El problema: el componente estructural de la delincuencia en organizaciones
La pregunta por la culpabilidad colectiva resurge siempre en momentos históricos en los que determinados fenómenos criminales no parecen poder explicarse solamente desde la perspectiva individual -la disposición o motivación de los individuos-, requiriéndose también una explicación estructural o sistémica, esto es, que tenga en cuenta el modo en que determinados contextos de interacción social favorecen el comportamiento criminal. Así sucedió en relación a la violencia política ocurrida durante la primera mitad del siglo XX y los totalitarismos, donde la culpabilidad colectiva apareció como una posible explicación o respuesta a los crímenes en masa perpetrados en el seno de diversas estructuras de Estado1; y así viene sucediendo con motivo de la crisis económica en el siglo XXI, la cual estaría conectada a una serie de fenómenos criminales de carácter económico-político, como el fraude bancario o la corrupción, que no se dejan comprender adecuadamente sin tener en cuenta el estado defectuoso de determinadas organizaciones -sean empresas, partidos políticos o la propia administración 2. Ante la percepción de que este tipo de criminalidad tiene en buena medida una explicación sistémica o estructural, parece necesario preguntarse si hay que articular responsabilidades que operen también en niveles supra-individuales.
Sobre la base de la necesidad de prevenir la existencia de organizaciones donde se incentiva, favorece u oculta el delito, la dogmática jurídico-penal ha ideado básicamente dos modelos de culpabilidad para organizaciones, por todos conocidos: el modelo de culpabilidad por el hecho propio y el modelo de culpabilidad por transferencia. Con independencia de que otros conceptos y formas de responsabilidad sean posibles -mi propuesta es la de un modelo de responsabilidad estructural, disociado de la idea de culpabilidad y de reproche3-, el principal obstáculo al que se enfrentan los modelos de culpabilidad colectiva se halla en la identidad de la propia organización a la que se querría atribuir el hecho delictivo. A demostrar dicha idea se dedica el presente artículo, en primer lugar, analizando los dos principales paradigmas teóricos de los que se sirven sus defensores (II); y, en segundo lugar, argumentando qué cualquier intento de culpabilizar a la organización por los delitos ocurridos en su seno choca con déficits de identidad que son para ella constitutivos (III).
Fundamentaciones de la culpabilidad colectiva: el paradigma filosófico-intencional y el sociológico-sistémico
En lo que al pensamiento contemporáneo respecta, las fundamentaciones de la culpabilidad colectiva podrían reconducirse a dos grandes paradigmas: el «paradigma filosófico-intencional», desarrollado por autores como French o Pettit y muy presente en el mundo anglosajón4; y el «paradigma sociológico-funcional», desarrollado por autores como Bottke, Lampe, S. Bacigalupo o Gómez-Jara, a partir de los presupuestos de la teoría de sistemas de Luhmann5. Ambos planteamientos tratan de justificar que esa influencia estructural es reconducible a una intencionalidad o voluntad colectiva de la propia organización, la cual constituiría un agente moral diferenciado de sus miembros.
El «paradigma filosófico-intencional» extiende el concepto de agencia a los sujetos colectivos por la vía de extender el concepto de intencionalidad. Así, se afirma que en toda organización, por encima de los individuos que la integran, existen un conjunto de reglas y de procesos de decisión que hace que lo que ocurre en la empresa deba ser entendido, no como el resultado de intenciones individuales, sino como la exteriorización de una intencionalidad colectiva6. El sistema organizativo, formado por la estructura funcional y la política empresarial, permitiría sintetizar las acciones y decisiones individuales -en palabras de Pettit, “colectivizar la razón”-, dando lugar a un sujeto intencional nuevo, la propia organización, con “deseos y razones para hacer lo que hace”7. Así, cuando los directivos votan en junta, o cuando los empleados venden productos al consumidor, no lo hacen como individuos sino como miembros de una organización con voluntad propia. Manifestación de este fenómeno serían frases como: “Yo no quería, pero era una directiva de la empresa”; u “Ojalá pudiera no hacerlo, pero tengo que cumplir la normativa de la empresa”.
