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Revista de ciencia política (Santiago)
versión On-line ISSN 0718-090X
Rev. cienc. polít. (Santiago) v.24 n.1 Santiago 2004
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-090X2004000100004
Revista de Ciencia Política/Volumen XXIV/N°1/2004/81-103 ARTÍCULOS Participación electoral en Chile, 1988-2001* Patricio Navia Center for Latin American Studies, New York University
Resumen Este trabajo muestra que la participación electoral en Chile hoy no es menor a la observada hasta antes de 1973. La alta tasa de participación en 1988 representa una comprensible anomalía. Después de 15 años sin votar, los chilenos participaron entusiastamente en el plebiscito. Pero a partir de entonces, la tasa de participación tendió a la baja hasta llegar a fines de los 90 a niveles similares a los observados antes del quiebre democrático de 1973. Usando un marco teórico que aborda la participación como una función basada en costos y beneficios, discute la participación electoral en Chile en un contexto internacional, subrayando las diferencias y similitudes de los patrones existentes antes de 1973 y después de 1988, enfatizando tanto lógicas de inscripción como de participación electoral. Al hacerlo, aborda la tensión que existe entre un electorado estable y un número creciente de personas no inscritas para votar. Por último, identifica algunas propuestas que permitirían eliminar las trabas institucionales que han llevado a la formación de dos clases de adultos, aquellos que estando inscritos están obligados a votar y los que al no estar inscritos no pueden sufragar. Puntualmente, argumenta que al automatizar la inscripción se puede incorporar a todos sin tener siquiera que entrar a discutir la obligatoriedad del voto. Abstract Contrary to a widespread belief, post-1990 electoral participation in Chile is not lower than before 1973. The high turnout rates observed in 1988 constitute an understandable anomaly. After 15 years without elections, Chileans enthusiastically participated in the plebiscite. Yet, after that event, turnout rates fell during the 1990s to levels similar to those observed before 1973. Using a theoretical framework that defines turnout as a function based on cost and benefits, I discuss electoral participation in Chile in an international context, highlighting the differences and similarities between the patterns observed before 1973 and after 1988, and distinguishing between enfranchisement and turnout. In doing so, I address the tension that exists between a stable electorate with a growing disenfranchised population. To conclude, I identify some proposals that would eliminate institutional barriers that have helped produced two different groups of voting age Chileans, those who are registered for whom voting is compulsory and those who are not registered and cannot vote. I argue that with automatic registration, full enfranchisement of the voting age population is possible, with or without mandatory voting. Palabras Clave · Participación Electoral · Diseño Institucional · Sistema Electoral · Democratización · Sistema Político Chileno Participación Electoral En Chile 1988-2001 El reciente debate sobre la propuesta de reforma constitucional para eliminar la obligatoriedad del voto y facilitar la incorporación al padrón electoral de todos los chilenos con derecho a voto realizada por el presidente Ricardo Lagos en su discurso del 21 de mayo del 2004 ha generado un intenso debate sobre los efectos e implicancias de dicha medida (Fuentes, 2004; Huneeus, 2004; Valenzuela, 2004). Desde argumentos que pretenden anticipar los cambios en el comportamiento del electorado al incluir un número sustancial de nuevos votantes hasta consideraciones sobre la conveniencia de mantener la obligatoriedad del voto, el debate que esta propuesta ha generado promete intensificarse al momento que la propuesta se convierta en iniciativa de ley. Para contribuir a dicho debate, este trabajo analiza la participación electoral en Chile a partir de 1988. Al compararla con tasas en otros países del mundo y con las que existían en Chile hasta 1973, argumenta que la participación electoral actual no es menor a la observada en otros países ni a la observada en Chile hasta antes de 1973. Ya que la tasa de participación particularmente elevada de la población en el plebiscito de 1988 representa una comprensible anomalía en el comportamiento histórico de la población en edad de votar (PEV), era esperable que ésta descendiera después de 1988. No obstante, el fenómeno de alta abstención en el electorado más joven, producto de la sistemática exclusión de ese sector del padrón, representa un fenómeno particularmente preocupante en nuestro sistema democrático. En lo que sigue, este atículo repasa el marco teórico que aborda la participación como una función basada en costos y beneficios que hacen que ciudadanos racionales decidan si votar o abstenerse. Luego discute la participación electoral en Chile en un contexto internacional, subrayando las diferencias y similitudes de los patrones existentes antes de 1973 y después del retorno de la democracia. Después argumenta que el sistema actual de votación obligatoria pero inscripción voluntaria se generó por las lógicas que informaban al plebiscito de 1988. Luego discute la participación electoral en el periodo post 1988, enfatizando tanto las lógicas de inscripción electoral como de participación. Al distinguir entre participación electoral e inscripción en el padrón, aborda la problemática de los jóvenes no inscritos. Para finalizar identifica algunas propuestas que permitirían solucionar las trabas institucionales que han llevado a la formación de dos clases de chilenos adultos, aquellos que estando inscritos están obligados a votar y los que al no estar inscritos no pueden ejercer su derecho al sufragio. Ya que al automatizar el sistema de inscripción electoral se incorpora a todos los chilenos elegibles al padrón, la discusión sobre la obligatoriedad del voto no debería por qué estar asociada a la eliminación de barreras de ingreso que dificultan el ejercicio del sufragio universal. Sugiere que no es necesario tomar partido en el debate sobre la obligatoriedad del voto para apoyar enérgicamente cualquier iniciativa destinada a facilitar la incorporación de más chilenos al padrón electoral. Marco Teórico Downs (1957) ha sugerido que en una elección de dos candidatos, sus plataformas electorales convergen hacia el centro, hacia el votante mediano. Para maximizar la posibilidad de ganar, los dos candidatos terminan proponiendo la plataforma que mejor represente al votante mediano. Ante dos opciones idénticas, dicho votante será indiferente y los dos candidatos tendrán una posibilidad de 1/2 de ganar la elección. En el modelo de Downs la participación electoral es obligatoria. Pero cuando la votación es voluntaria, el modelo de Downs presenta problemas. ¿Por qué los votantes racionales se molestarían en ir a votar a una elección donde las plataformas de ambos candidatos son idénticas? Si el electorado fuera racional (definido restrictivamente como preocupado sólo de los costos y beneficios económicos), la participación electoral tendería a ser muy baja. Pero en la vida real, la participación electoral es relativamente alta aun en países donde la votación es voluntaria. Los expertos se han referido a este fenómeno como la "paradoja de la participación". Riker y Odershook (1968) la formalizan como una función de utilidad que incluye los beneficios de votar, la probabilidad que el voto de esa persona fuera decisivo y los beneficios que representa para una persona que gane su candidato favorito. Uhlaner explica que la decisión del elector es: Votar si pB + D > c; de lo contrario, abstenerse. "Donde, p es la probabilidad que el elector sea el voto decisivo, B es la diferencia de plataformas de partido (esto es, la diferencia en la utilidad del votante si gana un candidato en vez del otro), c es el costo de ir a votar y D mide las contribuciones positivas a la utilidad individual del elector" (1995: 69). La decisión de votar depende de las políticas a ser adoptadas, del costo de ir a votar y de la probabilidad de ser el elector decisivo. Naturalmente, cuando hay muchos electores, p adquiere un valor necesariamente muy pequeño, y por lo tanto el valor de pB también es ínfimo. Además, el valor de D probablemente nunca será muy grande, dado que las políticas propuestas por ambos candidatos serán similares. Por esa razón, cualquier valor marginalmente alto de c redundará en altos niveles de abstención. Pero como explica