La posibilidad de la autonomía administrativa parece, a primera vista, incompatible con la idea de la unidad del EstadoJellinek (2012) 633
I. UNA HISTORIA QUE SE REPITE
n el ámbito de la regulación económica, cada cierto tiempo se reitera la importancia de fortalecer la autonomía política de nuestras agencias, así como la calidad técnica de sus decisiones1. Por un lado, las autoridades que dependen del ciclo electoral tendrían demasiados incentivos para preocuparse únicamente del corto plazo2. Por otro, el carácter técnico de la regulación económica exigiría una burocracia especializada3. La independencia surge así como una manera de aislar a las instituciones regulatorias, como una forma de protegerlas frente a las presiones de la política contingente y otorgarles las herramientas necesarias para tomar decisiones de manera objetiva4.
El problema es que un conjunto de razones relativamente similares pareciera sostener un conjunto increíblemente diverso de soluciones. En un extremo tenemos casos como el Banco Central, cuya dirección corresponde a un grupo de consejeros, nombrados por un plazo fijo y mediante la intervención de distintos poderes del Estado. En el otro extremo, existen agencias regulatorias como la Subsecretaría de Telecomunicaciones (SUBTEL), cuya dirección recae en una sola persona, nombrada y removida discrecionalmente por el poder ejecutivo. Estas diferencias se repiten en otros ámbitos. En ocasiones incorporamos garantías a nivel constitucional, mientras que en muchas otras nos contentamos con descentralizar legalmente un servicio público5. A veces el control presupuestario está concentrado en el Ministerio de Hacienda, pero otras veces es la propia agencia quien tiene cierto control sobre sus finanzas. Esta diversidad de soluciones se repite cuando miramos nuestra experiencia reciente. Durante la última reforma a la legislación eléctrica, por ejemplo, se mantuvieron las facultades del Tribunal de la Libre Competencia (TDLC) para designar a los miembros del panel de expertos, consignando que ello era una garantía suficiente de autonomía. Curiosamente, sin embargo, de manera paralela se tramitaba una reforma al DL 211 cuyo mensaje criticaba las reglas respecto de inhabilidades de los miembros del TDLC, precisamente porque no ofrecían garantías suficientes para la independencia del organismo6.
Construir mayor coherencia normativa resulta fundamental para enfrentar el proceso de reformas que se asoma en el horizonte7. Efectivamente, el ingreso de Chile a la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) abrió una nueva etapa de reformas institucionales profundas, siendo el tercer proceso de este tipo en menos de un siglo8. Los dos procesos anteriores corresponden a las reformas iniciadas por la misión Kemmerer durante los años 20, así como la denominada “revolución silenciosa” que impulsaron los Chicago boys durante la década de los 80. Con independencia de las diferencias que se exploran más adelante en este trabajo, los tres procesos comparten una misma visión internacionalista y tecnocrática9. El internacionalismo se refiere al propósito de las reformas, en estos tres casos su objetivo era adecuar nuestras instituciones a ciertos estándares internacionales, en particular respecto de la manera en que el Estado debía intervenir en la economía. En contraste, la vocación tecnocrática se refleja en la forma de argumentar: la justificación de estos estándares se realiza sobre la base del crecimiento económico o la eficiencia, antes que la legitimidad democrática, la justicia social u otras razones tradicionales en la discusión de políticas públicas10.
Este artículo es el primerio de una serie de trabajos dirigidos a racionalizar nuestra experiencia institucional. En concreto, mientras los otros trabajos de la serie formalizan el modelo de análisis y revisan la evidencia concerniente a los mecanismos para el nombramiento de directivos, este artículo busca simplemente enriquecer el marco teórico con que usualmente discutimos acerca del diseño institucional de nuestras agencias regulatorias11. Una revisión de nuestra práctica administrativa muestra un entendimiento bastante vago acerca de las ideas de independencia y autonomía. Por un lado, en nuestra comunidad jurídica pareciera que la independencia es siempre deseable, sin que existan mayores desventajas al implementarla. Por otro lado, y según vimos más arriba, sería completamente independiente del contexto y permitiría justificar diseños institucionales con importantes diferencias entre sí. Desde esta perspectiva, la principal contribución del trabajo es destacar que la independencia ciertamente tiene costos, de modo que la decisión acerca de cuánta autonomía entregar a una agencia exige ponderar valores contrapuestos, como sucede con la estabilidad, reglas del juego y la legitimidad democrática, o con la generación de conocimiento específico y la armonía de la regulación en su conjunto.
