A modo de introducción: Una breve nota del concepto (perverso) de corrupción pública
“Ya sea que la actividad sea pública, privada o sin fines de lucro, ya sea que uno esté en Nueva York o en Nairobi, uno tenderá a encontrar corrupción cuando alguien tiene un poder monopolístico sobre un bien o un servicio, tiene el poder discrecional de decidir si alguien lo recibirá o no y en qué cantidad, y no está obligado a rendir cuentas. La corrupción es un crimen de cálculo, no un crimen pasional. En verdad, hay santos que resisten todas las tentaciones, y funcionarios honrados que resisten la mayoría de ellas. Pero cuando el tamaño del soborno es considerable y el castigo, en caso de ser atrapado, es pequeño, muchos funcionarios sucumbirán. El combate contra la corrupción, por lo tanto, empieza con mejores sistemas”.2
En efecto, lo expresa muy gráficamente Klitgaard, la corrupción es un crimen de cálculo, no un crimen pasional, y para combatir la corrupción se requiere de “sistemas”3 ¿Pero qué sistemas aplicar para prevenir y detectar la corrupción en el sector público? Ése es el quid de la cuestión. El camino hacia este propósito no es sencillo desde la raíz. El primer aspecto que presenta aristas no es otro que la propia delimitación del objeto de estudio que supone el punto de partida del presente trabajo. Si se pretende atajar la corrupción en la Administración a través de medidas de prevención y control, el primer paso ineludible consiste en trazar los elementos que construyen el concepto de corrupción pública. Y, precisamente, la definición de la corrupción pública no ha sido un aspecto pacífico4, muy al contrario, los matices son muy variados. La solución pasa por ofrecer una definición de mínimos o tratar de encontrar una definición rigurosa que aporte más información sobre el fenómeno5. La complejidad que supone ofrecer un concepto preciso ha provocado el efecto inverso, esto es, que se evite definirlo, acudiendo a la “socorrida” solución de asimilar la corrupción pública a los tipos penales de corrupción6. Esta opción distorsionaría el concepto, ya que equipara la corrupción punible a la corrupción pública.
Desde la perspectiva del Derecho Administrativo, la corrupción pública se ha definido como “una mala administración o un mal gobierno dolosos en el ejercicio de poderes públicos que no busca el interés general, sino el beneficio de una persona física o jurídica”7. Dentro de la propia corrupción pública existe otra tipología subyacente de suma relevancia. Se trata de distinguir en atención al sujeto que promueve o ejecuta la corrupción. Este criterio permite dejar patente la diferencia esencial entre la corrupción política y la administrativa. En la primera, están implicados políticos, sean electos o nombrados por razones de confianza y, la segunda, está conformada por funcionarios o empleados públicos, seleccionados, en principio, por criterios basados en la meritocracia y estabilidad en el puesto. Este concepto abierto de corrupción permite, a su vez, abrir una doble vertiente de la corrupción, al existir una corrupción punible por el Derecho Penal y una corrupción sancionable desde el Derecho Administrativo. Para Nieto García la corrupción pública empieza cuando el poder, que ha sido entregado por el Estado a una persona a título de administrador público, “no se utiliza correctamente al desviarse de su ejercicio, defraudando la confianza de sus mandantes, para obtener un enriquecimiento personal”8. La corrupción pública también ha sido definida desde una triple dimensión: como una quiebra de las normas legales (concepción jurídica( o de las normas éticas no escritas (concepción ética(, pero con apoyo social generalizado (concepción sociológica( relativas a cómo se debe ejercer el servicio público, “para proporcionar servicios o beneficios a ciertos grupos o ciudadanos de forma oculta, con ganancia directa o indirecta, en mente”9.
Las categorías ligadas a la corrupción son tan sutiles que existe una línea divisoria muy fina entre el denominado engrasamiento y el clima de corrupción10. En el engrasamiento, el corruptor realiza cualquier tipo de acto para ganarse la confianza del empleado público a cambio de una contraprestación ligada a su cargo o función. En el clima de corrupción la diferencia estriba en que el corruptor no tiene en mente un concreto comportamiento futuro del empleado público, sino que se entrega o se realiza algo sin esperar una contraprestación específica. El ejemplo más ilustrativo del clima de corrupción es aquel en el que se hacen regalos o se conceden ventajas a empleados públicos que tratan de fomentar buenas relaciones personales e incluso su disponibilidad de cara al futuro. El propósito de tales esfuerzos por ganar la simpatía y buena voluntad de empleados públicos y privados se dirige a crear un clima interpersonal que pueda tener efectos positivos en relación con sus decisiones. Se espera en el futuro alguna decisión favorable, algún comportamiento especial del empleado o la obtención de alguna ventaja desleal, pero no se tiene en mente un acto concreto del cargo. ¿Es esto ya corrupción pública?
Los delitos de corrupción pública no aparecen delimitados dentro del Código Penal español11, sino que se configuran como aquellos tipos que poseen determinadas notas criminológicas propias de la corrupción12. La flexibilidad con la que se hace referencia a los “delitos de corrupción pública” ha propiciado un vaciamiento de su concepto, especialmente incentivado por el uso que se hace en los medios de comunicación que, en muchas ocasiones, han pervertido su significado, arrastrando hacia sus confines prácticamente a todo delito relacionado con la figura de políticos13. Parece que todo puede ser corrupción. En efecto, como señalaba Saussure, el punto de vista es quien crea el objeto14 y, este presupuesto, en el terreno de la corrupción, opera en todo su esplendor. Para De la Mata Barranco la conducta corrupta “habrá que analizarla a través del delito que sea el que trate de atajar la misma y no otro tipo de menoscabo a un interés necesitado de tutela”. Pese a que ello nos remite a los delitos contra la Administración Pública, insiste en que determinados delitos como el delito de malversación de caudales públicos o los fraudes no conformarían estrictamente el elenco de delitos de corrupción porque se adolecería del elemento corruptor15. Este autor estima que la corrupción pública, en su versión más estricta, estaría más íntimamente ligada al delito de cohecho y al de tráfico de influencias, que “son los que reflejan ese co-hacer de dos con finalidades no convergentes, pero sí encontradas” 16.
No obstante, esta concepción tan restringida de los delitos considerados de corrupción pública me parece demasiado rigurosa con la estructura clásica que contempla la existencia de un corruptor y un corrupto. El abuso de poder como desvío de las funciones públicas con fines privados debe ser la nota preponderante, máxime cuando la corrupción contemporánea ha difuminado la frontera entre lo público y lo privado, por el crecimiento de la Administración pública y la diversificación del proceso de toma de decisiones en el aparato público17. En este sentido, Doval Pais y Juanatey Dorado equiparan como delitos de corrupción pública, con algunos matices, la categoría de delitos contra la Administración pública, ya que son los que esencialmente implican «la utilización de bienes o servicios públicos para el ilícito favorecimiento de intereses particulares», si bien admitiendo que esta asimilación puede dar lugar tanto a sobreinclusiones como a infrainclusiones18. De forma amplia se ha estimado que la corrupción pública se equipara al “abuso de posición por un servidor público, con un beneficio extraposicional directo o indirecto (para el corrupto o los grupos de que forma parte éste), con incumplimiento de normas jurídicas que regulan el comportamiento de los servidores públicos”19.
Se ha de reconocer que pocos conceptos se emplean con una riqueza semántica tan amplia como el concepto de corrupción tanto es así que “corrupción” puede ser casi todo y, al mismo tiempo, casi nada: ¿Es corrupción la inactividad, la inacción, ante un comportamiento corrupto? Ahondando en esta cuestión, Della Porta y Vanucci definen la corrupción como “aquellas acciones u omisiones que tienen que ver con el uso abusivo de los recursos públicos para beneficios privados, a través de transacciones clandestinas que implican la violación de algún modelo de comportamiento”20. En toda corrupción hay un intento de obtener un beneficio, sea económico o no, se consiga o no finalmente. En cualquier caso, es el abuso de posición el elemento relevante, a mi parecer, más allá de que exista una oferta de beneficio extraposicional21.
Una vez efectuadas estas precisiones, el propósito de las líneas siguientes es ahondar en el estudio de la corrupción pública en España a través de la nueva visión del Public compliance, entendido como la simbiosis entre la ética pública y los elementos desarrollados en los programas de cumplimiento normativo en las empresas como mecanismos que permitan construir una estrategia anticorrupción en las Administraciones públicas22. Para ello, se parte de los instrumentos que permiten medir la corrupción, enfatizando la contradicción existente cuando se emplean datos objetivos y aquellos relacionados con la percepción en España. A continuación, se plantea la necesidad de estructurar un Public compliance, tomando como premisa los principales datos cuantitativos y cualitativos que hasta el momento se disponen del fenómeno de la corrupción pública. Para lograr este cometido, se tratan de extrapolar elementos e instituciones propias de los programas de cumplimiento en las empresas a las estructuras de las Administraciones públicas, replanteando las figuras que ya existen en estas últimas y, por último, se esbozan algunas cuestiones en torno a la responsabilidad penal en que pueden incurrir los entes públicos en el Código penal español.