Uhlaner, "si nadie votara, el sistema democrático representativo colapsaría. El mismo Downs reconoció la seriedad del problema generado por las predicciones de su teoría y sugirió formas de solucionarlo introduciendo en el cálculo racional del elector un beneficio que saliera de la realización individual de cada votante que la democracia no puede funcionar a menos que mucha gente vote" (1995: 67). Downs definió a la democracia como un bien público. Ya que la gente quiere que la democracia exista, está dispuesta a pagar un precio (ir a votar). Pero, como ocurre con la mayoría de los bienes públicos, su provisión presenta un problema del tipo dilema del prisionero. Si involucra un costo, los ciudadanos tienen incentivos para ser free riders (polizontes) y abstenerse de votar. Así, esperan obtener el beneficio de una participación alta (el fortalecimiento del sistema democrático) sin tener que pagar el costo individual de votar (Aldrich, 1993: 48). Ya que la probabilidad de ser el votante decisivo es baja, y ya que votar involucra un costo, los ciudadanos se deberían abstener de votar a menos que su función de utilidad incluya beneficios no directamente relacionados con el acto de votar. La abstención también puede resultar costosa en ciertas ocasiones (Aldrich, 1993: 248). Si los votantes racionales temen que una participación electoral muy baja debilite la democracia lo que constituye un riesgo demasiado alto para cada individuo y para la población en general , probablemente irán a votar. Además, dado que los electores no pueden anticipar el comportamiento y las preferencias de otros votantes, no pueden determinar a priori si su voto será el decisivo. La interdependencia estratégica de las decisiones de los votantes imposibilita que los ciudadanos puedan confiablemente asignarle probabilidades a los diferentes estados de la naturaleza (Ferejohn y Fiorina, 1974: 527). Adicionalmente, Aldrich sugiere que "la participación electoral no es un buen ejemplo del problema de acción colectiva. La principal razón es que para mucha gente la mayor cantidad de las veces, la participación electoral es una acción de bajo costo y bajo beneficio" (1993: 261). Suponiendo un costo bajo, una participación lo suficientemente alta no es incompatible con el comportamiento predecible de actores racionales. Por lo tanto, aun si la participación es voluntaria, deberíamos esperar un número significativo de votantes en cada elección. Por cierto, cuando la votación es obligatoria, la paradoja de la participación no desaparece. Aunque estén obligados a votar, los electores pueden optar por anular su voto o votar en blanco. Allí el problema no sería explicar la participación, sino explicar por qué la gente decide no anular su voto. De acuerdo a esto, una vez que uno está obligado a pagar el costo que representa ir a votar, resulta relativamente fácil expresar las preferencias, incluso si las plataformas de ambos candidatos se parecen mucho. Pero aun así la teoría del votante mediano nos sugiere que los electores terminarán siendo perfectamente indiferentes entre las dos opciones a escoger. En este contexto, la participación electoral necesariamente debe ser entendida como una acción que implica un nivel de racionalidad necesariamente más sofisticado que el de una consideración exclusiva de costos y beneficios económicos. Por esa razón, aunque la votación fuera voluntaria y por lo tanto no existieran castigos para los no votantes sería acertado esperar que la tasa de participación electoral será sustancialmente superior a cero. De ahí que las razones que a menudo se esgrimen para defender la obligatoriedad o voluntariedad del voto sean de carácter normativo más que racional. La actual discusión sobre el precepto constitucional que hace obligatorio el voto en Chile comprensiblemente se ha centrado fundamentalmente en consideraciones normativas sobre las definiciones de derechos y obligaciones de los ciudadanos y, consecuentemente, sobre las fortalezas y debilidades de la votación voluntaria (Fuentes, 2004; Huneeus, 2004; Valenzuela, 2004). Pero como se muestra más abajo, la propuesta para eliminar las barreras de entrada que mantienen a cientos de miles de chilenos fuera de los registros electorales no debiera generar mayor debate. Independientemente de la postura que uno tenga sobre la obligatoriedad del sufragio, la disminución en las barreras de entrada para ejercer el derecho (u obligación) de votar debiera ser ampliamente aceptada y compartida por todos. Patrones de participación electoral en el mundo En lo que respecta a tasas observadas de participación electoral, no hay uniformidad a través de diferentes países o en los mismos países en diferentes momentos. La información disponible (de fácil acceso en diferentes bancos de datos, como www.idea.int) muestra tasas variables de participación electoral si tomamos como base la PEV. Estados Unidos históricamente ha experimentado niveles de participación electoral inferior a Europa occidental. En la elección presidencial más reciente en Estados Unidos, votó aproximadamente el 50% de la PEV, mientras que en comicios recientes en Francia la participación ha alcanzado sobre el 60%, sobre el 70% en España, casi el 80% en Suecia. En América Latina, la tasa de participación aumentó durante el siglo veinte hasta estabilizarse alrededor de un 80% de la PEV, salvo en Colombia, donde la tasa de participación continuó siendo baja a través de todo el siglo veinte. En ese contexto, como muestro más abajo, las tasas de participación en el Chile post 1990 son similares a las de los países vecinos. La principal diferencia es que en Chile la mayor parte de aquellos que se abstienen de participar son jóvenes que no están inscritos en los registros electorales. Naturalmente, no sólo importa saber qué porcentaje del electorado vota, sino también si el universo de votantes representa una muestra sesgada del universo de la PEV. La experiencia comparada nos permite saber que ciertos grupos participan más que otros. (Ferejohn y Fiorina, 1974: 526; Powell, 1986). Almond y Verba subrayan la relación que existe entre valores culturales y participación política. "En culturas participativas, de acuerdo a esta interpretación, los ciudadanos están más satisfechos políticamente con sus instituciones y por lo tanto son más eficaces políticamente. Las culturas que promueven dichos valores de esta forma fortalecen la participación en general y la participación electoral en particular (Jackman y Miller, 1995: 468). De hecho, en Estados Unidos y Europa occidental, la participación electoral tradicionalmente ha sido superior en grupos con mayor nivel educacional (Powell, 1986: 28) y entre votantes de mayor edad (Powell, 1986: 30). Adicionalmente, la participación está altamente relacionada con el contexto competitivo de elecciones específicas y factores institucionales en todos los niveles de educación y grupos etáreos. "Intuitivamente, se espera que en una elección cuyo resultado será ajustado, los ciudadanos sentirán mayores razones para participar y, tal vez más importante aún, los partidos y los activistas sentirán más incentivos para llevar a sus simpatizantes a votar" (Powell, 1986: 21). Más o menos en la misma línea argumentativa, Grofman recuerda que "ceteris paribus, la participación electoral es menor cuando el clima no es bueno, cuando las barreras de inscripción electoral son más altas y cuando a poca gente le preocupa el resultado de la elección" (1995: 102). Como puede deducirse de este argumento, el diseño institucional también importa (Powell, 1986; Jackman y Miller, 1995; Lipjhart, 1997). En su clase magistral como presidente de la Asociación Americana de Ciencia Política en 1996, Lijphart criticó los requisitos de inscripción electoral y los comparó con los requisitos de propiedad y alfabetización que existían a comienzos del siglo XX. Elevar el costo de la votación redunda en menor participación electoral. Lijphart sugirió que, para expandir el universo electoral, "se deben tomar medidas que mejoren la estructura institucional del país en vez de aumentar los niveles de educación de la población o buscar temas que pudieran interesar electoralmente más a los votantes" (1997: 7). De hecho, la mayoría de los inscritos tiende a votar aun si la votación es voluntaria (Grofman, 1995: 102). En la misma línea, Powell argumenta que "las leyes de inscripción dificultan el acto de votar en Estados Unidos y en cualquier otra democracia (1986: 21). Los estudios de Jackman y Miller "cuestionan la tesis que las diferencias de un país a otro en la participación electoral refleja culturas