Cuando se miran desde este marco teórico las reformas institucionales de las décadas de los 80 y 90, es fácil comprender que actuaron como un complemento del programa de privatizaciones y fueron estableciendo una autoridad regulatoria diferenciada para cada uno de los mercados que pasaron a liberalizarse. Este tipo de diseño institucional generó un sistema de silos extremadamente atomizado. Teniendo en cuenta que este es nuestro punto de partida, aumentar los niveles de independencia supondría implementar reformas de inspiración kemmereriana, pero dentro del esquema de distribución de competencias de los Chicago boys. Ello puede traer complicaciones relevantes, como aumentar los espacios para el arbitraje regulatorio, fomentar dinámicas de acción colectiva y descuidar de los aspectos conductuales de la regulación. En virtud de lo anterior, es importante que una mejora en los niveles de independencia formal venga acompañada de una evaluación crítica respecto del sistema de regulación por silos, así como de un fortalecimiento de los mecanismos de coordinación administrativa.
II. LAS RAZONES DETRÁS DE LA INDEPENDENCIA
A la hora de aproximarnos al debate acerca del diseño institucional de los organismos regulatorios, es importante distinguir entre las razones que fundamentan la intervención del Estado en la economía, y aquellas que exigen llevar a cabo dicha intervención mediante organismos relativamente independientes. Mientras el primer grupo de razones responde a un debate referente al rol del Estado frente a las fallas del mercado, el segundo grupo sigue la lógica tradicional de la teoría de la burocracia. Utilizando la clásica distinción de Ripert, la primera se preocupa de la empresa privada y los riesgos del capitalismo, mientras la segunda se preocupa de la burocracia pública y los riesgos del populismo12. En definitiva, la demanda de intervención regulatoria se apoya en el potencial abuso de la empresa regulada, en circunstancias que es el potencial abuso del regulador lo que apoya la demanda por independencia institucional. Mientras la intervención regulatoria buscaría un balance entre la autonomía privada y el bien común, la creación de agencias independientes pareciera enfocarse simplemente en la eficacia de la función administrativa.
La literatura pertinente a agencias regulatorias independientes suele analizar los desafíos de un diseño institucional óptimo a partir de la idea de delegación13. En este marco conceptual, la agencia regulatoria ocupa la posición de un agente al que se le delega poder para regular una materia en particular14. A su vez, el poder ejecutivo o el Congreso ocuparían el lugar de un principal, esto es, de aquel que soporta los riesgos políticos de las decisiones adoptadas por la agencia regulatoria. De acuerdo con el “principio del aliado”, el elemento determinante en la extensión de la delegación regulatoria es la cercanía ideológica entre el agente y el principal. En el contexto de un sistema presidencial, por ejemplo, la voluntad del Presidente para delegar un asunto sería proporcional con el nivel de afinidad política que tenga con la agencia que recibe la delegación15. Teniendo en cuenta que el Presidente es una autoridad electa, el denominado “principio del aliado” supone que exista discreción para remover a los directivos de la agencia regulatoria, alterar su presupuesto y, en general, establecer otras formas de premios y castigos que aseguren la primacía de las visiones políticas de la mayoría16. Desde esta perspectiva, la independencia es una técnica de Derecho Administrativo que limita la capacidad del poder ejecutivo para implementar las políticas de su preferencia. Por tanto, aumentar los niveles de independencia requeriría una justificación especial en atención a sus problemas de legitimidad democrática17.
Existen dos tipos de justificaciones diferentes. La primera, y seguramente la más difundida, es la denominada tesis de la estabilidad. Conforme a ella, cuando existe polarización respecto de un tema particular, todas las posiciones políticas en disputa podrían beneficiarse aumentando la independencia de la agencia encargada de regular ese tema, estableciendo así un mecanismo de restricción mutua18. Esta es la justificación tradicional de los bancos centrales, donde el ejemplo recurrente muestra dos coaliciones políticas divergentes compitiendo por controlar el poder ejecutivo. La coalición ganadora lógicamente empujará su agenda política lo más lejos posible. Ahora bien, si la siguiente elección genera un cambio, la nueva coalición gobernante empujará un movimiento en sentido opuesto. En la medida que estos cambios políticos radicales generen costos, un acuerdo donde ambas coaliciones se comprometan con una posición intermedia aumentaría el bienestar social. En otras palabras, la autonomía surge como una manera de proteger este compromiso intertemporal, como una manera de moderar la magnitud del cambio político.
