I. LA PERPLEJIDAD EXEGÉTICA
En 1968, el jurista alemán Ulrich Klug ofrecía una no muy cordial “despedida” a Kant y Hegel del foro de la teoría de la justificación de la pena, bajo el predicamento de que las teorías retribucionistas, en lo fundamental determinadas por los “sistemas filosóficos” de ambos titanes del idealismo alemán, fracasarían manifiestamente al ser medidas bajo los estándares de legitimación secular propios de un Estado de derecho (Klug 1981: 149 y ss.).1
En el ínterin, empero, han surgido propuestas de refutación —algunas de ellas marcadamente enérgicas— de esa misma despedida. Lapidario, al respecto, resulta ser el veredicto de Hruschka:
El arrogante proceder de Klug con los textos de Kant ha conducido a un panfleto que se queda muy por debajo de los requerimientos mínimos que han de ser puestos a un trabajo científico (Hruschka 2010: 503).
La eficacia del proceder Klug contribuye a explicar, con todo, que las persistentes referencias que siguen siendo hechas a Kant, en los debates de la filosofía jurídico-penal, muchas veces se contenten con reducir su contribución a la de haber formulado una objeción —la así llamada “objeción kantiana”— a las teorías de la prevención, según la cual una punición no fundamentada en el hecho de que el condenado ha delinquido, sino impuesta “meramente como un medio para promover algún otro bien, sea para el criminal mismo o para la sociedad civil”, sitúa a aquel “entre los objetos del derecho de las cosas” (Kant 1798: A 196, B 226).2
Más allá de la celebración de este drástico llamado de atención acerca de la instrumentalización de la persona del condenado que es ínsita al pensamiento de la prevención (Wood 2008: 222 y s.; 2010: 126 y ss.), es llamativo cuán dispares llegan a ser las propuestas de exégesis de la correspondiente sección de la Rechtslehre. Ellas oscilan entre una lectura que identifica el así llamado “retribucionismo metafísico” de Kant con una teoría “absoluta” según la cual el sentido de la pena se encontraría “fuera de la realidad social”, consistiendo en la satisfacción de una exigencia incondicionada —y en tal medida “categórica”— de justicia, por un lado,3 y otra que lo sitúa como un precursor de una teoría mixta o combinatoria, de carácter propiamente consecuencialista, según la cual la legislación penal perseguiría una finalidad de disuasión generalizada de la perpetración de delitos, en tanto que el “principio de retribución” operaría como un criterio de distribución (por merecimiento) y determinación (por proporcionalidad) de la pena susceptible de ser judicialmente impuesta sobre una persona, por otro (Byrd 1989: 180 y ss.; Byrd y Hruschka 2010: 261 y ss.; Hruschka 2010; 2011; Blöser 2014: 160 y ss.).
Especialmente ilustrativo de esta incertidumbre interpretativa resulta ser el giro experimentado por Jeffrie Murphy. En un primer momento, este creía posible reconstruir, a partir de la sección pertinente, una “teoría fuertemente retributiva del castigo”, cuya base estaría dada por una concepción de la obligación política como anclada a un principio de reciprocidad, bajo la cual el comportamiento del criminal quedaría caracterizado como consistente en la obtención de una ventaja injusta, frente a cuya remoción coercitiva aquel no podría esgrimir reclamo alguno, al haber racionalmente consentido su propio castigo (Murphy 1970: 142 y s.; 1979: 82 y ss.). Pero en algo más que tres lustros, su impresión había llegado a ser, más bien, que no parecería posible predicar de Kant haber legado algo “que merezca ser llamado una teoría del castigo en absoluto”, sino a lo sumo “un conjunto aleatorio (y no enteramente consistente) de observaciones —algunas de ellas ciertamente sugerentes— acerca del castigo” (Murphy 1987: 509).
El giro de Murphy resulta tanto más notable si se repara en que semejante relectura se nutría de un conjunto de pasajes extraídos de múltiples escritos de Kant, distintos de la Rechtslehre, los cuales arrojarían que, en contraste con la concepción presentada en esta última, Kant habría estado más bien inclinado a favorecer una identificación de la disuasión como objetivo general de la punición, cuya realización, empero, quedaría subordinada a constreñimientos de tinte retributivo, consistentes en la exigencia de culpabilidad como condición necesaria de la imposición particular de una pena y en una exigencia de proporcionalidad como estándar para su conmensuración. Lo llamativo de esto es que Byrd y Hruschka, que han marcado decisivamente el debate más reciente por la vía de atribuir semejante variante de teoría mixta a Kant, lo han hecho interpretando precisamente los célebres pasajes de la Rechtslehre en los cuales Murphy seguía encontrando una forma de “retribucionismo moral” cuya incompatibilidad con aquella variante de teoría mixta volvería irresoluble la duda de si Kant en efecto llegó a abrazar una concepción consistente del sentido y la finalidad de la pena (Murphy 1987: 512 y ss., 518). Y la perplejidad oólo puede aumentar si esto último se contrasta con que un tan reputado exégeta de Kant, como lo es Allen Wood, sostenga que la variante de retribucionismo moral inequívoca e indudablemente defendida por Kant no encontraría anclaje alguno en los fundamentos de su propia filosofía moral y jurídica, la cual sería mucho fácil de reconciliar con una variante de teoría mixta como la que le atribuyen Byrd y Hruschka, que no se dejaría acomodar, sin embargo, con lo efectivamente dicho por Kant (Wood 2008: 213 y ss., 220 y ss.; 2010: 113 y s., 120 y ss.).