Dejando aparte múltiples matices, en el «modelo sociológico-sistémico» esa “vida propia” de la organización es descrita mediante el concepto de autopoiesis: gracias a los procesos de decisión y a la memoria colectiva, la organización se convierte en un sistema autopoiético, con una identidad (descrita como cultura organizativa) propia e independiente de los miembros, capaz de defraudar expectativas normativas y, por tanto, de cuestionar la vigencia del derecho8. Lo que ocurre en las organizaciones es entendido como el resultado de las necesidades de la propia organización, y el hecho de que las decisiones se presenten como “propias” de los directivos supone simplemente una “mistificación”, dirigida a dar una apariencia de racionalidad y controlabilidad a fenómenos que, en realidad, escapan al control individual9. En palabras de Luhmann: “el aporte personal al proceso de decisión es, en la praxis, más bien sobrevalorado.”10
En el fondo de ambos planteamientos hay, además, referencias a la comunicación social, es decir, al modo en que las empresas son percibidas por la sociedad. Así, para French la prueba de que las corporaciones son agentes morales es que en la práctica lingüística les atribuimos razones para hacer lo que hacen; decimos, por ejemplo, que “Samsung ha implementado un compliance para evitar una sanción”, siendo ese “para” la prueba, expresada lingüísticamente, de su intencionalidad11. En el «paradigma sociológico» el argumento a favor de la culpabilidad colectiva es que las empresas tienen un protagonismo social cada vez mayor, superior incluso al de los individuos, y en esa medida una “defectuosa organización colectiva” cuestiona el orden social -comunica falta de fidelidad al derecho- tanto como un defectuoso comportamiento individual12.
Estos modos de convertir a la organización en un sujeto intencional nuevo -y, por tanto, en capaz de culpabilidad- manifiesta de entrada dos problemas. En primer lugar, para afirmar que la organización se transforma en un “sujeto integrado y unitario” capaz de intencionalidad propia es necesario, al mismo tiempo, afirmar que cuando sus miembros actúan por ella lo hacen como autómatas, como “piezas” de una mecánica funcional que son “activadas” cuando hay que ejecutar una decisión colectiva. Así lo expresa claramente French: “el único método para que la corporación alcance sus deseos u objetivos es la activación del personal (“activation of personnel”) que ocupa sus diferentes puestos”13. Aquí la palabra “activation” es suficientemente ilustrativa de lo problemático del argumento: la culpabilidad colectiva sólo podría sostenerse disolviendo la individualidad, lo que supone caminar en sentido contrario al derecho penal, pues éste se basa en que respecto a determinados deberes personales básicos uno no puede renunciar a su responsabilidad a favor de una supuesta razón colectiva14. La conocida defensa de Eichmann no fue válida precisamente por eso, porque sus argumentos de “yo sólo ejecutaba órdenes” y “soy la víctima de un engaño” describen una situación de sumisión muy alejada de la realidad15. Además, si bien ello podría discutirse para el caso de los empleados subalternos, respecto a los directivos resulta particularmente absurdo, pues siendo ellos los que deciden en buena parte la política empresarial, y siendo la política empresarial la que “sometería” a los agentes individuales, habría que aceptar algo tan extraño como que los directivos se someten a sí mismos cuando actúan para la organización.
El segundo problema es de tipo lógico, y tiene que ver con el salto argumental que existe entre el nivel de la comunicación social -lo que “se dice” o “se piensa” en la sociedad- y el nivel de la imputación penal. Se dice que las organizaciones son sujetos penales porque habitualmente les atribuimos intenciones; sin embargo, también atribuimos intenciones a los niños, a sistemas informáticos, o al “derecho” mismo sin que por ello vayamos a considerarles sujetos penales16. También se fundamenta su culpabilidad en que las organizaciones son sujetos relevantes socio-económicamente, verdaderos agentes en la creación de “sentido social”17; pero ello supone un salto desde el “ser-social” al “deber ser-normativo”, como si la capacidad de culpabilidad de un sujeto dependiese del modo en que es percibido en la interacción social. Resulta, al contrario, que el derecho penal no sólo no puede ser un mero reflejo del imaginario social, sino que muy a menudo debe servir de límite y contrapeso frente al mismo; es decir, podría ser que en la comunicación se tuviera por responsable al padre por lo que ha hecho su hijo terrorista, o a un colectivo racial por lo que ha hecho uno de sus miembros, sin que ello deba tener un reflejo en una responsabilidad vicarial o una culpabilidad colectiva en el derecho penal.
