Introducción
La dimensión cultural de la sexualidad se cierne como una sombra gigantesca y de contornos difusos y cambiantes sobre la función regulativa del derecho penal. Las fluctuaciones valorativas marcarían un juego de evolución y revolución por momentos pendular: si el talante liberalizador que a partir de los años 60 del siglo pasado comenzó a bullir en Europa y Estados Unidos -y que tanto beneplácito generó en Michel Foucault, perspicaz detector de la hypothèse répressive- alimentaba la idea de un devenir crecientemente suavizador de la regulación sexual, la legislación penal de las últimas décadas parece imponer una visión crecientemente desconfiada de la sexualidad, sobre todo en su manifestación infanto-juvenil.
Para desentrañar la impronta cultural que subyace al modelo regulativo bajo un esquema analítico de corte histórico-jurídico tomaré como marco de referencia las coordenadas que Friedrich-Christian Schroeder fijó en su célebre artículo sobre la revolución del derecho penal sexual1. Convencido de la corrección metodológica de su aproximación, asumiré esa misma perspectiva para (4) contextualizar el talante del modelo regulativo de los comportamientos sexuales hegemónico en el último tiempo y, a partir de allí, (5) formular algunas proyecciones y valoraciones. Antes, (1) haré una brevísima recopilación de los hallazgos específicos del artículo del profesor Schroeder, en el entendido de que reflejan adecuadamente el devenir legislativo alemán y se corresponden además con una extendida impresión entre los especialistas2, intentando luego (2) sistematizar algunas consecuencias que cabría extraer de ellos al hilo del aparente sentido revolucionario que inspiraría las reformas. Enseguida (3) revisaré la manera en que impactarían las modificaciones en la concreta conceptualización de dos ámbitos estelares: el de la violación y el de los delitos relativos a la pornografía.
Que me valga inicialmente del notable desarrollo del profesor Schroeder no implica que adopte sus conclusiones. Por el contrario, estimo que su método de análisis conduce precisamente a negarlas. Parte de esa negativa se obtiene, en mi opinión, utilizando el instrumental teórico aportado por Foucault al campo del estudio de las prohibiciones sexuales. Como contrapartida, a mi juicio ello tampoco debe traducirse en su uso como mecanismo de explicación global de la regulación penal en este plano, pues entre la perspectiva iluminada por Foucault y las preocupaciones jurídico-penales media una distancia disciplinar que no puede ser obviada sin más.
1. Hallazgos regulativos
Luego de un periodo relativamente calmo, habría operado en Alemania una verdadera revolución regulativa que habría no solo puesto fin al paulatino proceso de descriminalización o cuando menos de suavización típica que se podía apreciar desde hacía décadas, sino que habría torcido la tendencia, favoreciendo un radical cambio de perspectiva. En palabras de Schroeder, a partir de 19923 las constantes variaciones legislativas habrían operado una “transformación del sentido de protección”, sobreviniendo por tanto una “conversión en el entendimiento de los tipos penales en el derecho penal sexual”4. Con cierta independencia de la posibilidad de conjeturar una explicación global sobre el proceso de reforma, constata que esta incidió muy decididamente en la regulación referida a la protección dispensada a las mujeres y a algunas específicas minorías.
Así, y siempre de acuerdo al análisis de Schroeder, la violación pasó de ser una figura anclada en la coacción dirigida al coito vaginal a otra, algo laxa y por cierto más amplia, que recoge penetraciones por otras cavidades y reduce la coacción a una hipótesis calificada. De esta forma, los varones también pueden ser víctimas y pueden serlo, al igual que las mujeres, aun cuando no medie una tal afectación de su libertad y, por ejemplo, simplemente se aproveche el autor de su estado de inconsciencia5. Justamente esta variante genera tensiones con la protección especial dispensada a minusválidos y abre las puertas a tratamientos discriminatorios, como cuando el comportamiento va acompañado de un trato humillante hacia la víctima6.
Una serie de otras modificaciones parecen guardar en común el que están preferentemente orientadas a captar comportamientos de índole sexual con menores. Expresivos de una tendencia crecientemente punitivista en este plano son, entre otros, la inclusión de abusos sexuales graves de menores7 y una pléyade de disposiciones relativas a la prostitución y la trata de personas8. Con todo, tal vez la modificación más radical aquí se presenta en el plano de la pornografía infanto-juvenil, que pasaría a centrarse en la protección del intérprete de los comportamientos registrados en los materiales9.
