Y tal vez alguien nos dijo que existía el Zanjón y para no quedarnos a la intemperie, llegamos a esas playas inmundas donde los niños corrían junto a los perros persiguiendo huarenes.
(Pedro Lemebel, Zanjón de la Aguada, Crónica en tres actos)
Tímidamente desde la década de 1930, y con fuerza desde 1950 hasta comienzos de los setenta, se vivió en Chile (y especialmente en los grandes centros urbanos de Santiago, Valparaíso y Concepción) el surgimiento de las poblaciones callampa, llamadas así por su aparición súbita y su carácter efímero —al menos en la intención de sus habitantes, que nunca las consideraron como una solución definitiva—. Las callampas eran una especie de sala de espera para miles de chilenos que buscaban cumplir con el sueño de tener una casa propia:
Surgían como hongos, de la noche a la mañana, allí donde se pudiera, es decir en sitios de escaso valor, fiscales o abandonados: en las riberas de los ríos, canales con aguas contaminadas, zanjones, basurales, faldas de los cerros, sitios eriazos. La mayor parte de las veces se trataba de poblamientos de hecho, es decir que carecían de algún tipo de sanción legal… [La vivienda estaba compuesta] ‘por una sola pieza en la que se han empleado los más variados materiales: latas viejas, cartones, maderas, sacos, fonolitas o materiales de demolición como ladrillos o adobes, [y los servicios higiénicos] eran pozos negros, sino simplemente el uso del predio cercano, el río o la acequia vecina, mientras que las basuras son depositadas en algún hoyo ubicado cerca de la población (Garcés 2002: 57-58).
Signos evidentes de su transitoriedad eran la falta de urbanización y equipamiento básico como calles, luz eléctrica y una red de alcantarillado, aunque también los había más sutiles: muchos vecinos tenían plantas medicinales o árboles frutales, como duraznos o damascos, pero éstos siempre estaban plantados en un tarro, “como esperando algún día ser trasladados a un sitio propio” (Garcés 2002: 123).
En el siguiente artículo, comienzo por ofrecer un par de definiciones y aclaraciones referidas al concepto filosófico del derecho de necesidad y a la interpretación que de él hago.1 Luego, presento el surgimiento de las poblaciones callampa como una manifestación del derecho de necesidad y muestro cómo las acciones espontáneas y desorganizadas de los callamperos se van convirtiendo, con el pasar del tiempo y frente a sus expectativas incumplidas, en demandas organizadas por justicia social a mediano y largo plazo. Mientras las callampas están marcadas por la ilegalidad, la precariedad y la transitoriedad, las tomas de sitio que las siguen son reclamos por una vivienda permanente y definitiva, así como una reacción frente a un Estado que promete, pero no cumple con garantizar ciertas condiciones materiales básicas a sus habitantes. El derecho individual de necesidad puede ser interpretado, de esta manera, como el fundamento de los derechos sociales, de resistencia y de organización colectiva. Si bien el análisis está enfocado en el caso de las callampas chilenas, sugiero además que podría extenderse a otros fenómenos de formación de asentamientos precarios y cinturones de pobreza urbana en Latinoamérica y en el mundo entero.
I. PRELIMINARES
Antes de pasar al análisis de la formación de las poblaciones callampa como una expresión del derecho de necesidad (en este caso, a un lugar donde habitar), y a su posterior derivación en tomas de sitio, es necesario aclarar algunos puntos y explicitar los supuestos que guiarán la discusión.
El derecho de necesidad cuenta con un largo pedigrí en la historia de la filosofía y del derecho. “La necesidad no conoce leyes” decía ya Séneca. Entre los ejemplos clásicos estaba el del capitán del barco que, en medio de la tormenta, ordena arrojar la carga al mar para salvar a la tripulación. Situaciones inesperadas y de emergencia, donde el sujeto se ve obligado a elegir el mal menor infringiendo los derechos de otros, pasaron a constituir —desde entonces— los casos paradigmáticos de necesidad como los entiende la ley. En ellos, generalmente, el sujeto es excusado, si bien no justificado en su actuar, dado lo extremo de las circunstancias.
