Introducción
El escritor y pintor chileno Adolfo Couve (1940-1998) fue uno de los sui generis artistas chilenos de fines del siglo XX. Su personalidad difícil, su heterodoxa relación con el mundo de las artes (plásticas y literarias) y su elusividad respecto de los centros metropolitanos lo fueron retratando como un sujeto excéntrico al que se le reprochaba la ausencia de militancia política y la negativa a operacionalizar su práctica artística frente al arte comprometido y de vanguardia vigente durante la dictadura chilena. El gusto por transitar en los márgenes de la pintura y de la narrativa, sumado a ciertos gestos performáticos1 de cambio vital radical fueron configurando esa imagen ascética de nuestro autor, para quien el acto de desplazarse lejos del centro es una decisión micropolítica que impone la mirada propia en aquellos paisajes, personajes y espacios en que las experimentaciones formales disciplinarias no tienen ningún valor frente a la cruda e incontrolable realidad circundante que exige una ética a escala humana.
Dicho esto, creemos de enorme interés reparar acerca de la marginalidad a la que adhiere nuestro autor, dimensión que por cierto se cruza con su biografía y se proyecta en sus personajes (Garrido, 2006; De la Fuente, 2001; Norambuena, 2010; Toro, 2013a; Careaga, 2013). No es de nuestro interés acercarnos a una lectura desde la perspectiva de los estudios de la autobiografía, sin embargo, reconocemos que es una línea poco desarrollada aún a la luz de nuestro autor y que podría entregar nuevas perspectivas de acceso a sus textos. Nuestro interés, en cambio, transita por la reflexión acerca de los espacios novelares marginales en La comedia del arte (1995), su segunda novela, en que se materializa la decadencia y el fracaso tanto de Alonso Camondo (A.C.) como del mismo pintor/escritor Adolfo Couve (A.C.).
Para Claudia Campaña (2015)2 “desde un principio, sus propuestas pictóricas y literarias fueron consideradas por el medio un tanto anacrónicas. Y como su obra era difícil de clasificar se la describió como marginal, extemporánea, tradicional e, incluso, decimonónica” (p. 19). En este sentido comprenderemos marginalidad -outsider3 será el calificativo de uno de sus discípulos- como una condición minoritaria ostentada por el artista quien voluntariamente se ubica fuera de las coordenadas nucleares y por tanto fuera del alcance del poder central, es decir, de instancias de ejercicio del mismo. Dentro de estas coordenadas generales de la condición minoritaria nos centraremos en la posición existencial de los personajes, la que no necesariamente tiene relación con la situación socioeconómica deficiente -relación que suele hacerse casi directamente-, sino con una cualidad que pone en relación a los sujetos con el poder. Es por ello que creemos esencial asociar la noción de decadencia, la que entenderemos como el proceso de agonía, debilitamiento y en algunos casos de miseria del artista, quien termina con su proyecto vital y artístico en ruinas. Con este concepto intentamos describir la singularidad del proyecto artístico de Adolfo Couve, para quien sus personajes -y él mismo como artista- representan sujetos cultos, instruidos y disciplinados que adoptan los espacios marginales como zonas de bienestar y plataforma de sus proyectos artísticos y vitales4. “Couve optó por caminar desafiante en contra de la corriente, se obstinó en mantener una posición distante en relación a los circuitos artísticos locales y desdeñó cualquier moda” (p. 19) insistirá Campaña.
Desde esta perspectiva aparece la paradoja que sistemáticamente ha ubicado como contrarios el mundo del arte y la calle. Los artistas, en cualquiera de sus desempeños disciplinarios, pertenecen a un grupo de elite, ilustrado, instruido o letrado fundamentalmente porque han tenido acceso al mundo del conocimiento enciclopédico, vía capacitación formal. El acto de disidencia explícito del artista que busca descentrarse es, entonces, conditio sine qua non de lo que llamamos “marginalidad ilustrada” en La comedia del arte y que, en principio también podríamos percibir en las otras iniciativas narrativas de nuestro autor. Sin más, Adolfo Couve, el autor empírico (profesor y maestro universitario de estética) como sus personajes (pintores prodigios, aunque de segunda o tercera categoría debido a su singular poética) son dignos representantes de esta marginalidad escogida como una forma de resistencia a las imposiciones canónicas circunstanciales de un país embelesado por los quiebres formales, cuya artillería de avanzada tenía como finalidad implementar la guerra contra el poder totalitario desde los espacios ilustrados, es decir, sin el concurso de los grupos populares, siquiera de sus preocupaciones y menos de sus representantes. Como dijimos arriba ciertos episodios de la vida de Couve van marcando su intención de instalarse en el margen, episodios que comparte con algunos de sus personajes que encarnan este desplazamiento del interés y seducción por el margen, sus habitantes, su paisaje, su lógica, su emotividad y su espesor5.