El principal problema de la tesis de la estabilidad tiene que ver con su ceguera respecto de los aspectos sustantivos de este compromiso intertemporal. Sus defensores generalmente asumen que la estabilidad se produce sobre la base de un conjunto de ideas que reflejan el punto medio entre las distintas posiciones en disputa. Ahora bien, la efectividad de este supuesto es algo que dista mucho de ser trivial. Un sistema político capturado por alguna de las posiciones en disputa podría permitir que el compromiso de largo plazo sea representativo de uno de los extremos y no de la posición moderada. Desde este escenario, el remedio sería peor que la enfermedad. La ausencia de compromisos básicos acerca de política monetaria, gasto fiscal o carga tributaria, ciertamente erosionan la capacidad de las instituciones para fomentar el desarrollo económico. Pero teniendo en cuenta que el castigo electoral es uno de los mecanismos básicos para controlar los errores de quienes nos gobiernan, descansar en la volatilidad del ciclo político sería preferible a crear una autonomía institucional que se incline siempre hacia el mismo extremo19. En definitiva, salvo que exista cierto equilibrio político en la formación de los acuerdos que dan origen a la delegación regulatoria, la autonomía institucional puede terminar acentuando los sesgos del sistema electoral20.
Un ejemplo recurrente puede encontrarse en la hoy desaparecida Interstate Commission of Commerce, creada en 1887 y considerada como la primera agencia independiente en EE.UU. La legislación que establecía esta agencia, delegándole facultades para regular y fijar tarifas respecto de los servicios de ferrocarriles, fue aprobada por una mayoría del saliente Partido Demócrata, luego de haber perdido las elecciones y pocos meses antes que la entrante mayoría del Partido Republicano asumiera sus funciones. Lejos de representar un consenso respecto de la posición de ambas coaliciones -los demócratas apoyaban la fijación de precios y los republicanos la libertad tarifaria-, la nueva legislación buscaba limitar la capacidad del gobierno entrante para cambiar la regulación recientemente aprobada por el gobierno saliente. Esto es lo que la literatura denomina una dinámica de atrincheramiento21. En definitiva, la decisión acerca de cuánta autonomía entregar a una agencia regulatoria exige ponderar entre dos valores opuestos: estabilidad y legitimidad. Tratándose de consensos reales, el argumento a favor de la estabilidad se sostiene en que la pérdida de legitimidad sería pequeña, toda vez que la política implementada es similar al promedio que resultaría de la alternancia en el poder entre las distintas coaliciones en disputa22. Por el contrario, la pérdida de legitimidad es importante cuando la independencia es resultado del atrincheramiento. No solamente existe un desacople inicial entre la voluntad mayoritaria y las políticas implementadas por la agencia, sino que la autonomía limita la capacidad del ciclo electoral para corregir ese desacople.
La segunda justificación corresponde a la tesis de la precisión, según esta, la autonomía es una herramienta para mejorar la calidad técnica de las decisiones regulatorias. A diferencia del formalismo implícito en la tesis de la estabilidad, la precisión efectivamente supondría una mejora sustantiva en el contenido de las políticas implementadas. Ahora bien, es importante distinguir entre autonomía y especialización. Desde una perspectiva tradicional, cualquier organización burocrática aumenta su efectividad al especializarse en un conjunto limitado de tareas y repetirlas sucesivamente23. Esta especialización, sin embargo, puede lograrse perfectamente dentro del aparato centralizado del gobierno.
Por ello, el debate acerca del nivel de especialización de una agencia administrativa es conceptualmente diferente del debate acerca de su autonomía24.
Aumentar la independencia institucional es una manera de generar visibilidad, esto es, facilitar que los responsables de la agencia reciban crédito por sus aciertos y se hagan responsables de sus errores. Así, por ejemplo, el motivo para crear una Fiscalía Nacional Económica relativamente autónoma sería concentrar la responsabilidad política de combatir la formación de carteles. Mientras esa responsabilidad es asumida por el Ministro de Economía cuando se trata de organismos centralizados, bajo un esquema de relativa independencia la responsabilidad pasa a recaer en el Fiscal Nacional Económico. Teniendo en cuenta que ejercer apropiadamente la función regulatoria toma tiempo y esfuerzo, aumentar la independencia institucional puede funcionar como una manera de establecer recompensas políticas y conseguir que los reguladores hagan bien su trabajo25. De manera similar a lo que sucede con la propiedad residual en los contratos incompletos, la autonomía hace que el responsable de las decisiones responda por el resultado obtenido y no solamente por el esfuerzo desplegado para lograrlo26.