Culpabilidad e identidad en el sujeto colectivo
Dicen Deleuze y Guattari que la comunicación versa sobre opiniones, y que sirve para crear “consenso” pero no “concepto”18. Así, si la posibilidad de una culpabilidad del sujeto colectivo no depende de comunicaciones sociales, la cuestión a determinar es de qué depende; la respuesta es, en mi opinión, que toda pregunta sobre la culpabilidad constituye una pregunta por la identidad del sujeto al que se quiere atribuir19. Así, el conjunto de requisitos que ha desarrollado la ciencia penal para referirse a la imputabilidad podrían reconducirse a una serie de facetas de la identidad del sujeto candidato, concretamente la temporalidad, la unidad, la capacidad cognitiva, la identidad ética y la política. La idea de fondo sería la siguiente: para que la atribución de culpabilidad a un sujeto sea racional es necesario, en primer lugar, que dicho sujeto tenga las capacidades que justificarían su estatuto como agente moral; y, en segundo lugar, que el sujeto culpable sea el mismo que el que cometió el delito. Sobre esa base, a continuación analizaré la identidad de la organización colectiva en relación a los requisitos de imputación penal, y para ello no sólo tendré en cuenta su identidad en sentido formal -su personalidad jurídica-, sino especialmente su identidad material, en cuanto «estado de cosas» o «estructura organizativa» que puede tener influencia propia en la actividad delictiva. En este caso la pregunta ha de ser: ¿tiene la organización las condiciones de identidad que justificarían la atribución de una culpabilidad?
La identidad temporal de la persona jurídica: ¿continuidad biográfica de la empresa?
La identidad temporal constituye un aspecto nuclear en la pregunta sobre la capacidad de culpabilidad de un sujeto, en el sentido de que ha de ser posible afirmar la continuidad biográfica del sujeto al que desea imponerse una pena20. La identidad temporal se manifiesta, en primer lugar, en la “capacidad de memoria”, lo que permite al sujeto reconocerse como el mismo que fue o que hizo algo en el pasado; en segundo lugar, en la “capacidad de promesa”, lo que proyecta al sujeto hacia el futuro, y le permite comprometerse a realizar algo, a cumplir un deber personal en adelante21. La relevancia penal de esta idea es clara: la pena tiene sentido sólo si el sujeto puede reconocerse en el presente como el mismo sujeto que delinquió en el pasado (de otro modo la pena aparecerá ante él como un mal irracional y arbitrario), del mismo modo que debe poder comprometerse hacia el futuro, asegurando el cumplimiento de sus deberes22. En relación a la culpabilidad colectiva, la cuestión es si es posible sostener que la organización a la que se impone una pena es la misma, en términos de continuidad biográfica, que aquella donde se produjo el defecto organizativo que se le debería imputar; si se puede reconocer como el sujeto que delinquió y que no cumplió su promesa de cumplimiento.
En ese sentido, es cierto que todo sujeto colectivo desarrolla cierta identidad a lo largo del tiempo: de todos ellos se puede hacer una narración que permita hilar la historia del sujeto en cuestión a lo largo de los diferentes momentos. Así, a pesar del cambio en sus miembros, McDonald’s es reconocible como sujeto económico del que se narra una historia, en su caso principalmente gracias a su imagen de marca y a sus productos; del mismo modo que EEUU es reconocible a lo largo del tiempo como sujeto político, gracias a sus símbolos, su cultura y demás signos identificativos23. La cuestión es si esa identidad narrativa, que efectivamente existe, es suficiente para atribuir una culpabilidad al sujeto colectivo en el momento del proceso (t2) por lo que se hizo en el momento del hecho delictivo (t1). Se ha de tener en cuenta, además, que en la medida en que la culpabilidad penal lleva consigo cierto grado de reproche, no basta con que el sujeto entienda como razonable “hacerse cargo” de determinados eventos del pasado; es necesario, por el contrario, que el reproche recaiga en el mismo sujeto que delinquió, que ha de poder entender la pena como justa consecuencia de un comportamiento propio24.
