada por los poetas del ciclo simbolista en el que se cumple una idea muy debatida: el intelectual intenta asumir sobre sí mismo la realidad para responder de ella y, al hacerlo, demuestra que asumirla es tener horror de ella, según propone Gorz.
Raro parece decir también ese querer lo imposible hasta el límite, esa aceptación de ser odiado antes que ser normal. ¿Se amarra esto con la idea de extrañeza en el abismo en cuanto sólo en el abismo existe todavía la esperanza de ver lo nuevo? No olvidemos que Darío, como tantos creadores genuinos del XIX daba su alma por eso: lo nuevo.
Todo lo cual va a parar, sin duda, a la estética baudeleriana, la del estremecimiento nuevo, que se atreve a fondo con la realidad:
Porque de cada cosa arranqué la quintaesencia tú me has dado tu barro, y yo he fabricado el oro. |
Así lo bello se torna agresivo –sazonado de rareza– y la pareja raro-nuevo se multiplica (desde niño viví el horror de la vida y el éxtasis de la vida, al mismo tiempo: Baudelaire) en un nuevo pathos: lo moderno. (Hay que ser absolutamente moderno: Rimbaud). Moderno naturalmente es aquí muchas cosas: sorpresa, disonancia, hermeticidad, absurdidad, videncia.
¿Lo entendería de ese modo Rubén o lo atisbaría con su estupenda capacidad para adivinarlo todo? Lugones perfiló a ese raro que hubo en Darío, al celebrarlo como el último libertador de América: “Ser diferente de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En esto consiste todo el fenómeno de la
vida”.
Porque no iba a encarcelarse en la tiranía etimológica de rarus, que nos da “ralo”, “claro”, “preclaro”; o en eso de “pájaro raro” que le dirían a él mismo tantas veces. No. La palabra –o la categoría de raridad o rareza– andaba en el aire de su día. Así lo aclara en la segunda edición con el prólogo de París en enero de 1905: “Todo lo contenido en este libro fue escrito hace doce años en Buenos Aires, cuando en Francia estaba el simbolismo en pleno desarrollo”. Alusión directa de su brevísimo tránsito de dos meses por París donde echa la red a cuantos libros y publicaciones simbolistas va descubriendo, antes de instalarse en el 93 en Buenos Aires. Lee y relee sin gran discriminación la ola que asciende en revistas como Le Symboliste, Le Décadent, Hommes D´Aujourd´Hui, La Revue Independante, La Plume, el Mercure de France, y, libro tras libro presuroso, no llega a distinguir la jerarquía de los mejores; pero reconoce más y más su filiación en el simbolismo.
¿Hasta dónde influyó Verlaine con Los poetas malditos (1884), en Los raros? Armados ambos en el juego de las afinidades electivas, no configuran otro planteo estético que ese aire libre, de preferencias y desdenes, como hicieron tan a menudo los poetas cada vez que hablaron sobre poesía. Valgan, entre múltiples ejemplos, los casos próximos de un Valéry defendiendo la poesía pura y un Neruda postulando la poesía impura. Aunque Darío repudia el manifiesto por mucho que “voces insinuantes, buena y mala intención, entusiasmo sonoro, y envidia subterránea”, se lo pidieran.
Mi poesía es mía y en mí viene a ser el lema de su estética libérrima o acrática, muy cerca de lo que dijera un día su “padre y maestro mágico”: –¿El simbolismo? Ni sé que será. Tal vez una palabra alemana ¿no? ¿Qué podrá significar? Cuando sufro, cuando gozo, o cuando lloro, sé bien que no se trata de símbolos. En fin; todas esas distinciones son germanerías, y yo soy francés.
Definitivamente fue Edgar Poe, ángel mayor de la poética moderna, quien propuso primero la vecindad de belleza y rareza, al insistir (El principio poético) en la lucidez y el oficio como determinante del ámbito irracional de toda posible belleza: “la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta”, como dijera Baudelaire. Pero fue este último quien llevó dicho principio a un fundamento moral cuando exigió una relación estricta e inevitable entre autor y obra.