II. LA LEY PENAL COMO IMPERATIVO CATEGÓRICO
Probablemente no haya mayor tergiversación de lo efectivamente dicho por Kant en la Metaphysik der Sitten en referencia a la pena jurídica que la que le atribuye haber conceptuado la punición como un “imperativo categórico” (Murphy 1987: 521). Lo que allí se dice, empero, es que “la ley penal es un imperativo categórico” (Kant 1798: A 196, B 226). Tomando al pie de la letra la definición de “imperativo categórico” que es posible extraer del glosario introductorio que Kant ofrece en la forma de una Philosophia Practica Universalis, esto quiere decir que las normas de sanción penal legislativamente establecidas, que correlacionan la realización (imputable) de una determinada forma de comportamiento con la imposición de una determinada consecuencia jurídica de carácter punitivo, tienen el carácter de reglas prácticas que “conciben como objetivamente necesaria y hacen necesaria” la acción consistente en la imposición de la pena así especificada, “no de manera mediata, a través de la representación de algún fin que pudiera ser alcanzado mediante esa acción”, sino de manera inmediata, “a través de la sola representación de esta acción misma (de su forma)” (Kant 1798: AB 20).4
Esta no es, ciertamente, la única interpretación posible. No es infrecuente que se sostenga que lo único que Kant puede haber querido decir con ello es que la ley penal expresaría una máxima de acción que se deja deducir del (“único”) imperativo categórico, según el cual —con arreglo a la primera de sus formulaciones— cada quien ha de actuar de modo tal que la máxima de su voluntad en todo tiempo pueda valer simultáneamente como principio de una legislación general (Zaczyk 1999: 82 y s.).5 Esta interpretación se ve desafiada, no obstante, por el hecho de que Kant recurrentemente hable —en plural— de los imperativos categóricos como aquellos imperativos que, en cuanto no condicionados, valen como leyes prácticas (Kant 1788: A 35-37; 1798: AB 19-21).6 Con ello, es posible asumir que la caracterización de la “ley penal” como un imperativo categórico es ofrecida por Kant al modo de una descripción estructural, en conformidad con la cual la necesidad práctica de imponer la pena en ella prevista, como consecuencia de la realización imputable de la forma de comportamiento instituida como criminal por esa misma ley, no se sujeta a (ulterior) condición alguna.7 De esto se sigue, por lo demás, que tampoco tiene sentido alguno sostener, como lo hace Wood (2008: 214; 2010: 112, 118), que Kant postularía una “ley del castigo” consistente en el imperativo categórico de infligir a un criminal un daño equivalente al daño por él delictivamente generado.
Como lo ha notado Hill, para hacer inteligibles las muy apretadas observaciones que Kant ofrece acerca de la fisonomía de la pena jurídica es necesario situarlas en el contexto de un conjunto de “creencias de trasfondo” que Kant probablemente diera por sentadas, en cuanto susceptibles de ser tratadas como “verdaderas a priori” (Hill 1997: 310 y ss.). Entre tales presuposiciones cabe destacar, desde ya, la concerniente al vínculo de imputabilidad que ha de configurarse entre el hecho con significación criminal y la persona sobre la cual la correspondiente pena es impuesta, de manera tal que ese “hecho” (Tat), en cuanto “acción sometida a leyes dotadas de obligatoriedad”, “en la medida en que el sujeto es considerado en ella misma según la libertad de su arbitrio” (Kant 1798: AB 22), sea atribuible a esa misma persona, bajo la consideración de esta como su “agente” (Urheber) (Kant 1798: AB 28), como una “contravención” (Übertretung), la cual, en cuanto “hecho contrario a deber” (Kant 1798: AB 23), fundamente la “culpabilidad” (Verschuldung), cuyo “efecto jurídico” es la pena (Kant 1798: AB 28).
Esto último aparece internamente conectado, a su vez, con la caracterización de esa misma “imputación” (Zurechnung), en cuanto capaz de traer consigo las consecuencias jurídicas que se siguen de ese hecho, como una dotada de fuerza jurídica —esto es, como una imputatio judiciaria—, susceptible de ser contrastada con una imputación meramente “enjuiciadora” —esto es, con una imputatio disjudicatoria—, que se reduce al juicio a través del cual una persona es vista como el agente productor de una acción, que entonces, en cuanto susceptible de quedar sometida a leyes dotadas de obligatoriedad, se llama “hecho” (Kant 1798: AB 28).8 Esto a su vez supone que la imputación dotada de fuerza jurídica es una para la cual solo se encuentra habilitada una persona física o moral que cuenta, respectivamente, como juez o tribunal (Kant 1798: AB 28). Y esto explica que en la Tugendlehre Kant enfatice la imposibilidad de confundir la pena, en cuanto reacción judicialmente dispuesta al crimen por vía de aplicación de la ley penal, con la venganza, para la cual nadie más que “Dios”, en cuanto “supremo legislador moral”, se encontraría autorizado (Kant 1798: A 136-137).9
La caracterización de cada ley penal como un imperativo categórico, entonces, encuentra su sustento contextual en una comprensión general de la pena jurídica como una institución constitutivamente dependiente de la existencia del derecho público, que instituye a un pueblo como portador de una voluntad colectiva a través de la cual aquel se gobierna a sí mismo (Enderlein 1985: 309 y ss.). Esto ha llevado a Hruschka a sostener que “Kant es el primero que piensa el Estado de Derecho” (Hruschka 2011: 21). El punto tiene importancia para calibrar la precisa función argumentativa que desempeña el experimento mental que Kant construye para ilustrar cuál ha de ser el canon de aplicación de la ley penal en cuanto imperativo categórico.