políticas nacionales permanentes y distintas... en vez de reflejar normas culturales, los niveles de participación electoral son una función de procedimientos institucionales y electorales" (1995: 484). Como argumenta Powell, la variable de predicción más poderosa de la participación electoral es la inscripción automática (1986: 25). La evidencia comparada permite anticipar que el efecto de disminuir las barreras de entrada para ser incorporado al padrón tendrá un efecto relativo superior al que pudiera generar eliminar el precepto constitucional que hace obligatoria la votación. En Chile, el principal problema no consiste en la obligatoriedad del voto, sino en las barreras de entrada que dificultan y desincentivan la incorporación de cientos de miles de chilenos al padrón electoral. Contexto histórico de la participación electoral en Chile La participación electoral se comenzó a elevar rápidamente con la ampliación del derecho al voto a la mujer en 1949, hasta alcanzar el 60% de la PEV en 1964. En las últimas elecciones parlamentarias antes del golpe militar de 1973, dicha tasa llegó al 70%, siendo superior a la de Brasil, levemente menor a la de Argentina y comparable a la de entonces en Francia. Después de la interrupción dictatorial, la tasa de participación alcanzó un récord en 1988 y desde entonces ha presentado una tendencia a la baja que, no obstante, no ha sido uniforme. Como en otros países y como se deduce del marco teórico, la participación electoral ha sido históricamente influenciada por variables de diseño institucional que han facilitado o dificultado la participación, como discuto en la siguiente sección. La principal variable que ha cohibido la participación electoral a partir de 1990 ha sido el requisito de la inscripción electoral para los mayores de edad antes de poder ejercer su derecho al voto. Antes de 1973, la participación electoral estaba positivamente correlacionada con la fuerza de los partidos de izquierda. Como en otros países en vías de desarrollo, Chile experimentó un continuo aumento en el número de personas con derecho a voto a partir de mediados del siglo diecinueve. Valenzuela (1995, 1998) señala que la ley electoral de 1874 fue una herramienta crucial para lograr dicho aumento (ver también Joignant, 2001). Al eliminar los requisitos de propiedad y extender el derecho a todos los hombres mayores de 25 años que supieran leer y escribir, la nueva legislación amplió el derecho al voto a una buena parte de los hombres de clase media y a no pocos obreros. El número de personas con derecho a voto aumentó lenta pero progresivamente durante el resto del siglo XIX. Para comienzos del siglo XX, el número de electores alcanzaba ya al 10% de la población mayor de 25 años (incluyendo mujeres). Una limpieza cuidadosa del padrón electoral a mediados de la segunda década del siglo disminuyó el número de electores, pero también redujo el cohecho y la capacidad de hacer fraude electoral. Para la crisis constitucional de 1925, el electorado nacional representaba el 10% de las personas en edad de votar (incluyendo mujeres y analfabetos, que no tenían derecho al voto). Pese a que el número de electores inscritos aumentó constantemente durante las décadas de los 30 y de los 40, la mejora más dramática y significativa ocurrió cuando las mujeres obtuvieron el derecho al voto (Klimpel, 1962; Vergara, 1974; Kirkwood, 1986; Gaviola et al., 1986). Después de recibir el derecho al voto en elecciones municipales 1935, las mujeres recibieron el derecho a votar en elecciones nacionales en 1948, ejerciendo por primera vez ese derecho en 1952 (Cámara de Diputados 1993). En los 21 años que transcurrieron entre 1952 y el golpe de 1973, las mujeres apoyaron con más fuerza a los candidatos conservadores y democratacristianos que a los de izquierda (Mattelart y Mattelart, 1968; Mattelart, 1976; Aylwin, Correa y Piñera, 1986; Correa Morandé, 1974). En las cuatro elecciones presidenciales del periodo 1952-1973, los conservadores recibieron siempre un porcentaje mayor de votos entre las mujeres que entre los hombres (Neusse, 1978). Salvador Allende, el perenne candidato de izquierda (su primer intento fue en 1952) siempre obtuvo mejor votación entre los hombres. En 1958, Allende derrotó a Alessandri entre los hombres, pero Alessandri ganó tan decididamente entre las mujeres que logró más votos que Allende en el total nacional. En 1970, Alessandri volvió a derrotar a Allende entre las mujeres, pero el margen de victoria del socialista fue tal entre los hombres que al final logró más votos que el candidato conservador. Pese a no haber gozado nunca del apoyo electoral de las mujeres, los partidos de izquierda continuamente presionaron para ampliar el derecho al voto a las mujeres. Como muestra la Tabla 1, lo lograron1. La participación electoral alcanzó su punto más alto en 1964, cuando el candidato PDC Eduardo Frei resultó ganador. La tasa de participación electoral disminuyó marginalmente en 1970 pero volvió a aumentar en las parlamentarias de 1973. La incorporación de los analfabetos y la reducción de la edad mínima para votar a 18 años en 1970 aumentó el universo electoral, pero muchos optaron por no inscribirse en el padrón. En 1964, el 61,6% de la PEV votó. En 1970 esa cifra disminuyó a 56,2%. No obstante un porcentaje más alto de la población votó en 1970 que en 1964 o 1958. Este pasó de 15,7% en 1958 a 30% en 1964 y a 30,8% en 1970. El rápido crecimiento de la población inscrita coincidió con el crecimiento de las tensiones políticas y sociales. La impresionante victoria de Frei en 1964 ocurrió a la par de la rápida expansión del electorado, que aumentó al doble entre 1958 y 1964. Valenzuela (1985) argumenta que las instituciones democráticas se consolidaron con la expansión del sufragio, pero las tensiones sociales no pudieron ser acomodadas por el sistema político y eventualmente se produjo el quiebre democrático. Cabe recordar que el candidato de izquierda logró su apoyo más alto en las presidenciales de 1964, la contienda presidencial con la más alta tasa de participación antes de 1973. En 1973, con la tasa de participación más alta hasta entonces (69% PEV), la izquierda obtuvo también su mejor votación. Expandir el número de electores parecía ser una buena estrategia electoral para la izquierda. En las parlamentarias de 1965, la izquierda había logrado el 30% de los votos, su mejor votación a la fecha. En 1969, la izquierda consolidó su posición y en 1970 Allende ganó la elección con un 37%. En 1973, la izquierda logró un impresionante 44%. Y pese a perder ante la alianza PDC-PN, fue precisamente la expectativa ante un aumento en la votación de la izquierda lo que llevó al PDC y al PN a formar una coalición electoral. Aunque hay otros factores que también explican la mejora electoral de la izquierda, el aumento en el número de electores tuvo mucho que ver con la subida electoral de los partidos izquierdistas. Después del golpe militar de 1973, la dictadura cerró el Servicio Electoral y, argumentando que el gobierno de Allende había "inflado" los registros electorales para ganar las parlamentarias de 1973, ordenó la destrucción del padrón electoral. Aunque las dictaduras se caracterizan porque sus líderes no son elegidos en votación popular, en ocasiones las dictaduras celebran elecciones, consultas o plebiscitos. Pinochet organizó una "consulta nacional" en enero de 1978 y un plebiscito constitucional en septiembre de 1980. Ambos comicios fueron celebrados sin la existencia de registros electorales. Los votantes, que tenían que cumplir los mismos requisitos estipulados en la Constitución de 1925 con las enmiendas que extendieron el derecho al voto a los analfabetos y mayores de 18 años, debían ir a cualquier lugar de votación y presentar su carné de identidad para poder sufragar. Los funcionarios que oficiaban de vocales de mesa, nombrados por el gobierno, debían cortar una punta del carné de identidad para asegurarse así que la gente no fuera a votar más de una vez. También, se requería que los votantes recibieran una marca indeleble en su dedo pulgar de tal forma que no pudieran volver a votar ese mismo día. Pero bajo cualquier criterio razonable, tanto la consulta de 1978 como el plebiscito de 1980 no pueden ser considerados comicios celebrados en forma abierta y transparente2. Marco legal de la participación electoral de la Constitución de 1980 El sistema actual de votación obligatoria e inscripción voluntaria parece haber respondido al interés de la dictadura por crear un sistema que incentivara a sus simpatizantes a inscribirse para votar en el plebiscito de 1988 