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Ultima década
versión On-line ISSN 0718-2236
Ultima décad. v.9 n.14 Santiago abr. 2001
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22362001000100006
Última Década, 14, 2001:91-111
POLÍTICA PÚBLICA DE JUVENTUD EN LOS NOVENTA
Ciudadanía: entre el debate crítico, la lucha política y la utopía
Juan Claudio Silva*
* Profesor, CIDPA Viña del Mar.
Dirección para Correspondencia
...una singular característica
de las transiciones actuales
en América Latina es que no hay
discusión sobre los paradigmas interpretativos
en uso: se ha consolidado
rápidamente un consenso ortodoxo
que tiende a naturalizar tanto aquel
tipo de régimen político como a la
«economía de mercado» que aparece
como su contracara.
José Nun
Utópico para mí no es lo irrealizable,
no es el idealismo. utopía es la dialectización
en los actos de denunciar y
anunciar. El acto de denunciar
la estructura deshumanizante, y el acto
de anunciar la estructura humanizadora.
Por esta razón es también compromiso histórico.
La utopía exige conocer críticamente.
Es un acto de conocimiento.
Paulo Freire
1. Introducción
¿Qué es ciudadanía? Es una pregunta atingente a este trabajo y, sobre la cual habremos de volver repetidamente. Como advertencia inicial, hemos de aclarar que como pretensión teórica, en el marco de las ciencias sociales, ciudadanía es un concepto insuficientemente definido y, sobre el cual, no existe completa coincidencia entre los diferentes actores involucrados, tanto en su discusión como en su desarrollo. Sin embargo, esta noción de ciudadanía constituye uno de los ejes centrales sobre los cuales se articula el ideario moderno: razón, libertad, autonomía. Y que en la actualidad, en el plano político, se articula a través del modelo de la Democracia. De ahí que, ciudadanía y democracia son dos componentes esenciales del modelo de gobernabilidad más extendido actualmente en occidente.
Mas, hasta ahí las coincidencias. Pues sobre las condiciones ideales y las necesarias para ejercer dicha ciudadanía, los contenidos que ella debería incluir, las posibilidades de ejercicio, las dimensiones que abarca son, todos, elementos que no están suficientemente claros, de ahí que, dilucidarlos sea una necesidad práctica y estratégica y, no sólo una cuestión de índole intelectual, de por sí importante, sino y principalmente de carácter vivencial. En nuestro trabajo, sobre ciudadanía, hemos querido mostrar aspectos críticos sobre el debate y posiciones que se han ido instalando en torno a esta cuestión. Pero también, mostrar algunas insuficiencias de ese debate, especialmente en aquellas referidas a situarlo sólo como una cuestión procedimental, dando por superado las limitaciones de acceso diferencial tanto al conocimiento como a los recursos simbólicos, culturales y también los económicos, que hacen, en la práctica, que existan ciudadanos de primera y segunda categoría.
En esta mirada crítica hemos situado nuestra propia perspectiva de sociedad y que constituye el primer punto de la discusión. En un segundo momento, hacemos una mirada a diversos autores que desde distintos planos y realidades se refieren a este talante de ciudadanía. Especialmente relevante ha sido la perspectiva de incluir la ciudadanía como parte de la lucha política, que aún se libra en una gran parte del continente latinoamericano, por la profundización y extensión de la democracia a toda la sociedad. Finalmente incluimos un apartado de conclusiones, en los que recapitulamos tres ideas principales que cruzan este debate: la ciudadanía como una cuestión sobre la que existen divergencias; la dificultad para ejercer la ciudadanía; y, la revitalización que se observa en torno a estos debates tanto nacional como internacionalmente.
2. Ciudadanía y contexto nacional
El desarrollo de la noción de ciudadanía, con anterioridad a su evolución conceptual, corresponde a una situación histórica, que se ha ido estableciendo paulatina y, hasta cierto punto, sostenidamente desde el siglo xviii en adelante y que ha respondido a los diversos momentos y ciclos de consolidación de los derechos del individuo. Así, el siglo xviii permitió el surgimiento de los denominados «derechos civiles» (o ciudadanía civil) que son todos aquellos que se requieren para asegurar la libertad individual de las personas: igualdad frente a le ley, libertad de la persona en sus desplazamientos e iniciativas, libertad de pensamiento y culto, el derecho a la propiedad y de celebrar contratos. Este tipo de ciudadanía civil implica la existencia de un sistema que permite y facilita el ejercicio de estos derechos individuales. Para que ello sea posible, se requiere de un sistema judicial (cortes de justicia) consolidado, que funcione de acuerdo a una ley escrita y universal, la cual sea aplicable a todos los miembros de una determinada sociedad.
El siglo XIX, por su parte, facilitó el surgimiento de los llamados derechos políticos (o ciudadanía política), que consisten en la posibilidad de los individuos, en nombre y haciendo uso de sus derechos civiles, de participar en la toma de decisiones respecto a la sociedad en la que les corresponde vivir. Ello significa, entre otras posibilidades, el derecho a participar en elecciones, a elegir o ser elegido para un cargo de representación, acceder a una investidura con autoridad política, o ser miembro de una institución con vocación de poder. Los derechos políticos tienen su máxima expresión de consolidación en la Democracia como forma de gobierno de los Estados y como filosofía de participación política. Ello es así porque, en primer lugar, para ser ejercido este conjunto de derechos se requiere de la existencia de un parlamento y un cuerpo representativo y, en segundo lugar y articulado con lo anterior, sólo el sistema democrático admite la igualdad de los ciudadanos respecto al derecho que les asiste a influir en las decisiones de una Nación, a partir del reconocimiento del principio de soberanía popular de la misma.