El artista, entonces, en cuanto representante del mundo ilustrado, al incorporarse o escoger como espacio hospitalario el margen, proyecta un doble fracaso: el de su intención vital y el de su proyecto artístico. Dicha propuesta trae consigo alcances inusitados ya que nos hace relativizar también los límites de la belleza que sostiene tal o cual paradigma, discusión que en sí misma exhibe los rumbos que ponen en valor incluso elementos que se encuentran en las antípodas. En términos generales y siempre restrictivos podríamos señalar que la belleza, idea tan connotativa y normativa en la historia de la reflexión canónica de las artes, es un concepto que intenta describir cualidades intrínsecas de ciertos objetos (la obra) a partir de criterios asociados a un despliegue técnico de orden superior (técné). Sin embargo, en la novela que nos ocupa la belleza no corresponde con la mirada clásica de esa norma áurea, proporcionada, equilibrada, armoniosa y completa (Tatarkiewicz, 2004), sino a partir de la materialización vulgar y la puesta en valor de una mirada desprejuiciada respecto de lo feo6. Roberto Ángel, en su exégesis de La lección de pintura (1979), reconoce una condición generalizable a toda la obra narrativa de Adolfo Couve y que cobra especial sentido en esta investigación, que dice relación con que “el artista debe practicar una búsqueda de la belleza, la cual para Couve no se halla sino en la sencillez y en la pobreza” (p. 156), el mismo artista en una entrevista televisiva de 1996, comenta que “la belleza no es linda, ni brillante, ni estupenda. La belleza es siempre al revés, es áspera” (en Campaña, p. 111)7.
1. Hacia una mirada alterna
Los espacios naturales que rodean a los personajes de La comedia del arte se caracterizan principalmente por ser emplazamientos degradados y menesterosos, descuidados, a la vez que poco atractivos para visitantes ocasionales como para los lectores, a quienes se nos aparece vívidamente la escena “tan energética, que de ella resulta, estilísticamente hablando, una imagen, un cuadro” (Fontanier, 1977, p. 420)8, que pareciera que estuviésemos asistiendo a una exhibición de marinas, retratos, naturalezas muertas y paisajes que distan de las canonizadas escenas de la historia del arte. Alonso Camondo, el pintor en quien se centra la novela, logra ver la belleza que esconde cada uno de los espacios marginales que habita, lugares que para el grueso de los individuos no significan nada y que sin embargo para el pintor son lugares desde donde emana el arte, los estímulos para componer y crear bajo el único imperativo estético pertinente: su mirada9. En las siguientes páginas nos detendremos en dos espacios en que se materializa la marginalidad ilustrada aludida. Ellos son: la residencial y el circo.
2. La residencial como espacio de exhibición
La pensión, hospedería, albergue o posada, aunque espacio de circulación (Auge, 2000) lleno de gente pasajera sin vínculos afectivos entre sí, representa para nuestro autor un espacio donde reina el arte, la pintura y el modelaje, un lugar que solo tiene sentido para él y su especial mirada, donde puede reverenciar los atributos de su musa, cuyo atractivo dista, por cierto, de los convencionalismos estéticos. Cómo olvidar la manera en que se refiere a la fisonomía de Marieta, una “mujer entrada en carnes” y de “gordura descuidada” (Couve, 2003, p. 364). La seducción provocada por su modelo y amante parece incomprensible desde el patrón tradicional de evaluación estética, en esta clave, la belleza parece constituirse de decisiones particulares, fuera de cualquier afectación o artificio plástico exógeno. La mirada nuevamente zanja los argumentos en una u otra dirección.