Al igual que con la tesis anterior, sin embargo, la visibilidad tiene también costos. Junto con fomentar la capacidad técnica del regulador, también se hace más difícil verificar el cumplimiento de sus objetivos institucionales27. A medida que la especificidad técnica de la regulación aumenta, aumentan las asimetrías de información entre la agencia regulatoria y los órganos de representación política, acentuándose con ellos los problemas de selección adversa y riesgo moral. Al igual que con la tesis de la estabilidad, la autonomía favorece que existan divergencias entre la voluntad mayoritaria y las políticas implementadas por la agencia. Por otra parte, fomentar la responsabilidad individual de una agencia lógicamente disminuye sus incentivos para colaborar con otras potenciales agencias involucradas28. Ello, a su vez, afecta la armonía del sistema regulatorio en su conjunto, especialmente en aquellos ámbitos donde se superponen las competencias de distintas agencias regulatorias29.
III. GRADUALIDAD, ATRINCHERAMIENTO Y DESAFÍOS DE LA COYUNTURA
Adoptando una mirada histórica, uno puede distinguir en Chile dos grandes modelos de agencias regulatorias independientes. En primer lugar está el modelo de las autonomías constitucionales seguido por el Banco Central y la Contraloría General de la República. En segundo lugar está el modelo de las superintendencias. Ambos modelos de diseño institucional se diferencian en tres planos conceptualmente distinguibles: proceso de implementación, independencia formal y definición de competencias. Pasemos a revisar cada uno de estos ámbitos con mayor detención.
En el caso de las autonomías constitucionales, su proceso de implementación fue gradual. Según vimos al comienzo de este trabajo, tanto la Contraloría General de la República como el Banco Central formaron parte del programa de reformas impulsado por la misión Kemmerer30. Con todo, el diseño institucional de ambos organismos cambió significativamente a lo largo de los años. El Banco Central comenzó siendo precisamente eso, un banco donde concurrían como accionistas el Estado, los distintos bancos comerciales y cualquier interesado en invertir31. Luego de un conjunto de reformas intermedias, las bases de su actual diseño institucional fueron establecidas en el siguiente gran proceso de reformas con vocación internacionalista y tecnocrática, correspondiente a la denominada “revolución silenciosa” de los Chicago boys32. Tratándose de la Contraloría General de la República, su origen se encuentra en una propuesta de la misión Kemmerer para reunir los distintos organismos encargados de la fiscalización del gasto público planteado, avanzándose posteriormente hacia una idea de autonomía constitucional durante el decenio comprendido entre 1943 y 1952. En ambos casos, sin embargo, desde un comienzo existe una búsqueda de estabilidad mediante diseños institucionales que limiten la influencia del Poder Ejecutivo. Esta idea de lograr un compromiso intertemporal que limite las oscilaciones de la política contingente está implícita en nuestro modelo de autonomías constitucionales.
Al contrario, el modelo de superintendencias pareciera haber seguido una lógica de atrincheramiento. En términos generales, la creación de superintendencias fue un complemento al programa de privatizaciones impulsado por los Chicago boys33. Junto con privatizar la empresa estatal que hasta el momento se encargaba de prestar servicios, el legislador típicamente establecía la normativa que protegía las condiciones de competencia en ese mercado y entregaba a una superintendencia específica la supervisión del mismo34. A diferencia de lo sucedido con la gradualidad en la implementación de las autonomías constitucionales, las superintendencias aparecen de manera coetánea con un cambio significativo en la orientación política de la regulación, manteniendo su diseño institucional original hasta el inicio del proceso de admisión de Chile a la OCDE.
En el ámbito de la independencia formal, el modelo de autonomías constitucionales se caracteriza por alcanzar niveles relativamente altos35. Ello que se refleja en que el Presidente de la República carece de facultades para derogar la normativa emitida por esta agencia o alterar su presupuesto anual, las autoridades superiores de la agencia son nombradas previa confirmación del Senado, y la revocación de su mandato exige la intervención de distintos Poderes del Estado36. En el caso del Banco Central, además, su dirección superior está en manos de un cuerpo colegiado. Por su parte, el modelo de superintendencias tiene una autonomía formal relativamente baja. Sus facultades normativas están subordinadas a la potestad reglamentaria del Presidente37. Además, el gobierno tiene un control presupuestario extenso sobre la agencia, mientras que existe un grado importante de discreción para nombrar y remover a los superintendentes38.