Desde fines del siglo xiii y hasta el siglo xviii, aparece, sin embargo, una interpretación diferente del derecho de necesidad, propuesta primero por algunos canonistas y teólogos cristianos y elaborada luego por algunos filósofos del derecho natural moderno. Tomás de Aquino, Samuel Pufendorf, John Locke y Francis Hutcheson se cuentan entre los autores que desarrollan esta idea (véase, por ejemplo, Pufendorf 1729: 202-12; Hutcheson 1755: 117-40; Aquino 1892: 57-59; Locke 1988: 170; y, para un recuento histórico, Swanson 1997). Más allá de las diferencias, que serán omitidas para los propósitos de este artículo, estos autores coinciden en que el derecho de necesidad es una prerrogativa moral que se ejerce cuando lo que está en juego es la supervivencia misma del individuo. El derecho de necesidad es, así, la manifestación proactiva del derecho a la subsistencia o a la auto-preservación, siendo su manifestación reactiva el derecho de auto-defensa. La suposición (que comparto en lo que sigue) es que, en aras de subsistir, por un lado, es moralmente permisible defenderse por la fuerza de actos que pongan en riesgo nuestra vida (esto es, la auto-defensa). Por otro lado, también es permisible tomar, usar y/o ocupar aquellos recursos materiales requeridos para satisfacer las necesidades básicas que nos permiten preservarnos con vida —incluso si dichos recursos son propiedad privada de un tercero (a esto corresponde el derecho de necesidad).
Hasta aquí, no hay diferencias substanciales con el derecho de necesidad como fue concebido inicialmente, como una excepción diseñada para lidiar con emergencias inesperadas e imprevisibles (casi siempre de origen natural y no humano). Sin embargo, autores como Pufendorf ven en el derecho de necesidad, además, una especie de marcador de las reglas mínimas de justicia de una sociedad. De hecho, el jurista alemán plantea que si una sociedad no garantiza el acceso a las provisiones mínimas para sus habitantes, y éstos no pueden apelar a la caridad del resto ni a sus propios esfuerzos, entonces dichas personas pueden tomar, usar y/o ocupar la propiedad privada de terceros, secreta o abiertamente, sin que esto constituya robo (Pufendorf 1729: 207). El derecho de necesidad puede extenderse, así, a casos de indigencia crónica provocados por deficiencias en el armazón institucional social.
Aunque Pufendorf desarrolla esta idea en apenas unos párrafos, me parece que vislumbra un principio básico de las éticas contractualistas contemporáneas. No es razonable exigirle a alguien que se someta a las reglas de una sociedad (en este caso, a las leyes de propiedad privada) si éstas no garantizan —a quienes deben someterse a ellas— la posibilidad de acceder a los elementos materiales mínimos para cubrir sus necesidades básicas. De manera conversa, es razonable exigir el respeto a las reglas de una sociedad cuando ésta garantiza a sus miembros la posibilidad de acceder a los elementos materiales mínimos para cubrir sus necesidades básicas.
En términos de su forma, usando la tipología Hohfeldiana, entiendo el derecho de necesidad así formulado como compuesto por dos incidentes: un privilegio (A tiene el privilegio de φ cuando A es libre de φ o no-φ, y nadie tiene un deber correlativo de dejar que A φ o no-φ); y un derecho de no-interferencia, cuyo correlato es un deber de terceros de dejar que A φ o no-φ (Hohfeld 1913). Un presupuesto empírico es que en la sociedad existen suficientes recursos materiales y tecnológicos para satisfacer las necesidades básicas de todos sus miembros. En tiempos de guerra o catástrofe ambiental, por el contrario, un principio moral como este podría quedar en suspenso.
Existen, además, tres condiciones necesarias y suficientes para ejercer el derecho de necesidad así entendido. Lo primero, como ya se dijo, es que la necesidad debe ser básica. La versión más mínima remite a aquellas necesidades que compartimos con los demás animales: comida, agua, aire, un espacio vital para estar y protección de los elementos (ropa y techo, en el caso de los humanos). Lo segundo, es que la persona necesitada no debe ejercer su derecho contra otros en similar condición: si se considera que el derecho de necesidad crea un deber en otros de no intervenir, sería paradójico y sobreexigente demandar que otro igualmente necesitado se abstuviera de ejercer su propio derecho. Lo tercero es que se debe apelar a él como último recurso razonable, es decir, después de haber probado infructuosamente otras alternativas con alguna probabilidad de éxito.2
II. LAS POBLACIONES CALLAMPA COMO EXPRESIÓN DEL DERECHO DE NECESIDAD
No eran poblaciones que se tomaban políticamente, sino que eran poblaciones que se tomaban por necesidad. O sea, la persona iba y se adueñaba de un sitio no más, un sitio donde otros habían llegado, después llegaban otros y así se juntaban
(Garcés 2002: 38, mi énfasis).
