Sumario: 1. La expansión de la culpa (imprudencia) penal - 2. La criminalización de la actividad médica - 3. El fenómeno de la medicina defensiva - 4. Una estrategia político-criminal - 4.1. El retroceso de la intervención penal - 4.2. Redefinir el alcance de la culpa médica: la exigibilidad (objetiva y subjetiva) y la heterointegración del cuidado debido - 4.3. Despenalizar la culpa: la inconsciente, o también la consciente - 5. Reformas recientes en materia de culpa médica: la experiencia italiana - 5.1. El contexto - 5.2. La reforma Balduzzi (2012) - 5.3. La reforma Gelli-Bianco (2017) - 6. La culpa médica como categoría especial - 6.1. La fragmentación de la categoría - 6.2. La “imprudencia profesional” en la experiencia española. 6.3. Una crítica al concepto de “impericia” como medio de discriminación a efectos de la penalidad - 7. Síntesis y bases para una propuesta dogmática. A propósito del art. 491 del Código Penal chileno - 8. Cuestiones abiertas y perspectivas. - Bibliografía
1. La expansión de la culpa (imprudencia) penal
En el concierto europeo continental, muchos estudios monográficos relevantes en materia de “imprudencia” o “culpa” penal1 toman como punto de partida la observación del incremento explosivo de los delitos culposos (“cuasi-delitos”, en la terminología empleada por el Código Penal chileno). Esto es así al menos desde fines de los años cincuenta del siglo pasado2. Desde entonces han pasado alrededor de sesenta años y en pocas décadas hemos pasado de la sociedad motorizada de la posguerra a la edad de la revolución biotecnológica y de las denominadas “tecnologías emergentes” (en todo el mundo)3. Asimismo, hemos reconocido que entre la realización de acontecimientos adversos y la progresiva tecnificación de nuestra sociedad existe una estrecha relación, dada por la inevitabilidad de aquéllos también por razón de ésta4. Por ello, el “problema culposo”, entendido al mismo tiempo como un desafío conceptual y práctico, se ha superpuesto cada vez más al estudio de su fenomenología.
Muchos de los esfuerzos hechos por la doctrina más reciente para explicar el aumento de la responsabilidad culposa en la sociedad contemporánea se han centrado, precisamente, en el estudio de las relaciones de la culpa -entendida como clase de responsabilidad y criterio de imputación- con las ocasiones o circunstancias que favorecen su emersión en el derecho vivo. Estas relaciones reflejan muy a menudo la progresiva (imparable, inevitable) tecnificación de nuestro vivir. Piénsese -más allá de los accidentes de tráfico- en las enfermedades profesionales provocadas por el uso de sustancias o productos peligrosos en la industria5, en los efectos de la contaminación ambiental, en los desastres tecnológicos en general6. Y en el debate que, en estos contextos, se ha ido desarrollando acerca de la posibilidad -defendida por algunos y rechazada rotundamente por otros- de aplicar el denominado “principio de precaución” al derecho penal de la culpa7.
Como lo demuestra el debate que se acaba de mencionar, sería sin embargo un error reducir la expansión de esta clase de responsabilidad al supuesto incremento de acontecimientos adversos en la sociedad contemporánea, pues el aumento de juicios y sentencias de condena depende de la valoración que de los hechos ocurridos hagan, en primer lugar, las supuestas víctimas, y los jueces, después.
La imputación de responsabilidades supone un proceso valorativo, no ya una mera constatación causal-objetiva. Así, por ejemplo, el hecho de haber materialmente provocado -o bien, no haber evitado, hallándose el sujeto imputado en posición de garante- un perjuicio penalmente relevante (i.e., que supone la afectación de bienes jurídicos penalmente protegidos) no implica necesariamente tener que responder por ello. Es el proceso intelectual (discrecional, regulado por criterios y parámetros normativos) de evaluación y adscripción lo que permite calificar una intervención dañina como un error grave e injustificable, o un accidente laboral, de tráfico, etc., como un homicidio. No consideramos sólo hechos y resultados lesivos, sino actos negligentes, imprudentes o imperitos; esto es, conductas lesivas culposas.
Esto no es baladí, pues no debemos olvidar que la concepción de la “culpa penal” como un quid normativo conceptualmente distinto de la relación de causalidad, por un lado, y de un mero déficit de atención (o una voluntad defectuosa), por otro, representa una asunción teórica que, aun habiéndose impuesto en la doctrina de la tradición jurídica europeo continental desde las primeras décadas del siglo pasado, todavía no ha sido asumida del todo por la jurisprudencia.
2. La criminalización de la actividad médica
Frente a la expansión señalada en la introducción, el sector de la responsabilidad médica no constituye ninguna excepción. En efecto, en muchos países comparables desde el punto de vista económico y socio-cultural, desde hace décadas (desde principios de los años sesenta del siglo pasado, empezando por los EE.UU.) se asiste a un aumento progresivo de demandas, denuncias y condenas por supuestos actos de mala praxis médica8.
En estos contextos, la cada vez mayor capacidad asistencial de los sistemas de salud y el aumento de la expectativa de vida indudablemente ofrecen una primera base explicativa del fenómeno señalado. Ambos factores suponen, en primer lugar, un aumento cuantitativo de los actos médicos y, por ende, mayores probabilidades de que se realicen actos de mala praxis. Pero, ante todo, dichos factores también suponen un cambio cualitativo de dichos actos, caracterizándose este cambio por un intervencionismo progresivo de la medicina en ámbitos que hasta hace treinta o cuarenta años estaban totalmente fuera de su alcance9.
Nos enfrentamos con una medicina cada vez más técnica y agresiva. Este es otro factor clave para comprender mejor el fenómeno en cuestión en al menos dos sentidos ulteriores. Primero, porque la progresiva tecnificación de la actividad curativa lleva consigo la especialización de quienes la ejercen. Y dicha especialización puede favorecer errores en la interpretación y/o en el tratamiento de aquellos casos clínicos que requieren una visión de conjunto del estado del paciente por parte de un equipo médico interdisciplinario10. Segundo, porque si bien es cierto que el empleo de medidas diagnósticas y terapéuticas avanzadas puede conllevar mayores ventajas, éstas también pueden suponer mayores riesgos para la salud de los pacientes11.
Una medicina cada vez más técnica e invasiva genera también nuevas expectativas en la población y supone, precisamente por eso, un cambio cultural. La técnica genera así también nuevas exigencias, las cuales encuentran nuevos espacios de reivindicación en el contexto dado por la transición del paradigma paternalista a una relación médico-paciente basada en el principio de autonomía y tendiente a configurarse (cada vez más) como una relación contractual y pseudomercantil12.
Los pacientes somos cada vez más conscientes de nuestros derechos en materia de salud. Sin embargo, si por un lado esto se puede ver como un avance a nivel general, esas nuevas expectativas alimentan la ya endémica tendencia de la sociedad de atribuirle a la medicina el poder de evitar lo inevitable, como si tuviese un dominio absoluto sobre la naturaleza y sobre nuestros destinos como parte de ella. Esto lleva a no aceptar su falibilidad como técnica curativa -ni la falibilidad de quienes están llamados para aplicarla (el error humano)13- y a ser más proclives a reclamar, denunciar y pedir indemnizaciones frente a resultados desfavorables que asumimos provocados por errores médicos14.
Esta “imagen”15 cientificista de la medicina16 -fomentada por nuestra educación escolar esencialmente positivista, el nefasto papel de los medios de comunicación y la idea que de sí mismos tienen muchos de sus operadores- va generando expectativas no sólo nuevas, sino también excesivas respecto del nivel de cuidado exigible a quienes la ejercen. Y cuando éstas expectativas acceden a los tribunales de justicia como elementos de “precomprensión”17, se pueden convertir en parámetros normativos idóneos para respaldar sentencias de condena.