La descripción de Camondo y Marieta bajándose del bus a su llegada al balneario de Cartagena justifica su natural incorporación a la decrepitud proyectada por el espacio litoral, decadencia manifiesta en la exagerada cantidad de veraneantes “no había espacio, solo cabezas, quitasoles y un gentío tan abigarrado como la arena. ¿Dónde poner un alfiler?” (Couve, 2003, p. 364)10, como en la vulgaridad y extrañeza de algunos singulares habitantes del lugar: las copuchentas y voyeristas dueñas de la residencial, Helena la loca que cual Penélope espera el regreso de su esposo, Bombillín el payaso/abeja, etc. Apenas comienza la historia el narrador los ubica en un espacio saturado, tanto de personas como de sonidos poco armoniosos y vulgares por los que siente una profunda seducción. Quien narra, hace hincapié en lo bullicioso que se muestra el lugar “A veces una voz precisa se desprende del resto del concierto y luego retorna al griterío general” (Couve, 2003, p. 364), clarificando que, para ser un momento referido como bienvenida, está muy alejado de ser un espacio convencional.
Después de esta escena exploratoria en que la pareja se desplaza por la playa, los protagonistas se establecen durante gran parte de la novela en la residencial San Julián, lugar que el narrador reconoce haber visitado antes: “Entraron en la residencial San Julián. ¡Y pensar que yo pernocté tantas veces en ese alojamiento!” (Couve, 2003, p. 365) proyectando de inmediato la posibilidad de que narrador y personaje se encontrasen en el lugar, “lo que no tengo claro es si en la época en que Camondo arrendó la buhardilla del tercer piso yo aún vivía allí” (Couve, 2003, p. 365).
La descripción del espacio vital y plástico a que llega la pareja sencillamente se nos impone en clave magrittiana, es decir, siguiendo esa desprejuiciada mirada que funde el plano del relato pictórico y su estímulo realidad11. Con la siguiente descripción: “se instalaron en el tercer piso de la residencia, en un cuarto azul de techo inclinado que caía a plomo en el fondo de la pieza, al frente de una pequeña mansarda que se abría a la inmensidad de esos dos celestes, el del mar y el cielo, separados por una imprecisa línea de horizonte que dividía ambas tonalidades” (Couve, 2003, p. 366), no podemos dejar de recordar, en específico, La condición humana (1933), obra del pintor belga que a propósito del trabajo con el azul del mar y del cielo y la implementación de ese trompe-l’œil viene a perspectivizar el estímulo visual mediante efectos de fingimiento y simulacro. Para Marie Louise d’Otrange, en Illusion in Art. Trompe l'oeil. A History of pictorial illusionism (1975), este efecto busca una “realidad intensificada” o “sustitución de la realidad”. Adolfo Couve, en este contexto, ha señalado su profundo interés por la mirada realista, por cierto, pictórica y narrativa, de modo que sus trampas de ojo procedimentalmente revisten de aura hasta aquello más vulgar y corriente. Tal era su vínculo -por ejemplo- con la naturaleza marina que, al pintar las olas y el azul del mar
Oponía al oleaje, comprobando la diferencia que aún persistía entre los colores del original y los suyos. Cuando estén idénticos -se decía- deberían confundirse cielo con cielo y mar con mar, de tal modo que el cuadro desapareciera completamente y en la misma inmensidad del océano se percibiera un diminuto rectángulo de inmovilidad (Couve, 2003, p. 366)12.
La instalación de la pareja en la buhardilla, en el último piso de la San Julián, en una habitación apartada del resto de las piezas pareciera más bien un intento de agenciamiento con el mar y el cielo en esa tenue indiferenciación descrita que un mero ejercicio plástico naturalista. Camondo tiene acceso al paisaje abierto gracias a esa ventana13, que invita a admirar, a diario, el cielo y el mar, las tonalidades de azules que se entremezclan en el horizonte. Aquel lugar más íntimo, entonces, resultó ideal para su proyecto vital: pintar/modelar y amar. En algunas ocasiones Marieta posaba para Camondo mientras él plasmaba su figura en lienzos, otras convertían ese espacio de trabajo artístico en uno más íntimo aún donde pasaban horas amándose bajo las sábanas de una cama vulgar. No obstante, aquel lugar adoptado como propio, en el que transitaban a gusto, no era tan suyo como les hubiera gustado, el espacio de circulación y por tanto común se imponía al cerco indeleble de los artistas amantes quienes eran observados insistentemente por las moradoras de la residencial, quienes no podían aguantar la curiosidad de observar en primera persona las actividades de la excéntrica pareja.