1. La medición de la corrupción pública en España. La dualidad entre percepción y datos objetivos
Cuando se aborda un problema como el fenómeno de la corrupción pública, el principal obstáculo se encuentra en su cuantificación. Su análisis más habitual se lleva a cabo a través de métodos que pueden ser objetivos23 y subjetivos24. En primer término, se puede realizar desde un prisma considerado objetivo, cuantificando las denuncias de corrupción, las investigaciones abiertas por el Ministerio Público o los Jueces de Instrucción, así como las sentencias condenatorias. En segundo término, la vertiente subjetiva engloba indicadores basados en la experiencia y percepciones, bien a través de encuestas de percepción de corrupción a inversores nacionales y extranjeros, a expertos y a la ciudadanía en general o, por último, mediante encuestas de victimización, en las que se pregunta a los ciudadanos por sus experiencias directas con la corrupción -principalmente sobornos o extorsiones para el acceso a la prestación de servicios públicos−.
Los escándalos de corrupción producidos en las Administraciones públicas han inundado en los últimos años la actualidad de los medios de comunicación en España. Tanto es así que la preocupación por la corrupción por parte de los ciudadanos ha ido creciendo exponencialmente con el paso del tiempo. El barómetro del CIS, de noviembre de 2016, vuelve a situar la corrupción como el segundo mayor problema de España25. La “sensación térmica” de los ciudadanos sobre la corrupción es muy elevada, de facto, para hallar una preocupación tan acusada por la corrupción hay que remontarse, desde que existen datos del CIS, al año 1995, en el que España finiquitaba una crisis iniciada en 1993 y que, precisamente, tenía como notas predominantes una recesión económica y un alto porcentaje de paro26. No obstante, conviene puntualizar que este alud de casos de corrupción procede, en su mayoría, de una época ligada a la burbuja inmobiliaria y la bonanza económica, especialmente, en el último trimestre de 2007. Se estaría ante un “retraso en los efectos” o lag times que abriría el interrogante de si esa sensación de mayor corrupción es engañosa, pues los casos mediáticos generan la impresión de que la corrupción es mayor que cuando no se perseguía. Se incrementa así la percepción de corrupción por parte de los ciudadanos cuando realmente podría estar reduciéndose. Por ello, es esencial trazar una distinción entre la “corrupción real” y la que marcan los índices de la percepción de la corrupción.
En la Guía del usuario para medir la corrupción de la ONU se hace referencia, entre otros, a dos tipos de indicadores para medir la corrupción: los basados en una única fuente de información y los compuestos. Estos últimos, también denominados proxy, tienen un carácter indirecto, pues ayudan a medir la corrupción a través de la agregación de diferentes indicadores. De esta manera, la corrupción, como fenómeno complejo, se analiza teniendo en cuenta diversos signos o señales característicos, ya que no existe un único indicador que contenga suficiente información para efectuar una visión de conjunto. En suma, la combinación de los indicadores objetivos y subjetivos permite aproximarse criminológicamente, de forma más fiable, al estudio de la corrupción27.
1.1 Medición objetiva
La medición de la corrupción empleando datos objetivos deviene en una tarea sumamente ardua en España, ya no sólo por la complejidad del fenómeno, sino precisamente por la inexistencia de datos públicos que permitan realizar un estudio preventivo sólido28. A ello se adiciona el propósito difuso de las mediciones objetivas, en las que no se conoce si lo que se mide realmente es la calidad del sistema judicial, por el número de condenas que finalmente se han producido, o la eficacia policial en sus investigaciones. Un país en el que la corrupción sea muy acusada puede no tener en las estadísticas judiciales un correlato sencillamente porque existe impunidad y, en su reverso, un país con una corrupción más controlada puede tener mayor número de condenas y causas abiertas porque la corrupción es más perseguida por la policía y el sistema judicial29.
Los principales indicadores objetivos sirven como instrumento para medir la corrupción penalmente punible -datos del Consejo General del Poder Judicial, Ministerio del Interior, Fiscalía General del Estado o Registro Central de Penados−. Sin embargo, una fuente tan valiosa como las estadísticas sobre los procesos de corrupción acaecidos sólo existe desde principios del año 201730, tras la publicación del repositorio del Consejo General del Poder Judicial de datos sobre procesos de corrupción31. Este repositorio presenta estadísticas ordenadas por trimestres de 2015 y 2016, por Comunidades Autónomas y desglosadas en función del órgano jurisdiccional encargado del enjuiciamiento. Se contabilizan los procesos penales por delitos relacionados con la corrupción pública32, abarcando tanto a los que tengan un auto de procesamiento o de apertura de juicio oral como a los condenados por sentencia firme. Los datos del repositorio establecen que, entre el 1 de julio de 2015 y el 30 de septiembre de 2016, los Juzgados y Tribunales españoles dictaron auto de apertura de juicio oral o de procesamiento por delitos relacionados con la corrupción contra 1.378 personas, de las cuales 399 han sido condenadas en sentencia firme. Los delitos más cometidos se concentran en los tipos de prevaricación administrativa, prevaricación urbanística (delitos contra la ordenación del territorio, urbanismo, medio ambiente y patrimonio histórico) y malversación. No obstante, el repositorio no aporta, a mi juicio, una estadística pormenorizada o profunda que entre en el detalle del tipo de delito cometido y las características del condenado (funcionario, político o contratado laboral) que lo ha perpetrado, así como el nivel de la administración y el ámbito de actuación en el que se produce. Estos datos permiten distinguir cuantitativa y cualitativamente la corrupción política de la administrativa e incluso de lo que se puede catalogar como «casos aislados». Por el contrario, registra datos más generales: el sexo de los acusados o procesados, así como su nacionalidad33. De las 99 sentencias dictadas en procedimientos por delitos de corrupción en los cinco trimestres estudiados, 72 fueron total o parcialmente condenatorias, representando el 72,7 por ciento del total34.
La Fiscalía General del Estado cuenta con datos en sus memorias agrupados por delitos, permitiendo individualizar aquellos que podrían corresponderse típicamente con la corrupción. El déficit de los datos aportados por la FGE, de nuevo, es la no identificación del sujeto, en el sentido de si se trata de un funcionario o cargo político, por lo que no permite un análisis de raíz. Si bien tienen el aspecto positivo de facilitar el dato del lugar donde se ha producido la condena, por lo que puede ayudar a componer un mapa de la corrupción, considerando las provincias en las que existen mayores cotas de corrupción pública. Asimismo, el Registro Central de Penados, disponible desde 2007, ofrece el número de condenados por sentencia firme cada año por tipo de delito. El problema es que este Registro no permite efectuar una fotografía de conjunto, ya que teniendo en consideración la lentitud de las causas relacionadas con la corrupción (una sentencia firme puede dilatarse hasta 9 ó 10 años, si se cuentan los tiempos de duración de los procesos de primera instancia, en apelación y ante el Tribunal Supremo), el dato de los condenados por corrupción y año no es indicativo o real35.
Por último, los datos del INE en relación con el Registro Central de Penados arrojan que las actuaciones corruptas no terminan de trasladarse a las estadísticas de condenas. Una muestra se puede apreciar en que únicamente fueron condenados por tráfico de influencias cuatro personas en 2014, mientras que en 2013 tan sólo una36. Jareño Leal apunta, entre otros, motivos explicativos de la escasa cifra de condenas penales por los delitos de prevaricación, cohecho, tráfico de influencias, fraudes y negociaciones prohibidas: el sobreseimiento de las causas que se inician por mera animadversión política, las dificultades probatorias insalvables en una materia tan compleja como la contratación pública o la absolución penal y el desvío a la sanción administrativa37.
En suma, pese a que en los últimos tiempos se ha tratado de fomentar la transparencia y perseguir la corrupción, la mayoría de los datos con los que se puede cuantificar la corrupción pública en España proceden de su medición subjetiva, a través de la percepción de los ciudadanos.
1.2 Medición subjetiva
La carencia de datos objetivos conduce al obligado recurso a los índices de percepción de la corrupción. Estos índices tienen una primera deficiencia de contenido, al quedar el propio concepto de corrupción a la libre configuración del encuestado y, por tanto, su validez es cuestionable desde un punto de vista de la realidad del fenómeno38. El índice de Transparencia Internacional (Corruption Perceptions Index, CPI), compuesto por encuestas realizadas a expertos y empresarios39, es uno de los instrumentos más empleados en el contexto internacional para medir la corrupción. Pese a su indudable utilidad, se aduce como crítica que las puntuaciones que se otorgan a los diferentes países no miden la corrupción en sí, sino que simplemente muestran las opiniones sobre su extensión en los diferentes países40. Esta tipología de índices genera el problema de simplificar en exceso la corrupción a un “único número”, esto es, se antoja complicado y bajo el riesgo de obtener un resultado sesgado aglutinar en una única cifra qué está sucediendo en un país en torno a un fenómeno poliédrico como es la corrupción. Precisamente, España, de todos los países de la Unión Europea, en tan sólo tres años es el que ha padecido cambios más bruscos en la percepción de la corrupción hasta considerarla como uno de los tres problemas más acuciantes41. Una de las fuentes más mencionadas a nivel nacional, los barómetros del CIS sobre corrupción permiten estimar la relevancia de esta materia para los ciudadanos, pero no la evolución real de la corrupción.