Cuando se habla de reclamos territoriales en Latinoamérica, especialmente desde una audiencia externa, muchos tienen en mente el siguiente tipo de casos: primero, se piensa en los pueblos originarios y sus conflictos de antigua data con los Estados nacionales; segundo, el territorio en cuestión suele ser grandes extensiones de muy baja densidad poblacional, casi siempre rurales; y, tercero, se acostumbra apuntar a la dificultad o franca imposibilidad de diálogo, dados los supuestos inconmensurables de las partes: por un lado, están los capitalistas que buscan dividir la tierra en pedazos y otorgar títulos legales de propiedad individual y, por otro, están aquellas comunidades que ancestralmente han hecho uso colectivo del territorio sin apropiaciones individuales ni títulos legales de por medio.
Existen, sin embargo, otro tipo importante de casos que se diferencian de este locus classicus en los tres sentidos. Primero, los agentes reclamantes no son comunidades indígenas actuando como naciones o pueblos contra el Estado, sino más bien individuos de diferente extracción social actuando por cuenta propia —incluso cuando la organización en grupos de pobladores que exigen sus derechos a través de canales formales sea el obvio paso posterior—. Segundo, lo que se reclama no son tierras ancestrales injustamente usurpadas, sino un lugar para estar y donde, o desde donde, trabajar. Por último, los reclamantes no están necesariamente poniendo en duda el paradigma liberal del derecho de propiedad privada. Más bien, lo que quieren es que este derecho sea de verdad universal y favorezca a todos los ciudadanos y no solo a algunos en detrimento de otros. Acceder a un pedazo de tierra donde asentarse con una vivienda propia se considera un derecho básico.3
El proceso de formación de poblaciones callampa en la periferia urbana de Santiago y otras ciudades de Chile durante la segunda mitad del siglo xx es un caso claro del segundo tipo. En esta sección, lo presento como expresión del derecho de necesidad de sus protagonistas, muestro que éstos cumplían con las tres condiciones arriba mencionadas y sugiero que su tácita aceptación por parte del resto de la sociedad y de las autoridades podría entenderse como un signo de que el actuar de los callamperos era considerado, si bien ilegal, como moralmente permisible. Como ya lo he dicho, he elegido enfocarme en el caso de las poblaciones callampa chilenas en un período específico del siglo xx. Sin embargo, es importante notar que el mismo argumento podría aplicarse, con los debidos resguardos, a otras formaciones de asentamientos precarios y de cinturones de pobreza urbana periférica a lo largo de Latinoamérica y más allá. Las villas miseria en Argentina, los cantegriles uruguayos, las favelas brasileñas, las colonias proletarias mexicanas, pero también las barriadas urbanas de Kenia y Nigeria y los novostroyki de Kirguistán podrían ser analizados como ejemplos del mismo fenómeno (véase, entre otros, Neuwirth 2007; Perlman 2010; Sanghera y Satybaldieva 2012; Bonavitta y Valencia 2012; Corboz 2013).
En Santiago de 1952, 75 mil personas vivían en poblaciones callampa, lo que representaba un 6,25% de la población total. Dos décadas más tarde, en 1973, eran unos 500 mil callamperos, que representaban casi un quinto de la población urbana total (De Ramón 1990: 12). Tres eran las características destacadas por el Censo Nacional de Viviendas de 1952 para clasificar una vivienda como callampa:“ la condición del suelo, ocupado de hecho y no de derecho; la condición de falta de servicios colectivos, como agua, luz y alcantarillado; y la condición de tugurio de la vivienda” (Garcés 2002: 76). En breve, eran “soluciones habitacionales” (si así puede llamárseles) caracterizadas por la ilegalidad, transitoriedad y precariedad, a las que miles de chilenos se vieron forzados a recurrir por no tener más alternativa.