Célebremente, Kant se imagina una isla habitada por un pueblo que, en cuanto comunidad política, decidiera disolverse, de modo tal que sus integrantes “se esparcieran por la faz de la tierra”, para entonces observar que, en tal situación:
antes tendría que ser ejecutado hasta el último asesino ubicado en la cárcel, para que así cada cual experimente de vuelta lo que valen sus hechos, y la deuda de sangre no recaiga sobre el pueblo que no ha exigido esta punición; porque él [el pueblo] puede ser considerado como un participante en esta vulneración pública de la justicia (Kant 1798: A 199, B 229).10
Cabe partir notando que Kant aquí está asumiendo que sobre aquel último asesino ubicado en la cárcel ha sido ya judicialmente impuesta, como resultado de la aplicación de la correspondiente ley penal, una pena de muerte, la cual se encuentra pendiente de ejecución (Hruschka 2010: 501). Por otra parte, y frente a la denuncia de un pretendido misticismo implicado en el uso de la expresión “deuda de sangre” (Klug 1981: 153), hay antecedentes lexicográficos que sugieren que, en la época en la que escribía Kant, ella ordinariamente se usaba para designar la situación en que quedaba quien liberaba de la pena de muerte a un criminal que la merecía (Hruschka 2010: 501). Tratándose de una pena ya judicialmente impuesta, no parece haber misticismo alguno en la sugerencia de que contribuir a que aquella no llegue a ser debidamente ejecutada equivaldría a tomar parte en una vulneración pública de la justicia (Wood 2010: 112 y s.).
En tal medida, el carácter categórico de la ley penal en virtud de cuya aplicación la pena es judicialmente impuesta determina que ella tenga que ser necesariamente ejecutada, sin que esta necesidad práctica pueda verse relativizada por consideraciones prudenciales de utilidad (Byrd y Hruschka 2010: 268 y s.). Ello es definitorio del principio de oficialidad al cual, característicamente, un Estado de Derecho somete la persecución, la jurisdicción y la ejecución penal (Hruschka 2010: 501 y s.). Que la comunidad política cuyo derecho público fija las condiciones de validez y corrección de la imposición y ejecución de la pena en cuestión se encuentre ad portas de disolverse a sí misma, deja intacto que la pregunta de si aquella ha de ser impuesta se plantea en una situación en la cual esa misma comunidad política aún subsiste, estando en tal medida sometida a sus propias leyes (Zaczyk 1999: 84 y s.).
III. EL IUS TALIONIS COMO ESTÁNDAR DE DETERMINACIÓN DE LA PENA
Probablemente en ningún otro contexto se manifiesta con tanta visibilidad la tendencia a tomar ciertos giros lingüísticos favorecidos por Kant como expresivos de aquello que Wittgenstein caracterizara como un superlativo filosófico (Wittgenstein 1958: § 192), que el de su defensa del así llamado “derecho de retribución”, que Kant identifica con el ius talionis como parámetro para definir “la especie y el grado” de la pena jurídica, en congruencia con la “justicia pública” (Kant 1798: A 197-199, B 227-229). En contra de la generalizada disposición a identificar esa invocación del ius talionis con la adopción, por parte de Kant, de una concepción estrictamente retribucionista de la pena, una lectura desapasionada del pasaje correspondiente fuertemente sugiere, más bien, que Kant circunscribe esa invocación a la respuesta a la pregunta por la naturaleza y la magnitud de una sanción que, en cuanto legislativamente establecida, pueda llegar a ser judicialmente impuesta como reacción punitiva (Hruschka 2010: 500 y s.: Blöser 2004: 173 y ss.).11 En efecto, dice Kant:
Sólo el derecho de retribución (ius talionis), pero, bien entendido, ante los límites del tribunal (no en tu juicio privado), puede indicar determinadamente la cualidad y cantidad de la pena; todos los demás oscilan por allá y por acá, y no pueden contener, en virtud de otras consideraciones capaces de entremezclarse, adecuación con el adagio de la pura y estricta justicia (Kant 1798: A 197-198, B 227-228).
Lo primero que debe observarse aquí es que, así entendido, el “derecho de la retribución” no tiene el estatus de un principio fundamental y autosuficiente, sino el de una directriz que pretende guiar la actividad legislativa y judicial en lo que respecta al establecimiento y la materialización del castigo. Con ello, hay una consideración de practicidad que habla a favor del recurso al ius talionis para asegurar, en la mayor medida posible, la equivalencia sub specie gravedad entre el crimen y la pena, en el sentido de que esa equivalencia sea reconocible ya en atención a la sola configuración fenoménica de la respectiva especie de crimen y la correspondiente clase de pena (Hill 1997: 302, 310). Al mismo tiempo, sin embargo, es igualmente claro que Kant no proclama la validez incondicionada de semejante parámetro de equivalencia, sino que explícitamente reconoce —en un pasaje añadido como suplemento— que hay especies de crímenes respecto de las cuales aquel resulta impracticable, sea porque la imposición de una pena equivalente en el sentido del ius talionis resultaría o bien ontológicamente imposible, como sería el caso tratándose de un condenado por pederastia, o bien moralmente imposible, en cuanto por sí misma constitutiva de “un crimen punible contra la humanidad como tal”, como sería el caso tratándose de un condenado por violación (Kant 1798: B 170-171).12
La indagación en el fundamento de la restricción del alcance del ius talionis así formulada resulta particularmente importante en lo tocante a las situaciones de imposibilidad moral de imposición de un castigo fenoménicamente equivalente al crimen imputado. Una muy sugerente propuesta interpretativa ha sido desarrollada, a este respecto, por Falls. De acuerdo con esta, la concepción de la pena jurídica delineada por Kant se encuentra determinada por la adopción de un principio de respeto por las personas, que aquí propongo denominar el “(meta-)principio del respeto”,13 del cual parecería no problemático extraer los siguientes tres subprincipios tradicionalmente entendidos como definitorios de una fundamentación retribucionista de la pena, a saber: (1) el principio de que el castigo sólo está justificado si es merecido, o “principio del merecimiento”; (2) el principio de que el castigo es merecido si y sólo si quien lo padece ha realizado voluntariamente el agravio por el cual está siendo específicamente castigado, o “principio del merecimiento adquirido”; y (3) el principio de que la severidad del castigo merecido es aquella que resulta proporcional a la severidad de ese mismo agravio, o “principio de proporcionalidad” (Falls 1987: 25 y s., 38 y ss.).