Pues bien, ello no ocurre en las personas jurídicas: la razón es que todo lo que constituye su identidad material -sus órganos, su cultura o política empresarial, sus productos, etc.- está en permanente cambio, razón por la cual su continuidad biográfica no está internamente asegurada y es una cuestión de azar25. Y lo decisivo no es tanto que la identidad colectiva sea cambiante (la identidad del ser humano también lo es), como el hecho de que dichos cambios no son el producto de una elaboración propia sino que depende de la voluntad de terceros (sus administradores), quienes van configurando conjuntamente la identidad de la empresa a lo largo del tiempo. Así, es difícil hablar de continuidad en la empresa una vez hayan cambiado los administradores, los accionistas o gran parte de la plantilla, precisamente porque la empresa donde se cometió el delito no es ya «la misma» que la que debería recibir el reproche con posterioridad. Por ello, lo que un consejo de administración realice permanecerá como obra de sus integrantes en la esfera de organización de la empresa, pero no podrá serle reprochado a la empresa misma tiempo después: en primer lugar, porque la empresa por sí misma no es capaz de comprender el contenido comunicativo de la pena, no puede “recordar” que ella fue la que dio origen al hecho punible (ver 3.3); en segundo lugar, quienes lo hacen por ella, sus administradores, habrán con toda probabilidad cambiado, y quienes tengan que responder (como representantes) por aquél defecto organizativo serán sujetos distintos de los que lo generaron. El reproche mismo se convierte, por tanto, en un “mensaje sin aludidos”.
Por razones de confianza social y seguridad jurídica, parece razonable que las empresas -como colectivos con una identidad narrativa débil o dependiente - carguen con su pasado organizativo (también con las consecuencias por los delitos), y que la responsabilidad persista más allá de los cambios en su dirección; la cuestión es que ese cargar no tiene la forma de una culpabilidad penal, pues el sujeto colectivo al que se querría castigar ya no existe como sujeto identificable con el sujeto del pasado, y, como afirma Jakobs, “el conocimiento de tener que responder por la culpabilidad de otro y el conocimiento de tener que responder por la propia culpabilidad son dos cosas distintas”26.
Problemas de identidad como unidad de acción
Otra fuente de problemas para fundamentar la culpabilidad la encontramos en la exigencia de una identidad como “unidad de acción”, concretamente en el hecho de que la organización no es un sujeto unitario sino un “meta-sujeto”, esto es, un sujeto compuesto por diferentes sujetos autónomos. Por explicarlo etimológicamente: “in-dividuum” significa “lo que no se puede dividir”27, lo que caracteriza a la persona individual -que actúa siempre como “unidad de vida bio-psicológica”- en contraste con la colectiva, cuya constitución es siempre múltiple, compuesta y divisible en múltiples sujetos autoresponsables, a través de los cuales se manifiesta de cara al exterior -realiza contratos, presta servicios, etc.-. Precisamente en torno a esta problemática se sitúa la divergencia entre los dos grandes modelos de culpabilidad empresarial: el «modelo de culpabilidad por el hecho propio» describe la organización como un “todo” que se organiza a sí mismo, y el hecho de que sus actos se materialicen necesariamente a través de sus administradores queda reducido a un “dato naturalístico”, penalmente irrelevante28; el «modelo de culpabilidad por transferencia», en cambio, reconoce el carácter compuesto de la organización, esto es, admite que el hecho antijurídico lo producen los administradores, sólo que bajo determinadas condiciones se imputa a la organización29.
Pues bien, como han dicho ya otros autores, esta distinción es ficticia: sólo existen «modelos de transferencia o imputación», más o menos refinados dogmáticamente30. La diferencia es sólo metodológica: en los «modelos de transferencia» la falta de identidad penal de la organización se compensa mediante imputaciones -de la acción o de la culpabilidad ajenas-, mientras que en los «modelos de culpabilidad propia» se compensa mediante ficciones o constructos -así, Gómez-Jara: “el sistema jurídico (…) necesita construir una serie de identidades a las cuales adscribir sus comunicaciones jurídicas”31-.