Finalmente, el siglo XX fue el tiempo de la maduración e instalación de los así llamados derechos sociales (ciudadanía social) que incluyen el rango total de derechos que va desde un módico bienestar material, hasta el derecho a participar por completo de la herencia social y cultural de la humanidad y a vivir la vida de un sujeto civilizado, de acuerdo a los estándares prevalecientes en cada sociedad. Más específicamente, se les puede definir como el acceso a beneficios sociales, o también conocidos como herencia social, tales como: educación, seguridad y bienestar. En el caso de estos derechos, su consolidación es aún una cuestión pendiente, sobre todo en los países del tercer mundo. Cuatro son las instituciones públicas que corresponden a estos tres tipos de derechos: tribunales de justicia, los cuerpos políticos representativos, los servicios sociales y escuelas (Micco, 1997).
Sin embargo, y más allá de una mirada histórica que dé cuenta del surgimiento de estos tipos de ciudadanía, es necesario preguntarnos por las posibilidades, que existen en la actualidad, de ejercitar este conjunto de derechos y ciudadanías. A partir de aquí surgen algunas objeciones básicas que nos hacen dudar sobre los alcances y avances de la ciudadanía como una realidad posible y viable, en el tiempo, en nuestras latitudes.
En cuanto a la concepción de ciudadanía civil, que como viéramos se expresa principalmente en la existencia de una ley escrita, visualizamos:
i) Qué las personas sepan leer comprensivamente es ya un desafío para grandes contingentes de personas de nuestro país. Durante el año pasado, fuimos sorprendidos por un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación y Cultura (UNESCO) que indicaba que no más del 10% de los chilenos leía comprensivamente. Siendo catalogados, en el estudio comparativo, como de regular desempeño a nivel de alfabetismo funcional (La Tercera, 20/07/2000). Según esa referencia tenemos serias dificultades para seguir instrucciones escritas. De ahí que, llegar a comprender leyes, dictámenes y decretos, sea una tarea que se encuentra lejos del horizonte conceptual y cognitivo de muchos de nuestros compatriotas.
ii) En nuestro país, así como en la mayoría del continente americano, existen grandes grupos de personas y pueblos completos que no hablan o poseen un manejo limitado del idioma de los códigos, el que se encuentra redactado en el idioma oficial de cada país. Especialmente complejo es el caso de los pueblos originarios y de quienes utilizan principalmente sus lenguas vernáculas como medio de comunicación. Para ellos no sólo hay una barrera idiomática-fonética, sino que también, y fundamentalmente, cultural y existencial.
En lo que respecta a la ciudadanía política, podemos mencionar que la existencia de esta igualdad política implica más bien:
i) Un reconocimiento meramente formal, pues en la actualidad es casi imposible que un sujeto con sólo la escolaridad mínima exigida (cuarto año medio) y la edad (mayor de 18 años) pueda acceder a un cargo de representación política en el parlamento. De hecho, al parecer ni siquiera en las elecciones de concejales alguien con esos únicos requisitos puede acceder a esa representación. Por lo demás, es negar o pretender desconocer la importancia que cobran actualmente aquellas condiciones de político profesional que se va imponiendo, aun en aquellos partidos plenamente integrados al sistema, como también a las denominadas «maquinas electorales» que son capaces, dependiendo de la cantidad de fondos disponibles, de levantar a un «muerto» en jerga eleccionaria. Sin olvidar, además, la importancia que adquiere el manejo del código implícito en el lenguaje político, que no está disponible para iniciados.
ii) Siempre en el contexto, y particularmente en Chile, el sistema binominal que rige, hace imposible, en la práctica, la emergencia de otras fuerzas políticas que no sean los dos bloques que se disputan el poder. Lo graficó socarronamente un dirigente de la Alianza por Chile, durante el receso veraniego, al afirmar que con tan sólo el 34% del electorado bastará para que la Alianza por Chile, obtenga el 50% del parlamento en las elecciones parlamentarias que se desarrollarán a fines del 2001. Ello resulta paradojal o sintomático, pues cuando en la era de la globalización y la interconexión mundial, se nos indica que todo apunta hacia la diversidad, el surgimiento de lo local, el comunitarismo. La política y la economía van a contracorriente, al menos en nuestro país, se consolidan y perpetúan dos grandes bloques políticos, los que al parecer no muestran intenciones ni deseos de querer cambiar las reglas del juego, permitiendo mayores espacios de participación y de intervención en la cuestión pública. Por su parte los grandes grupos económicos se concentran aún más y extienden su influjo y control sobre casi todas las actividades productivas, consolidando su posición de privilegio y prestigio en el concierto nacional.
En cuanto a las observaciones que nos merece la ciudadanía social o de los derechos sociales:
i) No hemos podido verdaderamente acceder en plenitud a esos derechos asegurados. Los servicios sociales actualmente, se encuentran francamente disminuidos. Asistimos, en este nuevo período, a una suerte de retirada del Estado, dejando al mercado las atribuciones para otorgar o negar esos servicios básicos que se suponen, al menos teóricamente, asegurados (aunque para ser justos, hay una especie de pugna, no concluida al interior de servicios públicos y de la administración pública, por una mayor injerencia del Estado en definir y regular ese piso básico, sobre todo, en consideración de aquellos que no pueden adquirir o esperar que el mercado los provea).
ii) Por otra parte, la herencia cultural y social y sobre todo económica, que hemos heredado, está mediatizada por las carencias y logros como país. Sin embargo, suele ser ya una constante que cuando hay ganancias éstas van a los privados (que son normalmente grupos económicos poderosos) y cuando hay pérdidas, se implora la ayuda estatal para cubrirlas. No podemos olvidar el rescate de la banca en los años ochenta, y tampoco el escándalo que ha significado casi 15 años después las demandas contra el Banco Chile, que aún se niega a pagar los créditos otorgados en esas operaciones de salvataje de la banca. Y más recientemente los efectos que ha provocado la crisis económica, que tiene a la mayoría de los empresarios pidiendo al Estado que entregue mayores facilidades para invertir. De ahí que esa herencia sea extremadamente volátil para las grandes mayorías de los ciudadanos de este país.