El espacio íntimo violado por la curiosidad de “las viejas de la San Julián” (Couve, 2003, p. 367), va transformándose en un espacio de exhibición, un espacio museal que consagra y prestigia aquello que contiene, de manera que en la lógica plástica de la novela los artistas comparten con sus obras el carácter de exponible, a partir de beldades que los distancian de la normalidad y los instalan en la excepcionalidad14. Tan poca es la privacidad en la San Julián que las dueñas del lugar, al conocer las “cosas” que pasaban dentro de la habitación de la pareja se atrevían a juzgar a Marieta llamándola puta por posar desnuda ante el pintor, a la vez que emitían discursos alentándose una a otra para echar a la mujer: “Hermana, pídales la pieza, si esto no puede ser, mal que mal esta es una casa decente” (Couve, 2003, p. 369), ¿Qué tan decente como para que las dueñas sacien sus deseos de curiosear a través de las cerraduras? El espacio del voyeur se transforma en espacio de exhibición plástico que retrata el anverso, es decir, a los espectadores que en algún momento logran superar la excepcionalidad de la escena que motivó la mirada furtiva.
A medida que transcurre el tiempo Marieta se siente incómoda por los dichos y las aptitudes de las dueñas del lugar, quienes juzgan constantemente a la musa de Camondo por sus desenfadadas aficiones: modelo y amante de Alonso. El desconocimiento del mundo del arte, en una localidad de provincia, pobre y vulgar, rápidamente queda de manifiesto en la nula comprensión del oficio de pintor y de las actividades propias del artista y su modelo. En algún sentido aquel lugar parece inapropiado para el desarrollo del arte y para el amor. La vulgaridad e insensibilidad del lugar, nuevamente viene a proyectarse como un registro autoral que localiza, en esas coordenadas del litoral central de Chile, un territorio que en ojos de nuestro autor/pintor es posible relacionarse con lo bello, aun cuando los mismos habitantes del lugar no noten que ellos son parte de un paisaje hermoso. La mirada artística, nuevamente, pone en valor aquel recorte de la realidad ordinaria, corriente y rústica. Este espacio prosaico y vulgar que se resiste a las expresiones artísticas convencionales facilita, a los ojos de Alonso/C y Adolfo/C, el advenimiento del régimen de lo estético sustentado en la mirada.
La apreciación de los cercanos a la pareja, sus prejuicios, actos y comentarios vienen a ubicar a Marieta y Camondo en un permanente escrutinio, como si fueran parte de una exposición de rarezas difíciles de comprender, ello, tal vez, porque con su presencia desautomatizan su percepción acostumbrada a inflexiones menores en un contexto controlado por la tiranía de la monotonía provinciana.
Este espacio de exhibición también recoge una insólita escena en que Apolo, el dios inspirador de los poetas mediante la asignación de musas, se instala en la buhardilla de los Camondo que se transforma en un estudio/taller bajo la bendición del dios que se ve en la obligación de actuar ante el pintor y la musa, para mantenerlos en una sana productividad plástica. Terminada la relación entre Alonso y Marieta, esta última regresa al balneario pasado un tiempo -desde que dejara al pintor por un fotógrafo-, su búsqueda infructuosa la lleva a la impaciencia. Es en ese momento en que interviene la musa asignada por Apolo al cuidado de Alonso quien le muestra una fotografía de carnet que lo lleva a la desesperación y, sin pensarlo dos veces, siguió a la joven de extraña figura. El camino lleva a la buhardilla de la San Julián, lugar que por un tiempo fue el hogar de ambos artistas y que, tras la muerte de la Pilita, una de las hermanas voyeur dueña del lugar, fue desmantelada por los residentes dejando este espacio físico a merced de las inclemencias del tiempo y el abandono, del azul del mar y del azul del cielo. De algún modo este retorno al estudio/taller reclama el pasado esplendoroso de los Camondo a la vez que es testigo de la mayor expresión de arte que Cartagena podría imaginar, la conversión de Camondo en arte petrificado, escultura, figura de cera.