y a la vez desincentivara a muchos opositores a hacerlo. Aunque la Constitución de 1980 establece la obligatoriedad del voto (Artículo 15), cuando se adoptó la Ley Orgánica Constitucional 18.556 del Sistema de Inscripciones Electorales y Servicio Electoral el 1 de octubre de 1986, no se estableció la obligatoriedad de la inscripción electoral (artículo 35, ley 18.556), creando así la inusual combinación de inscripción voluntaria y votación obligatoria. En la ley no se establecieron penas ni multas a los que no se inscribieran. Los chilenos podían optar simplemente por no inscribirse para votar y evitar ser sujetos a las sanciones que sí reciben aquellos que, estando inscritos, deciden no ir a votar. Ya que uno sólo precisa inscribirse para votar una vez en la vida (aunque supuestamente se debería informar al Servicio Electoral cada cambio de domicilio), la legislación actual permite la existencia de dos tipos de ciudadanos, aquellos que están inscritos y por lo tanto están obligados a votar y aquellos que no estando inscritos no pueden ejercer su derecho al sufragio. Después de aprobarse la ley 18.556, mientras los simpatizantes de la dictadura se inscribirían rápidamente para votar, los oponentes enfrentarían un problema de coordinación. Si se inscribían, estarían obligados a votar y, por lo tanto, legitimarían el proceso electoral. Si no lo hacían, no legitimarían el proceso pero la posibilidad de derrotar a Pinochet en el plebiscito sería mínima. Mientras para los simpatizantes de la dictadura siempre era más conveniente inscribirse, los opositores debían primero solucionar su problema de coordinación. Si creían que el plebiscito sería efectivamente democrático, los opositores preferían inscribirse siempre que todos lo hicieran, para así maximizar la posibilidad de ganar los comicios. Si dudaban que el plebiscito fuera democrático, la mejor estrategia era no inscribirse, para así restarle legitimidad al proceso. De cualquier forma, la oposición siempre estaría mejor si lograba coordinar el comportamiento de todos sus simpatizantes. Al final, la participación electoral fue sustancialmente mayor a la esperada y al promedio histórico. La oposición democrática exitosamente logró promover una campaña llamando a sus simpatizantes a inscribirse en los registros electorales antes del plebiscito de 1988. La dictadura quería una participación electoral alta para darle así legitimidad al proceso, pero dado que históricamente la participación electoral había tendido a favorecer a los partidos de izquierda, la dictadura temía que una participación demasiado alta resultara en una derrota de Pinochet en el plebiscito. Por eso, cuando se establecieron las reglas de inscripción electoral y se determinó quiénes tendrían derecho al voto, pesaron bastante las reglas existentes con anterioridad a 1973 y la creencia que la mayor participación electoral favorecía a la izquierda (Przeworski y Soares, 1971; Cruz-Coke, 1984; Meller, 1996: 102). No sorprende, entonces, que tanto en la Comisión Ortúzar como en el Consejo de Estado las dos instancias utilizadas por la dictadura para discutir las propuestas que culminaron en la Constitución de 1980 se plantearan dudas sobre la conveniencia del sufragio universal. De hecho, Carlos Cáceres y Pedro Ibáñez, ambos miembros del Consejo de Estado, redactaron un voto de minoría en el texto presentado a la Junta de gobierno por ese organismo expresando su oposición al sufragio universal (Textos Comparados, 1980: 147). Al final, la Constitución de 1980 determinó que el voto fuera obligatorio para todos los ciudadanos. Siguiendo el precedente establecido en la Constitución de 1925, los extranjeros que legalmente residen en Chile por más de cinco años también pueden ejercitar el derecho al voto, pero los chilenos que residen en el extranjero no pueden votar en consulados o embajadas chilenas localizadas en sus países de residencia. Esta decisión, que muchos han relacionado con un esfuerzo para evitar que los exiliados pudieran votar, simplemente reprodujo una normativa vigente en la Constitución de 1925. De hecho, la gran preocupación que se hizo presente en la discusión constitucional del Consejo de Estado tuvo más que ver con la universalidad del voto que con el derecho al mismo de los chilenos que viven fuera del país. Por cierto, la Constitución de 1980 y las leyes electorales respectivas incorporan elementos que dificultan la posibilidad de los electores de escoger a sus representantes. Al crear la posición de senador designado nueve de los 35 senadores no vitalicios en la constitución original y al establecer un procedimiento para que el Tribunal Constitucional (un organismo cuya composición no depende directamente de las decisiones de los votantes) pudiera quitarle el derecho al voto a ciudadanos por sus creencias políticas o ideológicas (Artículo 8), la Junta Militar se preocupó de limitar sustancialmente el rango de decisiones en que podían influir los electores a la hora de votar. Además, el sistema electoral escogido fue tal que le permitió a la dictadura asegurarse que aun en caso de que la oposición democrática tuviera una mayoría de votos, los partidos que apoyaban a la dictadura podrían tener suficientes escaños para bloquear iniciativas de ley que alteraran el status quo (Magar, Rosemblum y Samuels, 1998; Rahat y Sznadjer, 1998; Siavelis y Valenzuela, 1996; Scully, 1995; Valenzuela y Scully, 1997). El 5 de octubre de 1988, después de 15 años de gobierno militar, los chilenos votaron para decidir si otorgar o no al general Pinochet un nuevo periodo presidencial de 8 años. Pese a ciertos problemas, el plebiscito de 1988 puede ser definido como un ejercicio limpio y competido. En 1987 la dictadura había creado un nuevo Servicio Electoral (SERVEL) y había llamado a los chilenos a inscribirse en el padrón. El general Pinochet se convirtió en el primer chileno inscrito para votar en los nuevos registros electorales a comienzos de 1987. Aunque el proceso de inscripción se inició en forma lenta y muchos optaron por no hacerlo, cuando los partidos de la oposición democrática llamaron a sus militantes y simpatizantes a inscribirse para votar, dos cosas quedaron en evidencia. Primero, dichos partidos creían que tenían una buena oportunidad para derrotar a Pinochet dentro del propio marco constitucional y, segundo, los partidos de la oposición reconocían e implícitamente otorgaban legitimidad al proceso electoral diseñado por el gobierno militar. Hacia fines de 1987, más de 3 millones de chilenos ya estaban inscritos para votar, lo que representaba un 40% de aquellos con derecho a hacerlo. Cuando el SERVEL cerró el proceso de inscripción 30 días antes del plebiscito, más de 7,4 millones de chilenos estaban ya inscritos. En ese sentido, la dictadura había caído presa de su propia trampa. Si bien es cierto el gobierno militar buscaba una participación alta para ganar legitimidad con el proceso, el hecho que el 92% de aquellos en edad de votar se inscribieran convirtió al plebiscito en una elección que, de respetarse las reglas del juego, sería tremendamente competitiva. Por diversas razones, no siempre favorecidas por Pinochet, el gobierno militar tuvo que dar garantías de que el plebiscito se realizaría respetando ciertos requisitos básicos de transparencia y justicia. A diferencia de 1978 y 1980, no bastaría con desmentir las acusaciones de fraude. En esta ocasión debería existir certeza más allá de toda prueba de que la voluntad del electorado se vería fielmente reflejada en la votación. Pero aunque era razonable suponer que mientras menos personas votaran, más posibilidades tendría Pinochet de ganar, también era cierto que la legitimidad del plebiscito dependía en gran medida de que votara una cantidad significativa de electores. Suponiendo que todos los simpatizantes del gobierno militar se inscribieran cuando abrieron los registros electorales, los opositores a Pinochet estaban sobre representados en el grupo de ciudadanos no inscritos a comienzos de 1988. Así pues, mientras más gente se inscribiera en 1988, más opositores a Pinochet entrarían al padrón y mayores serían las posibilidades de derrotar al dictador en el plebiscito. En ese sentido, Pinochet entendía bien que una participación electoral particularmente alta terminaría favoreciendo a la oposición más que a su candidatura. Así, el régimen militar se enfrentaba con un problema de maximización simple de formular pero difícil de solucionar. Una alta participación electoral beneficiaba al gobierno, porque legitimaba la elección, pero también aumentaba la posibilidad de que la oposición triunfara.