En el primer estudio sobre corrupción publicado por la Comisión Europea en 201442, en el que se agrupaban dos encuestas que evaluaban la experiencia y percepción de la corrupción entre ciudadanos y empresas europeas, España mostraba una percepción peculiar de la corrupción pudiendo ser calificada de dual con respecto a los países homólogos43. Los datos de la dualidad en la percepción son abrumadores, pues más de un 95 por ciento de los españoles declararon que la corrupción es un problema muy extendido en el país, mientras que la media europea se sitúa en torno al 76 por ciento. Por el contrario, la experiencia directa a la que se hacía alusión con anterioridad no se corresponde con el alto nivel de percepción: tan sólo el 2 por ciento (por debajo de la media europea que se sitúa en el 4 por ciento) declaró haber tenido que pagar algún soborno para obtener un servicio público. En este sentido, España se encuentra a niveles tales como los de Suecia y Dinamarca. Pese a ello, el 63 por ciento de los ciudadanos españoles estima que la corrupción les afecta en su vida cotidiana y sólo el 10 por ciento considera que los esfuerzos del Gobierno para combatirla son eficaces.
Los datos del último Eurobarómetro (2013) reafirman lo aquí avanzado. Ante la pregunta de si “conoce usted a alguien que acepte sobornos”, la media en la Unión Europea es del 12 por ciento y en España los datos son aceptables con un 11 por ciento de respuestas afirmativas. Resulta llamativo que, en otros países, como Holanda, Suecia y Francia, los porcentajes sean más altos (15, 18, 16 por ciento respectivamente). Ante la pregunta de si “le han pedido a usted un soborno en los últimos 12 meses”, la media europea de respuestas afirmativas es de 4 por ciento y en España el dato es del 2 por ciento, con áreas como la sanidad o la policía inmaculadas, ya que ninguno de los encuestados afirmó haber pagado un soborno en estas materias sensibles. Y, finalmente, ante la pregunta de “si ha sido usted testigo o le han pedido un soborno en los últimos 12 meses” la media europea es de 8 por ciento, lo que coincide con las respuestas afirmativas en España.
Conviene resaltar que el concepto de corrupción testado por el Eurobarómetro es muy restringido, tanto que equipara la experiencia de corrupción al mero soborno. De ahí que no sea tan alarmante que en España la diferencia entre la experiencia personal de corrupción, medida por las tasas de victimización (haber tenido que pagar un soborno) y las percepciones sea más elevada que en el resto de países44. Si la experiencia personal fuera el índice clave en la corrupción, sin duda, España estaría en una posición bien ventajosa, pues se encontraría en los niveles cercanos a Alemania y Holanda, pero se trataría de una conclusión engañosa45. La corrupción percibida no se refiere únicamente a los sobornos, sino “a una forma de hacer política basada en la constante intromisión de los intereses particulares en la toma de decisiones políticas y viceversa, con efectos muy perversos para el bienestar colectivo”46.
Llegados a este punto, se trata de indagar en el porqué de esta disociación entre el alto grado de percepción social de la corrupción en España y los datos que niegan la corrupción sistémica en la prestación de servicios públicos. Una de las principales causas que pueden atribuirse a la percepción social es la cobertura mediática de la corrupción en los medios de comunicación47. Sólo entre 2008 y 2010 se calcula que casi el 50 por ciento de las noticias en la prensa nacional y regional abordaban la corrupción, la crisis económica y las tensiones partidistas48. Y ello acaba encontrando una correlación: cuando más ávido lector de prensa sea el ciudadano, mayor es la precepción de corrupción en el nivel político49. Otro de los aspectos que pueden afectar a la percepción social de la corrupción tiene su foco en el devenir económico del país. Así pues, con la crisis económica, los ciudadanos tienden a pensar que el gobierno es más corrupto. Este hecho se puede constatar en los diferentes barómetros del CIS, en los que existe una correlación entre la percepción del rendimiento económico y la consideración de la corrupción como uno de los tres problemas más acuciantes de España. Pero esta correlación se incrementa cuando el porcentaje de personas que creen que la situación económica del país es «mala o muy mala» supera el 50 por ciento. También existe una poderosa conexión entre las percepciones de que la economía “va mal o muy mal” y la percepción de los políticos como uno de los tres más importantes problemas del país.
En lo que respecta a la contratación pública, los datos del Eurobarómetro 374 (2014), que aborda las actitudes de las empresas ante la corrupción en la Unión Europea, son muy ilustrativos. Con carácter general, las empresas del área de la construcción son las que tienen percepciones más altas sobre corrupción en toda Europa, pero especialmente en España, es la construcción de infraestructura y la gestión de los residuos los espacios de corrupción que acaparan el mayor porcentaje (el 97 por ciento frente al 75 por ciento de la media europea). La corrupción, para el 54 por ciento de las empresas españolas, es un problema al hacer negocios (frente al 43 por ciento de la media europea), el patronazgo lo es para el 46 por ciento (frente al 41 por ciento de la media europea). La conclusión que puede extraerse es que España se encuentra en el podio, de nuevo en medición subjetiva, en Europa, en la creencia por parte de sus empresas de la existencia de corrupción en la contratación: 83 por ciento a nivel nacional y 90 por ciento a nivel regional y local (cifrándose la media europea en un 56 y 60 por ciento, respectivamente). El 93 por ciento de las empresas españolas estima que la corrupción y el favoritismo daña los negocios (frente al 73 por ciento en la media europea); y el 78 por ciento considera que los sobornos y las conexiones son la forma más sencilla de obtener servicios públicos (frente al 69 por ciento de la media europea).
Especialmente reveladora del clima de corrupción existente para poder ascender en la escala social es una encuesta realizada en 2010, en la que se preguntó cuál era el factor más relevante para llegar a ser rico en la sociedad española50. Los datos son abrumadores: más del 56 por ciento apuntó “tener buenos contactos y cultivarlos”, casi el 20 por ciento respondió “tener buena suerte” y únicamente el 18 por ciento seleccionó “tener buenas ideas y esforzarse en aplicarlas”. Estos datos explican que lo que se percibe como normal en el ámbito de la política es el dogma “el sistema funciona así” y, por ello, los actores que en él participan se dedican a invertir tiempo en el cultivo de esas redes clientelares sociales. Esta percepción es cultural y educativa. Ello conecta con la idea de Cox sobre la importancia de la cultura organizativa: la corrupción es conducta aprendida. Sobrevive porque dentro de la organización se convierte en conocimiento tácito de cómo hacer las cosas y tener éxito, con ello, se justifica y se hace atractiva para sus miembros51.
En definitiva, los índices de percepción de la corrupción pueden ser relevantes como “termómetro” de la opinión de la ciudadanía en un país, pero no pueden alzarse como parámetro decisivo. Para una comprensión unitaria del problema deben recurrirse a las mediciones objetivas para detectar si existe o no una correlación.
1.3 La singular concepción de la corrupción sistémica
La percepción de la corrupción de la sociedad española, como se ha explicitado supra, es muy elevada, sin embargo, conviene interrogarse acerca de si esta alta percepción subjetiva es indicadora de lo que los expertos denominan corrupción sistémica. Bajo el paraguas de la corrupción sistémica, en opinión de Villoria Mendieta, se engloba las siguientes situaciones:
“Si cuando usted sale a la calle hay bastantes posibilidades de que cualquier policía le pare y le pida un soborno, si la aceptación en un colegio y las notas de sus hijos dependen de sobornos, si su aceptación en un hospital y el tratamiento también dependen de aceptar cohechos y si los jueces dictan sentencia en función de lo que reciben de los políticos y enjuiciados entonces usted vive en un país de corrupción sistémica”.52
Si se trata de buscar un reflejo de estas situaciones en la realidad española, no se va a encontrar. Se aduce, por ello, que la corrupción no es sistémica, precisamente, por los datos en la experiencia directa de la corrupción, extraídos de encuestas de victimización.
Estos datos permitirían, según los expertos, señalar que la corrupción en España se centra en un terreno más acotado, el de la corrupción política, ligada a la financiación de los partidos políticos, las campañas electorales53 y, de forma genérica, la relativa a la gestión del gasto público en gobiernos locales y autonómicos. Muy al contrario, me parece que no se puede obviar que los múltiples supuestos de corrupción política no se hubieran producido si no existiera una cierta relajación de los controles administrativos previos, que corresponden a determinados funcionarios54. Por ello, cabe plantearse que la corrupción política podría tener ciertos resortes en el sistema administrativo. En todo caso, es cierto que la corrupción institucional considerada como la comisión de hechos delictivos cometidos por los propios funcionarios públicos no es la habitual55. Aunque no existan frecuentemente sobornos para la prestación de los servicios públicos, a mi juicio, no es indicador de que la corrupción no sea sistémica56. La corrupción está afincada a niveles más preocupantes en connivencia con el poder político57. La inexistencia de sobornos para la prestación de los servicios públicos es únicamente un síntoma de que en España no se da la corrupción más burda y cotidiana, pero no es óbice para concluir que la corrupción no es sistémica. Se podría catalogar como sistémica, si se pretende ser riguroso con las clasificaciones y categorías, la corrupción política en España. La corrupción política, como apunta Dopico Gómez-Aller, es “estructural y no coyuntural no sólo deriva de su persistencia y extensión, sino de la reiteración de pautas delictivas similares y de su vertebración por todo el territorio”58.