Si nos remitimos a las tres condiciones necesarias y suficientes para que exista el derecho de necesidad, no debería ser materia de controversia conceder que los callamperos las cumplían todas. Primero, la necesidad en cuestión era tan básica como puede serlo: lo que buscaban era un lugar para estar, un sitio para desarrollar sus vidas. En segundo lugar, los terrenos apropiados nunca pertenecían a otros en situación igualmente desmedrada que ellos. Al revés, en general se ocupaban terrenos fiscales en los que el Estado había prometido construir viviendas sociales —pero no lo había hecho— o sitios eriazos de particulares que no los reclamaban de vuelta. Más aún, muchas veces, las callampas surgían en lugares donde nadie que hubiera tenido otra alternativa habría elegido vivir, como zonas vecinas a vertederos o a la línea del tren. El caso más representativo era el Zanjón de la Aguada, una callampa ubicada junto a un río que recibía descargas y desechos industriales. Vivieron allí 35 mil personas durante más de una década, en condiciones insalubres, esperando que la promesa de las autoridades por erradicarlas a una vivienda definitiva se cumpliera. En tercer lugar, poca duda cabe de que esta solución desesperada era un último recurso. Para miles de familias obreras, los altos precios y la escasez de viviendas disponibles, los bajos salarios unidos a la inflación, y los infructuosos petitorios a las autoridades municipales y estatales no les dejaban otra salida.
Usando la terminología propuesta por Barry y Øverland en “Who Owns It? Three Arguments for Redistribution of Land in Latin America (ensayo publicado en el presente volumen), podría decirse que las demandas iniciales de estas miles de personas sin hogar eran dirigidas principalmente al Estado, para que éste cumpliera con sus responsabilidades de asistencia. Si las autoridades hubieran actuado de manera más eficiente y expedita, la oportuna construcción de viviendas sociales podría haber evitado el problema de las callampas y su posterior evolución hacia tomas de sitio, donde las súplicas se tornaron demandas contra un Estado que contribuía, ahora, a mantenerlos en la miseria. A un costo moderado, el Estado les podría haber proporcionado un terreno propio a los potenciales callamperos, pagado con facilidades donde construir sus viviendas, tender su ropa, guardar su carretón de mano y tener un par de árboles frutales y aves domésticas: éstos eran los anhelos que se repetían (Garcés 2002: 76-77). Puede preguntarse aquí si esto no era mucho pedir y si era realmente necesario darles un pedazo de tierra propia para sacarlos de su situación desmedrada. Como sugieren Barry y Øverland, la propiedad de tierra funciona muchas veces como proxy: no es un fin en sí misma, sino un medio para adquirir otros bienes. Así, podría pensarse, a lo mejor habría bastado con que el Estado hubiera subsidiado los arriendos de las familias más humildes. Me parece, sin embargo, que en estas demandas, el terreno propio es medio y también fin. Si se considera que muchos callamperos eran analfabetos y venían del campo, se entiende que lo que pedían era un lugar para hacer lo que sabían hacer: lavar ropa, criar gallinas, plantar su pequeña huerta y ser autosuficientes, dejando un estado de inseguridad constante, dependiente de la caridad de otros y de las regalías del gobierno de turno.
Podría criticarse, aquí, la interpretación que propongo del derecho de necesidad. Si, como se dijo antes, uno se limita a como lo entiende usualmente la ley —esto es, como una prerrogativa moral excepcional para salvar situaciones de emergencia (véase, por ejemplo, Silva Sánchez 2007 y Wilenmann 2014)—, la extensión de su ejercicio a casos de miseria crónica, como el de los callamperos, parece fuera de lugar. Muchos podrían temer, además, que permitir su ejercicio en este tipo de situaciones generaría un efecto de pendiente resbaladiza, debilitando el respeto por la propiedad privada y acarreando consigo todas las malas consecuencias asociadas: más inseguridad, menos incentivos para invertir y producir, más segregación y represión hacia ciertos grupos sociales, etcétera.4
A este respecto, creo que es decidora la respuesta de la misma sociedad y también de las autoridades frente al surgimiento de las callampas. Si bien se reconocía su ilegalidad, en la inacción de las autoridades y de la sociedad civil, en general, podría decirse que se reconocía tácitamente su legitimidad moral. La aceptación silenciosa del fenómeno podría entenderse como el precio de fallar, como sociedad, en garantizar ciertas condiciones materiales básicas a todos sus miembros. Si las estructuras institucionales no permitían cubrir dichas condiciones —y si no se tomaban las medidas requeridas para modificar dichas estructuras—, entonces no quedaba más que tolerar el surgimiento de las callampas como una muestra de solidaridad mínima hacia sus habitantes.5 Como mostraré a continuación, este espíritu de laissez-faire se acaba, sin embargo, con las tomas de sitio, surgidas de los movimientos organizados de pobladores, cansados de esperar y en busca de una vivienda definitiva.