Es a partir de estas objeciones, que no agotan, sino más bien ilustran el tema, es que podemos pensar que la ciudadanía en una comprensión amplia y general, viene a expresar una relación particular entre individuo y Estado, entre sujeto y estructuras formalmente constituidas, y que, al amparo del marco legal definido por la existencia de la ley, otorga a cada uno de los sujetos e individuos un conjunto de derechos y deberes que regulan y norma la coexistencia social, o sea, hace posible la vida en una comunidad de individuos. Es en esta relación históricamente construida entre sujeto y Estado, producto de un largo proceso que implica al menos trescientos años de desarrollo, que hemos de situar el problema del avance de la ciudadanía, hasta llegar al estado actual, y que suponemos sigue siendo un debate abierto y en construcción, cuando no de retrocesos.
3. Ciudadanía, teoría y ciencias sociales
Como señalamos, la ciudadanía es el resultado de una construcción histórica de los sujetos con el Estado. Esta relación tiene como sustento la necesidad de los individuos de regular, normar y establecer criterios de vida en común. Es decir, de vida en sociedad. Y ahí surge quizás el principal atributo de la ciudadanía, pues hablamos de sujetos que buscan una relación consciente y adecuada con otros. Para decirlo rápidamente, ciudadano es aquel individuo que interesada y conscientemente se sitúa como un sujeto de interlocución, de reflexión con otros, y también con las autoridades. Pero no sólo desde un punto de vista formal o teórico, que como veíamos para el caso chileno, tiene demasiadas objeciones o dificultades, sino desde una mirada también práctica. De ahí que Menéndez-Carrión resuma esta idea de la siguiente manera:
La coexistencia societal reconocible como legítima por quienes la conforman remite a concebirla como un cuerpo organizado de ciudadanos comprometidos en el quehacer de gobernarse a sí mismos. La ciudadanía supondría, así, un ordenamiento societal constituido por personas que exhiben un conjunto compartido de comportamientos políticos y lealtades cívicas básicas. Por lo demás, son claras las limitaciones que entraña concebir a la ciudadanía en términos de consagración de derechos y atribuciones legales de participación en sociedades en las cuales las dimensiones formales coexisten con accesos diferenciales a la distribución de bienes, valores y recursos (Menéndez-Carrión, 1992:56-57).
Estas objeciones de Menéndez-Carrión obviamente no deben tomarse a la ligera, sobre todo si acordamos en reconocer que la pura formalidad legal es insuficiente para garantizar el ejercicio de la ciudadanía, cuestión que también otros autores manifiestan (Barros, 1996).
Por ello, y desde una perspectiva amplia, el reconocimiento formal de la ciudadanía, desde la institucionalidad legal y el Estado, debe incluir no sólo la posibilidad del ejercicio de derechos consagrados universalmente, sino mecanismos concretos, locales y específicos sobre cómo poder ejercer esos derechos. Sin embargo, en un recorrido más o menos amplio por diversos autores, la cuestión principal es justamente la ausencia de elementos o razonamientos cuyo sentido sea el de poder contar con instrumental teórico o práctico que facilite el ejercicio de la ciudadanía. De hecho la línea que mayor fuerza tiene, en este recorrido teórico, la presentan los autores que refuerzan los contenidos formales y procedimentales del ejerccio de la ciudadanía.
En esta línea encontramos a Micco (1997) para quien la ciudadanía es más bien una condición y una necesidad de expresión de la voluntad política de los individuos. Este autor, siguiendo a Di Tella, sostiene que:
Un elemento fundamental en la formación de la nación es la codificación de los derechos y deberes de los ciudadanos. Así la ciudadanía nos remite a la idea de un conjunto de una población o país que reúnen los requisistos para ser considerados como tales y, por lo tanto, tiene derechos políticos, fundamentalmente el de elegir y ser elegidos para las funciones gubernamentales, así como las obligaciones correspondientes (Micco, 1997:30).
Paula Barros (1996) realiza un recorrido por diversos autores, especialmente de origen anglosajón, donde encontramos más o menos delineadas las afirmaciones anteriores. En su recorrido, identifica al menos seis modelos posibles de entender la ciudadanía.
a) La ciudadanía como una construcción legal: esta concepción entiende la ciudadanía como una estructura legal que regula las relaciones entre personas que son -antes que nada- individuos. Así, la ciudadanía otorga una igualdad en términos abstractos, que hace posible la universalidad; a través de la ley, se crea una comunidad legal con lazos que se sustentan en esa legalidad; b) la ciudadanía desde una perspectiva de neutralidad: esta visión de Rawls sugiere ver la ciudadanía como la categoría de miembro permanente de una «sociedad bien ordenada» y como un esfuerzo de construir un consenso sobre una concepción de la justicia en tanto equidad, en el contexto de una sociedad democrática. Rawls supone consenso en la vida pública, ya que la justicia la entiende sólo como la combinación de ciertos principios independientes: libertad e igualdad y porque las convicciones y la subjetividad las deja relegadas a la vida privada (que es la esfera de la diferencia); c) la ciudadanía como una comunidad pública y como participación: para Barber la ciudadanía es el resultado final de un proceso de participación dentro de una comunidad. Así entendida, la ciudadanía es el componente básico de una democracia fuerte, ya que cuando la masa decide, se transforman en ciudadanos y crean una comunidad. Walzer, por su parte, asume una comunidad de valores compartidos en la cual los ciudadanos comparten una cultura y son determinados a seguir compartiéndola. Así, la ciudadanía implica una «conciencia colectiva» y se forma dentro de comunidades de carácter estable históricamente; d) para Marshall, ciudadanía es un status otorgado a quienes son completamente miembros de la sociedad, y que es producto de decisiones legislativas, lo que ha implicado un mejoramiento de los conflictos y diferencias de clase y asegura que -a pesar de lo dificultoso que ha sido- el camino que traza conduce hacia la igualdad social y política; e) la ciudadanía como un campo de demandas compitiendo: los ciudadanos son aquellos miembros de la comunidad que se autosustentan. El elemento de autosustentación permite el surgimiento y se considera que el hombre realiza realmente su ciudadanía a través del trabajo. La idea central es que el ciudadano sea un recipiente productivo de derechos; f) la perspectiva hermenéutica: en la que se interpretan los significados antiguos y actuales en relación al tema; la ciudadanía aparece entonces como una fusión del presente y del pasado que implica una pluralidad de significados (Barros, 1996:7-8).