Sistemáticamente, el (meta-)principio del respeto se sustenta en el argumento concerniente a la manera en que solo seres racionales, en cuanto capaces de autogobernarse moralmente, pueden reclamar aquella forma de atención o consideración que Kant asocia con la noción de Achtung, que en tal medida resulta definitoria del estatus de persona.14 Esto último aparece elucidado, en el contexto de la Grundlegung, en la preparación y explicación de la segunda formulación del imperativo categórico (Kant 1786: AB 66-67), tradicionalmente conocida como la “fórmula de la humanidad”.15 En el contexto de la Rechtslehre, ello se ve reflejado en aquel pasaje en el cual Kant tematiza la manera en que la punición jurídica priva al condenado de su “personalidad jurídica”, dejando intacta, sin embargo, su “personalidad innata” (Kant 1798: A 196, B 226). Aun cuando Falls no la articula explícitamente, no es difícil advertir la conexión que se da entre esta última distinción, por un lado, y la distinción que Falls propone entre las nociones de merecimiento no-adquirido (unearned desert) y merecimiento adquirido (earned desert), por otro (Falls 1987: 39 y s.). La personalidad innata de los animales humanos cuenta, en este sentido, como la base de todo juicio de merecimiento no-adquirido a su respecto; es en este sentido, por ejemplo, que una persona, por el solo hecho de serlo, merece que no se le mienta simplemente por conveniencia de otros, o que no se la mate por diversión (Falls 1987: 39 y s.). El sentido en que el (meta-)principio del respeto lleva a la formulación del principio del merecimiento que informa una concepción retribucionista de la punición, sin embargo, es uno que resulta en que el juicio de merecimiento que condiciona la justificación del castigo ha de ser uno de merecimiento adquirido (Falls 1987: 40 y s.). Mas de esto no se sigue, como acertadamente observa Falls, que la noción de merecimiento no-adquirido carezca de relevancia, al mismo tiempo, para la articulación de aquella concepción retribucionista.16
En efecto, la noción de merecimiento no-adquirido es irrenunciable para dar cuenta de la manera en que una persona, por el solo hecho de serlo, es alguien que debe ser tratado como un agente autónomo, lo cual supone que aquella llegue a ser responsabilizada por sus acciones. Y si bien hay múltiples esferas en las cuales es pertinente que la cuestión de quién hace, y cómo, responsable a quién quede entregada a la discreción individual, ello estaría fuera de lugar tratándose de la praxis de hacer responsable a personas por realizar formas de comportamiento dotadas de connotación criminal:
If the matter of holding persons accountable for acts prohibited by the core of the criminal law were left in the hands of individuals, then each person would essentially lose the control over her own life that is rightfully hers as an autonomous being. For she would never know what choices would produce what reaction against her, nor would she have any recourse against others beyond her own limited powers and judgments. The use of state legislation rather than individual rule functions to hold persons morally accountable while giving them the maximum possible power of control over their lives (Falls 1987: 41).
De ahí que Falls concluya que las personas, simplemente como personas, merecen que el Estado las haga responsables por la realización de aquellas formas de comportamiento que tienen significación criminal. Y es precisamente en este sentido que cabe entender el célebre dictum de Hegel según el cual el criminal tiene un “derecho a la pena” (Hegel 1821: § 100), en el sentido del principio de justificación subjetiva del castigo (Mañalich 2013a: 169 y ss.). Esto da cuenta de cómo la punición puede convertirse, bajo ciertas condiciones, en la manera en que el Estado hace responsable a una persona por haber delinquido. En los términos de la distinción precedentemente formulada, se trata de que, bajo ciertas condiciones, el Estado hace responsable a una persona por haber perpetrado un crimen, honrando la pretensión sustentada en su merecimiento no-adquirido de ser responsabilizada por sus acciones, por la vía de someterla a un trato congruente con el merecimiento por ella adquirido a través de la perpetración —imputable— del crimen en cuestión.17
Según Falls, a través de semejante “teoría de la responsabilización moral” es posible dar cuenta, consistentemente, de los tres subprincipios que se siguen del (meta-)principio del respeto, con la salvedad de que ella hace al mismo tiempo reconocible la necesidad de postular un cuarto subprincipio, el así llamado “principio limitativo”, que restringe el alcance del principio de proporcionalidad (Falls 1987: 43 y ss.).18 Este concierne directamente a la manera en que la correspondiente reacción punitiva resulta merecida, en el sentido de un merecimiento adquirido, en términos de que esa reacción sea congruente, en gravedad, con el crimen cuya perpetración funda el merecimiento de aquella. Pero según ya se anticipara, esto necesita ser puesto en relación con que, genéricamente, el castigo como tal es merecido en el sentido de un merecimiento no-adquirido, en razón de que toda persona, en cuanto tal, merece ser responsabilizada por lo que ella hace. Y esto fija el límite al que queda sometido el principio de proporcionalidad en cuanto estándar para determinar la pena merecida por el criminal: existen formas posibles de tratamiento punitivo que deben ser consideradas per se inmerecidas, en el sentido de un merecimiento no-adquirido, por el hecho de que ellas vuelven imposible que, a través de su padecimiento, el criminal sea hecho responder como un agente moral (Falls 1987: 45 y ss.). Pues si el sentido de la reacción punitiva es expresar desaprobación e intolerancia por el comportamiento criminal imputable a una persona en cuanto agente moral, la materialización de esa reacción en una forma que no honre el trato que esa persona merece, como tal, en cuanto agente moral, constituye una contradicción performativa (Nozick 1981: 374 y ss.).