Sin embargo, estas ficciones rinden explicativamente como metáforas -como sucede con la culpabilidad colectiva misma32-, o a lo sumo en el ámbito sociológico o económico, donde puede considerarse a la empresa como un ser “auto-referencial” o “auto-organizado”, que decide sus políticas económicas y el rumbo de su actividad33. Las cosas son distintas en lo que al derecho penal respecta, pues cuando se trata de orientarse normativamente, la empresa constituye un ser claramente hetero-organizado, que no puede decidirse a favor del derecho en contra de lo que digan sus administradores. La razón tiene que ver con la distinción lógica entre acciones primarias y secundarias: los actos colectivos, por pertenecer a personas jurídicas que requieren representación, son siempre acciones secundarias o derivadas, en la medida en que tienen su origen en acciones primarias de otros agentes (individuales o entes colegiados), que realizan una prestación a la persona representada. Desde un punto de vista lógico, las acciones secundarias, en tanto derivan de las acciones primarias, no pueden ser equivalentes a ellas34.
Por esa razón, la conocida metáfora de Gierke no es cierta: es erróneo afirmar que los administradores son como una extremidad del cuerpo empresarial, pues si así fuese aquéllos deberían dejar de considerarse como personas autónomas para el derecho penal (una extremidad no responde)35. Tampoco lo es la de Luhmann, cuando afirma que los administradores son “entorno” para la empresa: no sólo no son entorno, sino que son la condición misma que posibilita la relación de la empresa con su entorno36. En esa línea, no parece plausible reducir a un “mero dato naturalístico” el hecho de que la empresa sólo pueda actuar por iniciativa de sus administradores, pues el mismo fenómeno de la representación es puramente jurídico y no natural37, tan relevante como que lo que los administradores hacen por la empresa puede constituir para ellos mismos un delito38.
Por tanto, si resulta que la persona jurídica no tiene capacidad de iniciativa propia y por tanto no puede infringir personalmente un deber39, entonces es necesario transferir el hecho y la culpabilidad desde el órgano a la propia organización; sin embargo, culpabilidad y transferencia son términos contradictorios, pues la culpabilidad es personalísima y lo que es personalísimo no se puede transferir; además, resulta que lo que se transfiere a la organización debe serle descargado al órgano, pues contra un único hecho (el del órgano) no se pueden duplicar dos culpabilidades; pero con ello llegaríamos precisamente a lo que se pretendía evitar, la irresponsabilidad organizada de quienes actúan en el interior de la organización40.
Parece evidente aquí que la persona colectiva no genera ella misma el defecto organizativo que debería imputársele, sino que lo generan sus sucesivos miembros de modo progresivo, acumulativo y a menudo difuso. La cuestión de si lo anterior puede producir alguna consecuencia jurídica -distinta de la culpabilidad- para la propia organización ha sido tratada en otro lugar41; lo que parece claro, a tenor de lo aquí expuesto, es que si ella misma no genera el hecho delictivo su responsabilidad no se puede predicar por un hecho propio.
Problemas de identidad como orientación cognitiva
La culpabilidad penal está relacionada con otra dimensión de la identidad, relacionada con la capacidad cognitiva, y que en el caso del sujeto individual denominamos conciencia -o cuando el objeto de conocimiento es uno mismo, “auto-conciencia”42-. En relación al derecho penal, esta cuestión aparece en varios momentos: el sujeto en cuestión debe poder aprehender el contenido comunicativo de la norma, del mismo modo que, ulteriormente, debe poder comprender el contenido comunicativo del castigo; además, debe poder identificarse como el sujeto que cometió el delito que merece un castigo. Lo que se busca no es un pensamiento o un sentimiento conforme o favorable a las normas43, pero sí al menos la capacidad para manifestar un posicionamiento frente a ella, y sólo puede posicionarse quien puede comprender y comportarse conforme a dicha comprensión.
Varios han sido los intentos de justificar un equivalente funcional de la conciencia en las organizaciones colectivas. Desde posiciones funcionalistas, se ha afirmado que la propia complejidad de la organización -su carácter “autopoiético”- proporciona las razones para equiparar su identidad subjetiva con la del individuo44. Del mismo modo que el individuo se forma una imagen de sí mismo y del mundo a través de la memoria y el conocimiento cerebral, la organización hace lo propio mediante la memoria y el conocimiento organizativo, los cuales permiten a la organización planificar mediante políticas y decisiones colectivas lo que va a hacer en el futuro, y en el futuro entender lo que ocurre como el producto de sus decisiones del pasado. Como las decisiones remiten a otras decisiones, y éstas a planificaciones, y éstas al contenido de la memoria, con el tiempo se va generando la recursividad o reflexividad suficiente para entender a la empresa como un sujeto que “sabe lo que hace”, no reductible, en palabras de Bottke, a un “destino ciego”45.