Desde la óptica de Barros, la definición de ciudadanía que ella percibe con mayor potencial es la que corresponde a Marshall, pues desde esta perspectiva el estatus de ciudadano es otorgado por la existencia de una legalidad que lo ampara y que permite definir a todos los individuos como iguales ante la ley, lo que les confiere derechos y deberes que radican en el reconocimiento formal que de ellos se hace, es decir, en sus derechos civiles. Los que como sabemos requieren una serie de supuestos que no siempre es posible verificarlos.
Sin embargo, también encontramos autores para quienes la ciudadanía debe tener consideraciones que se encuentren más allá del estrecho marco de lo institucional. En Durston (1999) es posible percibir la ciudadanía como la dimensión de la vida social que facilita y potencia la participación social de los individuos. Sobre todo si ella se percibe como más allá de la camisa de fuerza que implica vincular la ciudadanía solamente en una perspectiva política. Por ello Durston afirma que:
La ciudadanía es el marco que crea las condiciones para una participación posible. Pasar de esa participación posible a la participación real implica que el individuo ejerce esa ciudadanía... Entonces la definición moderna de ciudadanía abarca terrenos más amplios que la participación en la política formal. Por un lado, el ejercicio de la ciudadanía en los términos enunciados arriba es extendido a campos como el cultural, medioambiental o educacional; en fin, a cualquier ámbito que exceda el marco del hogar y el del intercambio comercial. Una implicación de esta ampliación, importante para el tema que nos ocupa, es que la mayoría de edad para votar o para ocupar puestos públicos no es limitante para el ejercicio de la ciudadanía por jóvenes menores, en estos otros ámbitos (Durston, 1999:9-10).
Por lo tanto, Durston, percibe que la ciudadanía, por un lado, se puede expresar en otras esferas que no sean la política contingente, con lo que se abre un importante abanico de posibilidades, sobre todo cuando pensamos en sujetos juveniles. Pues ellos, en general, participan activamente de una gama de actividades y contactos que muchas veces bordean los terrenos de la incursión política, sin cruzarlos. Sobre todo en el contexto de las políticas sociales dirigidas a jóvenes o de las multiplicidades de expresiones culturales juveniles, muchas de las cuales son solapadamente críticas y, por ende, conllevan un cuestionamiento político en sus concepciones y en sus propuestas. Esto se puede percibir en numerosos párrafos del Segundo informe de derechos juveniles (Silva, 1999), donde se afirma que tras los cuestionamientos y reparos que los jóvenes hacen a la democracia, se esconde una alta exigencia (en lo ético y en lo práctico) que se hace al sistema político en su conjunto. En este informe, también, se hace referencia a la necesidad de los y las jóvenes de tomar una actitud activa respecto al desarrollo de sus necesidades en este ámbito.
Los y las jóvenes están llamados a construir y contribuir al ejercicio de su ciudadanía, ya que las exigencias de una sociedad plural requieren que cada uno de los individuos pueda desde sus particulares puntos de vista, capacidades y posición en la estructura social, contribuir a desarrollar una sociedad igualitaria, democrática y libre... Y para ello deben asumir sus propias tareas..., [que] de un lado son y están llamados a establecer la autonomía respecto a sus decisiones, decidir por ellos mismos, abandonando la minoría de edad -alejándose de las fórmulas y preceptos que vienen del exterior-. Por otra, la de tomar decisiones colectivas: participar en instancias colectivas de toma de decisiones y de respeto a esas decisiones tomadas por todos; es decir, esencialmente estar dispuestos a participar y tomar decisiones que afectan aspectos personales y colectivos (Silva, 1999:28).
Siguiendo en una línea de reflexión que busca poner el acento en aquellos puntos que hacen al ejercicio posible y cotidiano de la ciudadanía, Menéndez-Carrión se instala directamente en esta discusión sobre el ¿cómo se accede a la ciudadanía?
La cuestión de la ciudadanía en el caso ecuatoriano, proyecto de producción pendiente, remite a la confrontación de un problema central para los sectores de vocación democrática: a) cómo pensar en la producción de estrategias y mecanismos de empowerment de la gente común para participar en el proceso de toma de decisiones que la afectan; b) demandar con eficacia rendición de cuentas por las que se toman en su nombre; y, c) acceder a la prerrogativa de adquirir destrezas básicas (actitudinales y prácticas) para asumir la ciudadanía como dispositivo de cambio orientado a la obtención de un mayor control sobre la textura de su propia convivencia societal (Menéndez-Carrión, 1992:60).
En este texto nos encontramos frente a un dilema básico de cualquier noción de ciudadanía que se desee utilizar, o en la que se tenga especial interés, que trasciende la experiencia ecuatoriana, y que también se encuentra presente en otros autores. El empoderamiento de los individuos, es decir el reconocerse como sujetos conscientes y deliberantes, críticos frente a la corriente informativa y de acontecimientos que nos bordea en el diario acontecer, no es una situación que se construye de la nada, es decir, se requiere de aprendizajes que sean potentes y significativos en este sentido, por tanto, es imprescindible para que ello ocurra, la formación social, cultural y política de todos aquellos que forman parte de la sociedad, en especial de los más pobres, para quienes este talante ciudadano no aparece tan claramente prefigurado. Mas aún cuando, actualmente, en el caso chileno, comienza a prefigurarse una suerte de nuevas concepciones que en la práctica alejan a las personas, de estas nociones y significados de empoderamiento, instalándose otras miradas, según nuestro parecer, más cercanas a la «cultura dietética» que se va imponiendo paulatinamente en nuestro medio.