Como bien advierte Falls, este argumento determina que sean retributivamente problemáticas, y en último término injustificables, algunas formas de castigo que Kant de hecho no tuvo por problemáticas, entre ellas, y destacadamente, la pena de muerte (Mañalich 2007: 174 y ss.). Que Kant no haya sido suficientemente kantiano (Falls 1987: 50 y s.), no es una alegación infrecuente en la literatura que se ocupa de su concepción de la pena.19 Pero es difícil poner en cuestión que, por esta vía, la supuesta inconsistencia en la que habría incurrido al desechar la aplicabilidad del ius talionis en aquellas constelaciones que se corresponden con los casos de imposibilidad moral de la imposición de una pena fenoménicamente equivalente, más arriba considerados, deja de ser tal.
IV. EL PRINCIPIO DEL RESPETO CONTRA EL PRINCIPIO DEL CONSENTIMIENTO
La explicitación del principio del respeto como parámetro general de la justificación del castigo tiene importancia, adicionalmente, para explicar la magnitud de la censura a la que Kant sometiera el célebre argumento abolicionista de la pena de muerte ofrecido por Beccaria (Solari 2008: 23 y s.; Mañalich 2011: 258 y ss.).
El interés de Kant por la propuesta abolicionista de Beccaria se centra exclusivamente en el primero de los dos pasos del argumento elaborado por el segundo, consistente en la negación de que pueda existir tal cosa como un derecho (soberano) a la pena de muerte, y que antecede a su puesta en cuestión de que la pena de muerte pudiera resultar preventivamente indicada. El argumento mediante el cual Beccaria pretendía refutar la existencia de un derecho a la (imposición y ejecución de la) pena de muerte descansa en su invocación de la teoría del contrato social para dar cuenta del “origen de las penas” y el “derecho de castigar”. En efecto, el argumento discurre sobre la premisa de que la fundamentación de un derecho a la pena de muerte exigiría asumir que las leyes bajo las cuales pudiera ser impuesta tal pena no son “más que una suma de cortas porciones de libertad de cada uno, que representan la voluntad general como agregado de las [voluntades] particulares” (Beccaria 1764: 74). Esto, porque siendo las leyes nada más que ese agregado de las (mínimas) porciones de libertad cedidas por cada cual, en pos de asegurar el margen de libertad restante, entonces habría que descartar que sean concebibles leyes que contemplasen la pena de muerte dentro del catálogo de penas legalmente establecidas. Pues, se preguntaba Beccaria, “¿[q]uién es aquel que ha querido dejar a los otros hombres el arbitrio de hacerlo morir?” (Beccaria 1764: 74).
Inmediatamente a continuación, Beccaria sugería que, siendo la vida “grandísimo entre todos los bienes”, no resulta plausible la hipótesis de que la renuncia a la propia vida pudiese quedar comprendida en “el más corto sacrificio de la libertad de cada particular” (Beccaria 1764: 74). Aquí se expresa lo que cabría llamar el “principio del consentimiento” en cuanto criterio de reconocimiento de un derecho punitivo relativo a una forma de pena específica: bajo una hipótesis contractualista, la justicia de la pena queda sometida a su compatibilidad con la exigencia de que el condenado haya consentido su eventual imposición y ejecución (Nino 1980: 225 y ss.). El argumento de Beccaria se apoya, entonces, en la proposición de que no es posible reconocer semejante consentimiento respecto de la imposición futura de la pena de muerte. Puesto que el argumento descansa en una base contrafáctica, consistente en la (supuesta) imposibilidad de imaginar tal consentimiento efectivo en la futura sujeción de sí mismo a una condena a muerte, cabe hablar a este respecto de un principio del consentimiento presunto.
Es justamente contra la invocación del principio del consentimiento en la pena que se dirige la embestida de Kant, en cuya refutación del argumento de Beccaria aparece con particular claridad el rigorismo que usualmente se le atribuye. Kant no sólo parte atribuyendo a Beccaria la “sensiblería de una humanidad afectada, carente de imparcialidad”, sino que califica el argumento en su conjunto como nada más que “sofismo y torcimiento del derecho” (Kant 1798: A 202, B 232). Más allá de su generosidad con los calificativos, Kant impugna la base misma del principio del consentimiento en la pena, al observar que “alguien sufre la pena no porque la haya querido, sino porque ha querido la acción punible” (Kant 1798: A 202, B 232).