Una vez en la torre, la que habían recubierto con paños negros para volverlo un lugar diferente, el joven quitó la bolsa a la mujer, quien se enfrentó a Camondo. Estupefacta, la modelo retrocedió unos pasos. La réplica del viejo era colosal, sólo a escasos centímetros se advertía que se trataba de una figura de cera, porque a cierta distancia daban ganas de hablarle, mostraba sus rasgos, ademanes y la mirada tan verídicos, que Marieta en su anhelo de encontrarlo con vida, se le echó encima, abrazando contra su cuerpo ese volumen rígido que se golpeó contra el muro (Couve, 2003, p. 430).
El espacio de exhibición arruinado busca torcer su sino, al incorporar en esas coordenadas donde el arte se desplegaba a sus anchas, la imagen de Camondo proyectado como una escultura que nos recuerda ese bello mito que da origen al efecto Pigmalión descrito a propósito de la obra teatral de George Bernard Shaw15. En Cuando pienso en mi falta de cabeza (La segunda comedia), novela editada póstumamente el 2000, Couve retoma el final de La comedia del arte y, a partir de la metáfora de la pérdida de la cabeza del protagonista, continúa reflexionando críticamente acerca de la conformación de lo bello, su relación con los espacios y la condición desacralizada de lo artístico. Claudia Campaña, en el texto citado, nos informa que en los años previos al suicidio de Couve, entre 1995 y 1998, mientras estaba escribiendo precisamente la segunda comedia, también había estado pintando “inquietantes” cabezas (Autorretrato, 1995, óleo sobre cartón, 22.4x20.3 cm. Colección particular; Cabeza, 1995, óleo sobre cartón, 25.4x20 cm. Colección particular; Cabeza, 1996, óleo sobre cartón, 25.4x20 cm. Colección particular; Según autorretrato de Rembrandt, 1998, óleo sobre tela, 25.7x20 cm. Colección particular; Carola, 1998, óleo sobre cartón, 25.7x20 cm. Colección particular). Nuevamente lo plástico se funde con lo narrativo y lo vital en la figura de Adolfo Couve.
3. Circo. Espacio lúdico y marginal16
El circo retratado en la novela se erige como un signo de decadencia que acentúa la decrepitud tanto por su asentamiento como por su dueño, su espectáculo y sus trabajadores. La seducción de Alonso/Adolfo por el espacio circense queda de manifiesto en la aparición del payaso Bombillín, personaje que encarna la paradoja del trabajador del humor marcado por la angustia existencial17, a la vez que se erige como una figura potencialmente antiautoritaria como lo subraya Helen Stoddart en Rings of desire. Circus history and representation (2000).
A pesar de que el marco de referencia espacial de la novela se encuentra cifrado en el balneario de Cartagena, nuestro autor cartografía otros parajes: la playa, la buhardilla, la casa de Helena, el taller, etc., con los que incrementa el carácter marginal y menesteroso del enclave. En cierto modo va configurando una especie de catálogo de espacios decadentes que van complicando lo sucedido al artista provinciano Alfonso Camondo, aquel marginal ilustrado disruptor de las convenciones. En este paisaje vetusto, sin embargo, destaca el circo, un lugar cuya ruina, miseria y decadencia parece articularse naturalmente con el entorno por donde transita uno de los personajes más inquietantes de la novela.
Conocemos la existencia de esta instalación, espacio de divertimento y espectáculos familiares, en la mitad en la novela con la aparición de Bombillín, el payaso del lugar que mantiene, sin saberlo, en éxtasis a Marieta, la musa de Camondo. Este bufón que recorre las calles de Cartagena y San Antonio como payaso, en ocasiones como Abeja, atraviesa diariamente el callejón para llegar al circo, tránsito que lo ubica en un entrelugar. Beatriz Seibel en su Historia del circo (2005) destaca el carácter ritual del asentamiento en relación con el espacio circular y con la parodia de hombres y animales (p. 10), ellos antecedentes de lo que sería la Commedia dell'Arte, entendida como un género híbrido, mezcla de teatro del Renacimiento italiano, tradicionales improntas del carnaval, desarrollo y despliegue de habilidades acrobáticas y variedades episódicas de mimos que se organizan alrededor de la historia de una pareja de enamorados. Las múltiples variantes cómicas -asociadas a personajes bufonescos- revisadas por la autora (Arlequín, Brighella, Pulcinella o Pedrolino, conocido como Pierrot en Francia, Petruschka en Rusia, Punch en Inglaterra) de cierta manera siguen el patrón del gracioso con más o menos melancolía. Adolfo Couve construye su novela en esta red significante, la misma que comparte con Picasso quien sintió fascinación por el mundo del circo y puntualmente de los arlequines y saltimbanquis (“Suite de los Arlequines”, “Suite de los Saltimbanquis”) en su periodo Azul y Rosa18.