Sin embargo, a pesar del intento de presentar todo este proceso como propio de la organización, lo cierto es que tanto la memoria, como las decisiones o el conocimiento organizativo son fenómenos que emergen de sus integrantes, quienes recogen, interpretan y actualizan “el pasado organizativo” desde su propia subjetividad, y muy a menudo en su propio interés (por ejemplo, ocultando algún dato que pueda perjudicar su posición, o que le pueda incriminar)46. En la medida en que no es la organización misma quien recuerda y conoce, su identidad subjetiva no está internamente asegurada, no descansa en una capacidad cognitiva estable. Con ello queda a disposición de la prestación de sus miembros y, por tanto, del azar, pues muy probablemente el sujeto que recoge en determinado momento una información relevante no esté en el momento en el que debe ser recordada (por ejemplo, en el proceso penal)47. La memoria y el conocimiento organizativos son, por tanto, fenómenos complejos, que tienen una dimensión estructural -lo que se recoge es la vida del sujeto colectivo y según unos objetivos organizativos- y una dimensión individual -quienes lo recogen son siempre sujetos individuales que añaden su propia complejidad al proceso memorístico-; en esa medida, una identidad basada en una memoria dependiente ha de reputarse necesariamente como una identidad dependiente, esto es, no autónoma.
A ello se le suma que, en realidad, la capacidad de culpabilidad no depende de una medida de complejidad: un “loco” o un “algoritmo informático” presentan idéntica o mayor complejidad que quien está en plenas facultades mentales, y sin embargo los excluimos del reproche de culpabilidad. La razón es que no basta con ser un ente complejo, sino que además se requiere la capacidad de comprender el sentido de los actos propios, y de actuar conforme a esa comprensión. Sin embargo, esa comprensión sólo es posible en la organización a través de su órgano, de nuevo de un modo mediato, y por ello el conocimiento que tenga la organización de sí misma, o el que tenga respecto a sus deberes penales, será un conocimiento “disgregado y descentralizado” en diversos individuos, particularmente sus directivos y administradores. Ello vuelve a presentar una importante dificultad, pues una culpabilidad no puede predicarse como propia y a la vez fundarse en una capacidad de conocimiento ajena; al tiempo que culpabilizar a la empresa supondría dirigir un reproche a un sujeto que no tuvo, por sí mismo, la oportunidad de comprender la norma y, por tanto, de comunicar una posición personal frente a ella48.
Problemas de identidad ética
Se ha discutido mucho acerca de si el reproche penal debe integrar algún contenido ético-moral49. Precisamente la vinculación entre personalidad ética y culpabilidad penal, propia del pensamiento de Hegel, supuso durante largo tiempo el principal impedimento para sostener la punibilidad de las personas jurídicas, a las que se excluía de la moralidad50. En diferente medida y con argumentos diversos, la mayor parte de autores favorables a la culpabilidad colectiva han intentado fundamentar una personalidad ética en las organizaciones: no se trataría tanto de una personalidad basada en la libertad o en la conciencia moral -como ha sucedido tradicionalmente con el individuo51-, sino de otra basada en la competencia social, esto es, en la capacidad de las organizaciones de ser centros de imputación, de responsabilizarse ético-jurídicamente de sus acciones/comunicaciones52. Así, lo que defienden es que las organizaciones van formando un ethos o un “estado de cosas organizativo”, que sería éticamente relevante en la medida en que suponga una contradicción del derecho53. Se destaca, además, la importancia que tiene en el tráfico económico la “reputación” o el “prestigio” de las empresas, lo que justificaría que en esos contextos se les atribuye algo así como un “carácter social”, que a su vez puede ser objeto de calificación ética (“banco ético”, “empresa ecológica”, “organización perversa”, etc.)54.