Esta proposición se ve complementada por la consideración, introducida inmediatamente a continuación, de que la noción de querer el propio castigo constituye una contradictio in adjecto. Ello descansa en la hipótesis de que, en congruencia con la estricta distinción entre las esferas de la legalidad y la moralidad (Kant 1798: AB 15-18),20 la responsabilidad jurídico-penal es una responsabilidad que se atribuye heterónomamente, de lo cual cabe inferir una exigencia inmanente de alteridad subjetiva entre aquel que impone y aquel sobre quien se impone la pena correspondiente, sobre la base de tal atribución de responsabilidad. Así, toda relación jurídicamente punitiva tendría el carácter de una relación irreflexiva: X no puede punir a X.21 En palabras de Kant: “Como co-legislador que dicta la ley penal, yo no puedo ser en absoluto la misma persona que, como súbdito, es penada con arreglo a la ley”, pues “como tal, es decir, como criminal, es imposible que yo tenga una voz en la legislación”, en razón de que “el legislador es sagrado” (Kant 1798: A 202-203, B 232).22
Esto último explica, por lo demás, que, tras caracterizar el derecho (subjetivo) de castigar como “el derecho del titular del mando [Befehlshaber] contra el subordinado de gravarlo con una aflicción en virtud de su crimen”, Kant observe que quien ocupa la posición de supremacía en el Estado no puede ser castigado, “sino que uno sólo puede sustraerse de su dominación” (Kant 1798: A 195, B 225). Ello es consistente con su posterior advertencia acerca de la imposibilidad de concebir una guerra entre Estados independientes como una “guerra punitiva” (Strafkrieg), “pues una pena sólo puede tener lugar en la relación de un superior (imperantis) frente al sometido (subditum)” (Kant 1798: A 221-222, B 252).
Kant ciertamente advierte la dificultad que ello trae consigo, si se tiene a la vista la exigencia de que la justificación de la punición muestre deferencia por la valoración de la autonomía personal que se sigue de la adopción del principio del respeto. Pero la salida al dilema tiene que ser encontrada, piensa Kant, a través de una disociación de la identidad particular de la persona que es condenada en cuanto homo phaenomenon, por una parte, frente a la participación puramente abstracta en la racionalidad jurídica de la legislación que le es propia en cuanto homo noumenon, por otra (Kant 1798: A 203, B 232-233).23 Una reformulación de esta disociación, aun cuando desacoplada de los presupuestos del criticismo trascendental, aparece en la distinción, actualmente asumida por los partidarios de una fundamentación ético-discursiva de la culpabilidad jurídico-penal, entre el rol de persona-de-derecho que exhibe un agente que, en el ejercicio de su autonomía privada, puede fungir como destinatario de un reproche punitivamente materializado, por un lado, y el rol político de ciudadano de una democracia que, exhibido por ese mismo agente en el ejercicio de su autonomía pública, lo constituye en coautor de la norma legislativamente producida cuyo quebrantamiento puede resultar jurídicamente reprochable, por otro (Günther 2005: 245 y ss.; Mañalich 2007: 183 y ss.).
Es precisamente una confusión —por vía de identificación— de ambas posiciones, mutuamente excluyentes en un mismo contexto de fundamentación, lo que Kant imputa a Beccaria. El “punto neurálgico del error sofista” en que este incurriría consiste en la pretendida redefinición del (potencial) juicio evaluativo del propio criminal acerca de su merecimiento (adquirido) de una determinada sanción penal, como consecuencia del crimen que ha perpetrado, como una conclusión de su propia voluntad, en la forma de una manifestación de consentimiento, en cuanto a imponerse esa sanción a sí mismo, como si el propio criminal pudiera aparecer ocupando la posición del tribunal habilitado para ello (Kant 1798: A 203, B 232-233).
V. LA NEUTRALIZACIÓN RETRIBUTIVA DE LA DISUASIÓN
Hasta aquí se ha intentado delinear una lectura de algunos pasajes de aquella sección de la Rechtslehre en la que Kant ofrece una concepción general de la pena jurídica, que pretende dar cuenta del compromiso ilustradamente retribucionista de esa misma concepción, en cuanto fundada en una implementación multidimensional del principio del respeto. La defensa de esta lectura necesita desvirtuar, con todo, la persuasiva propuesta de exégesis elaborada por Byrd y Hruschka, ya referida, según quienes Kant atribuiría a la legislación penal una finalidad de prevención general de intimidación, en los términos de la teoría de la coacción psicológica posteriormente formulada por Feuerbach (Feuerbach 1832: §§ 12-18), mientras su defensa del así llamado “principio de la retribución” tendría el sentido de convertir a este en el estándar de fundamentación y determinación de la pena susceptible de ser judicialmente impuesta (Byrd y Hruschka: 2010: 261 y ss.). Pues de ser correcta esta lectura, y según ya se anticipara, Kant tendría que quedar incluido en el grupo de los partidarios de una teoría mixta o combinatoria de la justificación de la pena.
En lo fundamental, la propuesta de exégesis ofrecida por Byrd y Hruschka se apoya en dos argumentos disímiles, a saber: por una parte, en un argumento concerniente a “la función del derecho penal en un Estado de Derecho”, que Kant habría identificado, exclusivamente, con “la protección de los derechos de los ciudadanos” (Byrd y Hruschka 2010: 264 y ss.); por otra parte, en un argumento de texto, referido al célebre pasaje en que Kant rechaza la existencia de un “derecho de necesidad” —y a la vez sienta las bases para el posterior desarrollo de la categoría de un estado de necesidad exculpante— a propósito del caso de la tabla de Carnéades (Hruschka 1991: 1 y ss.),24 en el cual Kant asumiría que la legislación penal persigue la obtención de un efecto —en la terminología de la teoría de los actos de habla: perlocutivo— de intimidación general (Byrd 1989: 189 y ss.; Byrd y Hruschka 2010: 274 y s.; Blöser 2014: 169 y s.).