La culpa, entendida como categoría y criterio de imputación, surge del dualismo generado por el incumplimiento de una expectativa normativa que, en última instancia, es una expectativa de origen social (descanse o no el deber de cuidado también en normas tecno-científicas18).
Pero hay más. En efecto, a este elemento cultural -herencia del naturalismo dominante en el siglo XIX- se superpone la epistemología de la incertidumbre, esto es, aquel conjunto heterogéneo de teorías del conocimiento que arguyen la incapacidad de las ciencias empíricas de proporcionarnos explicaciones de la realidad necesariamente concluyentes, ciertas, indiscutibles y definitivas19.
La idea epistemológica de incertidumbre descansa en la insostenibilidad del positivismo científico y supone, por el contrario, la relatividad de todo conocimiento. Pero dicha relatividad, entendida en su contexto epistemológico originario como un carácter propio del conocimiento (hipotético, provisorio, válido sólo dentro de ciertos -y no otros- modelos explicativos o paradigmas científicos, etc.20), se convierte -a menudo impropiamente- en una actitud de desconfianza ideológica e irracional hacia las instituciones a las cuales tradicionalmente corresponde trasmitir el conocimiento a la sociedad (universidades, centros de investigación, etc.). Su asunción fomenta la idea según la cual todo conocimiento es no sólo discutible, sino también democrático, e influye en el conjunto social -por ende, fuera de su contexto originario- hasta el punto de poner el tema de la credibilidad de los enunciados científicos constantemente sobre la mesa del debate público.
En las últimas décadas, este fenómeno se ha hecho evidente precisamente en el campo específico de la medicina. Piénsese, por ejemplo, en el (impropiamente) denominado “negacionismo del SIDA”21 o en el más reciente movimiento anti-vacunas. La llamada “medicina oficial” -también por su escasa capacidad autocrítica o, dicho en una palabra, su cientificismo- se sienta cada vez con mayor frecuencia en el banquillo de los acusados; en su contra se dirigen cada vez más demandas de reparación, y los tribunales de justicia se convierten muy a menudo -por paradójico que parezca- en depositarios involuntarios de la supuesta “verdad científica”22.
3. El fenómeno de la medicina defensiva
Semejante exigencia de justicia o, dicho más prosaicamente, de indemnización, ha fomentado el fenómeno de la denominada “medicina defensiva”, esto es, la tendencia de los profesionales de la salud, condicionados por el temor a la sanción, a desviarse del criterio teleológico (exclusivo) del mejor resultado para el paciente, para actuar conforme el objetivo principal de alejar -o al menos disminuir- el riesgo de incurrir en algún tipo de responsabilidad23.
El temor a la sanción se puede convertir en el primer criterio de actuación de los profesionales, llevándolos a excederse en el uso de cuidados médicos (piénsese, por ejemplo, en la sobreindicación de medidas diagnósticas de alta complejidad, en la prescripciones innecesarias de fármacos y en la superposiciones de terapias), para que no se les pueda reprochar ninguna falta u omisión (medicina defensiva “positiva”), o bien a deshacerse de los casos clínicos más complejos, o con menores probabilidades de éxito, esto es, aquellos casos que exigirían acudir a tratamientos o estrategias terapéuticas más arriesgadas e inciertas en cuanto a los beneficios alcanzables para el paciente (medicina defensiva “negativa”)24.
Las prácticas de medicina defensiva, a su vez, traen consigo consecuencias negativas muy estrechamente relacionadas entre sí.
Desde un primer punto de vista, esta actitud puede originar graves alteraciones en la relación médico-paciente, que deja de desarrollarse en condiciones de mutua confianza25 y sobre la base de los principios rectores de beneficencia, no maleficencia y autonomía26. Esto sucede, por ejemplo, cuando los médicos recurren al consentimiento como instrumento mediante el cual desplazar toda responsabilidad (y el riesgo) al propio paciente (pese a que, como sabemos, el consentimiento del paciente al acto médico en ningún caso ampara la actuación incorrecta -es decir, negligente de por sí- del profesional)27; o bien, cuando se sobreutilizan pruebas radiológicas o medicamentos. Estas conductas pueden exponer a los pacientes (o incluso a la población mundial, cuando por ejemplo se trate de antibióticos) a mayores riesgos de sufrir perjuicios evitables, y en algunos casos graves e irreversibles28, incrementándose de esta forma la desconfianza y el aumento de juicios29.
Bien conocidos son, finalmente, los efectos negativos de carácter económico asociados a la gestión irracional de los recursos humanos y materiales de los sistemas públicos y privados de salud, todo lo cual supone graves perjuicios a su funcionamiento (menores beneficios, aumento de costos, ineficiencia)30.
4. Una estrategia político-criminal
4.1. El retroceso de la intervención penal
De cara a este fenómeno, cabe preguntarse en qué medida el derecho penal puede replantear su intervención para evitar favorecerlo; y, en particular, cuál sería un modelo de imputación por actos de mala praxis médica que permita conjugar de mejor manera, por un lado, el principio de responsabilidad31 -y las razones simbólicas, preventivas y represivas que explican el ius puniendi- y, por otro, la implementación de las mejores condiciones para el ejercicio de la actividad médica y la protección de los bienes jurídicos involucrados (vida y salud psicofísica).
En este sentido, y asumiendo que la blame culture favorece la medicina defensiva -lo que convierte al derecho penal en un auténtico factor criminógeno32-, una de las tendencias de la política criminal actual consiste en tratar de redefinir y limitar el alcance de la responsabilidad penal de los profesionales médico-sanitarios.
Sin embargo, la forma para alcanzar -por el medio de una limitación de la intervención penal- una mejor estrategia de prevención, sigue siendo objeto de debate.
4.2. Redefinir el alcance de la culpa médica: la exigibilidad (objetiva y subjetiva) y la heterointegración del cuidado debido
En la dirección de redefinir la culpa como categoría normativa y criterio de imputación de responsabilidad por resultados lesivos, otorgándole un alcance más limitado, se han planteado diversas estrategias dogmáticas, no necesariamente alternativas, sino posiblemente cumulativas.
Una primera opción sería acudir al criterio de la gravedad, exigiendo la culpa grave del profesional. Este resultado, a su vez, podría lograrse, por ejemplo: (a) ajustando el parámetro normativo de precisión del deber de cuidado y bajando, a la inversa, el nivel de exigibilidad objetiva33; o bien, (b) sobre la base de la teoría de la “doble medida” o “doble dimensión” de la culpa -según la cual, además de la infracción de cuidado debido (“tipo subjetivo”, o “dimensión típica” de la culpa), se requiere la existencia de un poder efectivo de previsión y evitación (“culpabilidad culposa”, o “elemento subjetivo de la culpa”)34-, exigiendo que al sujeto imputado le fuera subjetivamente exigible el cumplimiento del cuidado debido35.
Otra manera de redefinir el alcance de la culpa médica sería regular la heterointegración normativa del deber de cuidado del profesional por medio de fuentes técnicas, estableciendo que sólo ciertas normas extrajurídicas (leges artis contenidas o reconocidas por protocolos y guidelines, certificados en su caso por instituciones públicas) puedan determinar el contenido del deber de cuidado del médico, el alcance del error penalmente relevante y, de esta manera, la frontera del “riesgo permitido”.