La efervescencia legislativa no ha sido privativa, con todo, del entorno cultural influenciado por Alemania. Fuera del derecho europeo continental también se han sucedido numerosas reformas y modificaciones que, en líneas generales, comparten el mismo talante. Así, en Estados Unidos la propuesta contenida en el Model Penal Code10 preparó el escenario para el intenso proceso de actualización legislativa que se desencadenó en materia sexual en Michigan en 1974 y que, desde allí y con mayor o menor correlato con el modelo del American Law Institute, se propagó por toda la Unión. Esta línea evolutiva está lejos de estancarse, y las propuestas se han seguido sucediendo con un entusiasmo por momentos casi juvenil11.
La adaptación de la legislación a las nuevas formas y concepciones sociales llevó a la adopción de la neutralidad de género como guía regulativa y a una depuración de las descripciones típicas12. Muy pronto quedó en evidencia el sentido práctico de las reformas: al igual que en Alemania, se produjo una ampliación del campo típico de la violación, que pasó a reconocer como posibles víctimas tanto a hombres como a mujeres13, cobijando también comportamientos carentes de cualquier violencia típica14. Pasado algún tiempo (casi) se erradicó la inmunidad marital promovida por Hale15 y se implantó un criterio de amnesia sexual que volvió en buena medida irrelevante el historial conductual sexual de la (hipotética) víctima16.
2. La fuerza del péndulo
El panorama descrito representa, en opinión de Schroeder y en inmediata relación con Alemania, una mutación como nunca antes se había visto en el plano del derecho penal sexual17. Más allá de las particularidades de cada innovación individualmente considerada18, fundamenta su aserto en que, como se dijo, subyacería a ellas un cambio en el sentido de la protección. Con todo lo enigmática que esta expresión pueda parecer, una mirada amplia a los flujos regulativos de las últimas décadas permite conjeturar los presupuestos y las repercusiones de la tesis de Schroeder, que por lo demás parecen corresponderse con los de un importante sector de la doctrina.
En efecto, la premisa fundacional de la explicación se desglosa en dos niveles. El primero descansa en la constatación de la ruptura de un cierto devenir legislativo. Así, las reformas materializadas a partir de 1992 en Alemania representarían el quiebre de una marcada tendencia liberalizadora que adoptaron diversas legislaciones durante el último tercio del siglo XX. Como es evidente, abandonar una empresa despenalizadora puede implicar tanto detener el curso legislativo que viene fraguándose, paralizándolo -y de esta forma fijar el estado de una regulación-, como también, de manera más radical, puede significar retrotraer en la medida de lo posible la legislación a su estado previo al movimiento liberalizador -que sería, entonces, un puro y acotado episodio legislativo19-. Ninguna de estas posibilidades, empero, da cuenta cabal de la envergadura que Schroeder le atribuye a las reformas: para que puedan ser calificadas como “la revolución más relevante en siglos” su efecto no puede ostentar la modestia del mero congelamiento evolutivo ni de la pura remoción normativa, debiendo alterar las bases mismas del sistema regulativo. Sobre este elemento pivota, precisamente, el segundo nivel explicativo: las reformas comentadas habrían trastocado la estructura del modelo regulativo previo a las modificaciones liberalizadoras. De esta forma, el derecho penal sexual resultante de los procesos legislativos de fines del siglo xx no debiera entenderse como un heredero directo, bajo una relación de estricta continuidad, del derecho penal sexual forjado durante los siglos precedentes.