Bombillín, en tanto, se aleja de la estética canónica a la que pertenecen sus referentes para ubicarse no en el olimpo sino en la plaza pública, en el anfiteatro de polvo y ruinas, en el margen pusilánime, aun cuando siguiendo a André Gide reconozcamos que los payasos son herederos de la Commedia dell'Arte (citado por Stoddart, 2000, p. 164). El actor bajo el maquillaje nunca deja saber su identidad, desconocemos su nombre y procedencia, pareciera que permanentemente intenta esconder su biografía, quizá por lo vergonzante de su condición o por la comodidad o goce del incógnito. En el rol de payaso, este joven casado y con numerosos hijos, pareciera sacrificar hasta su identidad en pos del sustento familiar, gesto que por lo demás retrata heroicamente a la clase trabajadora en busca de sobrevivir la desigualdad. El sacrificio diario del artista circense era consciente y no tenía otra razón de ser que recaudar algo extra apelando al humor intrínseco de su personaje como a la generosidad de otros menesterosos como él. El narrador nos describe gráficamente la toma de decisiones de Bombillín referidas a no sacarse el traje en ningún momento a la vez que mantenerse permanentemente en movimiento cuando apunta: “prefería acudir así hasta la tirillenta carpa de un circo de fieras en San Antonio, donde trabajaba, ya que conseguía algunas monedas contando chistes en las micros” (Couve, 2003, p. 407). En este espacio lúdico, a la vez que descuidado, harapiento y ruinoso, al que Bombillín acude todos los días para realizar su espectáculo, pareciera erigirse como un espacio paradojal: ¿en un espacio tan decrépito es posible la virtud de la risa?19. Creemos que sí, una risa disminuida, amarga, reducida, visibiliza con mayor crudeza el paisaje de los márgenes20.
El circo sin nombre, a pesar de no encontrarse en Cartagena misma, sino más bien al sur, es igualmente periférico. En el paisaje pintado/narrado por Couve la decadencia y la marginalidad lo absorbe todo, el circo, en cuanto espacio espectacular y de jolgorio, manifiesta sus marcas, sus singularidades, sus llagas. Basta con recordar la descripción de los animales que sostienen el espectáculo, “… circo de fieras de San Antonio, esa carpa agujereada con la jaula rodante apoyada contra la lona, y ese par de felinos impávidos que el público curioso acariciaba tras los barrotes” (p. 425), o “El caballo del circo, pintado a lunares, tenía el aspecto de un percherón de granja y las cebras y los burros ni siquiera estaban atados y pastaban tranquilamente a la entrada de la carpa” (p. 427). Aunque el texto no hace mención en ningún momento a la calidad del espectáculo y cómo entretiene al público, podemos imaginar con justa razón, mediante lo que apunta el narrador respecto de Bombillín y sus diálogos como “Dame la miel, dámela toda” (Couve, 2003, p. 408), que uno de los aspectos que caracteriza este circo es la decrepitud del show, lo subido de tono en algunos casos de las escenas, el elenco y todo lo que proyecta un inexorable retrato vulgar. La novela apuesta por eludir la descripción pormenorizada del espacio circense para privilegiar la paletada y el trazo amplio que cumple con crear un ambiente inequívoco de miseria y estrechez. De qué otra manera podría retratarse un circo asentado en las inmediaciones de Cartagena sino como un recinto con una pobre interpretación de chistes repetidos, funciones baratas y protagonistas que no están a la altura de grandes y renombrados espectáculos circenses mundiales. No obstante, esa peculiaridad es sublimada en el momento en que el narrador como el personaje valoran en extremo la belleza anticanónica que revisten estas escenas, puesta en valor que modela otra mirada e inscribe a sujetos, situaciones y lugares minoritarios en coordenadas cuya visibilidad aporte a narrar/pintar de otra manera la realidad estética y factual.