Ambos caminos -la graduación de la responsabilidad médica y la heterointegración normativa del cuidado debido- serán objeto de atentas reflexiones en las secciones 5.1 y siguientes del presente artículo, donde se examinarán críticamente las reformas adoptadas por el legislador italiano en los últimos años (dada la objetiva relevancia de esa experiencia en el derecho comparado actual).
4.3. Despenalizar la culpa: la inconsciente, o también la consciente
Si una primera corriente se centra en la limitación del alcance de la culpa, otro camino sería suprimirla, renunciando a sancionar la “culpa inconsciente” -esto es, la culpa puramente normativa, sin representación-, o también a la “consciente” (según se entienda esa noción: con previsión del resultado, o bien con consciencia de la infracción del cuidado debido, aunque sin previsión del resultado36).
En este sentido, la doctrina sigue preguntándose si la discutible eficacia preventiva y las fuertes necesidades de reparación que harían necesaria la culpa penal, pueden realmente seguir justificando -y hasta qué punto- una intervención de esta naturaleza37, sobre todo en el contexto que nos ocupa. Así, se pone cada vez más en duda el papel del derecho penal en la estrategia general de prevención del error -sobre todo cuando el error del profesional esté favorecido por la complejidad de la organización del trabajo en equipo-, ya que este objetivo podría perseguirse de manera más eficaz superando el paradigma de la blame culture, esto es, suprimiendo radicalmente de este contexto las variables amenaza y sanción38.
Según argumenta una parte de la doctrina, semejante cambio de paradigma debilitaría las principales razones de la medicina defensiva: el temor a la sanción y la cultura del ocultamiento del error. Esto permitiría detectar las razones fácticas que favorecen su ocurrencia, y fomentar, sobre esta base de conocimiento, el desarrollo de nuevas políticas de prevención y buenas prácticas. Sería aprendiendo de la experiencia registrada, y no a través de la amenaza, que se podrían generar nuevas y mejores estrategias de seguridad y prevención39.
Sin embargo, este planteamiento nos pone de cara a otras cuestiones dogmáticas aún sin soluciones de consenso en la doctrina contemporánea. La supresión de los delitos culposos, incluidos los cometidos con culpa consciente, supondría, en efecto, finalmente aclarar la frontera conceptual entre el dolo y la culpa40, o bien la adopción de soluciones intermedias, algo así como una tercera forma de culpabilidad41. En el caso de querer suprimir sólo la culpa inconsciente42, deberíamos ser capaces de sostener que siempre merece más reproche quien ha provocado (o no ha evitado, hallándose en posición de garante) un perjuicio penalmente relevante cuando la conducta esté acompañada de un elemento psicológico efectivo -la consciencia de la infracción, o bien la representación o previsión efectiva del resultado, etc.-, en comparación con quien ni siquiera se ha dado cuenta de haber estado generando (o de no haber estado evitando) un riesgo intolerable. Pero, como se sabe, este aspecto está aún lejos de ser pacífico en la discusión actual.
5. Reformas recientes en materia de culpa médica: la experiencia italiana
5.1. El contexto
Entre los caminos mencionados, el primero -la limitación de la culpa como criterio de imputación y ámbito de responsabilidad- ya ha sido escogido por el legislador italiano en dos ocasiones, a través de las reformas de 2012 y 2017. Frente a la formulación del art. 43 del Código Penal italiano, que otorga relevancia penal a cualquier infracción del cuidado debido (“cuando el resultado haya sido realizado por negligencia, imprudencia, impericia, o bien, por infracción de leyes, reglamentos, órdenes, disciplinas”) sin prever ninguna graduación, esta reformas han sido adoptadas con el objetivo de proporcionar a los jueces criterios de evaluación más precisos, disminuyendo de esta forma el ámbito de discrecionalidad e incertidumbre que favorece la medicina defensiva. En efecto, si bien durante un tiempo los tribunales italianos han acudido al criterio de la “especial dificultad” indicado por el art. 2236 del Código Civil para justificar la limitación de la culpa médica a los casos de culpa grave o temeraria, últimamente, y antes de la reforma del 2012, éste había sido abandonado, lo que se tradujo en un aumento considerable de condenas por mala praxis médica43.
En cuanto al contexto doctrinario, el debate de las últimas décadas ha sido protagonizado por dos paradigmas teóricos, los cuales son en buena medida -aunque no del todo, según veremos- alternativos.
Conforme al modelo doctrinal deóntico-objetivo (generalizador), el criterio que nos permitiría precisar el contenido normativo del cuidado debido sería la previsibilidad ex ante del resultado lesivo en concreto (hic et nunc)44. Este juicio debería llevarse a cabo desde la perspectiva ex ante del parámetro normativo del homo eiusdem condicionis et professionis45 (la Maßfigur de la dogmática alemana46; el hombre cuidadoso o la persona inteligente y sensata de la doctrina española; the reasonable person, en la tradición de Common Law47). Es decir, un sujeto imaginario (i.e., ideal-normativo, pero no necesariamente “fiel al Derecho”48) dotado de los conocimientos y las capacidades que sea preciso exigir objetivamente a los miembros típicos del grupo social o profesional al que pertenezca el autor del hecho. Piénsese, por ejemplo, en un neurocirujano o en un anestesista eiusdem condicionis49.
Sin embargo, los límites de este paradigma son bien conocidos. Entre éstos cabe destacar: (1) la indeterminación intrínseca del parámetro normativo50 y, por ende, la tendencia de los tribunales a objetivizar los juicios de imputación, a menudo afectados por hindsight bias (algo que, como muestran algunos estudios, sucede con mayor frecuencia en la jurisprudencia en materia de responsabilidad médica51), lo que deriva en el diseño de parámetros objetivos excesivos en términos de exigibilidad52; (2) la indeterminación del propio “resultado” como objeto del juicio de previsibilidad ex ante, cuya inevitable redescripción (i.e., normativización) puede llevar, a su vez, a una expansión ilimitada del alcance de la responsabilidad de los médicos53.
Debido a lo anterior, otros autores defienden la necesidad de limitar el alcance de la culpa penal a las infracciones de las pautas de conducta positiva o socialmente predeterminadas (“usos”, protocolos médicos, reglamentos, etc.). Este modelo, de tipo “praxeológico-positivistico”, según defienden sus partidarios54, supondría un enfoque más garantizador, pues ya no se trataría de precisar el contenido normativo del deber de cuidado acudiendo a un parámetro normativo imaginario, sino a través de pautas de conducta ya reconocidas y adoptadas por el cuerpo social o en el ámbito profesional de que se trate.
Sin embargo, también este planteamiento presenta ciertos límites. En efecto, si bien es cierto que a menudo los profesionales pueden acudir a pautas de actuación predeterminadas frente a casos típicos55, en otras circunstancias dichos protocolos no se ajustan al deber de cuidado objetivamente exigible, y por ello se requiere “un alejamiento de la lex artis generalmente aceptada (…), y recurrir al criterio de lo que haría un profesional prudente en una situación semejante”56. En efecto, no siempre los profesionales pueden acudir a pautas de conducta predeterminadas. Y esto, en general, se explica por los siguientes factores: (1) porque existen casos clínicos atípicos, que exigen recurrir a medidas de intervención asimismo “atípicas”57; (2) por las características intrínsecas de la medicina como técnica basada en conocimientos en constante evolución (y a menudo controvertidos); (3) por la necesidad de reconocer ciertos márgenes para la libertad de método y de tratamiento, siempre que se respete la voluntad del paciente58. De allí la necesidad de volver a preguntarse, de cara a eventos adversos, qué hubiese hecho un médico sensato y prudente en una situación semejante.