Los planes legislativos habrían operado, en definitiva, como un péndulo que en su incesante vaivén ora alejan de su centro, ora lo contraen a él, los márgenes de lo regulado. Desde hace unas décadas estaríamos montados en un movimiento de oscilación particularmente extremo, que nos tendría sumidos en un contexto de severo punitivismo sexual20. Esta expresiva imagen no es, por cierto, novedosa. Por el contrario, la perspectiva de una regulación del sexo que transita desde una férrea represión hasta una creciente liberalización se ha convertido en un lugar común de cara a la explicación de la por momentos intrincada relación entre cultura y legislación21. Esta aproximación, asentada en décadas previas al retorno y radicalización restrictiva, debe complementarse, para dar cuenta adecuada del fenómeno actual, con la tendencia castigadora que se ha materializado en los últimos años. La vuelta del péndulo desde los procesos de liberalización hasta los pretéritos del control y la dominación habría implicado ir incluso más allá en el juego restrictivo de la sexualidad.
Esta lectura, con todo, no es enteramente pacífica. Ha sido quizás Foucault quien con mayor ímpetu ha denunciado la incorrección de la hypothèse répressive22, según la cual las relaciones entre poder y sexo serían unas primordialmente de represión. La comodidad histórica y política de este discurso represivo se reforzaría, en su opinión, con lo que rotula como el bénéfice du locuteur23: pregonar que el sexo está destinado a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, importaría una cierta transgresión que por ese solo hecho pone al hablante, aunque sea bajo una promesa futura, fuera del alcance del poder24.
La hipótesis inicialmente identificada por Foucault favorece la comprensión de que la historia regulativa del sexo sería, a partir del siglo xvii, una de represión, de que el poder operaría como instrumento de represión, y de que, en definitiva, el discurso crítico dirigido a la represión viene a contraponerse a ese poder. Estas premisas se despliegan en un plano histórico, en uno histórico-teórico y en uno histórico-político, y a todas las confronta25 provocativamente: desde el siglo xvii puede apreciarse una verdadera explosión discursiva relativa al sexo, el poder puede ser tolerante o cuando menos no radicalmente represivo, y, en fin, la crítica podría formar parte de la misma red histórica que denuncia26. Todas estas dudas dan lugar a una serie de exploraciones y disquisiciones que, en lo que aquí interesa inmediatamente, podrían sintetizarse como hypothèse constitutive (du désir): la ley es constitutiva del deseo y de la carencia que lo instaura27. De esta forma, quedaría desenfocado el esfuerzo interpretativo por comprender a la ley como instrumento de represión de un deseo previo y desligado de ella. Que esta sea la mejor manera de reconstruir el discurso jurídico-penal de la sexualidad es algo que se someterá a discusión más adelante28. Por ahora basta con mostrar esta rendija por la que se filtra una luz que en algunos ámbitos culturales ha mostrado ser muy potente.
Lo que fuere, para la matriz hegemónica, el pretendido carácter revolucionario de las reformas de tinte criminalizador antes esbozadas no solo respondería a la relativa prontitud con que se materializaron, y que permite hablar de un golpe certero, frente al muy paulatino asentamiento del perfil descriminalizador previo. Tampoco al hecho de que instauraron una alteración legislativa que ha producido no solo una mayor intensidad en la respuesta punitiva frente a ciertos hechos, sino que también la generación de una mayor extensión del ámbito de comportamientos sujetos a prohibición. Para asir su caractère révolutionnaire todo esto debe complementarse con un aspecto crucial, consistente en la generación de una mutación estructural de algunas figuras típicas que pueden ser comprendidas como paradigmáticas dentro de este escenario. A esto apunta el afortunado giro empleado por el profesor Schroeder: habría cristalizado un cambio en el sentido de la protección.
3. Las viejas y las nuevas caras de la violación y la pornografía
El poder expresivo de la violación como figura consular de los delitos de significación sexual no puede exagerarse: ha sido por siglos el delito central de la regulación y desde esa posición parece impregnar de sentido a las demás estructuras típicas que componen el variopinto abanico legislativo. En Alemania la violación fue un delito de coacción29 y ya no lo es. Junto a la coacción y a la amenaza como medios comisivos30, en 1997 el legislador agregó como hipótesis típica el aprovechamiento de la imposibilidad de la víctima de resistirse31, y con ello cuando menos se atenuó su carácter estrictamente coactivo, pues según esta construcción típica, la coacción y la amenaza ya no podían verse como rasgos definitorios y distintivos de la violación32. Si había espacio para dudas, se esfumó con la modificación de 2016, que a través de la inclusión del asalto sexual (sexueler Übergriff) reemplazó el modelo coercitivo por el no-means-no model, de amplísima discusión en el contexto angloamericano33. Los explícitos términos escogidos por el legislador descartan la opción de reconstrucción del precepto tanto en clave estrictamente coercitiva como en función del modelo del yes-means-yes34.