III. LAS TOMAS DE SITIO COMO EXPRESIÓN DE LA DEMANDA DE JUSTICIA SOCIAL
Durante doce años vivimos en los infecundos terrenos del Zanjón de la Aguada, sufriendo múltiples inundaciones y 18 incendios, sumidos en la promiscuidad y siendo nuestros hijos carne de corrupción. El presidente Ibáñez ofreció solucionar el problema en tres meses y pasaron cinco años. Así llegó el 30 de octubre de 1957 [el día de la toma de la emblemática población La Victoria]… a los 120 días tenemos una organización ejemplar (testimonio de Juan Acosta, presidente de la directiva de pobladores del Campamento La Victoria).
(Garcés 2002: 145).
Frente a la transitoriedad y precariedad de las callampas, las tomas de sitio o campamentos se conciben como permanentes y duraderos, siendo sus protagonistas muchas veces los mismos callamperos, aburridos de esperar una solución a sus demandas y organizados para hacerse oír a través de los canales de negociación formales establecidos (Sepúlveda Swatson 1988). En esta sección, me refiero a las principales características de estas tomas (que las distinguen de las callampas), a través del caso emblemático de La Victoria, “la primera ocupación de terrenos organizada y masiva en América Latina, y en Chile, en el año 1957” (Rodríguez Matta 2015: 100). Ésta fue seguida por cientos de otras durante los años sesenta y comienzos de los setenta. Como ya sugerí antes, entiendo este fenómeno como una legítima reacción frente a la responsabilidad del Estado en mantener a miles de personas en la miseria y no tomar las medidas necesarias para sacarlas de esa situación. El requerimiento de asistencia se transforma, así, en una demanda de justicia frente al continuo abandono de las autoridades, convertidas en cómplices, sino directamente en responsables de contribuir a su situación desmedrada. Si bien la transición histórica desde las callampas a las tomas de sitio ha sido estudiada por otros autores (por ejemplo, Cortés 2014, Garcés 2002, Rodríguez Matta 2015 y Sepúlveda Swatson 1998), creo que es necesario agregar a este análisis histórico un análisis de los derechos morales de los protagonistas en juego.
“Ser pobre, tener chiquillos, tres palos y una bandera.” Éstas eran las condiciones requeridas para participar en la emblemática toma de La Victoria, ocurrida la madrugada del 30 de octubre de 1957 y en la que tomaron parte unas 1.200 familias provenientes del Zanjón de la Aguada (Garcés 2002: 129). Tras dos incendios que solo ese mes habían dejado a 600 familias damnificadas, y tras más de una década esperando infructuosamente el actuar de las autoridades, los pobladores se organizaron para ocupar de hecho, aunque sin violencia, los terrenos donde el Ministerio de Vivienda se había comprometido a construir sus casas. Las familias salieron de noche, de a pie o en carreta, con las ruedas de éstas y los cascos de las patas de los caballos envueltos en trapo para no meter ruido. “Con las primeras luces del alba, cada cual empezó a limpiar su pedazo de yuyo, a hacer su ruca, e izar la bandera” (Garcés 2002: 130). En poco más de cuatro horas ocuparon 55 hectáreas, y durante el día siguiente continuaron llegando más familias del Zanjón y de otras partes, obligando a reducir el tamaño de los sitios originales para dar cabida a todos.