Debido a lo anterior, además, es evidente que el apego acrítico a los protocolos podría representar un tipo particular de medicina defensiva “negativa”, pues supondría no acudir -al ser necesario- a estándares terapéuticos más avanzados y eficaces, aunque no formalizados o “codificados”, lo que no reflejaría una actitud orientada al mejor resultado para el paciente59.
Este debate doctrinario ha desembocado también en la publicación de importantes estudios monográficos sobre la materia60 y en la discusión de proyectos de lege ferenda, como la propuesta presentada por el Centro Studi “Federico Stella” de la Università Cattolica Sacro Cuore de Milán (2010)61.
5.2. La reforma Balduzzi (2012)
De cara a esta situación, el legislador italiano intervino por primera vez a través de la Ley núm. 189 de 8 de noviembre de 2012, con la finalidad de buscar una solución de equilibrio, frente al cambio de orientación de la jurisprudencia y a las quejas de la clase médica, para afrontar el problema de la medicina defensiva.
Esta reforma se proyecta sobre dos ejes principales: (1) reconocer la relevancia central de los protocolos y las guidelines en la regulación de la actividad sanitaria y, por ende, en la precisión del contenido normativo del deber de cuidado del facultativo; (2) exigir, al menos en algunos casos (ya veremos cuáles), la culpa grave del profesional, excluyendo la relevancia penal de los supuestos de culpa leve (o simple).
En este sentido, el art. 3, inc. 1, de la Ley citada establece lo siguiente:
“El profesional sanitario que, en el ejercicio de su actividad, cumpla con las guías y las buenas prácticas acreditadas por la comunidad científica, no será penalmente responsable por culpa leve”62.
Cabe decir que esta disposición no destaca precisamente por su claridad63. Sin embargo, tampoco es correcto sostener, como hicieron algunos en un primer momento, que su formulación contendría una contradicción patente, dada por la previsión de que un facultativo podría actuar de forma culposa aun cumpliendo con las guidelines.
En efecto, de esta manera la reforma asumía un criterio ya indicado en los apartados anteriores (destacando los límites del modelo “praxeológico”), a saber, que es posible que un facultativo adopte, aplique o cumpla con best practices, guidelines, protocolos, etc., y actúe, no obstante, de forma inadecuada, esto es, incumpliendo el deber de cuidado. Dicho de otra manera: el simple hecho de haber actuado conforme a ciertas leges artis no significa excluir de por sí que la conducta del profesional pueda ser juzgada culposa respecto al resultado lesivo que haya provocado (o no haya evitado, cuando se trate de supuesta responsabilidad por omisión impropia).
Pero, ¿cuándo puede darse esta circunstancia?
En primer lugar, cuando la lex artis adoptada no indica el deber de cuidado adecuado para el caso concreto, por la simple razón que no procede aplicarla bajo ciertas condiciones (esto es, no es pertinente respecto al caso clínico). Es decir, el médico incumple el deber de cuidado por aplicar un protocolo fuera de su ámbito de aplicación. Y ello puede suceder: (1) por un error de apreciación acerca de las circunstancias concretas que definen la ocasión de adoptar ciertas normas de conducta; (2) o bien, por un error de elección de la lex artis aplicable (pese a una correcta apreciación de la naturaleza del caso clínico).
En segundo lugar, el cumplimiento del protocolo no excluye la negligencia del facultativo cuando, pese a que la lex artis predeterminada y reconocida o incluida en fuentes técnicas sea pertinente respecto al caso clínico, el cumplimiento del deber de cuidado requiera ir más allá, y adoptar medidas distintas respecto de aquellas generalmente adoptadas frente a casos similares. Esto puede ser necesario cuando la pauta adoptada se revele obsoleta de cara a la evolución del conocimiento científico que heterointegra el contenido de las leges artis médicas.
Entre las hipótesis pertenecientes a este segundo grupo (lex artis pertinente, pero inadecuada), los casos menos problemáticos son aquellos en los cuales los peritajes a disposición del juez indican de forma coherente y consensuada la conducta que el facultativo habría tenido que realizar en las condiciones dadas, esto es, conforme a los conocimientos disponibles y aceptados por la comunidad científica en un momento dado. Se trata de casos en los cuales, pese a que el deber de cuidado no está formalizado, la comunidad científica está en condiciones de expresar, sin incertidumbres relevantes, la existencia de una manera correcta y adecuada de hacer frente a ciertas condiciones clínicas o de realizar pruebas para la realización de ciertas terapias, etc. La lex artis no se corresponde a las prácticas generalmente adoptadas (a la costumbre). Aun así, la comunidad científica puede acreditar, en un momento dado, su existencia y validez general64.
Más complejos son, en cambio, los casos en los cuales la validez de la lex artis efectivamente adoptada -pero que no responde al deber de cuidado- resulte al menos controvertida65. Esto puede suceder con mayor frecuencia respecto de las llamadas reglas de cuidado “impropias”, es decir, aquellas que no aseguran evitar la realización del riesgo perteneciente a su ámbito de protección66 (esto es, no aseguran el éxito del tratamiento). En estos casos, la lex artis adoptada puede ser adecuada (i.e., conforme a los conocimientos disponibles y acreditados por la comunidad científica), pero a partir del fracaso del tratamiento puede surgir la cuestión de si realmente era la mejor opción o una de las mejores opciones disponibles.
De todos modos, el límite de la culpa grave previsto por la reforma Balduzzi encontraba aplicación precisamente cuando el cumplimiento del deber de cuidado requería un alejamiento de la lex artis generalmente aceptada en el caso concreto, siendo por ello necesario recurrir nuevamente al criterio de lo que haría el profesional sensato y prudente en una situación semejante67. Su ratio fue entonces reconocer, a través de la no punibilidad de la culpa leve, la especial dificultad asociada a la necesidad de adoptar una norma de conducta no usual en aquellas situaciones en las cuales ya existía una regla de referencia en la cual el facultativo debería, al menos en principio, haber podido confiar. En fin: se trataba de valorar a favor del facultativo la mayor dificultad, pese a su exigibilidad objetiva, de ir más allá de los protocolos y la costumbre68.
En este sentido, la solución adoptada por esta reforma parecía indicar -en mi opinión- un camino razonable y equilibrado69, porque suponía fijar criterios (de actuación, en el caso de los médicos; de juicio en el caso de los tribunales) orientados a limitar el problema de la medicina defensiva. (1) En primer lugar, se formalizaba el criterio según el cual no siempre el facultativo puede gozar del amparo del protocolo. Esto se estableció mediante la indicación al médico en orden a evaluar de forma crítica y autónoma la adecuación de la lex artis; evaluación no sólo referida a su aplicabilidad al caso clínico, sino también a su contenido intrínseco, evitando caer de este modo en automatismos. Esto último debido al hecho que la decisión del médico de actuar sin mayores cuestionamientos conforme al protocolo puede no coincidir con el interés del paciente. (2) Sin embargo -y aquí está el elemento de equilibrio-, cuando el médico incumpliese el cuidado debido por cumplir una lex artis (pertinente respecto al caso clínico, pero inadecuada de por sí), había que tener en cuenta las mayores dificultades que supone y lleva consigo la necesidad de alejarse de una práctica asumida y consolidada. De esta forma, se nos sugería también un posible criterio de gravedad, idóneo a su vez para limitar el alcance de la intervención penal de forma razonable, y disminuir aquel temor a la sanción que, como hemos visto, fomenta la medicina defensiva70.