Finalmente, en términos de la definición de competencias también existe una diferencia importante entre ambos modelos. Las atribuciones del Banco Central y la Contraloría General de la República están definidas en términos funcionales. A grandes rasgos, el primero se preocupa de proteger la integridad del sistema financiero y controlar la inflación, mientras que la segunda es la responsable de auditar el gasto público y controlar la legalidad de los actos administrativos39. Lo importante es que una agencia cuya competencia se define en términos funcionales es la principal responsable de llevar a cabo esa tarea, con independencia de la naturaleza jurídica de la entidad fiscalizada o del tipo de mercado donde se realicen las conductas. En contraste, las superintendencias siguen un sistema institucional o por “silos”, donde su competencia viene definida por quién es el sujeto fiscalizado, qué tipos de industrias están involucradas, u otras consideraciones semejantes. Así, por ejemplo, en términos de la función que realizan es difícil distinguir entre una compañía de seguros y una ISAPRE. De hecho, en Chile es usual que los conglomerados financieros tengan ambos tipos de empresas. No obstante, cada una de estas entidades está sometida a la fiscalización de superintendencias diferentes. Algo similar ocurre en materia de servicios básicos: la manera en que SUBTEL establece los precios máximos de los servicios de telefonía fija es bastante similar a la manera en que determinan las tarifas de la electricidad o el agua potable, pero cada uno de estos procesos administrativos es llevado adelante por una agencia diferente.
Esta distinción en materia de competencias es doblemente importante. Por una parte, atribuir competencias en términos funcionales es una manera de evitar su captura por intereses particulares40. Cuando se supervisan varios mercados y tipos de entidades simultáneamente, los intereses afectados por la regulación tienden a ser más variados y heterogéneos. Al contrario, cuando la agencia se focaliza en un solo mercado regulado como ocurre en el modelo de superintendencias, existen básicamente dos intereses en juego: el interés homogéneo de las empresas incumbentes y el interés difuso de los consumidores. Además de aumentar el riesgo de captura, los costos de la autonomía también tienden a ser mayores en un sistema de silos. Definir la competencia en atención a la naturaleza jurídica de la entidad o el tipo de industria supone el riesgo de que entidades o industrias similares enfrenten reglas diferentes41. En este contexto, resulta clave la función del gabinete presidencial para coordinar las distintas agencias regulatorias. Como lo señala el último reporte de la OCDE respecto de nuestra institucionalidad regulatoria, limitar la influencia presidencial estableciendo mecanismos de independencia formal supone también hacer más difícil esta labor de coordinación.
Tomando en cuenta los tres planos de comparación revisados anteriormente, la coyuntura muestra desafíos importantes. El actual proceso de reformas institucionales comenzó a mediados de la década pasada, y un primer aspecto llamativo es que nuestros diseños institucionales han dejado de seguir un patrón claramente establecido. Tratándose del Consejo para la Transparencia o del TDLC, por ejemplo, pareciera haberse replicado el diseño del Banco Central, pero estableciendo su autonomía a un nivel simplemente legal y reduciendo ciertos estándares de independencia formal42. En contraste, las reformas a la FNE o el SERNAC están mucho más cercanas a la orientación unipersonal y supeditada a control presidencial del modelo de superintendencias, claro que con una definición funcional de competencias. Más allá de relativizar cuáles son los elementos sistemáticos de nuestros modelos de diseño institucional, el principal problema de este camino híbrido es que puede terminar incurriendo en muchos de los costos de la autonomía, sin conseguir sus beneficios. Veamos por qué.
En relación con los mecanismos para limitar la influencia del Poder Ejecutivo en las decisiones de la agencia, ciertos espacios del debate público han instalado una idea minimalista para este proceso de reformas: el principal problema del modelo de superintendencias estaría en sus estándares de independencia formal. Por ello, bastaría con agregarles organismos de dirección colectivos, así como fortalecer los mecanismos de nombramiento y control presupuestario, replicando en parte el modelo de las autonomías constitucionales43. Este minimalismo, sin embargo, olvida un par de cosas. Para empezar, la importancia de separar conceptualmente estabilidad y atrincheramiento. Como muestra la literatura, aumentar la autonomía institucional en un mercado cuya legislación de fondo está políticamente sesgada únicamente disminuye el bienestar social, ya que la autonomía genera mayores costos de transacción y evita que la regulación económica refleje la posición del votante mediano. En nuestro país, el modelo de superintendencias fue implementado bajo una realidad carente de toda legitimidad democrática y comprometida con una ideología determinada, por lo que resulta difícil asumir que la legislación de fondo en materia de seguros de salud, administración de pensiones o servicios básicos refleja un consenso real en la sociedad. De hecho, una revisión del trabajo que distintos grupos de expertos han realizado en los últimos años muestra que lo que necesitamos son agendas largas, que cuestionen nuestro modelo de desarrollo y la manera en que queremos organizar los mercados44.