Esta radical alteración diluye también la posibilidad de concebirla como un delito contra la libertad (sexual) y se abre la pregunta por el genuino fundamento de su ilicitud. Como si de las reducciones husserlianas se tratara, Gardner y Shute ofrecen una (ambiciosa) respuesta que pasa por esclarecer cuál es el caso puro de violación, al que llegan filtrando sus contingentes circunstancias acompañantes. Su esfuerzo no se restringe a ofrecer un modelo de reconstrucción de la regulación angloamericana, sino que, genuinamente, está dirigido a explicar dónde reside el mal de la violación. Un caso puro representaría, paradojalmente, una hipótesis de violación sin daño35, que podría representarse ejemplarmente como el de un hombre que accede carnalmente a una mujer ebria o drogada, que en su inconsciencia no consintió pero que tampoco percibió la penetración. El hombre usó preservativo y el caso nunca salió a la luz (y el agresor murió atropellado al salir del departamento de la víctima, en términos igual de probables a los concurrentes si no hubiera asaltado sexualmente a la mujer). La falta de daño obedecería, aquí, a la falta de percepción de la víctima y al bloqueo de las posibilidades de dañosidad prospectiva36.
Ese caso puro y simple pondría de manifiesto que, despojado de epifenómenos como la violencia, el terror y la humillación, el núcleo de la violación estribaría en el mero uso de una persona. Ese mero uso contaría como un abuso37. Y el uso de otro no requiere, por supuesto, coaccionarlo o amenazarlo.
La estructura del supuesto, por lo demás, no es especialmente novedosa ni requiere adhesión a la tesis de sus reconocidos validadores para su aceptación como indicativa de una hipótesis de violación. Si bien en el ámbito angloamericano se acuñó una noción de violación anclada en la actuación con fuerza y contra la voluntad de la mujer38, el eje de la discusión, influido por la omnipresente figura de las nonconsensual sexual intercourses, parece haberse trasladado hasta centrarse (tal vez erróneamente) en los límites del consentimiento y de su acreditación39. El caso de las interacciones con personas inconscientes no ocasionó mayores discusiones40 y en definitiva la presión por la inclusión en sede legislativa de ciertas propuestas sociales concluyó con una concepción extendida de la violación41. De esta forma la preterición de la violencia como elemento nuclear de la violación se ha venido fraguando desde antiguo42.
Pero no solo el tratamiento legal y doctrinario de la violación ha experimentado modificaciones de cierto calado. En el ámbito de la regulación de los comportamientos vinculados con la pornografía infanto-juvenil también se ha registrado una incesante evolución.
En relación con el delito de posesión de pornografía, Schroeder lo expresa con su habitual concisión: la incriminación opera como mecanismo de protección de los intérpretes43. Y la fórmula intérpretes debe entenderse referida tanto a quienes aparecen en los materiales respectivos como a quienes pueden en el futuro aparecer, pues lo distintivo de la mecánica que late tras esta regulación es el reconocimiento de una conexión entre el comportamiento del poseedor y la generación de nuevos materiales pornográficos, en términos tales que la posesión puede ser vista como un fomento de la producción44.
La lógica del mercado sobre la que se construye el fundamento incriminador en este punto recibió un apoyo demoledor en New York v. Feber45, que se vio consolidado luego en Osborne v. Ohio46. El impacto que generó la tesis difícilmente puede exagerarse, y con matices puede afirmarse que ha sido acogida y defendida por un vasto espectro de la doctrina más calificada, tanto en la tradición angloamericana como en la continental47.
No se trataría, por tanto, de un sistema encaminado a brindar protección a los consumidores de la pornografía. Esa fue, como se sabe, la orientación que pareció guiar no solo al legislador pretérito, sino que también a los más sofisticados intérpretes del producto legislativo: tanto quienes se insertaron en las lógicas denominadas tradicionales como aquellos que dieron pie al movimiento moderno48 construyeron sus aportaciones teniendo especialmente en cuenta la dimensión dañina que la apreciación de la pornografía pudiera generar en el observador o en la comunidad49.