Algunas de esas nociones dietéticas provienen de José Joaquín Brunner, quien pretende identificar algunos «nuevos» modelos de ciudadanía, como son: la ciudadanía informativa, que se establece principalmente a partir del acceso a los medios de información y la apropiación que hacen las personas del discurso y de la construcción de opinión pública; ciudadanía crediticia, a partir de la incorporación al mercado y del ordenamiento económico, como una forma de integración social y de acceso a los bienes del mercado, que implica derechos y obligaciones de las personas (Brunner, 1998). Otra corriente proviene, esta vez, de los enfoques pragmáticos que se realizan en algunos de los programas de políticas sociales. En ellos se ha instalando la mirada pragmática que indica que dada la necesidad de hiperfocalización de las políticas sociales, en las llamadas comunidades o grupos vulnerables o pobres, se hace cada vez más necesario «personal calificado externo» para su ejecución, descuidándose enormemente, el componente de aprendizaje práctico que implica esta metodología y de la necesaria instalación de capacidades en los propios grupos vulnerables, todo ello como resultado del pragmatismo supino que desde hace un tiempo comienza a observarse en ciertos servicios públicos, olvidándose del componente político -para seguir a la vieja escuela de Paulo Freire- que todo proceso de aprendizaje implica.
Una línea reflexiva similar encontramos en Demo y Nunes de Aranda (1997), quienes sostienen una visión de la ciudadanía marcada por un deber ser altamente significativo. Ellos plantean, en su perspectiva, una ciudadanía poseedora de un fuerte componente histórico y programático; y en donde la capacidad crítica de análisis de la realidad es fundamental. De este modo, la ciudadanía es,
La competencia histórica para decidir y concretar la oportunidad de desarrollo humano sostenible; indica la capacidad de comprender críticamente la realidad y, sobre la base de esta conciencia crítica elaborada, de intervenir de manera alternativa; se trata de transformarse en sujeto histórico y como tal participar activamente; en este sentido la capacidad organizativa es fundamental porque potencia la competencia innovadora; en el reverso de la moneda, la cuestión consistirá en la superación de la masa manipulable y la pobreza política (Demo y Nunes de Aranda, 1997:24).
La ciudadanía, entonces, es no sólo capacidad crítica para entender y analizar la realidad en la que se encuentra inmerso sino, por sobre todo, un quehacer histórico concreto que busca instalar y expandir, según sea el caso, las condiciones que hacen posible el desarrollo humano de personas y comunidades y que se potencia principalmente a partir de la capacidad organizativa de las personas, quienes, de este modo, se encuentran en condiciones de emprender nuevos desafíos y aprendizajes liberadores que los alejen de aquello que los autores definen como la masa manipulable. Ese grupo informe de personas sumidas en una condición de ignorancia sempiterna, que los aísla de cualquier posibilidad de hacerse parte de la historia, esa misma masa que los autores identifican como de pobreza política, concepto al cual le otorgan una definición precisa:
Podemos usar el concepto de «pobreza política» para designar la condición de masa manipulable de la población, siendo uno de los rasgos más marcados la expectativa de que la ciudadanía sea donación de los gobernantes. Pobre, irremediablemente pobre, es quien ni siquiera se da cuenta de ello y espera que otros le concedan su emancipación, mientras continúa siendo objeto de manipulación ajena... Junto a la drástica pobreza material representada por el hambre, existe una pobreza política que se manifiesta especialmente en la ignorancia popular. En la medida que ésta pueda mantenerse, la élite y la historia serán siempre las mismas (Demo y Nunes de Aranda, 1997:26-27).
Desde esta perspectiva la ciudadanía tendría como principal objetivo la transformación de la sociedad y la toma de conciencia de la situación de subordinación de las personas a los intereses del neoliberalismo que, en el caso brasileño -desde donde nos hablan los autores-, ha resultado ser el que mayor concentración de riqueza y poder ha generado, en comparación con los demás países latinoamericanos. Pobreza que, por otra parte, se refleja en la falsa expectativa de la ciudadanía como una donación, una asignación desde las esferas del poder.
De ahí que, entonces, los ciudadanos tienen una tarea principal e ineludible por asumir, tarea por cierto pública y por sobre todo política, en el marco de un sistema democrático.
A nuestro modo de ver, la política más importante será la procedente de la sociedad organizada, sobre todo manifestada por la competencia en el control democrático... La independencia (no dicotomía) de la sociedad organizada frente al Estado es parte esencial del control democrático (Demo y Nunes de Aranda, 1997:27).
Como es posible apreciar, la ciudadanía tiene directa relación con un entramado mayor como es la democracia, la que constituye el locus privilegiado de una convivencia ciudadana. La democracia es el espacio donde es posible imaginar la ciudadanía, pues en ella cobran sentido dimensiones como la participación social, empoderamiento de los ciudadanos, preocupación por el ambiente, necesidad de transparencia en los mercados, innovación tecnológica, distribución económica, discriminación en sus diversas expresiones de clase, etnia, género, religiosa, etc. La democracia y la ciudadanía se fortalecen mutuamente cuando existe una sociedad que expande su visión y comprensión de sí misma y, que es capaz de tolerar esa visión. De ahí que, resulte fundamental contar con una sociedad civil que asuma el rol central que le corresponde en pro de establecer y afianzar, a la ciudadanía, como soporte del juego y convivencia democrática.
Para una democracia participativa que confiera legitimidad al Estado de derecho, es absolutamente indispensable una sociedad civil compleja y multicultural en íntima relación con un sentido vigoroso y crítico de lo público (Hoyos, 1998:116).