A través de los años, este sistema dual ha facilitado una serie de dinámicas que incluyen el envejecimiento del padrón electoral. Si en 1988 un tercio de los inscritos era menor de 30 años, el 2001 sólo lo era el 13%. Aunque también es cierto que la población ha venido envejeciendo y que los menores de 30 años experimentaron un periodo de mayor actividad política a mediados de los 80 que hoy (lo que posiblemente redundó en que un porcentaje sustancialmente alto de jóvenes se inscribiera en 1988), los jóvenes (aquellos entre 18 y 30 años de edad) constituían el 21,1% (3,166 millones) de la población nacional en 1999 pero solo representaban el 16,1% del electorado. Aunque es cierto que en otros países se ha observado que la población adulta vota más que los jóvenes, la 'normalización' del electorado chileno ocurrió a un ritmo acelerado. Un número alarmantemente reducido de jóvenes se ha inscrito para votar después de las presidenciales de 1989. Participación electoral después de 1988 Después del plebiscito de 1988, los chilenos volvieron a las urnas el 30 de julio de 1989. En esa ocasión se plebiscitaron una serie de reformas constitucionales que satisfacían parcialmente las demandas de la oposición democrática pero que a la vez le otorgaban una inusitada legitimidad a la constitución. Con más de 7,067 millones de votantes, el 85,7% aprobó las reformas, el 8,2% se opuso y el 5,1% votó en blanco o nulo. Después de un periodo de 15 años sin elecciones, los chilenos acudieron a las urnas tres veces en catorce meses. En diciembre de 1989, los chilenos volvieron a votar, esta vez para escoger presidente, 38 senadores y 120 diputados. Con una tasa de participación de 86,8% de la PEV y 92,3% de los inscritos, las elecciones de 1989 tuvieron la tasa de participación electoral más alta en la historia del país hasta la fecha. Aparentemente, después de 19 años sin poder votar en una elección presidencial, los chilenos estaban ansiosos de ir a las urnas. La participación electoral ha venido en caída después de 1989. A medida que los chilenos se volvieron a acostumbrar a tener elecciones, el interés en las mismas declinó. Además, como he señalado, las trabas institucionales ayudaron a que muchos optaran por no inscribirse en los registros electorales al cumplir 18 años. Por cierto, las trabas institucionales explican en parte por qué mucha gente no se ha inscrito, pero no explican las varianzas en la participación electoral de aquellos inscritos en el padrón. Variables no institucionales explican los altos y bajos de la participación electoral de los inscritos (Ortega Frei, 2003; Godoy, 2003).
Participación entre votantes inscritos La participación electoral entre votantes inscritos ha mostrado una tendencia a la baja desde 1988, cuando el 96,6% del padrón se presentó a votar. Naturalmente porque era la primera elección en 15 años y porque aquellos que se inscribieron lo hicieron explícitamente para votar en ese plebiscito, la alta tasa de participación no debería sorprender. Aunque tampoco debería considerarse como normal ser usada como punto de comparación con elecciones posteriores. Es bien sabido que los votantes tienden a votar a tasas más elevadas cuando las elecciones son consideradas más importantes (Grofman, 1985; Powell, 1986). Lógicamente, la participación electoral de aquellos en el padrón cayó a 92,3% en 1989. En muchos sentidos, esa elección fue una continuación del plebiscito y la ventaja que tempranamente obtuvo Patricio Aylwin en las encuestas transformó dichos comicios en una mera ratificación de los resultados de 1988. Aun así, la tasa de participación cayó solo en un 4% respecto a 1988. La elección municipal de 1992, como generalmente ocurre con contiendas locales, registró una tasa de participación menor que la elección presidencial anterior. El 81,9% del padrón votó en dicha elección. Las presidenciales de 1993 observaron una leve mejoría (84,3%), pero la tasa de participación volvió a caer para las municipales de 1996 (76,6%). En 1997 se celebraron las primeras elecciones parlamentarias no concurrentes con una elección presidencial. Allí, la participación electoral cayó a un 71,1% de los inscritos. Pero en las presidenciales de 1999, la participación volvió a subir, cuando el 90% del padrón concurrió a las urnas. Las presidenciales de 1999 parecieron tener un efecto chorreo en las municipales del año siguiente, cuando el 86,8% del padrón fue a las urnas a votar por alcaldes y concejales. Esa cifra se mantuvo casi idéntica en las parlamentarias del 2001 (86,6%). Dado que la votación es obligatoria, uno esperaría que la participación electoral fuera equivalente al 100% del padrón. Pero dado que la ley (artículo 139 ley 18,700) permite excusarse de su obligación a aquellos que el día de la elección se encuentren a más de 200 kilómetros del lugar donde están inscritos para votar y, más importante aún, debido a que no se han aplicado las multas correspondientes a los que se han abstenido de ir a votar, la tasa de participación ha distado de llegar al 100% del padrón. Ahora bien, no todos aquellos que van a las urnas emiten votos válidos. Aunque sólo 65 mil personas anularon sus votos o votaron en blanco en 1988, esa cifra aumentó al triple en las presidenciales de 1989. Para las municipales de 1992, la votación nula y blanca aumentó a 623 mil votos. El "voto de protesta", como ha sido incorrectamente catalogado, alcanzó un récord histórico en las parlamentarias de 1997, cuando 1,2 millones de electores optaron por dejar sus votos en blanco o anularlos. Ese año, el 17,8% que fue a las urnas votó en blanco o anuló en la elección para la Cámara de Diputados, alimentando así las reflexiones sobre un aparente malestar o descontento con el sistema político. Aunque se ha hablado de falta de interés o desencanto con el proceso político (PNUD, 1998; Jocelyn-Holt, 1998; Moulian, 1997) y otros han apuntado a la caída en otras formas de participación política (Oxhorn, 1995; Petras y Silva, 1994; Collins y Lear, 1995; y Roberts, 1998), unos pocos analistas han señalado correctamente que la votación post 1990 se asemeja a los patrones históricos y han minimizado las implicaciones políticas de la caída en la participación electoral observada después de 1988 y en particular en las parlamentarias de 1997 (Garretón, 1999). No sorprende que los votos blancos y nulos hayan disminuido sustancialmente en las presidenciales de 1999 respecto a las elecciones de 1996 y 1997. Por cierto, las presidenciales de 1999 tuvieron la tasa de participación más alta del padrón desde 1989. Comprensiblemente, la tasa de participación es más alta cuando lo que está en juego en la elección es más importante y cuando hay más incertidumbre sobre quiénes resultarán ganadores. Ya que en 1999 había bastante incertidumbre sobre el resultado final3, el número de votos blancos y nulos decreció considerablemente. Sólo 148 mil chilenos optaron por esas opciones en la segunda vuelta