Los mayores límites destacados por la doctrina son, en cambio, los siguientes71. (1) No se indicaban criterios para determinar cuáles protocolos o guidelines -u otras leges artis formalizadas- pueden servir de parámetro de actuación para los médicos y, de forma correspondiente, de juicio para los tribunales. (2) No definía -o no indicaba criterios para definir judicialmente- el concepto de colpa grave72. (3) La aplicación de un régimen favorable sólo a la culpa profesional médica. En todos los demás casos sería aplicable el régimen general del art. 43 del Código penal italiano, que no requiere -como no lo hace expresamente el art. 491 del Código Penal chileno- la culpa grave del profesional73. (4) Finalmente, tampoco pareció coherente la limitación de la responsabilidad por culpa grave sólo a los casos en los cuales el profesional erróneamente cumpliera con guidelines, protocolos o buenas prácticas, sin advertir la necesidad de alejarse de las indicaciones proporcionadas por esas fuentes, ya que la misma dificultad también podría subsistir a la hora de actuar sin el auxilio u orientación de reglas modales predeterminadas. En efecto, pese a la creciente formalización, ningún ámbito de la medicina está dominado por avances científicos definitivos. Y, por ello, en muchos casos no contamos con evidencias sobre cuya base establecer guidelines plenamente confiables o aceptadas de forma unánime74. Además, hay que tener en cuenta los límites del poder normativo de dichas guidelines, pudiendo consistir en indicaciones demasiado genéricas y elásticas, inidóneas para otorgar pautas de conducta claras y precisas a beneficio de los profesionales75.
5.3. La reforma Gelli-Bianco (2017)
De cara a estas cuestiones, y con la declarada finalidad de solucionarlas, se aprobó la Ley núm. 24 de 2017, que prevé la derogación de la normativa anterior e introduce, a través de su art. 6, el nuevo art. 590 sexies al Código Penal italiano:
“Cuando el resultado se haya realizado por impericia, la punibilidad queda excluida si se han cumplido las recomendaciones previstas por las guías definidas y publicadas conforme a la ley [art. 5 de la Ley 24/2017] o, en su defecto, por las buenas prácticas clínicas, siempre que las recomendaciones contenidas en dichas guías resulten adecuadas al caso concreto”76.
Respecto al modelo anterior, esta reforma prevé las siguientes novedades: (1) se suprime la graduación de la culpa, previendo en su lugar un régimen de no punibilidad (o de atipicidad) aplicable a aquellas conductas que, aun cumpliendo protocolos o buenas prácticas, hayan sido imperitas (art. 6); (2) además, se prevén requisitos legales para identificar los protocolos y las guidelines que puedan heterointegrar o complementar el contenido normativo del deber de cuidado del médico (art. 5).
Centrémonos en el primer aspecto. Cuando la elección de la lex artis había sido pertinente respecto al caso clínico y, sin embargo, el facultativo hubiese tenido que alejarse de la misma, la reforma de 2012 seguía sancionando la culpa grave, mientras que conforme a la regulación vigente la punibilidad quedaría directamente excluida, siempre que las guidelines adoptadas hayan sido definidas y publicadas conforme a la ley (o, en su defecto, hayan sido adoptadas las buenas prácticas clínicas). Asumiendo que esta interpretación sea razonable, el cambio parece muy significativo, pues mientras antes el apego ciego al protocolo no eximía al médico de su responsabilidad (en caso de culpa grave en la elección de la lex artis), ahora el médico promedio eiusdem condicionis supuesto por el legislador no tiene que preocuparse por la adecuación en sí de la pauta aplicada, sino simplemente asegurarse que esté acreditada.
Estamos hablando, por lo tanto, de un modelo regulativo extremadamente defensivista, y por ello mucho menos equilibrado que el anterior.
Además, graves problemas interpretativos han surgido respecto a los supuestos de error ejecutivo (sin error in eligendo). En una ocasión, la Corte de Casación ha sostenido que, toda vez que la lex artis elegida resulte pertinente al caso concreto, quedaría excluida la punibilidad de cualquier error ejecutivo, por grave que sea, identificando precisamente en el supuesto de imperita aplicación o ejecución de la lex artis el ámbito de aplicación de la causa de no punibilidad (rectius, atipicidad) prevista por el citado art. 590-sexies77. Sin embargo, también hay sentencias en sentido contrario, que consideran que la primera interpretación traería consigo consecuencias inaceptables, a saber: (a) se generaría un vacío de protección respecto del derecho a la salud (reconocido por el art. 32 de la Constitución italiana) y los bienes jurídicos a él asociados (vida e integridad psicofísica); (b) se plantearían serias cuestiones de legitimidad constitucional desde el punto de vista del principio de igualdad, pues la profesión médica resultaría mucho más protegida que otras. Además, (c) dicha orientación resultaría cuestionable ya desde un punto de vista estrictamente interpretativo del texto legal, pues el concepto de “cumplimiento” debería incluir también la correcta aplicación del protocolo, y no sólo su correcta elección78.
Estas dificultades interpretativas llevaron a la intervención del Pleno de la Corte di Cassazione79, cuya definición del ámbito de aplicación de la reforma Gelli-Bianco se puede resumir de la siguiente forma80:
a) No procede aplicar la causa de no punibilidad cuando se trate de imprudencia o negligencia.
b) En cuanto a los supuestos de impericia, hay que distinguir:
b1) cuando se trate de error en la elección de la lex artis y debido a la adopción de una lex artis no pertinente respecto al caso clínico, no procederá aplicar la causa de no punibilidad;
b2) cuando se trate de error ejecutivo, y no existan guidelines o buenas prácticas aplicables al caso clínico, tampoco procederá aplicar la causa de no punibilidad;
b3) en cambio, el facultativo será responsable sólo por impericia grave cuando haya cometido un error ejecutivo en la aplicación de una guía o una buena práctica correctamente elegida, es decir, adecuada y pertinente al caso clínico.
Sin querer ir más allá del objetivo de esta contribución, permítasenos observar que la solución adoptada por el Pleno de la Corte está muy lejos de solucionar los graves problemas interpretativos y aplicativos generados por esta reforma. Es más, me atrevo a decir que los agrava.
A propósito del punto b3 (el facultativo será responsable sólo por impericia grave cuando haya cometido un error ejecutivo en la aplicación de una guía o una buena práctica correctamente elegida): si bien se entienden las razones que subyacen a la reintroducción por vía interpretativa de la distinción entre culpa grave y culpa leve -esto es, evitar que se genere un vacío de protección que exponga la disposición vigente a un posible juicio de incostitucionalidad-, ¿cómo se justifica esta solución frente al dato positivo actual?
Además, y en cuanto al punto b2 (cuando se trate de error ejecutivo, y no existan guidelines o buenas prácticas aplicables al caso clínico -que, por ello, no se han cumplido-, tampoco procederá aplicar la causa de no punibilidad), cabe preguntarse: ¿qué sentido tiene favorecer al facultativo que haya podido contar con guías predeterminadas correctamente elegidas y, sin embargo, haya cometido un error ejecutivo, respecto del profesional que, no pudiendo contar con buenas prácticas predeterminadas (que por ello no han podido ser cumplidas), haya cometido el mismo un error ejecutivo. Nos alejamos, en este sentido, de la ratio de la Ley de 2012.
En cualquier caso, no cabe duda que la “impericia in eligendo” dada por la aplicación de guidelines o protocolos no pertinentes respecto al caso clínico sigue siendo penalmente relevante, conforme se aprecia de la última parte del art. 590 sexies. Bien visto el asunto, sin embargo, aunque el criterio no hubiese sido positivizado y reconocido por la jurisprudencia (punto b1 de la solución defendida por el Pleno), esto no podría haber sido de otra manera, pues de lo contrario el médico quedaría facultado para aplicar cualquier lex artis médica válida -aun cuando no tenga ninguna relación con el caso clínico-, para eludir su responsabilidad.