Democracia que requiere y necesita del vigor de las instituciones que la conforman. Vigor que no proviene, como se cree, del rito periódico y sistemático de elecciones libres e informadas por el cual se cimenta discursivamente. La democracia se fortalece cuando sus ciudadanos creen en ella, cuando el juego político interesa a las personas y las motiva a participar de la institucionalidad, cuando no se requieren campañas o multas para que las personas concurran a sufragar, cuando la discusión política se hace pública y en cualquier parte e involucra a porciones importantes de los ciudadanos. Es decir, cuando en las propuestas políticas que hay en juego no sólo se vota por uno u otro sonriente candidato, sino que hay en ellas verdadera vocación de lucha por la dirección, en uno u otro sentido, que debe tomar el proceso histórico en que se desenvuelve una sociedad dada. Ya Roitman, en un extenso trabajo sobre el tópico de la democracia, analiza esta institución, su funcionamiento y deficiencias en diversos países de América Latina, llegando a plantear su propia visión conceptual sobre el deber ser de la democracia. Así, propone una definición que nos puede ilustrar sobre este tópico.
Se trata de interpretar la democracia como una técnica de poder, cuya característica esencial es el reconocimiento de la pluralidad en su ejercicio práctico y cuyo contenido está definido por el grado de desarrollo, no sólo institucional, sino de los mecanismos de participación, integración, coacción y negociación que se crean para dar respuesta y satisfacer las demandas sociales, políticas, económicas y culturales de la sociedad.
La democracia así entendida no se interpreta sólo como un juego de probables compensaciones políticas que devienen en cambios y modificaciones de mayorías y minorías sobre la base de procesos electorales periódicos. Por el contrario, se trata de ligar las opciones políticas que participan de las elecciones a un proyecto de transformación que pretende direccionar el proceso histórico y que define el grado de participación social en el proceso de toma de decisiones. Así, las opciones políticas expresan una propuesta práctica de democracia real de actores sociales y de fuerzas políticas que pugnan, no por constituirse exclusivamente en Gobierno, sino que desean modificar, transformar o mantener la orientación de la realidad social, en su amplia acepción, con el fin de construir lo político (Roitman, 1995:79).
Esta contundente definición traza las coordenadas de lo que a nuestro juicio implica la relación entre democracia y ciudadanía, como dos componentes esenciales de un proceso de largo y basto desarrollo. De hecho al observar nuestra historia reciente, vemos el rápido proceso de alejamiento que grandes contingentes de personas tuvieron entre fines de la década de los ochenta y la primera mitad de los noventa. Es evidente que entre las jornadas del plebiscito de 1988, las elecciones presidenciales de 1989 y, la posterior toma de mando de Patricio Aylwin en marzo de 1990. Muchos, incontables son los ciudadanos, y los sucesos, en que parecía querer, cada cual a su manera y con sus prioridades, dirigir los destinos del país, cuando prácticamente nadie deseaba, ni quería, abandonar la discusión y el debate sobre el mejor camino de llevar al país hacia otro rumbo o aún, según la perspectiva, de mantener el trazado por la dictadura. Y sin embargo, cuán rápido se abandonó el camino andado a los políticos profesionales o a quienes desearan hacerse cargo de ello. Así de abrupto nos encontramos, desde principios de los noventa haciendo llamados a inscribirse y a votar en las elecciones de turno, criticando la poca preocupación de las personas por la «cosa pública». Tal vez, la explicación haya que buscarla no en la supuesta apatía de la gente, sino en la sustancia del proceso, en lo que se juega o no, en el ciclo eleccionario al que nos hemos habituado cada vez más, de hecho, aunque parezca una ironía, la última elección presidencial -fines de 1999- estuvo marcada por la aparición de un estudiado y sui generis político de derecha que casi arrebata a la Concertación la supremacía de los últimos 10 años. Y ese solo hecho cambio radicalmente el comportamiento de muchos ciudadanos que sin ser pro-Concertación y aun más los del conglomerado, quienes asumieron una actitud en la que sí parecía haber algo importante en juego.
Por su parte, y desde una perspectiva vinculada con el acontecer político contingente, la Comisión Económica del Partido Socialista de Chile (cepsch), en su informe de contingencia, al referirse sobre el tema en discusión, expresa que es en democracia donde se pueden dar las condiciones que regulan la convivencia social. Pues sostienen que:
Libertad e igualdad son categorías preexistentes al mercado y al Estado, son irrenunciables y deben ser exigibles por todos los chilenos. El rol de Estado consiste, pues, en asegurar, ampliar y difundir continuamente esos derechos más allá de la esfera de lo mercantil, facilitando la profundización de la democracia. En ese sentido, una nueva economía sólo podrá emerger en la medida que la lógica de la democracia y los derechos ciudadanos impregne el conjunto de las instituciones (cepsch, 1998:5).
Desde una perspectiva integradora de los esfuerzos por ahondar en la ciudadanía como expresión de la civilidad y de la democracia como lugar y ejercicio de derechos, Bustelo (1998) afirma, en una expresión sintética, pero densa, que
Se puede tratar de ampliar los espacios de lo público a través del ejercicio de una ciudadanía plena y la participación democrática (Bustelo, 1998:241).
Y agrega en su intervención para complementar la afirmación anterior, sobre los modelos o perspectivas a considerar como el óptimo o ideal a conquistar por cada sociedad en particular y de acuerdo a lo que en cada una de ellas se tenga por lo éticamente correcto y necesario en este «ser ciudadano».
No existe un principio universal que determine qué derechos y obligaciones integran la ciudadanía, pero en las sociedades en que la misma es una institución en desarrollo, se crea una imagen de una ciudadanía ideal hacia la cual la gente dirige sus aspiraciones y contra la cual el progreso puede ser evaluado (Bustelo, 1998:242).
Bustelo elaborará una tipología de ciudadanía, a la que él define como ciudadanía emancipada, en la que el tema principal a conquistar por esta ciudadanía lo constituye la igualdad. Ese viejo ideal proveniente de la revolución francesa, que aún moviliza energías y emociones en una parte del género humano.