Vale la pena detenerse en los cuatro requisitos arriba mencionados, que sirven para entender la diferente actitud y objetivos que guían el naciente movimiento de las tomas. Si bien comparten con las callampas su condición de ilegalidad, aquí lo que se persigue es dejar atrás la transitoriedad y precariedad y armarse de una vivienda duradera y definitiva, donde asentarse con la familia y proyectarse al futuro. Mientras los tres palos delimitan físicamente el territorio de las familias participantes, la bandera marca el acto de posesión simbólica y la voluntad de no moverse más. Si los habitantes de las callampas sueñan con ser erradicados, los que toman un sitio se resisten, al contrario, a ser removidos de éste. Sus protagonistas son los pobres que se han reunido en los “comités de los sin casa” y buscan para sus hijos una vida mejor. No por nada la escuela es lo primero que se construye en La Victoria, y a ella asisten pronto 1.200 niños.
La aceptación silenciosa de las autoridades y del resto de la sociedad que caracteriza la formación de las callampas se acaba, sin embargo, con el inicio de las tomas. En el caso de La Victoria, la policía llega con órdenes de desalojo, pero al final se ve superada por el gran número de personas. Además, los pobladores cuentan con la intercesión del Arzobispo de Santiago, José María Caro, quien pide suspender el desalojo y el uso de la fuerza. La principal aspiración de los trabajadores —de permanecer en los sitios ocupados— se cumple por fin, y constituye su primera “victoria.” A esta “victoria” siguen otras, como la obtención de electricidad y alumbrado público, agua potable y alcantarillado. Pero distinta es la suerte de quienes intentan acciones similares de ahí en adelante.
Al cambio de actitud y de objetivos de los pobladores en toma, corresponde también uno del resto de la población y de las autoridades municipales y estatales. Al tratarse de asentamientos en los que las personas buscan quedarse de manera permanente, se aviva el temor ya mencionado de la “pendiente resbaladiza”: el pensamiento de fondo parece ser que, si se deja pasar una toma y luego otra, vendrán cientos más, al punto que ya ningún dueño de terrenos urbanos podrá dormir tranquilo. Además, dicen las voces del Estado, la mala calidad de la construcción y la falta de urbanización de estos campamentos nada tiene que envidiarles a las callampas. Las tomas comienzan a verse, así, como una amenaza al orden social y a las normas establecidas de propiedad privada, siendo presa fácil de las ideologías: los comunistas y socialistas las atizan, los católicos imbuidos por la Doctrina Social de la Iglesia las apoyan y comprenden (si bien no las justifican) y los partidos conservadores las demonizan. En lugar de llevar a la represión, que fue lo que finalmente ocurrió y sigue ocurriendo hasta el día de hoy, lo que el movimiento de tomas debería haber generado era un repensar las leyes de propiedad de suelo urbano para hacerlas realmente inclusivas. Nunca se dio este último paso.
IV. CONCLUSIONES
En este artículo he sugerido que, ante el abandono del Estado y de la sociedad en general, es moralmente permisible ejercer el derecho de necesidad para apropiarse de un pedazo de tierra donde construir la vivienda propia. Tomando como caso de estudio las poblaciones callampa surgidas en Chile a partir de los años treinta, sugerí que el ejercicio de este derecho era aceptado tácitamente por las autoridades y la sociedad civil, que dejaron que éstas aparecieran y se multiplicaran a pesar de su ilegalidad. El carácter efímero y precario de estos asentamientos, sin embargo, obliga a los callamperos a organizarse y clamar por una solución habitacional definitiva. Como ésta no llega, se toman la justicia con sus propias manos y comienzan a tomar sitios de manera permanente, buscando —al mismo tiempo— la negociación a través de canales formales. Utilizando la terminología propuesta en este volumen por Barry y Øverland, sugerí que lo que había comenzado como un requerimiento de asistencia al Estado (para que este les garantizara una vivienda duradera), se transforma en una demanda de justicia contra la inacción y contribución de este por mantenerlos en condiciones de vida miserables. La represión policial y el rechazo social con que se encuentran las tomas, concluí, no es moralmente justificable —no, al menos, si a lo que se aspira es a una sociedad cuyas leyes de resguardo a la propiedad privada sean legitimadas por los beneficios que acarrean para todos y no solo para algunos (o incluso para la mayoría) de sus miembros—.