El segundo elemento de novedad de la reforma de 2017 es la regulación de las fuentes (protocolos y guidelines) que pueden heterointegrar el deber de cuidado del facultativo. En efecto, éstas sólo podrán ser elaboradas por los entes, las instituciones públicas o privadas y las sociedades científicas o asociaciones técnico-científicas de las profesiones sanitarias que hayan sido reconocidas conforme a lo establecido por decreto del Ministerio de la Salud (art. 5)81. Esto explica (pero no justifica, en mi opinión) la no punibilidad del facultativo en caso de inadecuación intrínseca de la lex artis aplicada (allí donde, repito, conforme a la Ley de 2012 quedaba un espacio de punibilidad, en caso de culpa grave). En efecto, conforme a este modelo, el deber de verificar la adecuación de la regla de actuación ya no le corresponde al médico, sino a las instituciones públicas, encargadas de acreditar las leges artis indicadas por la comunidad científica.
Desde la óptica del legislador, semejante solución, al evitar que la valoración recaiga en el profesional, debería significar un avance en términos de seguridad jurídica. Sin embargo, sus mayores límites se relacionan con la libertad de método y tratamiento82, especialmente respecto de aquellos sectores de la medicina que con más dificultad e inconvenientes se dejan formalizar por reglas predeterminadas y por ello “típicas” (por ejemplo, la psiquiatría83). Esto, como se ha observado, favorece la realización de prácticas de medicina defensiva (de nuevo, el apego acrítico a los protocolos), pero también alimenta el riesgo de inspirar en los intérpretes una sobrevaloración del papel de las guidelines que podría llevar, a su vez, a afirmaciones automáticas de responsabilidad en hipótesis de inobservancia84.
6. La culpa médica como categoría especial
6.1. La fragmentación de la categoría
Uno de los mayores límites de la reforma de 2012 consistía, según argumentaron algunos autores, en la previsión de un régimen sancionador más favorable para los profesionales de la salud, subsistiendo para todos los demás casos el régimen general del art. 43 del Código Penal italiano, el cual no exige (como tampoco lo hace expresamente el art. 491 del Código penal chileno) la culpa grave del profesional. En este sentido, se ha afirmado que “el valor social y las peculiaridades de la actividad médica” no serían suficientes para identificar “un unicum idóneo para legitimar, de por sí, semejante excepción en materia de responsabilidad culposa”85.
La excepción se ha hecho más evidente y las diferencias se han incrementado frente a los demás supuestos de responsabilidad culposa con la introducción de la reforma de 2017 y su respectivo régimen de no punibilidad86. Sin embargo, este régimen más favorable sería aplicable sólo en los casos de impericia. Esta interpretación había sido sostenida por algunos autores también respecto de la reforma de 201287, siendo confirmada por la jurisprudencia88. Actualmente, no cabe duda que la reforma de 2017 se aplica sólo a los supuestos de impericia -ciertos supuestos de impericia, conforme a la interpretación del Pleno de la Casación-.
Respecto a lo anterior, pero más allá de los problemas interpretativos generados por la reforma de 2017, las cuestiones que a mi entender se plantean son dos, a saber: (1) desde un punto de vista axiológico y político-criminal, debemos preguntarnos si es sostenible prever un régimen especial para la culpa médica; (2) desde una perspectiva conceptual, si cabe y es viable a ese fin distinguir la impericia de la imprudencia y la negligencia, como formas de culpa merecedoras de diferentes tratos sancionadores.
Nos centraremos de momento en la segunda cuestión.
6.2. La “imprudencia profesional” en la experiencia española
En la perspectiva político-criminal que hemos considerado hasta aquí, el carácter profesional de la actividad médica podría justificar una limitación de la intervención penal de cara a los efectos perversos (incluso criminógenos) de ésta. Sin embargo, desde otra perspectiva, la amenaza de graves sanciones lograría inducir al destinatario de la norma penal a subir el nivel de diligencia, impidiendo que siga ejerciendo la profesión o actividad de que se trate cuando haya demostrado no tener aptitudes para ésta. Dicha orientación teleológica general y especial-preventiva explicaría la previsión de la imprudencia profesional en el derecho penal español.
Introducida en el Código penal de 1944, esta figura ha sido objeto de muchas revisiones que han ido modificando su ámbito de aplicación. En un primer momento, éste sólo comprendía las infracciones realizadas en el tráfico viario. Sin embargo, dado que no se entendía “el motivo de por qué otros profesionales, médicos, arquitectos o conductores de trenes, (…) no [habían] de sufrir idénticas agravaciones en sus propias culpas”89, asumió sucesivamente un alcance general, hasta que la intervención legislativa del año 1989 limitó su aplicación a los supuestos de imprudencia temeraria90.
Hoy el régimen sancionador correspondiente a esta figura es aplicable a los tipos de homicidio, lesiones, aborto y lesiones al feto (arts. 142.3, 146.2, 152.3 y 158.2 del Código penal español). Esto conlleva, además de la pena establecida para el delito-base, la aplicación de la pena accesoria de inhabilitación especial para el ejercicio de la profesión, oficio o cargo, por un periodo de tiempo determinado, según el tipo realizado91. Nótese entonces que la imprudencia profesional no se corresponde a un criterio idóneo para definir el límite mínimo de la culpa punible, sino a un concepto que sirve para definir la aplicabilidad de la agravación prevista en caso de culpa grave (o temeraria).
Al principio, esta agravación recibió una aplicación casi automática92. Pero la gravedad de las consecuencias sancionadoras prevista por la regulación anterior a 199593 indujo paulatinamente a la jurisprudencia a distinguir entre la “culpa profesional” (en sentido propio) y la simple “culpa del profesional”.
Conforme a la jurisprudencia del Tribunal Supremo español, las graves consecuencias sancionatorias previstas por la primera hipótesis habrían podido justificarse por el carácter profesional de la norma de cuidado inobservada, siendo “imperdonable e indisculpable que una persona que pertenece a una profesión o a la actividad de que se trate y a la que se presumen especiales conocimientos y el dominio de la técnica”, realice conductas contrarias a las reglas profesionales correspondientes, y por ello imperitas94.
Ahora bien, el dato interesante para nosotros desde una perspectiva comparada es que si bien el concepto de impericia utilizado por el legislador español de la reforma de 1989 -y recogido por la jurisprudencia hasta la actualidad- sirve para definir los casos más graves (“inexcusables”) de culpa del profesional, esta asociación, en realidad, ha permitido una marginalización progresiva, por vía interpretativa, de la regulación sancionadora correspondiente (en particular, de la aplicación de la pena accesoria de inhabilitación), toda vez que fuera posible excluir el carácter estrictamente técnico de la pauta incumplida.
Esta operación hermenéutica se ha basado en las sugerencias de la doctrina más sensible al principio de culpabilidad, según la cual el desarrollo de una actividad dada y la calificación subjetiva del autor no podían convertirse en condiciones suficientes para definir como profesional, en sentido propio, una conducta culposa95. Sin embargo, y sin perjuicio de que las intenciones del intérprete puedan valorarse positivamente96, esta tendencia también ha determinado un estado de objetiva confusión e incerteza jurídica, levantando la cuestión de la labilidad de la frontera entre la impericia y los demás supuestos de culpa (negligencia e imprudencia)97.