Considero que el concepto de corrupción sistémica está alojado en un umbral muy vasto de corrupción, el de la corrupción de “a pie de calle”, pero olvida que el clima organizativo59 tóxico existente es de proporciones gigantescas. ¿Acaso la corrupción política no es la más sistémica de todas? La corrupción política es ubicua y es tan porosa que se ha filtrado por el sistema de forma transversal60. En suma, la corrupción sistémica en el sentido mencionado ha generado un clima ético que se materializa en cómo las percepciones son compartidas en una organización de lo que es éticamente correcto y de cómo los dilemas éticos deben ser resueltos. La corrupción ha de ser entendida, en clave político criminal, como “la intencionada desnaturalización de las finalidades objeto de las instituciones públicas en beneficio patrimonial o simplemente de poder de un sujeto o grupo de sujetos”61. En consecuencia, se puede argumentar que la corrupción en España es sistémica en cuanto concurren tres notas: la habitualidad, permanencia y organización para su comisión. No se trata, como incide Queralt Jiménez, de prácticas aisladas y esporádicas, sino de hechos que pretenden perdurar en el tiempo62.
2. El Public Compliance como mecanismo para combatir la corrupción pública
2.1 Necesidad de un Public Compliance
La carencia de controles preventivos en las Administraciones públicas ha contribuido a generar un caldo de cultivo ideal para los agentes corruptos. Frente a la incapacidad para detectar comportamientos corruptos en el propio seno de la organización, resulta llamativo que las corporaciones privadas se hayan visto incentivadas por el Estado a promover programas de cumplimiento normativo en sus organizaciones63, mientras que estas medidas de control preventivo no se han trasladado al ámbito de la Administración pública con la debida celeridad64. Parece evidente que, al margen de discusiones jurídicas, existe un cierto consenso en admitir que una sociedad no puede superar la corrupción recurriendo únicamente al Derecho Penal65. Por consiguiente, la estrategia frente a la corrupción en estos momentos no necesita más producción legislativa penal66, sino técnicas que permitan aminorar las oportunidades delictivas y, en definitiva, los escenarios que faciliten comportamientos corruptos67. Y, para ello, se requiere mucho más que una revisión de tipos en el Código Penal68 y una aplicación forzada de la técnica del isomorfismo institucional, consistente en importar instituciones de otros países que pretenden paliar la corrupción. Las soluciones en esta materia deben llegar desde un diagnóstico profundo con análisis de riesgos que permitan representar la realidad del problema, que sirvan de base para la aplicación de técnicas de prevención situacional que aumenten el riesgo percibido, procurando que la detección del delito sea más probable, incrementando el esfuerzo o, al menos, aparentar que es más arduo cometer el delito y, por ende, reducir los beneficios percibidos. Estas medidas deben ir complementadas de reformas extrapenales, ya que, de lo contrario, la regulación penal tendrá una efectividad testimonial69. Los datos que ayudan a trazar los contornos de la corrupción pública y construir controles que permitan identificar los comportamientos corruptos70, como el nivel de la Administración en el que se ha cometido el delito, la tipología del infractor ya sea empleado público (funcionario, laboral o político), así como el ámbito de actuación en el que se produce, son caracteres esenciales para alcanzar conclusiones y que, sin embargo, han sido obviados. Se han aplicado políticas anticorrupción sin medir los efectos y evaluar los patrones de comportamiento ya existentes.
La prevención del delito puede orientarse a reducir las oportunidades para delinquir por medio del “diseño de personas”, “diseño de lugares” y del “diseño de objetos”71. Tanto el primero como el segundo tienen una relevancia fundamental en el ámbito de la delincuencia en la Administración pública. Para el “diseño de personas” es necesario un programa que coordine, controle y gestione las oportunidades delictivas y, en la Administración, este programa tiene nombre propio: Public compliance. En cuanto al segundo, al “diseño de lugares”, también desempeña un papel decisivo, si se entiende dirigido a la forma de construir la organización que, al fin y al cabo, es el lugar en el que se aplicarán técnicas de prevención situacional72. La idea que se persigue con las técnicas de prevención situacional, en el ámbito de la Administración pública, no es otra que, desde la perspectiva de la elección racional, estimular “sentimientos de consciencia en el momento en que el infractor contempla la posible comisión de una forma específica del delito”73.
En las siguientes líneas se propone abordar la tarea de prevención de la corrupción desde el prisma de un Public compliance que genere un marco concreto en función de la fisonomía de la Administración. Este Public compliance estaría conformado por un mapa o análisis de riesgos, un procedimiento o canal de denuncias apropiado y organismos de control interno y externo74. Para lograr esta finalidad, se pretende importar elementos e instituciones propias de los programas de cumplimiento en las empresas a las estructuras de las Administraciones públicas, si bien para lograr este propósito es necesario que se reformulen ciertas instituciones.
2.2 Propuesta de Public Compliance desde un prisma criminológico. Los corporate compliance como punto de referencia
Para explicar el fenómeno de la corrupción, desde las teorías económicas, se ha recurrido a la teoría principal-agente (o teoría de la agencia) de Klitgaard, que todavía hoy cobra relevancia:
“La corrupción es el abuso de posición para beneficio personal. La posición se refiere a un puesto desempeñado, para el que se otorga una autoridad sustentada en la confianza de un principal, en el que el actor que lo desempeña (agente) debe actuar en beneficio de tal principal (sea la ciudadanía, los accionistas o los miembros de la asociación) y no en beneficio propio”75.
La aplicación de la teoría de la agencia al control de la corrupción se traduce en el análisis de las condiciones que generan incentivos en los comportamientos corruptos de los individuos. La teoría de la agencia ha sido habitualmente aplicada en el terreno de la organización de empresas, sin embargo, las piezas del funcionamiento de una empresa pueden, a mi juicio, ser extrapolables, con matices, al campo de la Administración pública. La máxima de esta teoría requiere de un principal (en nuestro caso, Administración pública en sentido abstracto que defiende unos intereses públicos) que necesita de un agente (empleados públicos, ya sean funcionarios, laborales o políticos) para relacionarse con sus clientes (la ciudadanía)76.
La corrupción es “un crimen de cálculo, no un crimen pasional” y, esta nota característica nos conduce al terreno de la teoría de la elección racional, de los beneficios y costes percibidos por el potencial delincuente que pondera si llevará a cabo el delito. La teoría de la elección racional se plasma en la idea de que la conducta delictiva deriva de un proceso racional de toma de decisiones en el que el sujeto actúa con una determinada finalidad eligiendo entre las opciones que posee77. Con este contexto de fondo, la estrategia anticorrupción se orientaría a la reducción de los incentivos que se encuentran los sujetos que interactúan en las Administraciones públicas. En la teoría del agente-principal se identifican dos situaciones en los que la actuación fraudulenta se instala en la estructura organizativa: la selección adversa y el riesgo moral78. En la primera situación se selecciona al agente que actuará en nombre del principal. Los agentes seleccionados son inadecuados -de ahí que se denomine selección adversa- para que actúen en nombre del principal. En la Administración pública, el paradigma de selección adversa lo constituye los cargos de libre designación. En la segunda situación, la de riesgo moral, el agente actúa en nombre del principal sin que éste tenga un conocimiento completo de todas las acciones de aquél. El agente, en este escenario, aprovecha esta situación para realizar actividades que son contrarias a los intereses del principal. El riesgo moral en el caso español residiría en los controles preventivos ineficientes. Esta teoría de la agencia trasladada al ámbito de la corrupción en la Administración vendría a tratar de atajar procesos de selección, mayoritariamente de designación política, que no responden a los intereses públicos de la propia Administración (principal). Los partidarios de la teoría de la agencia construyen los mecanismos anticorrupción a través de un control tanto ex ante como ex post79.
En el sector público, las lagunas en el diseño institucional, el monopolio y discrecionalidad del agente (empleado público o cargo político), sin instituciones específicas que promuevan la imparcialidad, así como la rendición de cuentas, generan múltiples oportunidades de que el agente actúe en beneficio propio y no por el propio principal80. Los agentes corruptos, como actores racionales, miden cómo los demás van a actuar. De esta manera, si existe una creencia generalizada de que la mayoría de los ciudadanos actúa corruptamente y, además, con impunidad, los incentivos para actuar de forma reprochable se multiplican81. Las teorías de la agencia incurren en un error: presuponen que el principal siempre va a estar interesado en controlar al agente para que actúe en defensa de sus intereses y, en suma, no contemplan al principal “sin principios”82.
Para un análisis certero de riesgos no se puede obviar los relevantes componentes teóricos que aporta la criminología. La Administración, entendida en términos de la teoría de elección racional, no deja de constituirse, pese a su carácter público, como una estructura organizacional que suministra oportunidades para cometer delitos (hot spots). La ponderación de costes/beneficios que realizan los corruptos conecta con el modelo conceptual de la elección racional, si bien se ha de considerar las singularidades de la delincuencia en la Administración pública tomando ciertos elementos básicos de este modelo que ya extrapolaron Paternoster y Simpson a la realidad empresarial83. El modelo propuesto parte de la teoría de la elección racional de la criminología en los siguientes aspectos: i. La decisión de delinquir depende de los costes y beneficios esperados (percibidos) por el infractor potencial: los costes del delito incluyen la severidad y probabilidad de las sanciones jurídicas; ii. Los modelos de la elección racional deberían ser específicos para cada clase de delito debido a que el tipo de información necesitada y utilizada por los infractores varía considerablemente según el delito de que se trate; iii. La decisión de delinquir en una circunstancia específica (el evento delictivo) se ve afectada por las características del contexto inmediato del delito84.