El primero de los dos argumentos es ineficaz para sustentar la conclusión a la que Byrd y Hruschka pretenden arribar. Pues es claro que la comprensión del derecho penal como “derecho de protección” es compatible con la renuncia a predicar una finalidad de prevención intimidatoria de las normas de sanción penal. Lo distintivo de una concepción retribucionista, a este respecto, está constituido por la adopción de un esquema normológicamente dualista de legitimación: en cuanto normas secundarias, las normas de sanción penal no protegen directamente los “derechos de los ciudadanos”, sino que refuerzan la vigencia de normas primarias que a su vez dispensan protección a aquellos (Mañalich 2012: 580 y ss.). En tal medida, la punición retributiva ajustada a la respectiva norma de sanción penal contribuye al reforzamiento de la autoridad normativa del Estado, en circunstancias de que son las normas primarias de comportamiento autoritativamente validadas por el Estado las que se orientan a la protección de los derechos de los ciudadanos.
El segundo argumento, empero, parece difícil de contrarrestar. Pues en efecto dice Kant, en referencia a la situación en la cual se encuentra aquel náufrago que salva su propia a costa de la vida del otro:
No puede haber ley penal alguna que prevea la muerte para aquel que, flotando con otro en idéntico peligro para su vida con ocasión de un naufragio, aparta a este de un empujón desde la tabla sobre la cual se ha salvado, para así salvarse a sí mismo. Pues la pena amenazada a través de la ley no podría ser mayor que la pérdida de la vida del primero. Por lo demás, semejante ley penal no puede tener el efecto pretendido; pues la amenaza con un mal que todavía es incierto (a saber, la muerte por sentencia judicial) no puede superar el temor ante el mal que es cierto (a saber, el ahogarse) [Kant 1798: AB 41-42].
El pasaje ofrece inequívoco respaldo textual a la tesis según la cual Kant habría reconocido una finalidad de prevención general negativa a la legislación penal como tal. En contra de lo sugerido por Byrd y Hruschka, sin embargo, ello no refuta, sino que más bien confirma —cabría decir: irónicamente— la caracterización de la concepción kantiana de la justificación de la punición jurídica como una concepción propiamente retribucionista.
Para comprobar lo anterior, cabe reparar en que Kant esgrime dos consideraciones sucesivas que dejan entrever su propia representación de los presupuestos factuales de la realización de la finalidad de intimidación general atribuible a la legislación penal, en cuanto presupuestos fallidos en un caso como el de la tabla de Carnéades. Por un lado, Kant parece sugerir que, en pos de que la conminación legislativa de la pena en cuestión pueda producir un efecto disuasivo, sería necesario que el mal amenazado como pena supere el beneficio que el agente pudiera conseguir a través de su comportamiento delictivo. En el caso de la tabla de Carnéades, ese presupuesto falla, puesto que el mal consistente en la destrucción de la vida del condenado, a través de la ejecución de una pena de muerte como consecuencia jurídica del homicidio perpetrado sobre el otro náufrago, es sin más equivalente al mal cuyo padecimiento es impedido (en su propio interés) por el primer náufrago a través de la ejecución de la maniobra de autosalvamento a la vez productiva de la muerte del segundo. Y por otro lado, Kant observa que, en este mismo caso, la —irreductible— incertidumbre acerca de la contingencia de la imposición y ejecución de la pena (de muerte) conspiraría contra la eficacia disuasiva de su previa conminación legislativa, en razón de la cabal certeza que ese agente tendría del acaecimiento de su propia muerte, en caso de que él se abstuviera de salvarse a costa de la vida del otro náufrago.
Notablemente, las consideraciones de Kant reproducen con exactitud la identificación más recurrente de dos factores cuya multiplicación arrojaría el índice de eficacia disuasoria que pudiera esperarse de la conminación legislativa de una sanción, a saber: la magnitud de la sanción cuya imposición se anuncia, por un lado, y la probabilidad de que ella llegue a ser impuesta y ejecutada, por otro.25 Más allá de lo altamente inverosímil que resulta la hipótesis de la satisfacción del conjunto de precondiciones de las cuales dependería que el anuncio legislativo de sanciones pudiera desplegar un efecto disuasivo empíricamente verificable (Robinson 2008: 58 y ss.),26 es crucial advertir que la caracterización que Kant ofrece del canon de aplicación judicial de la legislación penal en efecto neutraliza, íntegramente, cualquier finalidad de intimidación general que pudiera atribuírsele (Hill 1997: 309 y ss.).