El axioma baudeleriano: lo bello siempre es raro es, entonces, la exaltación de la rareza a primerísima categoría y viene a ser el aire del tiempo o, si se prefiere, la estética antifilistea que Darío hace suya, con su fuerte intuición. Así raro es pariente próximo de “maldito” y del “otro” tan hondamente encarnado por Baudelaire (Tengo un alma tan singular que no me reconozco a mí mismo); y por Rimbaud (Yo es Otro).
Lo imperdonable es que haya excluido justamente a éstos dos últimos de los 21 de su predilección. Por lo menos a Baudelaire lo va nombrando con frecuencia a lo largo de esas páginas, pero a Rimbaud lo desconoce literalmente: En cuanto a Rimbaud, a quien un talento tan claro como el de Jorge Vanor coloca entre los genios –tan orate como él, aunque menos confuso… (sic).
Claro es que en el prólogo de la edición del año 1905 –después de afirmar que se le debe el conocimiento del simbolismo en América, y que fue enjuiciado por sus versos juveniles con la inevitable palabra “decadente”– admite que hay en estas páginas mucho entusiasmo, admiración sincera, mucha lectura y no poca buena intención, terminando por confesar que al acercarse a sus ídolos de entonces ha reconocido más de un engaño en su manera de percibir.
¿Cuáles fueron los ídolos de entonces? Por de pronto muchos entre tan pocos, aunque éstos últimos de máxima significación. Verlaine llegó en su libro a sólo seis “malditos” con su propia inclusión: Corbière, Rimbaud in extenso, Mallarmé, Marcelina Desbordes-Valmore, Villiers de L´Isle Adam y (él mismo en su anagrama), el Pauvre Lelian. (No ofende la omisión de Baudelaire por los diversos estudios que Verlaine le dedicara aparte).
Darío, en cambio, acumula nombres disímiles: genios, ingenios y nada. ¿Qué tienen que ver Edgar Allan Poe, Lautréamont o Ibsen –visionarios y creadores– con Madame Rachilde, Moréas el griego y su romanismo frustrado tan lejos del simbolismo; con el suntuoso y parnasiano Leconte de Lisle y su imperio de veinte años; con el aristofanesco Laurent Tailhade (más que un raro, un rarísimo o poetísimo según Darío), que no pasa de un gran virtuosismo; con el naturalista y enfático Richepin; o con voces tan inciertas como la de Edouard Dubus, la del belga Hannon y sus versos de toilette; la del napoleónico D’Esparbés, o la del fragilísimo Augusto de Armas?
Aunque aceptamos al poeta de su vida, Villiers de L´Isle Adam con su traje de Hamlet: ¿dónde están Saint Paul Roux y Jules Laforgue, por ejemplo?
Y en otro plano, ¿qué tiene que ver la figura grandiosa de León Bloy, despertador de conciencias, con el psiquiatra de afición literaria Max Nordau, o con el periodista Paul Adam?
¿Tiene derecho a llamar raro al gran Martí, y en qué sentido? ¿A Martí, que afrontó la realidad sin horror alguno –en el Antipolo exacto del “raro” enajenado– identificando pensamiento y acción hasta el martirio: “–De América soy hijo; a ella me debo”? El cubano sabía de sobra que la rebelión del solitario es otro modo de alienación.
Por difuso y contradictorio que sea el libro de crónicas juveniles, se acusa aquí, en este arbitrario preferir y desdeñar, una tonalidad dispersa, concesiva y convencional que lamentablemente persiste en Opiniones, Letras, y Todo al vuelo, mencionados arriba.
Hasta qué punto esta volatilidad de su juicio crítico obedece a una formación anárquica o a una incapacidad de rigor, es cosa de discutir más lejos. Parece que esa erupción de extravagancia de que habla Rémy de Gourmont lo afectó fuertemente.
Si en el mismo París un Mallarmé era acusado de sensacionalista y un Lautréamont era literalmente ignorado, es explicable que el cronista poético de Buenos Aires se dejara llevar por la buena intención.
Verlaine lo limita a cada instante, pero Poe y Lautréamont lo convierten en un adelantado del momento mayor de la poesía actual; Ibsen lo defiende con su trágica intensidad, y Martí volvería a decirle: “¡Hijo!”, como en el minuto de su encuentro junto al Hudson en 1893.