A la vista de lo expuesto, puede subrayarse que la Teoría de las Actividades Cotidianas (en adelante, TAC) podría ser un relevante soporte para construir controles previos frente a la corrupción. Esta teoría podría sintetizarse en la existencia de un delincuente motivado, con un objetivo apropiado para ser victimizado que, en ausencia de guardianes capaces de prevenir el delito, puede constituir una oportunidad para un delito85. En el supuesto de la corrupción pública, esta teoría debe ser matizada, al poseer ciertas singularidades que se justifican por el tipo de ente público. El objetivo apropiado o la víctima en materia de corrupción en la Administración pública es difusa. No existe una víctima directa e individual, contribuyendo a la existencia de una cifra negra. La víctima no se personifica, sino que es un ente abstracto como es la Administración pública y el interés general. En consecuencia, la capacidad para potenciar los sentimientos de culpabilidad asociados a la realización del comportamiento criminal se advierten complejos86. Asimismo, la ausencia de guardianes capaces que indica la TAC no tiene por qué necesariamente centrarse en “figuras de policía”, de control formal, sino que es la potencialidad de otros actores de denunciar irregularidades en la propia administración, el control informal, lo que provoca un descenso de oportunidades delictivas y un aumento de la percepción a ser detectado.
2.2.1 Identificación y clasificación de riesgos: nuevo enfoque y problemas
No se han puesto los instrumentos y medios para abordar una materia tan relevante como el análisis de riesgos en la Administración pública. Es obvio que para prevenir hay que identificar, en primer término, el origen del déficit. Y, sin embargo, mientras que en las corporaciones privadas se han ido instaurando técnicas y metodologías más sofisticadas para llevar a cabo los análisis de riesgos87, en las Administraciones públicas sólo existen procedimientos de control que han quedado obsoletos, incapaces de detectar la corrupción.
En este punto conviene ofrecer una panorámica del estadio de la Administración en el que se produce la corrupción y, en mayor detalle, en qué esferas competenciales. La división de la Administración en España en tres niveles interesa para determinar si en todos estos niveles se detecta la corrupción pública de igual manera. La respuesta es rotunda: no existe una corrupción pública homogénea. Las Administraciones locales concentran el grueso de la corrupción. Se identifica que a nivel europeo las Administraciones más permeables a la corrupción, por poseer unos controles más débiles que los de la administración central y disponer de unos incentivos más propicios para que se produzca, son las Administraciones locales88. ¿Pero existen datos objetivos que confirmen estas aseveraciones en España? Un estudio privado analizó, en el periodo 2011-2014, un total de 330 condenas, seleccionadas sobre delitos característicos de la corrupción pública89, confirmando que el entramado corrupto tiene mayores resortes en el nivel de la Administración local −48,5 por ciento frente a un 27 por ciento de la Administración General del Estado−90. Precisamente lo relevante del estudio es que permite hilar fino, hacia el detalle de qué cargo o puesto ostentaban los condenados implicados en estos delitos y el nivel de la Administración pública en el que se produjo. Este dato no consta en ninguna fuente pública u oficial.
En cuanto a la corrupción en las Comunidades Autónomas, de las 330 resoluciones analizadas, se observa que las más numerosas se refieren a delitos de corrupción en Administraciones públicas de Andalucía (un 27,7 por ciento), Baleares (12,4 por ciento) y Cataluña (10 por ciento). El European Quality of Government Index (EQI), indicador de la calidad de gobierno en 206 regiones de 24 países europeos, muestra que las comunidades españolas con mejores resultados (Asturias, Cantabria, País Vasco o La Rioja) obtienen un resultado similar a la media europea, mientras que aquellas que obtienen una peor puntuación (Canarias, Extremadura, Comunidad Valenciana o Galicia), se encuentran en la zona media-baja del índice91. Esta mayor permeabilidad a la corrupción en las Administraciones locales y autonómicas puede explicarse en atención al grado de discrecionalidad de las decisiones, así como en un mayor peso de la provisión de cargos de libre designación, a los que se añade el libre cese y, a mayor abundamiento, la dependencia salarial y profesional de los encargados del control, como la figura de los interventores.
Cobra una especial importancia el ámbito de la actuación administrativa en el que se manifiesta la corrupción. El núcleo se concentra en actividades en las que la legislación administrativa permite un mayor grado de discrecionalidad. Si se analizan los ámbitos de actuación en los que se localizan casos de corrupción en la muestra de las 330 sentencias, en función del nivel territorial de la Administración, se observa un dato muy relevante: los casos de corrupción en materia de contratación se dan exclusivamente en los niveles local y autonómico, y especialmente en el primero, a pesar de que la contratación, lógicamente, se produce en todas las Administraciones. Se estima que los pocos supuestos registrados en el ámbito de la AGE se deben a la existencia de unos controles administrativos más estrictos. Las condenas por delitos de corrupción se concentran en el ámbito de la contratación del sector público, en el que se han producido un total de 31,4 por ciento de los delitos. Si bien también existe una relevante cifra focalizada en el ámbito del urbanismo92 −16,5 por ciento− y, de forma más distante, en los procedimientos de autorización, revisión e inspección, en las subvenciones −4,4 por ciento− y en los procedimientos para la contratación y selección del personal −3,7 por ciento−. La corrupción urbanística en España se contabilizó en un estudio, entre los años 2000 y 2010, en 676 municipios, rozando un 8,3 por ciento del total de los Ayuntamientos en España93. Esta cifra de la media nacional se dispara si se focaliza en determinadas Comunidades Autónomas como Murcia −57,8 por ciento−, Canarias −39,8 por ciento−, Baleares −35,8 por ciento−, Asturias −26,9 por ciento− y Madrid −25,7 por ciento−.
En el ámbito de la Administración pública, el control de riesgos se confía a normas de carácter general, como las de conflictos de interés, las incompatibilidades, las leyes de transparencia y buen gobierno o códigos éticos generales94. Pero por más que se recurra a la inflación de normativa95, ésta no va a convertirse en un método suficiente. No se trata tanto de instaurar códigos éticos que relacionen las cualidades ideales que deben poseer los empleados públicos96, sino de diseñar controles para que se cumplan97. Si bien es cierto que hay quienes consideran que estos códigos éticos constituyen la piedra angular del cumplimiento normativo, ya que su función precisamente sería contrarrestar que el sujeto aprenda nuevos valores en el seno de la organización que le incitaran a cometer hechos delictivos98, lo que parece incuestionable es que sin complementos no tendrán repercusiones positivas.
Conviene matizar que de la misma forma que un plan de cumplimiento no será idéntico en una PYME que en una multinacional, tampoco se puede pretender realizar un plan homogéneo con las Administraciones públicas, ya que existen múltiples estructuras (organismos autónomos, diputaciones, ayuntamientos, sociedades mercantiles públicas, comunidades autónomas, etc.) con singularidades que requieren controles especializados. No sólo diferenciando el nivel de la Administración99, pues incluso en distintas zonas geográficas los riesgos pueden ser distintos100. El mapa de riesgos debe desglosar las áreas más sensibles con una calificación de “alto”, “medio” y “bajo”, en referencia al riesgo penal en determinados ámbitos de actuación. Para su elaboración no sólo deberán tenerse en consideración factores internos, como los déficits legislativos o los mecanismos de control, sino también factores externos que incluyen las organizaciones o personal externo con el que los empleados públicos se relacionan en sus funciones. Se trata de invertir en prevención, algo hasta estos momentos impensable en la Administración pública, que sólo actuaba de forma reactiva al delito.
Otro de los grandes problemas en torno al análisis de riesgos se centra en el organismo o entidad que debería ocuparse de tal labor. Las Administraciones públicas manejan datos sensibles y ello provoca que existan reticencias cuando se propone la externalización del servicio. Así lo concibe la legislación italiana que casi prohíbe que personas ajenas a la Administración lleven a cabo análisis de riesgos o participen en su elaboración101. Para Nieto Martín, quien abunda en que el análisis por órganos externos es avalado por el Comitte on Standards in Public Live, la mayor parte de las Administraciones necesitarán contar con personal externo tanto en la fase de análisis como en la de revisión102. En España, el control por órganos ajenos a la Administración no es habitual, sin embargo, el Tribunal de Cuentas se sometió por primera vez, en fechas recientes, a una peer review o revisión entre pares por parte del Tribunal Europeo de Cuentas y su homólogo portugués, por lo que parece indicar que el análisis por órganos externos empieza a considerarse como una opción para identificar áreas de mejora103.