En efecto, si bien según algunas sentencias el carácter profesional de la culpa resultaría del carácter técnico de la lex artis inobservada -siempre que la inobservancia del cuidado debido se deba a la falta de los conocimientos técnicos necesarios y exigibles para el ejercicio de la profesión98- existen fallos que, además de los supuestos de ignorancia inexcusable, incluyen también aquellos en los que, pese a que el profesional posea los conocimientos exigidos, haya habido una ejecución defectuosa del acto requerido profesionalmente99.
6.3. Crítica al concepto de “impericia” como medio de discriminación a efectos de la penalidad
La comparación entre la experiencia italiana y la española es llamativa. En Italia, el concepto de impericia sirve para definir el ámbito de aplicación de un régimen más favorable, que prevé, según el caso, la exclusión de la culpa leve o de la relevancia penal de la culpa tout court. Esta opción político-criminal se justificaría por las mayores dificultades relacionadas con el ejercicio de la profesión y por la finalidad de hacer frente al fenómeno de la medicina defensiva. En España, en cambio, la misma categoría sirve para determinar los casos de culpa profesional (de por sí grave, o temeraria), caracterizados, además, por un “plus de antijuridicidad”, siendo “injustificable e imperdonable” cualquier error relacionado con el cumplimiento de las leges artis, sobre la base de exigencias general y especial-preventivas.
Las razones y las finalidades que inducen en uno y en otro contexto a acudir al concepto de impericia son, entonces, distintas. Con todo, en ambas experiencias dicha noción ha generado un estado de incertidumbre.
Tratándose del caso español, en ocasiones ha permitido marginalizar la figura de la culpa profesional según si la orientación jurisprudencial adoptada por los tribunales permite incluir sólo los supuestos de ignorancia, o también aquellos de errónea aplicación de la lex artis100. En lo que atañe a Italia, dicha incertidumbre se manifiesta sobre todo en el riesgo de que, a fines acusatorios, se puedan convertir supuestos de impericia (sujeta, en ciertos casos, a un régimen más favorable) en imputaciones por negligencia e imprudencia (penalmente relevantes, en cualquier caso)101.
No obstante, en ambas experiencias la jurisprudencia tiende a considerar menos reprochable el error ejecutivo respecto a la ignorancia culpable. En efecto, mientras el error ejecutivo se suele excluir de la noción de “imprudencia profesional” (según la mencionada orientación de la jurisprudencia española), y se considera penalmente irrelevante, cuando es cometido en el cumplimiento de buenas prácticas (según el Pleno de la Casación italiana - punto b3), los supuestos de ignorancia culpable representan las formas típicas de “imprudencia profesional”, en el primer contexto, quedando excluidos del régimen más favorable, en el segundo.
La relatividad de la distinción conceptual entre negligencia, imprudencia e impericia ya había sido señalada hace tiempo por la doctrina italiana. “Tanto si la impericia surge de la ignorancia de las nociones necesarias para la profesión o arte, o de la inhabilidad para aplicar dichas nociones (independientemente si el sujeto es consciente de estas faltas); como si el sujeto, aun poseyendo las informaciones y las capacidades requeridas, en concreto no las aplica, lo que deberá valorarse en el juicio será, en todo caso, la objetiva discrepancia entre la conducta realizada y aquella que las normas de la profesión o del arte hubieran prescrito”102. Al fin y al cabo, “la impericia no es otra cosa que una imprudencia o una negligencia calificadas, según la regla técnica inobservada prescriba abstenerse de cierta conducta o algunas modalidades de ésta, o bien la realización de un comportamiento positivo”103.
Según ha sostenido Marcello Gallo, un elemento variable de impericia subsistiría siempre que el carácter culposo encuentre su origen en una diferencia (el dualismo de donde surge la culpa) entre el nivel de conocimiento del parámetro -la expectativa normativa- y aquel del autor del hecho (en los supuestos de ignorancia); pero también en aquellos casos en los cuales éste no sea capaz de aplicar los conocimientos necesarios, aún poseídos (en los supuestos de error técnico o ejecutivo); y, finalmente, cuando el mismo no sepa reconocer la ocasión para utilizarlos (error de hecho sui generis).
Como se ha defendido también en la doctrina española, no se puede pensar que los deberes inherentes al ejercicio de una profesión, por técnicos (específicos, sectoriales, etc.) que éstos sean, no hagan propias, en el fondo, normas de prudencia o diligencia104. Por consiguiente, si la impericia se convierte en una categoría meramente indicativa de supuestos de imprudencia o negligencia, aunque calificadas por referirse al ejercicio de una determinada profesión o arte -y por ello inidónea para justificar la aplicación de un régimen sancionador especial-, la verdadera cuestión que deberíamos afrontar vuelve a ser la señalada al cerrar el apartado 6.1, esto es, si y, en su caso, cuándo, desde una perspectiva político-criminal, se justifica una diferenciación o fragmentación de la categoría de la culpa frente a los efectos que su aplicación pueda tener en cada ámbito profesional y de la vida de relación.
7. Síntesis y bases para una propuesta dogmática. A propósito del art. 491 del Código Penal chileno
Las reflexiones desarrolladas en las secciones anteriores, a propósito de la experiencia italiana y española, también pueden ser útiles para el contexto chileno, donde se han planteado cuestiones semejantes (respecto a la graduación de la responsabilidad por culpa y la valoración del poder normativo -y sus límites- de las guidelines) de cara a la manifestación del fenómeno en cuestión (judicialización de la actividad médica, objetivización de los criterios de imputación, medicina defensiva)105.
La heterointegración normativa del cuidado debido por medio de fuentes técnicas supone cuestiones de carácter eminentemente metodológico, relacionadas con la naturaleza de dichas fuentes, sus contenidos técnicos, y su relevancia para la definición del riesgo permitido y el umbral de la punibilidad. En cuanto a la valoración del grado de la culpa, en cambio, hay que tener en cuenta el dato positivo.
Según la doctrina106 y la jurisprudencia107 chilenas al parecer prevalentes, el art. 491 del Código penal108 no exige la culpa grave. Esto sería así no sólo porque el art. 490, al requerir expresamente la imprudencia temeraria, dejaría inferir a contrario que la disposición sucesiva exigiría, en cambio, algo menos109; sino también por razones relacionadas con el tipo de actividad (altamente riesgosa) y los bienes jurídicos involucrados (fundamentales). Esta interpretación reflejaría entonces la misma ratio preventiva que subyace a la previsión de la imprudencia profesional en el sistema español110, y también a ciertas orientaciones jurisprudenciales algo paternalistas en materia prevención de riesgos laborales en las mismas experiencias consideradas111.
Sin embargo, algunos autores han defendido que dicha disposición debería, en cambio, interpretarse en el sentido de exigir la culpa grave112. El principal argumento de esta inteligencia descansa no sólo en el hecho que los profesionales médicos “dedican la mayor parte de su tiempo a esas actividades y colocarlos en una situación de responsabilidad por la mera imprudencia” sería “a lo menos, poco realista”113, sino también, precisamente, en la necesidad de hacer frente a la medicina defensiva114. Es decir, no ya por motivos puramente hermenéuticos, sino por razones de carácter eminentemente político-criminal.
El debate está abierto, y con el fin de aportarle otros elementos, trataré a continuación de resumir algunas sugerencias y advertencias deducibles desde la perspectiva comparada considerada en este estudio.