En cuanto al vargasvilismo de esa prosa, hacemos nuestra la conjetura de Octavio Paz cuando alude al artificio y afectación de Prosas profanas: ¿se ha reparado en el tono a un tiempo exquisito y directo de la frase, sabia mezcla de erudición y conversación?
Entendamos claro el recuento de los 21 en Los raros como una suma de estímulos literarios que operaron en él y nada más.
Si incidentalmente, al exaltar el prerrafaelismo, menciona a Dante Gabriello Rossetti, y no a otros, aceptamos que acaso sólo aquél estuviera en su tonalidad afectiva.
No lo midamos con la vara de lo que hoy prevalece, ni le pidamos la coherencia teórica que desde luego no tuvo y parece no haberle importado gran cosa.
Nunca sería el poeta del ensayo que fue un Valéry, un T.S. Eliot o, más cerca de nosotros, un André Breton en Cabezas de tormenta, por ejemplo donde se da la línea estricta, y sin embargo sinuosa, que pasa por las más altas cumbres del humor negro: Swift, Forneret, Lautréamont, Jarry, Kafka, Roussel, Brisset, Duchamp; estrellas sin edad del surrealismo, ese surrealismo que nos ha marcado, si no a todos, a tantos (Pero Breton vivió poéticamente su laberinto teórico –no soy el hombre de la adhesión total– y se atrevió a pedir, en la esperanza interminable de durar, el ocultamiento profundo del surrealismo).
No exigirle, pues, a Darío sino esos leves proyectos de programas que nos diera y que sólo quisieron decirnos libertad. En efecto, lo que él hizo fue abrirnos más que las ventanas las puertas y el techo de la casa: –Qué queréis: yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer.
Cuando murió el dieciséis, el planeta empezaba a dar sus vueltas a una velocidad nunca soñada, y los poetas mismos saltaron fuera de su sueño. Justo el año dieciséis Vicente Huidobro –en ese juego oscuro de pasarse la centella– publicó en Buenos Aires otras claves para esta poesía de fundación:
–que el verso sea como una llave que abra mil puertas– |
en su primer viaje a París. No fue el único, por supuesto, en la germinación increíble. Ahí la Mistral, Vallejo, Neruda, para decir tres nombres: estallaban los volcanes.
Seducidos por la eterna juventud, y el “non omnis moriar” siempre a cuestas, nada empieza ni termina con nosotros nos diría acaso Darío si viniera. Y no me juzguen por lo que no hice sino por lo que hice.
No pasarnos de listos en esto de enterrar o desenterrar a los antepasados, porque de repente el muerto empieza a hablar.
Hijos de la vanguardia que de un momento a otro se ha convertido en retaguardia –todos los ismos tienen ya su historia–; apetentes de una modernidad que no cesa desde Rimbaud, adoramos el designio de jóvenes más allá de la cuenta; y qué viejos nos parecen el modernismo y el postmodernismo; hasta llegar a usarlos como insultos.
Darío tuvo conciencia plena de que él no era el modernismo, y que la obra (mi poesía es mía en mí) no es escuela o intención sino palabra viva.
¿Qué fue de tanto futurismo, de tanto dadaísmo, de tanto imagismo, de tanto expresionismo, de tanto creacionismo, de tanto surrealismo; de tanto beat y tanto angry?
Nunca habrá un Juicio Final para los poetas.
Por eso esta mirada al rostro del Darío de los treinta años no propone ni acepta conclusión.
Ni por un momento quisimos confundir su discutible adhesión a muchos de esos que él llamó Los raros con el genuino pensamiento poético que surge de su Obra (totalidad y transfiguración), en la que no quisimos entrar deliberadamente con ningún propósito estilístico o estructural.
Preferimos detenernos apenas en un momento sintomático de su juventud; es decir, de su elección y de su búsqueda, con esta imagen movida del poeta.
Acusarlo, procesarlo, y hasta condenarlo, parece cosa fácil; pero la balanza es difícil, porque de un lado está Darío y del otro lado también está Darío.
* En Atenea, año XLIV, tomo CLXV, Nos 415-416, enero/junio de 1967.