Una alternativa viable es el análisis de riesgos por parte de las denominadas Agencias antifraude, de prevención y lucha contra la corrupción. Las Agencias de la Comunidad Valenciana y las Islas Baleares ya mencionan, entre sus funciones, llevar a cabo estudios y análisis de riesgos previos en actividades relacionadas con la contratación administrativa, prestación de servicios públicos, ayudas o subvenciones públicas y procedimientos de toma de decisiones104. Sumamente positiva considero la alusión que hace la legislación valenciana a la colaboración en esta materia con los servicios de auditoría o intervención y, en especial, el estudio que se realizará de los informes a que se refiere el art. 218 del Real decreto legislativo 2/2004, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley reguladora de Haciendas Locales, de los cuales la intervención enviará una copia anual a la agencia y la evaluación de su traslado a la fiscalía anticorrupción.
2.2.2 El interventor como compliance officer en la Administración
La identificación y clasificación de los riesgos es una tarea previa y dinámica esencial para poder acometer la actividad de prevención. Pero aún más relevante es institucionalizar el control y la supervisión de determinadas áreas de riesgo. Resulta estéril establecer áreas de riesgo si nadie comprueba que va a haber un incumplimiento o éste ya se ha producido105. En órgano supervisor del funcionamiento del programa de cumplimiento normativo en las corporaciones privadas recae sobre el compliance officer o la unidad de cumplimiento normativo. Cabe plantearse quién o quiénes podrían adoptar o reforzar las cualidades de esta figura en el ámbito público. Sobre este particular, se propone, en lugar de crear nuevas figuras en la Administración, la reformulación de algunas ya existentes, que están debilitadas, con una serie de singularidades106.
La institucionalización del órgano que deba ocuparse de las labores de supervisión, cumplimiento y funcionamiento en la Administración pública es uno de los grandes problemas, pues se aduce que la creación de nuevas figuras supondría una hipertrofia de organismos. Una propuesta, a mi juicio, que podría salvar este obstáculo en las entidades locales, acorde con el principio de economía organizativa que impera, es la atribución de estas funciones a los interventores107. Este cuerpo creado en 1924, precisamente para poner fin al caciquismo territorial, se encarga de controlar la gestión económico-financiera de las Administraciones locales, fiscalizando los gastos e ingresos108. De facto se ha podido apreciar como los interventores han ido destapando una multitud de supuestos de corrupción con el efecto pernicioso de ser estigmatizados109. La figura del interventor, que inicialmente dependía del Estado, se convirtió, como corolario de la autonomía local de los Ayuntamientos, en dependiente orgánica, funcional y salarialmente de los consistorios. Este cuerpo perdía su independencia, una nota que caracterizaba a los cuerpos estatales, a lo que se añadía la posibilidad contemplada de su libre designación por cada Ayuntamiento. Pese a que a su libre designación fue planteada como un aspecto que podría rozar la inconstitucionalidad, la STC 235/2000 la declaró constitucional en una no menos controvertida resolución110. El propio Tribunal de Cuentas ha manifestado, en un buen número de informes sobre las corporaciones locales, que la dependencia ha convertido a los “controlados” en los propios “supervisores”, pues son los que realmente influyen en sus condiciones laborales.
Sin embargo, la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local pretendía, según su Preámbulo, reforzar la independencia del cuerpo de interventores, ya que “a partir de ahora el Gobierno fijará las normas sobre los procedimientos de control, metodología de aplicación, criterios de actuación, así como derechos y deberes en el desarrollo de las funciones públicas necesarias en todas las Corporaciones locales” y abundaba en la idea de independencia: “corresponde al Estado su selección, formación y habilitación así como la potestad sancionadora en los casos de las infracciones más graves”. No obstante, esta última asunción ha llevado a constituirse en una mera formalidad, más cosmética que real. Un ejemplo más de lo que se ha denominado lampedusismo111. Los interventores, en el plano formal, pertenecen al Estado mediante los nombramientos, plazas vacantes y concursos, pero lo cierto es que se continúan manteniendo las dos notas características más dañinas: las condiciones salariales dependen del Ayuntamiento y se perpetúa la libre designación112. La libre designación en un cargo tan relevante como la fiscalización del gasto público en las corporaciones locales no deja de resultar inquietante, ya que entre interventores y alcaldes se generan vínculos de gratitud, confianza o dependencia en detrimento del interés general113. Los interventores, en lugar de concurrir por méritos a los municipios pueden ser designados libremente por cada Ayuntamiento simplemente cumpliendo unos requisitos mínimos114. La Ley recoge esta posibilidad como una excepción, pero la realidad es que la excepción se ha convertido en la tónica general115. Es más, esta opción está tan normalizada que es habitual que tras las elecciones el partido político al frente del consistorio cese al interventor que nombró el anterior alcalde de otro color político116. Las funciones del cuerpo de interventores están tan desactivadas117 que un informe negativo o un reparo no tienen ninguna repercusión118, como muestra el ejemplo del alcalde de una ciudad andaluza que sólo fue imputado por prevaricación cuando había desatendido 400 reparos119.
En línea con otras instituciones europeas sería interesante incorporar el sistema de rotación (cada cinco años) en los funcionarios con altas responsabilidades para evitar perpetuaciones que aboquen a una fiscalización sesgada120. La institución de cumplimiento dentro de los entes locales no podría quedar reducida a una única figura, sino que sería conveniente la existencia de una estructura bicéfala que podría ser combinada con el secretario de la corporación121. Precisamente, en la legislación italiana se contiene una previsión acerca de los responsables anticorrupción que deben existir en cada administración pública. En el caso de la administración central es el responsable político de cada entidad quien nombra al responsable entre funcionarios de carrera de primer nivel122.
No obstante, esta propuesta sería factible en supuestos de corporaciones locales con unas dimensiones reducidas, pero se debería considerar la incorporación de un verdadero cuerpo o unidad de Public compliance en Administraciones más voluminosas. Se estaría ante la figura del public compliance officer con unas funciones ejecutivas y de desarrollo. Algún autor ya ha designado las funciones que debería asumir este órgano: i. Evaluación de las conductas desplegadas por los miembros del ente; ii. Diseñar e implementar un código de cumplimiento, en el que se establezca que se puede y no hacer en materia de integridad; iii. La recepción de denuncias por parte de los empleados públicos; iv. Labores de sensibilización frente a la corrupción123.
Si bien es cierto que en determinados espacios cabría preguntarse si no sería suficiente, más que acudir a vías aparentemente innovadoras, reforzar precisamente competencias debilitadas. Sería algo tan sencillo como retornar hacia un fortalecimiento de las figuras de control clásicas como los interventores en las corporaciones locales. Las viejas soluciones a los nuevos problemas, en ocasiones, son las más efectivas.
2.2.3 La protección de los denunciantes de corrupción en España
Si se hace un repaso a los supuestos más mediáticos de las tramas de corrupción aparecidas en España, existe en todos ellos un patrón común: denunciar la corrupción no es rentable o, mejor aún, el coste de efectuarlo es muy elevado. No se trata de casos aislados: el que denuncia está renunciando a su futuro profesional124. Una de las demandas más reiteradas de Transparencia Internacional a España se centra en la necesidad de legislar en torno a la protección de los denunciantes de fraude o corrupción125. Pese a que algunas de las disposiciones relativas a la creación de agencias antifraude poseen referencias a la protección del denunciante126, la única disposición que aborda únicamente esta cuestión en materia de empleados públicos es la Ley 2/2016, de 11 de noviembre, por la que se regulan las actuaciones para dar curso a las informaciones que reciba la Administración Autonómica sobre hechos relacionados con delitos contra la Administración Pública y se establecen las garantías de los informantes de la Comunidad de Castilla y León127. Se trata de una normativa especialmente escueta, pero no por ello exenta de controversia, que consta de tres artículos, dos disposiciones adicionales y tres disposiciones finales.
El objeto de la Ley es regular las actuaciones de la Administración de la Comunidad de Castilla y León ante las informaciones que le sean facilitadas por su personal respecto de actuaciones que hayan sido realizadas por altos cargos o personal de la Administración General e Institucional en el ejercicio de sus funciones de las que pudiera derivarse un posible delito contra la Administración Pública de los regulados en el Título XIX del Código Penal, así como establecer las garantías que se otorgan a los informantes. Sin embargo, el primer aspecto negativo de la Ley es que la información se ha de remitir a la Inspección General de Servicios, cuya independencia es cuestionable, ya que se trata de un ente que depende jerárquica y funcionalmente de la Consejería de presidencia de la Junta de Castilla y León, cuyo máximo responsable es nombrado mediante libre designación. En cuanto a las garantías de protección del empleado público denunciante, se establece que “no podrá ser removido de su puesto de trabajo, cualquiera que sea su forma de provisión”. La normativa, pese a tener vocación de garantizar la protección de los denunciantes, no contempla ninguna clase de asesoramiento legal para éstos. Llama especialmente la atención que se recalquen las represalias a los denunciantes cuando no se pruebe la veracidad de sus informaciones128.