Esta neutralización queda determinada por la caracterización de la ley penal como un imperativo categórico: la pena legalmente prevista ha de ser judicialmente impuesta sobre el criminal “por el solo hecho de que él ha perpetrado el crimen”, sin que ello pueda verse impactado por consideraciones prudenciales concernientes a la manera en la cual su imposición pudiera fungir como “un medio para promover algún otro bien, ya sea para el criminal mismo, ya sea para la sociedad civil” (Kant 1798: A 196, B 226).27 Notablemente, Hruschka enfatiza que en este punto radicaría la divergencia fundamental entre las concepciones de la legitimación de la punición estatal propuestas por Kant y por Feuerbach: mientras para este último la finalidad —aun cuando no el fundamento— de la imposición (y ejecución) de la pena consiste en hacer eficaz la previa amenaza legislativa, por la vía de demostrar su seriedad, Kant no legitima la imposición judicial de la pena legalmente conminada en referencia a finalidad alguna (Hruschka 2011: 34). Pues esa acción judicial ha de constituir la conclusión de un silogismo cuya premisa mayor estaría constituida por la respectiva norma de sanción en cuanto estándar categórico de adjudicación (Hruschka 2011: 29). Con ello, la caracterización kantiana de la posición institucional del adjudicador habilitado para la aplicación de la respectiva norma de sanción se traduce en la postulación de una estricta “desconexión teleológica” entre el anuncio legislativo y la eventual imposición judicial de la pena.
Esto contribuye a clarificar la manera en que la caracterización kantiana de la posición institucional del tribunal competente para la aplicación de la respectiva norma de sanción penal resulta incompatible con un diseño legislativo de la praxis de la punición estatal que pudiese ser globalmente legitimada por la persecución de una finalidad de intimidación general. Aquí es determinante volver sobre la observación de Kant en cuanto a que, en el caso de la tabla de Carnéades, en la situación en la que se encuentra el náufrago que salva su propia vida a costa de la vida del otro falla, desde ya, el presupuesto de eficacia disuasiva de la conminación legal de la pena consistente en que el mal amenazado sea superior al beneficio que el destinatario situacional de esa amenaza podría obtener al perpetrar el hecho en cuestión. Y el punto es que este presupuesto no puede sino fallar sistemáticamente si la pena anunciada por la ley ha de ser una proporcional al crimen en cuya virtud esa pena puede ser judicialmente impuesta, desde ya si —como Kant lo exige— tal relación de proporcionalidad queda determinada por el “derecho a la retribución”, identificado con el ius talionis.28
Con ello, y dentro de los límites que se siguen de la subordinación de la punición al principio del respeto, la pena judicialmente impuesta sobre el criminal ha de ser estrictamente proporcional a ese mismo crimen. A este respecto, la principal contribución de la propuesta exegética ofrecida por Byrd y Hruschka radica precisamente en el hallazgo de que, con toda justicia, Kant puede ser considerado el precursor inmediato de la formulación del principio de legalidad por parte de Feuerbach (Byrd y Hruschka 2010: 270 y ss.; Hruschka 2011: 18 y ss., 28 y ss.). Pero esto significa, entonces, que la pena susceptible de ser impuesta sobre el criminal tiene que ser la pena legalmente prevista para el crimen que se le imputa. ¿Pero de qué depende que la pena proporcionalmente adecuada al crimen en cuestión, que es la única pena cuya imposición judicial resulta retributivamente legítima, sea la pena ya previamente prevista por la respectiva ley penal para un crimen de ese mismo tipo? La respuesta es clara: ello depende de que la pena legalmente conminada sea ya una proporcionalmente adecuada, esto es, una pena equivalente en su severidad a la gravedad del crimen que esa misma ley especifica.
En tal medida, el sometimiento simultáneo de la adjudicación jurídico-penal tanto al principio formal de legalidad como al principio retributivo de proporcionalidad, reclamado por Kant, sólo parece posible a través de la renuncia a una formulación legislativa de la respectiva norma de sanción que pudiera resultar idónea para la realización de una finalidad de intimidación general.
VI. ASTUCIA PUNITIVA VERSUS JUSTICIA PUNITIVA
En la desconexión teleológica a la que Kant somete la punición se hace patente su cabal asunción de una muy importante distinción que él mismo introduce en una nota al pie de página complementaria de un anexo a la sección dedicada al “derecho de castigar”. Se trata de la distinción entre dos argumentos susceptibles de ser esgrimidos para la fundamentación de la punición, a saber: un argumento de “astucia punitiva” (Strafklugheit), según el cual se castiga para que no se delinca (punitur ne peccetur), y otro de “justicia punitiva” (Strafgerechtigkeit), según el cual se castiga porque se ha delinquido (punitur quia peccatum est) [Kant 1798: B 170-171].29
El primero es caracterizado como un argumento “meramente pragmático”, en tanto que el segundo como uno “moral”. Esto se traduce en que, en la tópica de los conceptos jurídicos, uno y otro argumento ocupen lugares diferentes. Como lo mostrara Hruschka, la caracterización del argumento de justicia punitiva como uno “moral” no implica que este pertenezca a la esfera de la moralidad, en contraposición a la esfera de la legalidad. Pues en el sentido aquí relevante, lo moral se entiende en oposición a lo físico, de modo tal que, en jerga kantiana, el derecho y la ética integran por igual el campo de lo moral (Enderlein 1985: 305 y s.; Blöser 2014: 11 y s.; Willaschek 2017: 98 y ss.). Y puesto que el lugar de una “metafísica de las costumbres” al que corresponde la pregunta por la justicia de la pena jurídica es la Rechtslehre, y no la Sittenlehre, es claro que Kant entiende el argumento “moral” de la justicia punitiva como un argumento jurídico (Hruschka 2011: 25).
Al contraponer los argumentos de justicia punitiva a los argumentos de astucia punitiva, Kant mostraba una muy lúcida convicción en el rendimiento que una concepción filosófica de la pena jurídica orientada a la retribución puede tener en la impugnación crítica de la —a veces demasiado— astuta política criminal.