La primera crítica a estos planteamientos es bien conocida: la empresa es un ente cuyo código operativo no es el de justo/injusto sino el de beneficio/pérdida, donde el derecho aparece siempre en forma de “coste”, traducido a una lógica mercantilista55. La pena sería, para la empresa, un “precio” asociado al comportamiento defectuoso, y no un llamamiento al cumplimiento de sus deberes ético-jurídicos56. En mi opinión, ninguna de las dos tesis es del todo precisa. La empresa no es, como en ocasiones se ha dicho, un “zombie moral” que sólo pueda integrar entre sus objetivos el beneficio económico57; como tampoco se puede afirmar, al contrario, que constituya un sujeto con autonomía moral, capaz de recibir un reproche por lo que ocurre en su interior. Es decir, la actividad de una empresa tiene un significado ético para la sociedad, y por ello una empresa que dedica parte de sus beneficios a labores sociales estará mejorando el estatus ético de su sociedad, mientras que una empresa esclavista lo estará empeorando. Ahora bien, el reproche asociado a la culpabilidad penal no constituye una calificación social/general de un acontecimiento determinado, sino que supone un juicio personalísimo, individualizador; y cuando el derecho ha de juzgar el hecho antijurídico que desearía reprocharse a la empresa -la organización defectuosa o la filosofía criminógena- se encuentra con que son individuos concretos, determinables o no, quienes han tomado las decisiones éticamente loables o reprobables. Por ejemplo, si se produce un acuerdo entre administradores de una empresa donde 7 votan a favor de distribuir un aceite potencialmente cancerígeno, y 3 votan en contra, el reproche sólo puede dirigirse contra esos 7 administradores, pero no contra un colectivo de personas donde cada uno ha realizado un comportamiento de significación ética diversa.
En este punto se observan, por tanto, las dos razones fundamentales por las que toda semántica del reproche -sea éste ético, moral, jurídico o todo a la vez- entra en conflicto con la identidad de la empresa: en primer lugar, la infracción de deberes ético-jurídicos exige una capacidad de iniciativa de la que la organización carece, pues el modo en que una empresa mejora o empeora el mundo se explica como un cúmulo de acciones individuales organizadas pero diversas, y no como una acción colectiva unitaria; en segundo lugar, partiendo de que en el interior de las organizaciones se producen siempre comportamientos de significado ético diverso, el problema es que la culpabilidad colectiva supone siempre una generalización, un juicio moral superficial incompatible con el principio fundamental del derecho penal moderno, a saber: la individualización de la culpabilidad58.
Problemas de identidad política: la corporación como un no-igual
El concepto de culpabilidad está relacionado, por último y especialmente en sus últimas evoluciones dogmáticas59, con el aspecto político de la identidad, esto es, con la capacidad del sujeto de posicionarse a favor o en contra de aquellas normas cuya infracción se le imputa. Partiendo de una tradición que va desde Kant (principio de auto-legislación) hasta Habermas (principio del discurso)60, el Estado sólo podría exigir el cumplimiento de las obligaciones penales a quienes ha asegurado el ejercicio de sus derechos correlativos, precisamente aquellos que asociamos a la ciudadanía política, esto es, la participación en el debate público y el derecho al sufragio. La pregunta es, entonces, si las empresas y el resto de organizaciones son auténticos sujetos políticos, si participan de modo relevante en la conformación de aquellas normas cuya infracción debería reprochárseles penalmente.
Pues bien, en lo que va desde Hobbes hasta Rawls, pasando por Kant, el concepto de ciudadanía política está restringido a las personas individuales: las organizaciones sociales serían el producto del pacto social, y no sus sujetos61. Más complicado es el juicio en lo relativo a la teoría del discurso de Habermas y su traslación al derecho penal por Günther. En lo que respecta a Habermas, a pesar de la apertura de los presupuestos comunicativos de los que parte62, en su planteamiento las normas jurídicas “están dirigidas a individuos”: “sólo se les supone y exige la capacidad de tomar decisiones racionales con arreglo a fines, es decir, libertad de arbitrio”63; formulación que parece excluir a las personas jurídicas, al menos como destinatarias directas. Llegamos, en cualquier caso, al problemático concepto de “libertad”, que en los planteamientos comunicativos está en gran medida vacío de contenido. Así, para Günther, la libertad comunicativa no está conectada a la libertad de acción o de voluntad, tampoco a cuestiones ontológicas o metafísicas, sino que depende del “trasfondo comunicativo” de la sociedad64. Ello implica que su atribución a la organización dependerá de cómo la sociedad se entienda a sí misma y de cómo entienda a las organizaciones65.