presidencial, la cantidad más baja como porcentaje y como número absoluto desde 1988. El 12 de diciembre de 1999, los principales candidatos presidenciales obtuvieron sobre el 47,5% de los votos cada uno. Por primera vez desde el retorno de la democracia, la Concertación se vio obligada a disputar una elección presidencial en segunda vuelta. La incertidumbre asociada con la presidencial de 1999 tuvo un efecto positivo en la tasa de participación electoral. Así, además del hecho que las elecciones presidenciales atraen más atención, y votantes, que otras elecciones, las dudas sobre quién resultaría ganador ayudaron a que subiera la tasa de participación. Inscripción de ciudadanos con derecho a votar El número de chilenos con derecho a voto que ha preferido mantenerse ajeno al proceso electoral ha venido en aumento desde 1993. Después de lograr un récord histórico al incluir al 92%, el padrón electoral ha caído continuamente respecto al total de chilenos mayores de 18 años. El año 2001, sólo el 76,9% de la PEV estaba inscrita en el padrón. Si combinamos la población no inscrita con los votos nulos/blancos y las abstenciones, el número de chilenos que no ha emitido votos válidos ha aumentado significativamente desde 1988. Mientras esa cifra llegó al 10,9% en 1988, el 41,8% de los chilenos mayores de 18 años prefirió no inscribirse en los registros electorales o, estando inscritos, optó por no votar o votar nulo/blanco en las parlamentarias del 2001. Esa cifra fue la más alta desde el retorno de la democracia en 1990. Todas las campañas oficiales diseñadas para lograr una tasa más alta de inscripción electoral han fracasado estrepitosamente. El número total de electores inscritos disminuyó de 8,085 millones en 1993 a 8,075 millones el 2001. El poco interés demostrado por aquellos que cumplieron 18 años después de 1989 debiera representar una señal de alarma para aquellos preocupados por la consolidación democrática y la legitimidad del sistema. Aunque se debiera haber esperado una caída en la tasa de inscripción electoral después de 1988, la rápida caída observada con posterioridad a 1993 es preocupante. Aun la altamente competida contienda presidencial de 1999 fue incapaz de atraer la atención de los electores más jóvenes. Es cierto que la ley electoral obliga a aquellos que quieren votar a inscribirse con al menos 120 días antes de su primera elección. Esto presumiblemente tiene un efecto negativo en la tasa de inscripción ya que cuando las campañas electorales empiezan a cautivar la atención de la gente y se genera el interés necesario para incentivar a muchos a inscribirse en los registros electorales, éstos ya están cerrados. Es probable que una modificación a este requisito institucional, que por ejemplo permitiera la inscripción hasta 30 días antes de la elección, como ocurrió en el plebiscito de 1988, ayudaría a disminuir el número de electores no inscritos. Pero la situación actual ha llevado a muchos a creer, y argumentar, que hay algo esencialmente viciado en el sistema electoral e institucional chileno que genera la apatía que aparentemente evidencia el alto número de chilenos no inscritos en el padrón electoral. Como discuto a continuación, el problema de los no inscritos afecta esencialmente a los nacidos después de 1970, aquellos que no tenían edad para votar en el plebiscito de 1988.
Participación electoral de los jóvenes En una encuesta del Instituto Nacional de la Juventud (INJUV), el 61,5% de los encuestados (entre 15 y 29 años) indicó no estar inscrito en el registro electoral. Esa cifra llegaba al 70,2% de aquellos entre 20 y 24 años mientras que era sólo del 40,9% de aquellos entre 25 y 29 años (2000: 44). Las estimaciones realizadas con datos estimados de población del INE (los datos oficiales del censo del 2002 aún no están disponibles) no difieren significativamente de las conclusiones de la encuesta del INJUV. Mientras los datos de la encuesta INJUV indican que el 61,5% de los jóvenes no están inscritos en el padrón, las estimaciones con datos del INE ponen esa figura en un 59%. En 1999, el padrón electoral incluía 8.084.476 electores. De ellos, 1.297.821 pertenecían al grupo etáreo de 18 a 30 años de edad (16,1% del total). Pero las estimaciones de población del INE indicaban que el 21,1% (3,166 millones) de la población mayor de edad del país estaba en esa categoría. De eso se puede deducir que en 1999 un total de 1,86 millones de chilenos entre 18 y 30 años no estaban inscritos en el padrón electoral. Ahora bien, la PEV en 1999, según estimaciones del INE basadas en el censo de 1992, era de 9,945 millones de personas. De ellos, sólo 8,084 millones estaban inscritos en el padrón (81,2% del total). Casi 1,9 millones de chilenos no estaban inscritos en 1999. Uno podría deducir equivocadamente que el 100% de los no inscritos corresponden al grupo etáreo de 18 a 30 años. Pero ya que los datos del INE responden a estimaciones de población (que serán pronto corregidas a la baja) y los datos del padrón electoral incluyen a chilenos que ya no viven en el país, sería erróneo llegar a esa conclusión. Resulta más conveniente tomar los datos de población e inscritos en 1988 y estimar en base a eso cómo se divide el universo de los no inscritos. En 1988, la población mayor de edad estimada para el país era de 8,062 millones. De ellos, 7,436 se inscribieron en los registros electorales. Esto es, aproximadamente 626 mil chilenos nacidos antes de 1970 optaron por no inscribirse en el padrón para el plebiscito de 1988, un 8,4% del total. Por otro lado, el 14,6% de la población mayor de 18 años en 1988 correspondía al grupo etáreo de 60 años de edad y más (1,180 millones de personas). Pero solo el 13,5% del padrón electoral pertenecía a dicho grupo etáreo. Esto es, en 1988 había 176 mil no inscritos mayores de 60 años. Suponiendo que todos aquellos mayores de 60 años en 1988 (176 mil) siguen vivos y residen en el país, el grupo de nacidos antes de 1970 (626 mil) no inscritos en 1988 (que presumiblemente tampoco se inscribieron después de esa fecha) representaría a diciembre del 2001 un 25,8% de los no inscritos, que ese año se estimaba en 2,425 millones. Pero si suponemos que todos los que en 1988 tenían 60 años de edad o más habían fallecido ya el 2001, los nacidos antes de 1970 no inscritos en el padrón electoral representarían sólo el 20,6% (450 mil) del total de no inscritos. Así, podemos estimar que los nacidos después de 1970 representan hoy entre un 74,2% y un 80,4% de los no inscritos. Según estimación del INE (1999), la población del país el año 2005 alcanzará a 16,136 millones de personas. Si los mayores de 18 años siguen representando el 66,3% del total que se estimaba en 1999, el universo electoral debería ser de 10,7 millones de personas. Si se mantiene el patrón actual de 41% de inscripción entre los nacidos después de 1970, el 2005 habrá 2,9 millones de menores de 35 años no inscritos (el 59% de los 4,9 millones de PEV nacida