Además, ese espacio circense se proyecta como un gabinete de curiosidades, como una exhibición de rarezas que agudizan la extrañeza del hábitat escogido por el pintor Alonso Camondo para vivir y producir su obra plástica. Con Philipp Blom (2013) tendríamos que decir que “para acumular conocimiento, un mercado de pescado podría ser mejor que una biblioteca” (Blom, 2013, p. 28)21, es decir, que la naturaleza ordinaria de aquello escogido y exhibido es capaz de dar cuenta de las costumbres, prácticas, hábitos, usos, en definitiva, de una forma de conocimiento minoritario del artista, en nuestro caso particular de análisis, pero también de una clase retratada, de una geografía, de una nación. Luego de que Camondo tuviera encuentros con la musa de Apolo, el pintor, a partir del aspecto singular de ella, cree que sería buena idea sugerirle que se uniera a “esa carpa agujereada con la jaula rodante apoyada contra la lona, y ese par de felinos impávidos que el público curioso acariciaba tras los barrotes” (Couve, 2003, p. 425). Como dijimos el circo admite la exhibición de rarezas, la exhibición de esos personajes que no tienen cabida en otro contexto, y cuyo patetismo va desde un par de leones decrépitos incapaces de asustar hasta la mujer barbuda en cuya indefinición se esconde su linaje.
Es en esta línea, entonces, que sostenemos el carácter antiautoritario del enclave (Stoddart, 2000), lugar donde se asientan y despliegan los distintos rostros del margen y su saber minoritario en relación de igualdad unos frente a otros. Aunque en su conjunto pareciera pura vulgaridad y ordinariez, la carpa convoca y reúne los saberes de esos rostros de la otredad, los distribuye en el plano como en Circo (1957, óleo sobre cartón, 55,5 x 40 cm. colección particular)22, obra de Couve en que la aglomeración de rostros difusos de la parte superior del lienzo observan el espectáculo mediocre al centro, para que al menos en el tiempo de su aparición en el relato (plástico y literario) puedan ubicarse en el centro y, por tanto, tender su lógica minoritaria, absurda, satírica y mordaz sobre el enorme lienzo pintado por el narrador/pintor.
Conclusión
Como hemos visto, La comedia del arte de Adolfo Couve pone en valor, destaca y exhibe aquello marginal y minoritario. Frente a múltiples elementos que podría considerar como bellos y merecedores de un título calificativo como este, prefiere lo vulgar, lo corriente y lo ordinario. Se inclina por la belleza decadente y por los espacios marginales, básicamente para “devolver a la miseria su verdadera belleza” (Didi-Huberman, 2014, p. 121), de modo que al desplegar la mirada al ambiente desde los ojos de Camondo, ese mismo espacio ordinario y corriente se transforma en un lugar hospitalario para el artista quien nota -como lo enfatiza el mismo autor en un texto ensayístico de “Las meninas” de Velásquez- que “la belleza penetró en el cuarto de las meninas y convirtió esta escena en un inigualado retrato colectivo, en una perfecta composición áurea, dando eternidad a lo que había sido la captación magistral de un segundo” (Couve, 2005, p. 63). Los espacios trabajados en la novela, en especial los revisados en estas páginas, nos permitieron describir la programática y particular mirada de Adolfo Couve (narrador/pintor) frente a la realidad factual, esa que definimos como marginal y que es tan genuinamente valorada por nuestro autor. Esa realidad “descubierta” por la mirada desprejuiciada del artista que percibe la belleza aún en el más vulgar y ordinario estímulo, va construyendo un paisaje que cartografía otros parajes, otro porvenir.
En Cuando pienso en mi falta de cabeza (La segunda comedia) reconocemos unas líneas contundentes acerca de su proyecto artístico, como dijimos compartido por sus personajes de ficción: “¿Quién se acuerda del tiento, la sanguina, la grisalla, la cotona, el atril portátil, la sombrilla, el piso plegable?, nadie, nadie sino mi corazón” (Couve, 2003, p. 442). La propuesta artística de Couve siempre en contrapunto y polemizando con los usos vigentes se ubica asumiendo su diferencia y los costos de la misma. Frente al arte comprometido propone una visión despolitizada, frente a la tecnología de vanguardia el realismo, frente a la muerte del arte (Danto, 2002) reivindica la pintura, ante los relatos metropolitanos el margen, ante la higienización pictórica y narrativa la vulgaridad y la pobreza, frente a la imposición de categorías estéticas la mirada propia, frente a la tragedia y la miseria la comedia del arte.