La Ley 11/2016, de 28 de noviembre, de la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción de la Comunidad Valenciana contiene en su art. 14 un estatuto de la persona denunciante. Se considera persona denunciante, a efectos de esta ley, a cualquier persona física o jurídica que comunique hechos que puedan dar lugar a la exigencia de responsabilidades legales. Una de las garantías que incluye esta normativa es la provisión a los denunciantes de inmediata asesoría legal para los hechos relacionados con la denuncia, con la correspondiente confidencialidad de la identidad. Este asesoramiento se extiende a los procedimientos que se hayan podido interponer contra su persona con motivo de la denuncia. Asimismo, se establece que la agencia velará para que estas personas no sufran durante la investigación ni después de ella «ningún tipo de aislamiento, persecución o empeoramiento de las condiciones laborales o profesionales, ni ningún tipo de medida que implique cualquier forma de perjuicio o discriminación» y, para ello, a instancia de la persona denunciante:
“La agencia podrá instar al órgano competente a trasladarla a otro puesto, siempre que no implique perjuicio a su estatuto personal y carrera profesional y, excepcionalmente, podrá también instar al órgano competente a conceder permiso por un tiempo determinado con mantenimiento de la retribución”.129
Esta protección podrá mantenerse, mediante una resolución de la agencia, incluso más allá de la finalización de los procesos de investigación que desarrolle. Una novedad que introduce esta normativa es la futura creación de una oficina virtual del empleado público, que permita a este colectivo “señalar de forma confidencial los expedientes administrativos que juzguen irregulares”. Por último, sería conveniente que la protección del denunciante por casos derivados de corrupción se legislara a nivel nacional130 y se desarrollara posteriormente por las Comunidades Autónomas.
2.2.4 El control externo: El Tribunal de Cuentas y los OCEX como órganos de monitorización periódica y auditoría externa
No es el propósito del presente trabajo realizar una propuesta exhaustiva de una futura (e inaplazable para algunos) reforma del Tribunal de Cuentas131, si bien sí me centraré en destacar alguna de las cuestiones que muestran la ineficiencia de este órgano para hacer frente al fenómeno de la corrupción. Tomaré como referencia el informe realizado por la Fundación Hay Derecho “Análisis del funcionamiento del Tribunal de Cuentas. Comparativa europea y la evaluación externa al Tribunal de Cuentas mediante sistema peer review por el Tribunal de Cuentas Europeo y el Tribunal de Cuentas portugués”. Los motivos de esta primera auditoría externa a la que se somete esta institución tienen su origen en los escándalos destapados en prensa acerca del nepotismo en los cargos y las corruptelas en los contratos que obligaron a la institución a dotar de más transparencia a sus funciones132.
Conviene antes trazar de forma sintética cómo se articula el control externo en España para poder extraer mayores conclusiones. La gestión económica del sector público se controla desde una naturaleza bifronte. Por un lado, se encuentra el Tribunal de Cuentas, órgano supremo de fiscalización de las cuentas y de la gestión económica del Estado y, por otro lado, se hallan los órganos de control externo de las Comunidades Autónomas (en adelante, OCEX), aunque no todas ellas poseen un órgano de fiscalización externa133. Estos organismos actúan en concurrencia funcional con el Tribunal de Cuentas, si bien su coordinación como puntualizan algunos autores es sumamente mejorable134. La competencia para su creación corresponde a los distintos Parlamentos autonómicos, que regulan su estatuto, funciones y competencias, por norma con rango de Ley. Los OCEX ejercen funciones de fiscalización, pero no de enjuiciamiento, y su competencia se extiende a la Administración autonómica y local de su ámbito territorial. Su propia existencia fue cuestionada en el año 2013 con una desconcertante propuesta dentro del informe para la reforma de las Administraciones Públicas del Consejo de Ministros que pretendía su desaparición y la integración en secciones territoriales del Tribunal de Cuentas. No obstante, esta propuesta no prosperó y fue enérgicamente criticada.
El primer aspecto reseñable es que se trata de una institución “fosilizada”, ya que su concepción de control se limita en mayor medida a una contabilidad presupuestaria. No se ha atendido a marcos metodológicos homologables con estándares internacionales135. Es más, no hay un seguimiento detallado y sistemático del cumplimiento de las recomendaciones que realiza. En el año 2014 únicamente uno de los 55 informes de auditoría realizados fue de seguimiento136. Asimismo, en cuanto a datos cuantitativos del funcionamiento, el programa anual de fiscalización 2014 incluía que el Tribunal de Cuentas debía elaborar un total de 119 fiscalizaciones137, pero sólo se han llevado a cabo 55. Este dato contrasta con su homólogo francés, la Cour des Comptes, cuyo programa anual de fiscalización no es público, no teniendo información al respecto ni el Parlamento. El objetivo es lograr independencia y lo más relevante, que las entidades que van a ser fiscalizadas no se preparen para recibir la auditoría.
El informe peer review pone de relieve, de nuevo, como el sistema de libre designación138, anteriormente mencionado para el sistema de provisión de puestos de interventores en los ayuntamientos, es el más empleado para cubrir los puestos de directivos del Tribunal, aparte de señalar que crea un clima de conflicto y tensión entre el personal139. Precisamente de un estudio comparativo entre los órganos fiscalizadores de control en el marco europeo se puede apreciar el desequilibrio existente entre el personal directivo y el personal técnico en el Tribunal de Cuentas español, ya que en España hay 4,4 trabajadores por cada directivo, mientras que en el Reino Unido y el Tribunal de Cuentas Europeo hay 12,5 y 13 respectivamente140.
Para la asunción de un Public compliance es necesario que el Tribunal de Cuentas reconfigure su estructura y, en especial, el modo de fiscalización. Pese a que una corriente mayoritaria dentro del Tribunal de Cuentas ha cuestionado que la lucha contra el fraude y la corrupción sea una de sus finalidades prioritarias141, ya se ha podido apreciar un cambio de enfoque en el Consejo de Cuentas de Galicia, al que la Ley 8/2015, de 7 de agosto, ha otorgado funciones en materia de prevención y control de la corrupción. Esta nueva normativa me parece un avance porque da carta de naturaleza a la sección de prevención de la corrupción en el sector público gallego, se contempla también que los procedimientos de fiscalización se inicien tras denuncias de particulares y, además, incluye competencias como la colaboración con las administraciones sujetas a su ámbito de actuación para elaborar manuales de gestión de riesgos, comprobar los sistemas de prevención de la corrupción que se instalen y asesorar sobre los instrumentos normativos en relación a la prevención de la corrupción. El Consejo de cuentas gallego ya ha aprobado un primer programa de actividades de prevención de la corrupción dentro del plan de trabajo para el ejercicio de 2017. Conviene destacar que la evaluación de los sistemas de prevención del sector público gallego se pretende realizar a través de las siguientes acciones: i. Elaboración y aprobación de directrices técnicas para el análisis de la situación de los sistemas de control interno de las entidades integrantes del sector público autonómico; ii. Realización de una evaluación del control interno de manera diferenciada para el subsector Administración general, subsector de la Administración institucional y subsector administración local, en base a cuestionarios sobre la situación de los sistemas de control interno de las distintas entidades de esos sectores; iii. Diagnóstico de la situación de los sistemas de control interno de las entidades integrantes del sector público autonómico y planteamiento de recomendaciones por parte de la Sección de Prevención de la Corrupción del Consello de Contas a las distintas entidades sobre la necesidad de implantación de sistemas de prevención de riesgos de corrupción; iv. Elaboración y aprobación de herramientas metodológicas para la implementación de sistemas de prevención de riesgos de corrupción, singularmente guías técnicas para su evaluación y modelos tipo de planes de prevención.
A mi modo de ver, el Tribunal de Cuentas y los correspondientes OCEX deben contribuir al estadio previo de prevención y detección de la corrupción que requiere todo Public Compliance, ya que, en la línea de Fernández Ajenjo, la creación de unidades especializadas en auditoría forense (como una unidad de fiscalización antifraude) en las instituciones de control nos acerca al buen funcionamiento del modelo americano acorde con una
“propuesta paulatina y cada vez más especializada de la responsabilidad de lucha contra la corrupción por los diferentes órganos de control, en el que a la GAO142 le ha correspondido la coordinación y, en su caso, investigación de los asuntos relacionados con la gestión de fondos públicos, para lo cual cuenta con un órgano ad hoc, fortalecido y renovado, como la Forensic Audits and Specials Investigations”143.
En contra de este planteamiento, Villoria y Peña, consideran que es más eficiente investigar la corrupción en órganos especializados expresamente creados, como la OLAF144 o las agencias antifraude, sin perjuicio de que en determinados supuestos cuenten con la asistencia de los órganos de control145.
2.2.5 Las agencias antifraude: La oficina antifraude de Cataluña como experiencia
Antes de que los escándalos de corrupción pública en España acapararan cada informativo y la denominada ética pública y las agencias antifraude empezaran a convertirse en una propuesta frente a la corrupción, en Cataluña, se puso en funcionamiento en el último trimestre de 2009 la Oficina Antifraude de Cataluña (en adelante, OAC)146. Esta aportación pionera en el seno de la Administración pública tuvo su origen en la corrupción producida en las adjudicaciones de obra pública147. Con su puesta en funcionamiento, España cumplía por primera vez con lo establecido en el artículo 6 de la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción148 al crear un órgano especializado e “independiente” encargado de prevenir la corrupción149. Posteriormente, han empezado a proliferar más oficinas, creándose la Oficina Antifraude del Ayuntamiento de Madrid, la Oficina para la Transparencia y las Buenas Prácticas del Ayuntamiento de Barcelona, la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la corrupción de la Comunidad Valenciana y la Oficina de Prevención y Lucha contra la Corrupción de la Islas Baleares150.