después de 1970). Pero ya que las tasas de inscripción electoral han venido cayendo entre los más jóvenes según la encuesta INE el 59,1% de aquellos entre 25 y 29 estaban inscritos para votar el 2000, sólo 29,8% de aquellos entre 20 y 25 años estaban en el padrón electoral (2000: 44) bien pudiera ser que el porcentaje de aquellos nacidos después de 1970 inscritos en los registros electorales sea menor al 41%. Si estimamos que dicha tasa será de un 35%, el universo electoral el 2005 consistirá de unos 7,7 millones de electores, lo más bajo desde 1992. Esto es, solo el 71,9% de los mayores de 18 años estarán empadronados. Ahora bien, el número de chilenos mayores de 18 años probablemente sea corregido a la baja cuando se entreguen los datos oficiales del censo del 2002, pero de todos modos, a menos que aumente sustancialmente la tasa de inscripción electoral entre los más jóvenes, el universo electoral debería ser inferior a 8 millones de electores el 2005 y fluctuaría en torno al 75% de la PEV. Votación voluntaria u obligatoria, pero inscripción automática El debate sobre cómo arreglar los defectos del sistema actual se ha centrado en dos temas aparentemente relacionados, pero no necesariamente interdependientes. Mientras algunos se han abocado a criticar la obligatoriedad constitucional del voto, otros han enfocado sus objeciones en el engorroso sistema de inscripción electoral vigente en el país. Como se ha discutido más arriba, para poder votar, un ciudadano que cumple con los requisitos estipulados en los artículos 15 y 16 de la constitución y que no está ya inscrito en el servicio electoral, debe inscribirse en el SERVEL. El trámite es gratuito pero requiere de la presencia de la persona interesada en la junta inscriptora con su carné de identidad vigente. De acuerdo a lo señalado por la ley, las oportunidades para inscribirse en el padrón electoral son limitadas: "ARTÍCULO 35. Las inscripciones electorales sólo podrán realizarse en los siguientes períodos: a) En los siete primeros días hábiles de cada mes, y b) En cualquier día hábil dentro de los noventa días anteriores a la fecha de cierre de los Registros que proceda antes de una elección ordinaria, en virtud de lo dispuesto en el inciso siguiente. Esto quiere decir que en un año electoral con elecciones programadas para diciembre, los días habilitados para la inscripción electoral suman 104, los 90 que establece la ley que serían desde mediados de mayo a mediados de agosto, dependiendo de la fecha de la elección en diciembre y los siete días hábiles en que los registros estarían abiertos durante los meses de abril y mayo4. En un año sin elecciones, el número de días disponibles para inscribirse en el padrón electoral es de sólo 63. Huelga subrayar que la ley no permite la inscripción electoral durante los feriados o los fines de semana. Es más, al establecer que ésta debe realizarse con por lo menos 120 días de anticipación a los comicios, la ley elimina la posibilidad de que personas que nunca hayan votado se decidan a hacerlo como resultado de las campañas políticas que se inician con posterioridad a la fecha de cierre de los registros electorales. Aun si se opta por no automatizar la inscripción, se podrían establecer mecanismos para permitir la inscripción hasta 30 o 60 días antes de los comicios y, además, establecer plazos aun más reducidos para aquellos ciudadanos que cumplieron 18 años después de la celebración de los últimos comicios, para así facilitar su incorporación a la categoría de ciudadanos inscritos en los registros electorales. Al modificar la ley orgánica constitucional, estableciendo la automatización de la inscripción electoral ya sea al momento de renovar el carné de identidad o al realizar algún otro trámite oficial , las autoridades pueden enviar también una señal de modernidad, eficiencia en la administración pública y eliminación de trámites burocráticos innecesarios. Al establecer una relación entre la renovación del carné de identidad y la inscripción electoral, también se facilita la actualización del padrón electoral, permitiendo así que los electores puedan votar en las comunas donde residen y no se vean obligados a hacerlo en las comunas donde se inscribieron por primera vez. Al automatizar el proceso, se logra inmediatamente la incorporación de todos aquellos chilenos en edad de votar que no pueden ejercer ahora su condición de ciudadanos. La automatización del padrón también facilitaría la actualización de los registros electorales. Utilizando los resultados preliminares del censo del 2002, podemos ver que las comunas más pobladas del país no son necesariamente las comunas con más electores inscritos para votar. Esto, porque mucha gente que se cambia de residencia no actualiza su inscripción en el SERVEL. Así, pese a ser la comuna más poblada del país (501 mil habitantes a diciembre del 2001), Puente Alto ocupa el 10 lugar entre las comunas con más electores inscritos (131 mil). Maipú, la segunda comuna más poblada (463 mil), ocupa el séptimo lugar en el padrón (136 mil). La Florida, la tercera comuna más poblada del país (365 mil), ocupa también ese lugar en el padrón. A su vez, las comunas con más inscritos en el padrón, Valparaíso y Viña del Mar, ocupan el sexto y cuarto lugar respectivamente en la escala de las comunas más pobladas. La figura 4 muestra la tasa de inscritos en el padrón/ población censo 2002 para todas las comunas del país, ordenadas de norte a sur. Queda en evidencia que en algunas comunas de los extremos del país la población electoral es superior incluso a la población registrada por el censo. Ya sea porque residentes temporales en esas comunas (conscriptos del ejército, etc.) se inscriben en dichos lugares o porque la migración de adultos de esas comunas a otras partes del país ha sido superior, hoy por hoy hay 12 comunas en el país (todas de menos de 20 mil habitantes) que tienen más inscritos en el padrón que habitantes.
Aunque hay evidencia anecdótica que señalaría que una cantidad no despreciable de ciudadanos cambia su lugar de inscripción electoral para poder votar por sus candidatos favoritos o por candidatos de partidos que no presentan candidatos en sus distritos, la mayor distorsión que aparentemente se genera respecto a la población de las comunas y los lugares de inscripción de los electores pasa por los cambios de residencia de los chilenos después que se han inscrito para votar. La poca voluntad o falta de interés de muchos por actualizar su inscripción en los registros electorales dificulta la tarea de construir un sentido de identidad entre los electores y sus representantes. Si el diputado de Puente Alto tiene que defender los intereses de sus habitantes, ¿por qué sólo uno de cada cuatro habitantes de esa comuna está inscrito para votar allí? La situación se hace aún más dramática en las elecciones municipales, donde una cantidad creciente de electores termina votando por alcaldes en comunas donde no residen.