La ruptura entre ambas perspectivas parece insalvable: la actual incriminación de conductas relativas a materiales pornográficos con menores de edad estaría dirigida a proteger, entre otros, a los menores que aparecen registrados en ellos (y a aquellos que eventualmente pudieran en el futuro aparecer o a otros que pudieran ser objeto de delitos de interacción sexual favorecidos por la pornografía50). Bajo un predicamento tal, la prohibición de la posesión asoma como enteramente recomendable, pues si alimenta el mercado de la pornografía, y este se nutre de menores para su composición, entonces desincentivando el consumo se desincentiva también la producción51. Si, por último, la producción es concebida como dañina, entonces la prohibición de la posesión es funcional a la protección de los menores.
El cariz protector de la prohibición quedaría, de esta forma, perfectamente articulado52: mientras la tipificación de los delitos de producción y posesión de materiales pornográficos infanto-juveniles apuntaría a la protección de los menores, la tipificación también generosa de conductas bajo el nomen iuris de la violación dispensaría también una más completa salvaguardia, principalmente a las mujeres. Una y otra, además, dejarían atrás el fantasma de la regulación moralizante: el fundamento legislativo encontraría apoyo directo en la necesidad de proteger a (¿los desvalidos?) menores y mujeres y no en el espurio deseo de afianzar un cierto canon estrictamente moral.
4. El modelo regulativo: hegemonía y apariencia
Aparentemente, entonces, las reformas que comenzaron a materializarse en Alemania a partir de 1992 habrían revolucionado el panorama regulativo, recrudeciendo el derecho penal53. Si bien el sesgo represivo de las modificaciones es difícil de soslayar, de allí no cabe concluir su carácter revolucionario. Antes bien, existen poderosos indicios que solventan el carácter puramente ilusorio de la revolución: bajo las turbulencias operadas en la superficie, la base del modelo regulativo se ha mantenido relativamente inalterada. Y esa base puede plausiblemente caracterizarse como represiva. Con ello se desacredita, también y aunque sea parcialmente, la pretendida dimensión liberalizadora de la práctica sexual que habría operado en los últimos siglos en general y, muy sentidamente, en el último tercio del siglo xx. Este periodo, en realidad, difícilmente ostenta los rasgos necesarios para siquiera ser calificado como un contramovimiento54.
Foucault ha destacado con lucidez la continuidad del código de restricciones y prohibiciones sexuales del siglo iv a.C. entre los moralistas y los médicos de comienzos del imperio55, ayudando a desmitificar la muy propagada idea de la ruptura entre los mundos pagano y cristiano56: la cosmología no materialista característica de la tradición griega heredada por el cristianismo, por una parte, y el control de sí mismo, también recibido del mundo helénico, sirvieron de telón de fondo para los desarrollos del modelo de austeridad sexual venidero57. El cristianismo -sus distintas matrices-58, en este punto, fue mucho menos innovador y rupturista de lo que pudiera creerse.
Si con Agustín se afianzó una representación de la sexualidad en permanente tensión entre sus extremos de perversión y aceptación59, ello pronto derivó en que el canon sexual premoderno, inserto en la evolución que experimentó la teología moral escolástica y el derecho canónico medieval, consagrara al coito heterosexual vaginal entre cónyuges como indicativo del desempeño sexual no lujurioso60. Este canon delinea una forma natural y racional de comportarse sexualmente, y deja entregada primariamente a la confesión y a la penitencia un mecanismo de (intento de) superación de las dificultades que su infracción entraña61, pero también permeó hacia la regulación propiamente punitiva.
Esa síntesis de austeridad sexual debida reafirma una mirada desconfiada de la sexualidad, que en el plano jurídico-penal da lugar a una aproximación represiva. Y esa desconfianza es la que se ha mantenido en líneas generales inalterada hasta la actualidad, como intentaré mostrar en el siguiente apartado: la fuerza liberalizadora pregonada firmemente por la perspectiva ilustrada, tibia y confusamente por la labor codificadora y por momentos con ferocidad durante el periodo reformista, parece ser una ilusión que no logró desterrarla.