Más allá de que aquí vuelven a aparecer los problemas ya tratados de remitir el contenido de los conceptos a la comunicación o al entendimiento social66, lo cierto es que incluso en el planteamiento de Günther parece difícil integrar a las organizaciones como “personas libres y deliberativas”. En primer lugar, porque el autor hace depender la capacidad de actuar de la posesión de “capacidades y disposiciones psíquicas y fisiológicas”67 de las que las organizaciones no disponen. En segundo lugar, porque dicho estatus está conectado a la capacidad para la toma de posición crítica frente a las manifestaciones propias y ajenas, así como frente a las normas68, lo que en las organizaciones sólo puede tener lugar, de nuevo, de modo mediato -por ej. la persona jurídica no puede “distanciarse” de lo que manifiesten sus administradores respecto a una política económica estatal-. Por último, la “persona deliberativa” debe ser reconocida socialmente como “origen de sus propias manifestaciones y acciones”, y como partícipe del reconocimiento mutuo de los ciudadanos como sujetos libres e iguales. Sin embargo, las organizaciones no son por sí mismas capaces de originación, pues el rastro de sus manifestaciones llevará siempre hasta la actuación conjunta de otras personas deliberativas -de nuevo, a las acciones primarias de su órgano-. Y lo que es más importante, no forman parte (ni deberían hacerlo) de la comunidad de sujetos libres e iguales: no sólo carecen del derecho al sufragio -el único que, al menos formalmente, asegura la igualdad-69, sino que, además, la ciudadanía corporativa implicaría otorgarles un estatus socio-político que no les corresponde -la organización puede ser disuelta por el mero acuerdo de sus socios, ergo no es un sujeto libre ni igual a ellos-70.
En definitiva, en el dudoso caso de que la culpabilidad penal dependiera exclusivamente de condicionamientos políticos71, el estatus de las organizaciones no podría considerarse en modo alguno equiparable al de los individuos: en lo político la organización es un no-igual respecto a los sujetos individuales, y en esa medida la ciudadanía no puede ser una vía por la que justificar su capacidad de culpabilidad.
Conclusión
Los modelos de culpabilidad colectiva aciertan en gran medida en la identificación de la organización como ente que “añade algo” a la subjetividad y disposición individual de sus miembros. Mi discrepancia está, sin embargo, en que la influencia que la organización pueda tener en la comisión de delitos -ese “algo” que añade, por mucho que sea- no es integrable en la semántica de la culpabilidad, y ello por dos motivos: la organización no tiene la capacidad de originar de modo autónomo el hecho organizativo que debería imputársele, pues su defecto de organización o su filosofía criminógena son fenómenos que emergen progresivamente de la actuación acumulativa, conjunta y difusa de sus miembros (presentes y pasados), y no de decisiones propias; en segundo lugar, la organización desarrolla sólo como prestación de sus miembros -esto es: de modo no autónomo y débil- las condiciones de identidad (temporal, unitaria, cognitiva, ética y política) que deberían justificar su estatuto de agente penal y su aptitud para el reproche de culpabilidad. En pocas palabras, aquello que la organización “es” -su filosofía o cultura corporativa- y aquello que “hace” -su correcta o incorrecta organización- depende de otros, y no es posible hablar de una culpabilidad propia fundada en prestaciones que la organización recibe de terceros.
La conclusión es que la articulación de una respuesta jurídica -penal o de otro tipo- frente a las personas jurídicas no puede realizarse mediante el concepto de culpabilidad sin que éste pierda su contenido característico72, lo que no parece deseable para un discurso penal que está basado, ya sea en sus fundamentos o en sus límites, en dicha noción. Pero la culpabilidad no es la única forma de responsabilidad conocida por el derecho, y por ello la dogmática jurídica debe dedicar sus esfuerzos, tal y como se viene haciendo ya73, a construir un paradigma y una dogmática específicos para unas personas, jurídicas y colectivas, cuya identidad específica exige un marco conceptual diverso al de la culpabilidad. Por supuesto, las diferencias con respecto a la dogmática penal individual serán a menudo pequeñas, incluso de matiz. Pero es precisamente esa riqueza de matices, de distinciones y de niveles, lo que ha caracterizado a la dogmática penal frente a otras formas de pensar el derecho penal, y por ello resulta preferible enriquecer el discurso para pensar lo distinto como distinto, que simplificarlo en conceptos vacíos para pensarlo como igual74.