En cuanto a las reformas adoptadas por el legislador italiano, considero que la Ley de 2012, pese a sus límites, proporciona una buena orientación hacia un camino equilibrado. Por lo pronto, es lo que hace al mantener la responsabilidad del facultativo allí donde se le puede exigir la adopción de una regla de cuidado distinta a la aplicada habitualmente -por ser ésta claramente inadecuada (por ejemplo, técnicamente obsoleta)-, pero sólo en caso de culpa grave. En efecto, de este modo, si bien por un lado se le atribuye al profesional la responsabilidad de evaluar críticamente las opciones diagnósticas y terapéuticas disponibles115, por otro lado, también se reconoce y valora la mayor dificultad dada por la necesidad de alejarse de una pauta de conducta en la que, al menos en principio (salvo la necesidad patente de actuar de otra manera116), el facultativo debería poder confiar.
No obstante, la misma dificultad también subsiste -y así mismo debería ser valorada por el legislador y/o el intérprete, en mi opinión- en los supuestos en que el facultativo cuenta con ninguna pauta de conducta predeterminada, debiendo acudir a lo que haría un profesional prudente (sensato, etc.) en una situación semejante.
En ambas circunstancias, pese a los problemas definitorios que esta noción lleva consigo, la limitación de la intervención penal a los casos de culpa grave117 podría concurrir a atenuar la medicina defensiva y permitir a los tribunales de justicia penal ocuparse de forma más detenida de los casos realmente preocupantes e injustificables de mala praxis médica, dejando los demás bajo la competencia del derecho civil. El desafío consistiría, pues, en trazar claramente la frontera entre la culpa penal y la culpa civil.
En esta dirección, el debate acerca de la oportunidad de reducir la culpa penal a la sola infracción de pautas de cuidado “típicas” (i.e., predeterminadas), y la cuestión de la heterointegración normativa del deber de cuidado por medio de fuentes técnicas, nos ofrecen otras buenas bases de orientación. Concretamente, nos permiten tomar como punto de partida el hecho de que existen circunstancias típicas donde el facultativo puede contar con instrucciones pre-determinadas (“típicas”, en el sentido ya mencionado, aunque no necesariamente establecidas por protocolos u otras fuentes escritas), y casos clínicos o riesgos atípicos, frente a los cuales el mismo facultativo no cuenta con reglas predefinidas (ni tampoco el juez, a la hora de evaluar su eventual responsabilidad), debiendo por ello adoptar estrategias diagnósticas o terapéuticas “atípicas” (dejando de aplicar, en su caso, las pautas generalmente adoptadas en casos similares)118.
El criterio de la gravedad vendría en causa precisamente en estas segundas circunstancias, lo que nos podría llevar a definir y adoptar una concepción comparativa del mismo. Es decir, en el sentido de que la infracción de una expectativa de cuidado “atípica” (i.e., no pre-determinada por lo usual y las leges artis) podría ser considerada tan grave como para merecer la misma relevancia (penal) atribuida a la inobservancia de las normas modales predefinidas (“típicas”), bajo la condición que el cumplimiento de esa expectativa de cuidado ajustada a la Maßfigur (la persona sensata, razonable, eiusdem condicionis et professionis) pueda valorarse objetivamente exigible de la misma manera119.
La reforma de 2017 ha dado, en cambio, algún paso hacia atrás. El hecho que se excluya la responsabilidad del médico, bajo la condición que éste haya cumplido con los protocolos o indicaciones similares pertinentes al caso clínico, va en la dirección contraria de favorecer una actitud que indudablemente estimula la medicina defensiva, además de suponer posibles perjuicios para la libertad de método y tratamiento120.
Finalmente, sobre la base de las experiencias consideradas y de las críticas planteadas desde el punto de vista conceptual, cabe destacar que la noción de impericia se ha revelado inadecuada para definir el ámbito de aplicación de un régimen sancionador diferenciado. Y la cuestión de si -y, en su caso, en qué medida- es oportuno prever una diferenciación respecto de ciertos sectores profesionales o actividades, asume un carácter eminentemente político-criminal, pues implica llevar a cabo una valoración acerca de los efectos positivos o negativos que la intervención penal pueda tener en el sector de que se trate.
En el caso de la actividad médica, la experiencia está demostrando que la amenaza penal, más que favorecer la protección de la salud, constituye a menudo un incentivo para realizar conductas que responden más al temor a la sanción que al objetivo de perseguir el bien del paciente.
8. Cuestiones abiertas y perspectivas
El panorama de las opciones político-criminales planteadas para hacer frente al fenómeno de la medicina defensiva, y reducir el recurso a la vía penal, no se acaba en la consideración de la limitación del alcance de la culpa penal médica. En los últimos años, tanto en Chile como en el derecho comparado, se ha retomado el debate acerca de la figura de “tratamientos médicos arbitrarios”121 y se han planteado medidas de justicia reparativa, favoreciendo los procesos de mediación y los acuerdos reparatorios122.
Desde luego, estas estrategias merecen ser estudiadas aparte, aunque la definición de la cuestión tratada aquí no les es indiferente. En efecto -siempre tratándose del caso chileno-, si bien se ha destacado que el Código Procesal Penal actual restringiría “en forma significativa la posibilidad de intentar la acción civil en el proceso penal” -con lo que los problemas de responsabilidad médica deberían ser conocidos por los jueces civiles más que por los jueces penales123-, también se puede sostener que la deseable “tendencia a excluir la responsabilidad penal de los médicos, salvo situaciones de carácter grave o de actos dolosos”124, necesitaría el respaldo de previsiones (léase: limitaciones) coherentes en el plano sustantivo125.
Por eso, teniendo en cuenta las estrategias consideradas en este trabajo y, en particular, la oportunidad de redefinir la culpa como criterios de imputación ex ante, cabe reconocer que la aceptación de las premisas de nuestro discurso supone, en todo caso, tener que afrontar al menos las siguientes cuestiones.
En primer lugar, el problema de si realmente las características intrínsecas del sector médico justifican un cambio de rumbo (como ha intentado hacer el legislador italiano). Como ya anticipamos, al respecto se plantea la cuestión de si esto supondría o no una vulneración del principio de igualdad frente a otras categorías profesionales o actividades, lo que llevaría, en caso de ser así, a una inoportuna fragmentación de la categoría dogmática en cuestión.
Desde luego, el problema no es nuevo. Tal como anotáramos precedentemente, ello se planteó a propósito de la “imprudencia profesional” en el sistema español (figura que en un principio sólo se aplicaba al tráfico viario, para luego asumir un alcance general), así como se plantea ahora frente a las reformas italianas. En efecto, si bien para un sector de la doctrina sería oportuno extender el mismo régimen o trato sancionador a todas las actividades caracterizadas por la asunción de riesgos permitidos debido a su reconocida utilidad social126, otros autores destacan la necesidad de considerar las peculiaridades del ámbito médico desde la perspectiva político-criminal, sin que la unidad de la “culpa” como categoría se pueda considerar como un valor en sí mismo (o en todo caso prevalente)127.
En segundo lugar, y asumiendo que se estime necesario redefinir la culpa médica (aunque sea simplemente para corregir ciertas tendencias objetivizantes de la jurisprudencia128), cabe preguntarse si esto debe plantearse de iure condito, esto es, a través de “nuevas indicaciones doctrinales que hagan más comprensibles y previsibles los criterios de imputación”129 (como el criterio de gravedad sugerido en este trabajo), o bien de lege ferenda, es decir, buscando una redefinición de consenso de la culpa médica como categoría positiva130.
Como demuestra claramente la experiencia italiana, no se deben olvidar los límites y los peligros de cualquier intento definitorio, incluso si éstos están inspirados por los más nobles intentos garantistas131. Asimismo, no se debe caer en el error que supondría creer que una definición en abstracto del criterio de imputación (incluso dogmática o legislativamente consensuada) permitirá proporcionar a los jueces baremos o indicaciones capaces, por sí solas, de indicar la solución correcta del caso por decidir132.