Contra lo que sostiene un sector particularmente sofisticado de los autores, la denuncia de la hypothèse répressive emprendida por Foucault no parece idónea para contrarrestar esta afirmación. Que en el primer volumen de su Histoire de la sexualité la contraponga y luego reemplace por una hypothèse constitutive (du désir), no supone negar la dimensión represiva que acompaña al tratamiento de la sexualidad. Simplemente implica, como queda claro al revisar los trabajos posteriores del propio Foucault62, un cambio en su perspectiva investigativa, que le permitió abordar un estudio de ontología histórica de nuestras relaciones con la moral, en aras a la posibilidad de constituir a las personas como agentes éticos63. Para ello necesitaba abandonar el esquema rígido (y casi estático) de la representación represiva de la sexualidad, pero evidentemente no al punto de obviarlo: la sexualidad ha estado y sigue estando reprimida64, bajo distintas formas que, hasta hoy, hacen sufrir65.
En la distinción propuesta por Foucault entre represión y prohibición66 puede hallarse una pista para seguir el derrotero de su pensamiento y de las posibilidades que ofrece para el derecho penal sexual: parece evidente que la regulación jurídico-penal de la sexualidad a través de las leyes correspondientes opera básicamente a través de mecanismos de prohibición, pero ello no necesariamente implica un compromiso con la tesis represiva bajo la formulación foucaultiana: el quid de esa tesis implica, en cambio, reducir a esa función prohibitiva del sexo y del deseo los dispositivos de la dominación, en una súper-estructura conservadora67. Foucault intenta, precisamente, desligarse de la representación jurídica que parece gobernar las relaciones entre poder y sexo68, pero su esfuerzo supone el reconocimiento del carácter prohibitivo (y represivo) de la ley penal. Ella es justamente una expresión de la posición lateral que en su opinión debiera ocupar la noción de represión.
Y por eso parece apresurado tachar de validadores de la hypothèse répressive a quienes denuncian la pervivencia de estructuras represivas en la legislación69. Ya lo adelanté: las propuestas de Foucault operan como una rendija por la que se filtra un haz luminoso que arroja nuevas posibilidades interpretativas en el plano del derecho penal sexual. Tal como con el polvo en suspensión, que cruzado por el destello parece surgir de imprevisto, con la luz se vislumbran formas y perspectivas que otrora permanecían ocultas. Como contrapartida, los nuevos cuerpos proyectan sombras que cubren de penumbra planos antes visibles. Y así queda planteado el riesgo de entregarse tan decididamente a estos por momentos novedosos derroteros metodológicos: encandilados por sus posibilidades de rendimiento, obviamos aspectos altamente sensibles al análisis jurídico-penal.
En efecto, tal vez la crítica más radical dirigida por quienes han adoptado la perspectiva conceptual favorecida por Foucault (y Butler70) en contra de quienes han permanecido anclados en la visión tradicional de las relaciones entre el poder penal y la represión estriba en su aparente “incapacidad epistémica de advertir la fuerza productiva de la regulación (jurídica)”71. Con ello, los (pretendidos) partidarios de la tesis represiva no estarían en condiciones de captar adecuadamente que en tanto dispositivo de disciplinamiento, la sexualidad produce al sexo y a un poder-saber (pouvoir-savoir) comprometido con la hegemonía heterosexual. Por contraposición, esta perspectiva le permitiría a refinados validadores de la (aparente) tesis foucaultiana iluminar el genuino sentido de las prohibiciones del incesto -aquí: fuerza constitutiva para la “heteronormatividad de las consciencias de las sociedades burguesas”- y de la sodomía -aquí: fuerza productiva tendente a neutralizar la agencia sexual femenina-, aportando también elementos para la comprensión de los abusos sexuales -aquí: en tanto fijación corpórea de lo sexual-72.
Pero esta propuesta no sirve para afirmar el carácter productivo de las prohibiciones penales, postergando su dimensión represiva, precisamente porque esto último no forma parte de la tesis de Foucault sobre el peso de la legislación. Las leyes penales son, en su opinión, el espacio paradigmático de la represión: la representación jurídico-discursiva del poder, sintetizada en un poder con la “fuerza del no”73. De esta forma, sostener que con la prohibición de la sodomía y del incesto se produce y constituye la neutralización de la agencia sexual femenina y se afianza en la percepción heteronomativa de las consciencias de las sociedades burguesas, por ejemplo, parece una vía poco útil para dar cuenta de la prohibición penal de la sodomía y del incesto: la ley produce porque reprime.