La igualdad social como valor central, entendida fundamentalmente como el derecho de las personas -en tanto que miembros/socios de un esquema de cooperación social común- a tener iguales oportunidades para acceder a los bienes social y económicamente relevantes. Igualdad implica equidad -proporcionalidad en el acceso a los beneficios y costos del desarrollo- y también, justicia redistributiva basada en la solidaridad colectiva... De modo que la igualdad, más que una propuesta niveladora, es un proyecto habilitador (Bustelo, 1998:250).
Su exposición va aún más allá, al informarnos sobre los medios y el cómo puede llevarse adelante esta tarea, que consta nada menos que en dotar de mayor justicia e igualdad, a las sociedades latinoamericanas, y que define esencialmente como de lucha política.
Los compromisos para empeñarse en el proceso de expansión de la ciudadanía, que tienen significado como cambio social sustantivo en el sentido de enfrentarse a metas históricamente duras, como es mover una sociedad a mayores niveles de igualdad, requieren un compromiso con la ampliación y el fortalecimiento de la democracia. Por importante y respetable que sea el compromiso personal, no es desde una ong, una parroquia, una unión vecinal, desde un proyecto o un sindicato singular, etc., que se lograrán los cambios... Los instrumentos de la democracia son el voto, las elecciones, los partidos políticos, la lucha política en los parlamentos y en los medios de comunicación; las batallas por el control de los políticos, por una justicia independiente, etc., los que tienen el potencial de torcer un rumbo y darle una nueva direccionalidad a los procesos en el sentido de expandir la ciudadanía. Y esto precisa ser acompañado por una politización democrática sana de todos los recursos -incluyendo los técnicos y los científicos- conducentes a maximizar el proceso de discusión crítica y pública para ampliar los espacios de participación de los ciudadanos y dinamizar el proceso de expansión de la ciudadanía (Bustelo, 1998:264).
Como se aprecia en estos autores -especialmente en la visión de Bustelo- prima, al momento de reflexionar sobre la ciudadanía, un matiz marcadamente político-social en el que subyace una crítica profunda a los modos de concebir la democracia. Ésta, en general, se percibe como débil y en la que los ciudadanos poseen un bajo perfil, tanto en sus definiciones como en la posibilidad de incidir y controlar a los dirigentes y personeros públicos, los que tienden a desvincularse rápidamente del sentido de servidores públicos para el que fueron elegidos, relegándose a segundo término su responsabilidad para con los electores. En este sentido, poco hemos avanzado desde los populismos y caciquismos característicos de la primera mitad del siglo XX. Pues, aún hoy, existe un absoluto desconocimiento, de parte de los ciudadanos-electores, de las labores y tareas que las autoridades electas realizan en su nombre. Especialmente radical es la demanda que hace Bustelo sobre la necesidad y utilidad de la lucha política como camino y argumento, el único posible y realmente efectivo, para él, de la ampliación del espacio social y ciudadano que hemos denominado ciudadanía. En ese sentido vemos que los diversos autores, que hemos presentado en estas páginas, llaman a la responsabilidad social de los ciudadanos, para instarlos a asumir por sus propias manos la conducción de sus intereses, responsabilizándose por sus acciones y, por sobre todo, realizando una labor de toma de conciencia y de politización de los espacios públicos, como referentes posibles, para incidir en los rumbos que toman los particulares procesos históricos en que cada sociedad se ve envuelta.
4. Conclusiones
a) Como lo expresáramos al inicio de nuestro trabajo, el concepto de ciudadanía es una definición sobre la que no existe coincidencia entre autores. A lo más podemos identificar una suerte de corrientes temáticas o ideológicas entre las que se mueven las interpretaciones que sobre este concepto existe. En nuestra perspectiva hemos procurado relevar aquellas corrientes que provienen especialmente del contexto latinoamericano, las que a nuestro juicio poseen una cierta identidad y problemática común. Hemos indagado en la perspectiva de autores que situados en México, Ecuador, Argentina, Brasil o Chile y en otros puntos cardinales y, sin embargo, expresan varios puntos coincidentes. Quizá uno de los principales sea la necesidad de instalar la noción de ciudadanía como parte del debate intelectual, cultural y político en cada una de las sociedades, locales o continentales, a las que se hace referencia. En general, podemos afirmar que, la ciudadanía, como concepto y realidad -signada por ese concepto-, ha adquirido a lo largo de varios siglos, de avances y retrocesos, una cierta existencia, un cierto talante nominativo que la designa y al cual se hace referencia cuando se la utiliza. Si bien es cierto, ese talante es aún vago e inespecífico, con lo que queda abierta a las particulares interpretaciones y sentidos que cada cual pueda o esté en condiciones de otorgarle cuando se la menciona. Sin embargo, también ha adquirido carta de realidad, aunque no más sea a nivel conceptual. Ciudadanía designa una situación o un talante en la que su sola referencia nos pone rápidamente en contacto con el deber ser de los derechos civiles, políticos y, en menor medida y más recientemente, con los derechos sociales y culturales. De modo que quizás la principal dificultad teórica provenga de las dificultades de operacionalizar dicha noción; que, junto a su dificultad teórica, también nos arroja a un problema eminentemente práctico.
b) La dificultad para identificar y definir, más precisamente, la ciudadanía no es sólo una cuestión teórica o reflexiva, también tiene sus repercusiones en otras áreas del acontecer y, especialmente caras resultan en uno de esos ámbitos: el de la vida. La ciudadanía, es decir, el espacio de autonomía y libertad, política, civil y particularmente social y cultural, que los sujetos buscan o intentan abrir para sus vidas sociales se encuentra limitado, coartado, restringido por diversas circunstancias y factores. Entre éstas, no menor es la responsabilidad que le cabe a las instituciones del Estado. Tan sólo, a nivel latinoamericano especialmente, en los últimos decenios se puede percibir una apertura o tolerancia de esas instituciones a la irrupción de las masas en la sociedad civil.