Enseguida, nuestro actual esquema de distribución de competencias responde a la idiosincrasia del programa de privatizaciones, donde las distintas industrias involucradas fueron siendo objeto de liberalización de manera progresiva. Al abrirse un proceso de reformas resulta lógico preguntarse si este esquema, que pareciera haberse ido construyendo sobre la marcha, tiene algún sentido sistemático. La evidencia disponible, en cualquier caso, tampoco es concluyente. Existe cierta tendencia en otros países a crear reguladores integrados, pero son iniciativas recientes y los motivos detrás de las mismas parecieran ser igualmente contingentes45. En este sentido, resulta interesante recoger nuestra experiencia en la creación de la Comisión de Mercados Financieros. Siguiendo las recomendaciones de la Comisión Desormeaux, la Ley Nº 21.000 reemplazó a la SVS con una agencia regulatoria cuya dirección queda en manos de un cuerpo colegiado, donde sus miembros son nombrados de manera similar a los consejeros del Banco Central. A lo anterior se suma el actual proyecto de ley para reformar la Ley General de Bancos, que incorpora a la SBIF dentro de la referida comisión y consolida el perímetro regulatorio de ambas superintendencias. En definitiva, se avanza simultáneamente en fortalecer la independencia formal de nuestras agencias y racionalizar el sistema de distribución de competencias.
IV. CONCLUSIONES
La incorporación de Chile a la OCDE marca el inicio de un tercer proceso de reformas institucionales en menos de un siglo. Al igual que las reformas impulsadas por la misión Kemmerer durante los años 20 y la “revolución silenciosa” en la década de los 80, nuestro actual proceso de reformas tiene una vocación internacionalista y tecnocrática. No obstante, es importante también marcar las diferencias a la hora de sacar lecciones atinentes a nuestra experiencia institucional. Las reformas kemmererianas fueron graduales, moviéndose progresivamente hacia un diseño con altos estándares de independencia formal y un sistema funcional de distribución de competencia. Al contrario, las reformas de los Chicago boys fueron un complemento del programa de privatizaciones, estableciendo una autoridad regulatoria diferenciada para cada uno de los mercados que pasaron a liberalizarse. Ello generó un sistema atomizado y con bajos niveles de independencia formal, donde existe una multiplicidad de reguladores relativamente dependiente del gobierno para cada industria específica.
Ciertamente la independencia favorece la estabilidad de las reglas del juego y fomenta la especialización de nuestros reguladores. Ahora bien, es importante recordar que también tiene costos. La estabilidad es una solución razonable cuando las reglas subyacentes reflejan un consenso real en la sociedad. En caso contrario, la independencia institucional erosiona la legitimidad democrática de nuestras reglas, transformándose en una barrera para los cambios que quieren las mayorías políticas. La especialidad, por su parte, tiende a fragmentar la regulación económica. Cuanto más especialistas se vuelven las agencias, son también más difíciles de fiscalizar, más sencillas de capturar por los regulados y menos dispuestas a colaborar entre sí. Un diseño institucional apropiado debe ponderar los costos y beneficios de la independencia, evaluando críticamente nuestra experiencia previa.
En este contexto, enfocarse en aumentar los niveles de independencia formal de las actuales superintendencias parece derechamente una mala idea. Nuestro actual sistema de regulación por silos genera espacios para el arbitraje regulatorio, fomenta dinámicas de acción colectiva y descuida los aspectos conductuales de la regulación. Ciertamente existen beneficios en generar agencias especializadas a nivel de industria o entidad, pero ellos deben contraponerse con el mayor riesgo de captura que lleva asociado, así como con los costos de coordinación de un sistema fragmentado. En definitiva, es importante que el aumento en los niveles de independencia venga acompañado de una racionalización de las competencias regulatorias y un fortalecimiento de los mecanismos de coordinación administrativa. Desde esta perspectiva, la reforma que crea la actual Comisión de Mercados Financieros apunta en la dirección correcta, reuniendo bajo una sola autoridad la regulación de los bancos comerciales, las compañías de seguros y el mercado de valores.