En el plano de la sexualidad, la mira de Foucault está puesta en desplazar la visión preferentemente jurídica del poder que ha impregnado el análisis emprendido por los autores hasta la fecha, situándola, antes bien, en el esquema de una économie générale des discours sur le sexe à l’intériur des sociétés modernes74. Nunca pretendió, por el contrario, desterrar de la grilla interpretativa la dimensión represiva de la sexualidad operada a través del mundo de la juridicidad, y en esto mostró una consistencia inalterable, a pesar de los múltiples vaivenes y oscilaciones que acompañaron a sus reflexiones en este campo75. Su compromiso con esta posición no se limita al plano de las convicciones teóricas y metodológicas: reivindica explícitamente la necesidad de luchar contra la opresión padecida, por ejemplo, por los homosexuales76, y defiende sin ambages la idea -al hilo de las enseñanzas de Epícteto- de que, persiguiendo una vida rica y bella, la gente del siglo xx trata de quitarse de encima la represión sexual de su sociedad (e infancia)77. Valerse de sus planteamientos para minimizar el rol jurídico-penalmente represivo del derecho penal en el plano de las interacciones sexuales es, en fin, más próximo a un estratagema inconsciente que a una estrategia. Y así queda esbozado un genuino oxímoron conceptual.
5. ¿Proyecciones a través del espejo retrovisor?
Si las consecuencias conceptuales del modelo premoderno -canónico y escolástico- pueden sintetizarse en la caracterización del delito sexual como uno de propia mano, en el que la coacción ve desplazada su relevancia configurativa y se prescinde de una víctima en sentido prescriptivo78, el ideal moderno, (pretendidamente) construido sobre la idea de un abuso sexual como lesión de un derecho individual, representaría la noción estrictamente idónea para superarlo. Esta superación ha sido una ilusión.
La definición asimétrica del abuso sexual -que pone en evidencia la preferencia por proteger la libertad de abstención sexual, aun a costa de sacrificar la libertad de actuación sexual- avala la presencia de una víctima en sentido adscriptivo79. Quizás en el plano de los delitos relativos a la pornografía infanto-juvenil sea donde más palmariamente puede apreciarse esta anomalía, pues la irrelevancia del consentimiento del menor de edad púber lo reduce a un estatus de incapacidad infantilizante incompatible con la noción de titular de un derecho individual (bien jurídico individual) lesionado por el autor80.
El diseño legislativo de la regulación penal de la pornografía también pone de manifiesto, en perfecta sintonía con el modelo canónico basado en la teología moral escolástica, la gravitación puramente marginal que la coacción y otros medios comisivos muestran dentro del sistema: totalmente desplazados de cara a la afirmación del injusto, operan simplemente como factores de graduación de su magnitud. El caso de la violación no coactiva analizado por Schroeder y ya reseñado aquí parece reforzar el diagnóstico y alentar la tesis de la continuidad entre los distintos modelos regulativos. Como se verá más adelante, empero, el juego de luces, reflejos y sombras recomienda aquí prudencia interpretativa y máxima cautela a la hora de extraer conclusiones.
De otra parte, el carácter lujurioso de los delitos de significación sexual pregonado con exquisita sencillez por Tomás de Aquino81 favorece su entendimiento como delitos de propia mano, y hasta ahora ha sido imposible correr completamente el manto que cubre a dicha categoría y así desvelar el misterio de su relación con estos delitos82. Con todo, que pueda o no sostenerse un carácter tal en la actualidad dependerá antes de la concreta técnica legislativa adoptada por el legislador que del ethos imperante83.