Hasta bien avanzado el siglo XX y dependiendo de las particulares condiciones de cada país y sociedad, el Estado y sus representantes -legítimos y no tanto-, tuvieron una posición más bien reaccionaria al proceso de masificación de las sociedades. En realidad los procesos de modernización de las sociedades, y la noción de ciudadanía tiene que ver con esos procesos, para el caso latinoamericano, resultan bastante tardíos. Quizás con la sola excepción de Argentina y Uruguay, sociedades bastante modernizadas desde comienzos del siglo, el resto de los países, han debido soportar hasta mediados de la centuria, y algunos bastante más que ello, para lograr permear sus estructuras sociales. De ahí que la irrupción de estas masas en el orden establecido ha sido la mayor de las veces, caótico y, en muchos casos, violento. Pues, al calor de las luchas reivindicativas de sectores asalariados, y con el marco interpretativo e ideológico extraído de corrientes progresistas: humanismo liberal, humanismo cristiano, marxismo, socialismo utópicos, y con la mayor circulación de personas, especialmente inmigrantes europeos pobres, las condiciones de vida y de aspiraciones se vieron presionadas por los sectores que no habían, hasta ese momento, interpretado su atraso (económico, social, político, cultural, etc.), ya no como una inflexible condición del destino (y por tanto inmutable), sino más bien como el resultado de procesos sistemáticos y permanentes de explotación y negación de su condición de persona (y por tanto modificables). Esta situación, de agitación política y social, será el espacio en el cual la noción de la ciudadanía o de ciudadanos, es la que comienza a despertar y se irá afianzando a lo largo del siglo, en los diversos y, a veces, tormentosos climas sociales que han caracterizado a la región. Cuestión que por lo demás no está ni zanjada ni resuelta, aunque ideológicamente, en la actualidad se cimenta un discurso más bien formalizante y mediático de la ciudadanía.
Es decir, que la instalación de la ciudadanía, como discurso, práctica, realidad o aspiración, pasa esencialmente por el resultado de un proceso histórico, social, político y cultural, que ha dado pie, especialmente aunque no exclusivamente, a los sectores marginados y excluidos de los beneficios y oportunidades que una sociedad está en condiciones de entregar y que han estado en manos de pequeños grupos y sectores de la sociedad. De ahí que la ciudadanía sea más bien una conquista a lograr y sobre la que hay que estar permanentemente volviendo, sea para recuperar, reinterpretar o rescatar el sentido que ella tiene, en un momento particular de la vida e historia de una sociedad dada. Sociedades, por lo demás, donde la ciudadanía es más bien un proyecto pendiente, una elaboración discursiva o simplemente una utopía sobre la cual se trazan, se alimentan o se desdibujan los destinos de quienes intentan ser constructores de su historia. De ahí que no olvidamos las palabras de Demo y Nunes de Aranda, quienes como en una profecía seglar, sentencian: «Pobre, irremediablemente pobre, es quien ni siquiera se da cuenta de ello y espera que otros le concedan su emancipación, mientras continúa siendo objeto de manipulación ajena» (Demo y Nunes de Aranda, 1997:26).
c) En nuestro país asistimos en la actualidad a una revitalización de la discusión sobre este tópico. Desde hace algún tiempo, personalidades del ámbito público y académico, de instituciones internacionales (Fundación Ford, Banco Interamericano de Desarrollo) privadas (Fundación Nacional para la Superación de la Pobreza, Fundación Ideas, Servicios y Estudios Regionales Concepción, unicef, entre otras), públicas, y otras de procedencias más concertadas con ciudadanos comunes mas no corrientes, se han afanado en revitalizar esta condición. Además de variadas publicaciones que tienen como norte esta temática. Sin embargo, a nivel general, se percibe aún un desconocimiento e indiferencia del ciudadano común respecto a estos temas. A nuestro juicio estamos frente a un re-inicio del debate que se pospuso en nombre de la gobernabilidad durante gran parte de la década pasada y que ha tenido como resultado no esperado un enorme retroceso, en cuanto al reconocimiento por parte del ciudadano común de su derecho, pero también de la necesidad, de participar y hacerse parte en aquellos temas respecto al gobierno y la sociedad que, velada o abiertamente, se esta produciendo. Vemos con preocupación que numerosas iniciativas que buscan potenciar este debate, caen rápidamente en generalidades y en abstracciones, evitando quizás ingenuamente entrar en el debate de fondo, que no es otro que el de la discusión y debate de proyectos, cuya orientación explícita o implícita, es el de alternar, alterar o mantener la conducción del tipo de sociedad que estamos construyendo. Mientras evitemos este debate y su extensión a otros segmentos de la sociedad, nuestra sociedad civil seguirá subordinada al clientelismo fácil e híbrido, que encontramos en los proceso eleccionarios que de cuando en cuando alteran nuestra rutina, y del que algunas personas se hacen parte y otros simplemente evitan o posponen. La ciudadanía crediticia o del consumo tiene escaso vuelo en un Chile que si progresa, lo hace desigualmente, y que tiene aún muchísimas debilidades, también en el campo de la ciudadanía, como para suponer que la ciudadanía es una condición que se aplica por igual a todos los chilenos. No son las empresas, ni el mercado, ni las leyes las que hacen a un sujeto consciente y movilizado por sus convicciones, ésta es una cuestión teórica e ideológica, pero sobre todo es un estilo de interrogar y criticar la vida que se tiene. Por ello, en estos pagos, la ciudadanía es una cuestión que se instala a nivel de las utopías, las mismas que no se alcanzan, pero que nos movilizan. Todavía, y a pesar que según nos han comunicado con grandes aspavientos, que han concluido, por suerte hemos vivido demasiado para creer en los cantos de sirena.
Viña del Mar, Marzo del 2001
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