La situación se hace particularmente compleja en aquellas comunas donde la cantidad de inscritos es superior a la cantidad de habitantes empadronada en el último censo. Pese a que, como muestra la Tabla 6, hay solo 12 comunas que evidencian ese fenómeno el 2002, un total de 36 comunas tienen un padrón equivalente al menos al 75% de la población. Considerando que a nivel nacional el padrón está compuesto del 54% de los habitantes, un padrón que equivale a más del 75% de la población representa evidencia innegable de que un número sustancial de personas está votando en comunas diferentes a donde residen.
¿Votación voluntaria? Por cierto, aunque lo fundamental en este artículo es abogar por la eliminación de barreras de entrada a las personas en edad de votar que no están inscritas en el padrón, la discusión sobre la obligatoriedad del voto no debiera ser abandonada tan rápidamente. Los argumentos para defender una reforma que haga de la votación una decisión voluntaria tienen peso (Huneeus, 2004; Valenzuela, 2004). Pero esa discusión no debiera ser confundida con la necesidad de modernizar el sistema de inscripción electoral. La Constitución actualmente establece la obligatoriedad del voto. Ajustar la ley respectiva para automatizar el proceso simplemente representa una modificación técnica que solo facilitaría cumplir con la normativa constitucional vigente. Ahora bien, hay argumentos que hacen atractiva la idea de darle el carácter de voluntaria a la votación. Pero como discuto más abajo, también hay contraargumentos que hacen sentido a la idea de mantener la obligatoriedad de la votación. Los principales argumentos son los siguientes: 1) Si la votación es voluntaria, además de buscar ganar, los candidatos y los partidos deben buscar darle legitimidad a todo el proceso a través de una participación más alta. Así, mientras los candidatos compiten entre sí por obtener más votos, tienen incentivos para coordinadamente intentar aumentar la participación electoral. Mientras más gente vote, más legitimidad tiene todo el sistema. Pero el contra-argumento es que los candidatos pueden usar campañas negativas para desprestigiar a sus oponentes, desincentivando a los votantes moderados e intentando ganar sólo con el apoyo de sus votación dura, buscando una combinación de alta participación electoral entre sus simpatizantes pero baja participación del resto de la población (Ansolabehere y Iyengar 1997). 2) Al convertir el ejercicio del derecho a votar en una decisión voluntaria, se profundizan las libertades y privilegia la independencia de las personas. Aunque el costo de ir a votar es mínimo, los argumentos a favor de aumentar las libertades y reducir las obligaciones de los ciudadanos a menudo gozan de aceptación teórica y práctica. No obstante, para que una sociedad funcione bien, los gobiernos regularmente restringen las libertades de las personas en beneficio del bien público. Desde esa perspectiva se entienden desde la existencia de impuestos hasta las reglas de tránsito. Las regulaciones que establece el gobierno son variopintas y muchas de esas pudieran entenderse como restricciones inaceptables a la libertad (prohibición de bañarse desnudo en las playas o beber en la calle, los planos reguladores de urbanización, etc.), pero ya que el bien público que se persigue se considera superior a las libertades individuales coartadas, esas restricciones se aceptan como reglas razonables, establecidas para satisfacer el bien común. La obligatoriedad de la votación, como la obligatoriedad de pagar impuestos, sacar carné de identidad o inscribirse en el servicio militar, sería una pequeña restricción a la libertad individual que redunda en el bien común (la consolidación de la democracia). 3) Se evita obligar a los electores a ser vocales de mesa. Si la votación es obligatoria, los electores inscritos en el padrón pueden ser escogidos como vocales de mesa, en cuyo caso la cantidad de tiempo que tendrán que invertir en el proceso electoral es sustancialmente mayor a la que le dedican el resto de los electores. Si la inscripción es automática, todos los chilenos PEV estarán sujetos a ser sorteados como vocales de mesa. Esta situación podría corregirse ya sea estableciendo una compensación monetaria por ser vocal de mesa o establecer mecanismos que permitan a los vocales de mesa tomarse uno o más días libres de sus respectivos empleos (subsidiados por el Estado), de una forma similar a como ocurre con los jurados en los Estados Unidos. Tal vez por la fuerza de los argumentos a favor como aquellos en contra, la discusión de reforma constitucional reciente en el Senado no ha derivado en una posición inequívoca respecto a la obligatoriedad del voto. En el Informe Reforma a la Constitución Política de la República de 1980 (2001), de la Comisión de Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado no se llegó a acuerdo sobre el tema de la obligatoriedad del voto. Aunque el comité acordó tomar las medidas para automatizar el proceso de inscripción electoral, no hubo acuerdo respecto a la obligatoriedad del derecho al voto. Aunque la posición oficial del gobierno está a favor del voto voluntario, senadores de diferentes partidos defendieron la voluntariedad del voto. Así, la situación actual hasta hace poco parecía estancada. Ya que no había un acuerdo respecto a la obligatoriedad del voto, toda la reforma sobre el derecho al sufragio estaba en punto muerto. Ahora que el Presidente Lagos ha anunciado una propuesta que eliminaría las barreras de entrada que mantienen a cientos de miles de chilenos fuera del padrón electoral y a la vez eliminaría la obligatoriedad del voto, existe una buena opción de destrabar el debate y producir resultados concretos que, eliminando o manteniendo la obligatoriedad del voto, logren eliminar las barreras que dificultan el ejercicio del derecho al sufragio. No obstante, hasta ahora, en vez de avanzar en la automatización de la inscripción y solucionar así uno de los problemas existentes en el ejercicio del derecho al sufragio en Chile, las autoridades aparentemente habían preferido mantener un status quo que ha contribuido en gran medida a que Chile presente una tasa de participación electoral del PEV decreciente desde el retorno de la democracia en 1988. * Este artículo se inscribe en el proyecto Fondecyt 1020684. Agradezco a los participantes en el Consejo Ampliado de la Corporación Expansiva los comentarios a mi presentación allí el 22 de agosto de 2002 titulada Participación electoral en Chile antes y después de la dictadura. También doy gracias a los comentarios de Claudia Heiss, Sebastián Saiegh, Francisco Javier Díaz y al referí que anónimamente evaluó el trabajo aquí presentado. Los errores u omisiones, no obstante, son de exclusiva responsabilidad del autor. 1 Ya que originalmente las mujeres sólo fueron autorizadas para votar en elecciones municipales, se creó un registro electoral diferente para mujeres y extranjeros. Cuando el derecho al voto de la mujer se amplió a todas las elecciones, se mantuvieron los padrones diferenciados, lo que permitió que se conocieran los resultados nacionales, provinciales y comunales para hombres y mujeres. Irónicamente, cuando se implementaron las nuevas leyes electorales y de inscripción electoral a mediados de los 80, se mantuvo la tradición de que hombres y mujeres votaran por separado y que los votos fueran contados también por separado. 2 Para una buena definición de qué condiciones precisa una elección para ser considerada abierta y transparente, ver Elkit y Svensson, 1997. 3 Ver por ejemplo los resultados de las encuestas recopilados por La Tercera en http://www.tercera.cl/casos/candidatos/encuestas/encuesta0.html 4 Para la cantidad de días habilitados el 2002, ver http://www.servel.cl/tramite/ffinicio.htm REFERENCIAS Aldrich, John H. 1993. "Rational Choice and Turnout". American Journal of Political Science 37 (1): 246-278. Almond, Gabriel A. y Sidney Verba. 1963. The Civic Culture. Princeton: Princeton University Press. Ansolabehere, Stephen y Santon Iyengar. 1997. Going Negative: How Political Advertisements Shrink and Polarize the Electorate. New York: Free Press. 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