El catálogo de comportamientos proscritos y la fuerza de la respuesta punitiva ciertamente han variado desde el medioevo hasta nuestros días, tal como entre la antigüedad y aquel. Pero esas mutaciones han sido menos intensas de lo que a primera vista pudiera creerse, y es posible identificar en la desconfianza hacia el sexo -y en su consiguiente represión- un hilo conductor común. Por eso, es difícil aceptar el carácter revolucionario de las reformas emprendidas en Alemania a partir de 1992 y algo antes en Estados Unidos. En vez, debe reconocerse que la liberalización sexual pretérita ha sido más aparente que real, y que las reformas, correlativamente, han implicado preferentemente una ilusión de radicalización represiva: solo han reafirmado, haciéndolo insoportablemente visible para todos, el genuino fundamento de la ley.
Pero que el devenir legislativo genere un cierto recrudecimiento del castigo penal no significa que deba ser calificado, in toto, como restrictivo de la autonomía personal. Precisamente la distinción entre el campo propio de la violación y el de los delitos relativos a la pornografía infanto-juvenil permite abordar, siquiera brevemente, un bosquejo analítico diferenciado. En efecto, y aun cuando la noción de consentimiento está sometida a un fuerte cuestionamiento en tanto criterio de corrección jurídico-penal84, sigue siendo posible adoptarla como una hebra a partir de la cual identificar el mayor o menor compromiso de la legislación con el reconocimiento de las personas como agentes autónomos.
La expansión regulativa que ha experimentado el delito de violación debe apreciarse, en esta línea y en términos generales, como respetuosa con una agenda encaminada a brindar una mayor cobertura protectora de la autonomía sexual, principalmente de las mujeres, aun cuando en la superficie parezca indicativa de una recuperación del ideal regulativo medieval. Esto es obvio en relación con lo que en el derecho continental se denomina libertad sexual negativa o de abstención85, y que en el plano angloamericano se reconoce bajo el rótulo de autonomía sexual negativa86. Es justamente esta última fórmula la que permite trazar de mejor manera una concepción no coercitiva (y, correlativamente, expansiva) de la violación, pues no solo la coacción hace patente la falta de consentimiento, y con ello la ausencia de intervención voluntaria. La mujer casada que rechaza la interacción, o la alcoholizada incapaz de reflejarse en el suceso sexual, por ejemplo, también son -o cuando menos pueden ser- arrastradas a una práctica sexual denegatoria de su autonomía por sus cónyuges o terceros87. En esa medida, pueden ser tratadas como meros objetos88 funcionales a la satisfacción sexual de un tercero.
Y también puede ser leída, en tanto expansión típica dirigida a otorgar ámbitos libres de interacción sexual no deseada89, como plenamente compatible con la autonomía (libertad) sexual positiva o libertad de realización sexual. Esto puede parecer paradójico, por supuesto, pero no es implausible: la actuación de esas mismas mujeres que bajo el ideario cultural subyacente al matrimonio interactúan sexualmente con sus parejas sin genuinamente consentirlo, o la de aquellas que producto del alcohol ceden a la interacción, por ejemplo, no es expresiva de la autonomía que caracteriza al agente como origen del obrar90. La libertad de realización sexual solo cobra sentido cuando la persona está volcada en el hecho. Por el contrario, quien toma parte de una relación sexual en los términos recién descritos, no ha hecho un genuino uso de su autonomía sexual.
De esta forma, si por represivo se entiende un modelo restrictivo de la autonomía sexual, parece apresurado calificar así a algunas de las más emblemáticas reformas relativas al delito de violación. Y es que no se trata solo de una cuestión cuantitativa dirigida a contar el número de interacciones sexuales permitidas y prohibidas, sino que de una cualitativa, destinada también a medir las características de esas relaciones. Por tanto, mirar con añoranza liberal por el espejo retrovisor del estatus regulativo no es una opción: el presente legislativo ofrece una mejor protección de la autonomía personal que un modelo puramente coactivo91. Y es que mientras bajo el modelo regulativo medieval la preterición de la coacción debía interpretarse en estricta conexión con la existencia de un canon conductual expresivo de desconfianza hacia el sexo, en la actualidad la postergación del carácter coactivo de la violación se inserta en un campo que abandonó al canon sexual debido como modelo de despliegue legítimo de la sexualidad orientada a la procreación marital. Aquí la pervivencia o incluso la recuperación de unas notas regulativas distintivas de modelos pretéritos no basta para afirmar la continuidad de los planes legislativos.