El periodo de actividad de la Oficina Antifraude de Cataluña (2009-2016) permite extraer datos de relevancia para construir el modelo de Public Compliance que podría ser más efectivo. La actividad da buena muestra de las posibilidades que puede aportar una institución de estas características. En 2015, la Oficina Antifraude recibió y tramitó un total de 153 denuncias, el 64 por ciento sobre asuntos municipales, el 18 sobre la Administración autonómica, el 3 por ciento sobre Consejos comarcales, un 1 por ciento en lo que respecta a las Diputaciones, otro 1 por ciento sobre fundaciones, un 10 por ciento sobre entes semipúblicos y un 3 por ciento sobre otros entes y administraciones. En cuanto a las materias objeto de investigación en las actuaciones concluidas por este organismo en 2015 destacan que el 38 por ciento estuvieran conectadas con la contratación administrativa y el 26 por ciento con la función pública. La memoria de 2015 de la OAC también aporta unos interesantes datos acerca de la tipología de los denunciantes. El 59 por ciento de las comunicaciones presentadas fueron interpuestas por particulares, el 21 por ciento por grupos políticos151, el 7 por ciento por funcionarios o trabajadores públicos y el 7 por ciento por sindicatos. Resulta especialmente llamativo que del total de denuncias tan sólo el 22 por ciento de los denunciantes solicitaron reserva de identidad. La OAC no únicamente sirve de canalizador de denuncias que tras investigar puedan dar fruto a una investigación penal en la Fiscalía, sino que realiza una gran labor a través de estudios152, barómetros153 y recomendaciones de mejora a los diversos organismos. Constituye una potente herramienta formativa y de sensibilización para la Administración pública, mediante la organización de cursos relacionados con la buena gestión, códigos de conducta y prevención de la corrupción. La OAC permite cubrir una laguna muy necesaria: la carencia de datos empíricos que permitan estudiar el fenómeno de la corrupción en la Administración pública con perspectiva.
Un apunte final: La administración pública como responsable penal
La doble velocidad que se ha aducido en la implementación de las medidas de compliance con respecto a las corporaciones privadas y las Administraciones públicas radica en un incentivo claro que poseen las primeras: la posibilidad de exonerarse de responsabilidad penal. Sin embargo, no se ha mencionado que el Código Penal español contiene una responsabilidad penal para Administraciones públicas, aunque muy acotada, que abre, a su vez, relevantes cuestiones a considerar.
En 2012, la reforma del art. 31 bis que llevó a cabo la LO 7/2012, de 27 de diciembre, que reformó el Código Penal en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en la Seguridad Social, y fue aprovechada en su tramitación parlamentaria para suprimir del listado de sujetos excluidos a los partidos políticos y a los sindicatos, no incluyó a las denominadas “sociedades mercantiles estatales que ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés económico general”, que se mantuvieron en el catálogo de personas jurídicas exentas de responsabilidad penal (art. 31 bis 5). Esta previsión fue especialmente objeto de críticas por la OCDE que mostró su preocupación por la elusión del régimen de responsabilidad penal, a la vista de la titularidad pública de las acciones de las entidades financieras rescatadas por el Estado a través del FROB154, resaltando que “en España, la exclusión de la responsabilidad penal de estas sociedades es aún más preocupante por el hecho de que en muchos casos están controladas por gobiernos regionales” y, por lo tanto, recomendaba que las sociedades estatales fueran penalmente responsables del delito del actual art. 286 ter155. La exclusión de las sociedades mercantiles estatales planteaba problemas, ya que nada se decía acerca de las “autonómicas” y “locales” que a priori quedaban sujetas al régimen de responsabilidad penal, pues en estos ámbitos también se constituían sociedades mercantiles para ejecutar políticas públicas.
La LO 1/2015, recogiendo las recomendaciones de la OCDE, incluye un nuevo artículo 31 quinquies en el que “las sociedades mercantiles públicas que ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés económico general” pueden ser responsables penalmente, si bien limitando sus penas156. Con la alusión a las “sociedades mercantiles públicas” y no al apelativo de “estatales”, se consideran integradas tanto las constituidas por las Comunidades Autónomas como por las Entidades locales157. Las penas de multa y la intervención judicial son las únicas aplicables a estas sociedades, salvo que se trate “de una forma jurídica creada por sus promotores, fundadores, administradores o representantes con el propósito de eludir una eventual responsabilidad penal”, en cuyo caso el juez podrá imponer las medidas recogidas en el apartado 7 del art. 33 CP. Esta extensión pretende evitar que la forma prime sobre la realidad material y que la huida del Derecho Administrativo no implique una nueva huida del Derecho Penal158. Pero frente a esa idea, no se comprende como esta posibilidad no se extiende a todas las personas jurídicas de naturaleza pública, como sí se contemplaba en la redacción anterior, y no sólo alcanza a las sociedades mercantiles públicas. Sin embargo, se trata de una previsión que prácticamente impide la aplicación de las penas distintas a la multa y a la intervención judicial, ya que viene a exigir que la sociedad se haya constituido ad hoc con el objetivo de eludir la responsabilidad penal, por lo que la ilegalidad sobrevenida de la sociedad no será relevante159.
La Circular 1/2016, sobre responsabilidad penal de las personas jurídicas conforme a la reforma del Código Penal efectuada por la Ley Orgánica 1/2015, alerta de que la restricción relativa a que se traten de sociedades mercantiles públicas que ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés económico general supone que:
“La ejecución y prestación de tales políticas y servicios se atribuye de ordinario en el ámbito estatal a los organismos autónomos, los consorcios o a las entidades públicas empresariales no resulta infrecuente que las sociedades estatales, especialmente las de capital exclusivo público, presten servicios públicos de interés económico general. Será finalmente el análisis del concreto fin público que desarrolla cada sociedad el que determine la calificación y relevancia del servicio prestado, pues el concepto de servicio público, desde una perspectiva funcional del patrimonio público, no ha de entenderse ligado o encorsetado por categorías administrativas, como interpreta la más reciente jurisprudencia en relación con el subtipo agravado del vigente art. 432.3 a) CP”160.
A la vista de estas observaciones, conviene plantearse si las previsiones contempladas para la responsabilidad penal de las sociedades mercantiles públicas (que ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés económico general) son adecuadas161. Las singularidades radican en la imposición limitada de las penas que se les pueden imponer. Por un lado, se contempla la pena por antonomasia de las personas jurídicas, la multa, y, por otro lado, la aplicación de la intervención judicial como únicas penas. La aplicación de la multa podría colisionar con la idea de que las consecuencias del delito repercutirían en los propios ciudadanos, pues piénsese en la restricción de recursos presupuestarios que sufriría la entidad con motivo de la deuda162. Sin embargo, es cierto que esa detracción no dejaría de ser un aspecto que ya se produce en el ámbito de la responsabilidad por el funcionamiento anormal de la Administración pública en el ámbito administrativo. Pese a ello, considero que la multa no es la opción más adecuada para las Administraciones públicas, ya que la lógica imperante en ellas dista mucho de la maximización del beneficio sobre la que se opera en entidades corporativas basada en la teoría de costes-beneficios. El elemento disuasorio de prevención especial no estaría bien formulado163. Los socios, en el ámbito privado, consideran a la multa un relevante escollo para la obtención de beneficios, a nivel reputacional, como desventaja competitiva en el sector y con implicaciones en futuras contrataciones tanto privadas como públicas. Por el contrario, en una sociedad mercantil pública, estos componentes que podrían tener sentido, tanto desde la perspectiva de la prevención general como de la especial en una corporación privada, no son predicables de las motivaciones que rigen la estructura pública. Otro aspecto sobre el que conviene llamar la atención es que, a diferencia de los partidos políticos que han de contar con un programa de cumplimiento con carácter preceptivo164, en el caso de las sociedades mercantiles públicas no se contiene ninguna previsión específica y, por tanto, este tipo de programas que configurarían un Public compliance sería, como en el resto de las personas jurídicas, facultativo165. Interesa apuntar que al estar la responsabilidad penal de las sociedades mercantiles públicas sujeta a las reglas generales del art. 31 bis, los delitos por los que pueden responden se adscriben al sistema numerus clausus y fuera de su órbita se encuentran la gran mayoría de delitos contra la Administración pública166.
En la esfera pública, se ha de realizar un especial hincapié en las medidas preventivas que combatan la peligrosidad entendida como la incapacidad para organizarse correctamente. Y, para ello, son las sanciones no pecuniarias las que mayor peso podrían tener. La intervención judicial, sería una vía alternativa que redundaría en mayores beneficios, ya que permitiría una reorganización preventiva de la entidad167. Asimismo, la responsabilidad penal de las sociedades mercantiles públicas, de nuevo, abre la vía de la necesidad de un Public compliance específico que considere sus singularidades, teniendo en cuenta que ya existen casos que, aunque no se puedan perseguir a la persona jurídica por ser anteriores a la reforma, muestran que en un futuro nada lejano podrían empezar a entrar a escena las Administraciones públicas responsables penalmente168. Este nuevo escenario no debe hacernos perder de vista que el incentivo nunca podrá ser “la responsabilidad penal de la persona jurídica pública”, por su propia fisonomía, sino precisamente la confianza, integridad, prestigio y buen funcionamiento de una institución pública que, a fin de cuentas, es sufragada por los ciudadanos.