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Revista de filosofía
versión On-line ISSN 0718-4360
Rev. filos. vol.70 Santiago nov. 2014
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602014000100012
RESEÑAS
Eduardo Carrasco.
Heidegger y el nacionalsocialismo. Ensayos sobre filosofía y política.
Catalonia, 2012.
En toda acción humana se manifiesta la obra de un dios. Cuando el mundo entero se revela como la sonrisa de todos los dioses y con esta sonrisa divina se comunica al ser humano aquella misma presencia del dios quiere decir que estamos autorizados para pensar que esta sonrisa es señal de una plenitud semejante a la de una vida completa. El hombre sonríe ante una obra bien hecha, el dios sonríe ante la propia acción como cumplimiento de una obra perfecta.
El que las acciones humanas más decisivas se muestren como influenciadas por alguna fuerza divina, en el mundo antiguo, manifiesta la naturaleza no solo física sino también metafísica que tienen todas las facultades o capacidades humanas para percibir la realidad. El ver y el oír son percepciones sensibles pero también intelectuales o espirituales que permiten que la luz que esplende de los panta llegue a los ojos y los oídos e incluso al corazón y los pulmones de quien los tiene frente a sí, los ve y los oye. De tal manera que el ver y el oír físico llega al alma y se transforma en un ver y oír intelectual y metafísico (phrén y noético). Los antiguos griegos veían con los oídos y escuchaban con los ojos al mismo tiempo que se sabían a sí mismos poseedores de las dos ops, el lote que la Moira nos asignó.
La siguiente reseña del libro Heidegger y el nacionalsocialismo del profesor Eduardo Carrasco tiene el propósito de hacer eco del ver y oír del filósofo. Porque es la resonancia de la sabiduría universal expuesta a lo largo de los diversos ensayos que componen el libro, la que muestra, es decir, hace ver; dice algo, para ser oído o escuchado por sus lectores. El compendio de ensayos constituyen el idéin el ver contemplativo de un theorós y el akoúein el atender acogedor producido por el despertar del asombro de un Logos que devela como lo que une.
Podría decirse que los ensayos constituyen el ver, el oír y el decir de un vidente y de un oyente atento a la voz del Logos, de un espíritu agudo, que en lo que mira, ve. Semejante a un auspex, “el que mira las aves”, es decir, el que “las ve” para sacar de ellas los auspicios.
Platón en Alcibíades nos habla del tránsito del mirar al ver manifestado en las figuras del sofista y del filósofo. Mientras que el mirar experimenta la dolorosa gravedad de la clausura, el ver del filósofo es una ascensión y apertura al ser o plenitud de lo real en la Idea. Sócrates intenta la gran tarea: que Alcibíades se mire a sí mismo y sea capaz de verse a sí mismo. Es decir, el ver filosófico es el ver que en el mirar exterior o en lo que se presenta, ve lo interior o lo que no se presenta. Es un ver en lo inferior, lo superior; en lo exterior, lo interior; en lo manifiesto, lo que se oculta.
¿Hacia dónde nos dirige este ver del filósofo que se ha constituido como un oír la voz del Ser? Este ver y oír conduce al segundo punto de esta reseña. La idea de universalidad que atraviesa el libro constituyendo la verdadera problemática que da unidad a todos los ensayos escritos en él. La causa de la equivocación es siempre una falta contra la universalidad, un atentado o una pérdida que puede traer consecuencias devastadoras. El porqué de los entusiasmos es siempre la respuesta a la pregunta por la universalidad. La caída en los entusiasmos políticos que hacen al filósofo desviar la ruta es lo que tiene que ser explicado y comprendido. El desvarío político y la ofuscación del filósofo constituyen una falta con el espíritu filosófico, que más que juzgar, se intenta comprender.
La tradición helénica ha conservado el principio por el que se desencadenan todas la desgracias sobre los hombres. Es el caso de los aqueos, sitiadores de Troya en la Ilíada. La causa de la peste que devasta el campamento después de la cólera de Aquiles y la retirada de sus guerreros mirmidones, por causa del despojo y lujuria de Agamenón, quien habiendo hecho prisionera a una muchacha troyana hija de un alto sacerdote de Apolo y habiendo rehusado devolverla pese al cuantioso rescate, desencadena la venganza del dios. No son ellos, son los dioses. Este es el principio. “¿Qué mortal sería capaz de eludir la emboscada maliciosa de un dios? ¿Quién podría evitarla dando un salto con ágil pie? Dulce y acariciadora, la ofuscación extravía al hombre en sus lazos y ningún mortal puede evadirla y huir” (Esquilo, Los persas). “Con sabiduría pronunció alguien el conocido adagio: lo malo se le antoja bueno a aquél a quien un dios va llevando a la perdición y poco tardará en dar con su ruina. En este lugar señalaban los escolios el proverbio: ‘a aquél a quien un dios quiere perder, le ofusca ante todo el pensamiento” (Sófocles, Antígona).
Es una divinidad la que pierde a un hombre y le hace incurrir en una falta ofuscando su sentido moral y haciéndole ver que lo malo parezca bueno y lo bueno, malo (Teognis). Pero es una divinidad, también, la que extravía el pensamiento y pierde al sabio y al filósofo.
Por otro lado, la máxima délfica del conocimiento de sí mismo enseña que este enigma se resuelve a través el conocimiento del alma. “Quien quiera conocer al alma deberá conocer el todo” (Fedro y en Alcibíades 133ª), lo que al mismo tiempo, es un enigma irresoluble por la pura capacidad o naturaleza humana. Alcmeón de Crotona, evocado por Platón en Fedro, fue quien dijo “perecen los hombres por no saber unir el principio con el fin”, aludiendo con ello a la corruptibilidad del cuerpo y a la inmortalidad del alma. Es el alma, la que por su origen celeste o divino y debido al tipo de movimiento propio de su naturaleza, el circular, puede unir el principio con el fin, y transitar sin ser transitoria, sin perderse, siempre a igual distancia de su centro, no desviándose fuera de sí misma como en la indeterminación lineal, sino que como el pensamiento retorna a sí mismo, el alma retorna a sí con un movimiento completo, pudiendo volver al principio, a su primera residencia celeste debido a la recuperación de su condición viajera y alada por la reminiscencia, el recuerdo de las almas que viene desde fuera de sí mismas (el alma debe salir fuera de sí misma porque existe fuera de sí).
El “ojo del alma” si quiere conocerse a sí mismo, como prescribe el Oráculo, debe mirar otra alma y allí detenerse en la parte donde reside la facultad propia del alma, el conocimiento (tò eidénai) y el pensamiento (phrónein), pero esta reflexión circular de la visión se perfecciona en una relación ternaria, el ver debe dirigirse y estar dirigido por lo divino y la divinidad misma. Quien se mire a sí mismo, se ve a sí mismo y viéndose se conoce a sí mismo, pero esto sólo es posible porque el dios es “el más puro y luminoso de los espejos de las cosas humanas” (Alcibíades 133c).
El conocimiento de sí mismo como conocimiento del alma y el conocimiento de ésta como conocimiento del todo o de la realidad en su ser universal es lo que parece estar puesto sobre la mesa de las discusiones en torno a la ceguera del pensador Heidegger y su desconfianza frente a todo universalismo al haber visto en el nacionalsocialismo una dirección más cercana a la esencia del mundo occidental. La causa del error o de la falta contra la universalidad de la filosofía parece ser siempre el nacionalismo y un cierto antisemitismo. El desvío de la mirada del filósofo cuasi provocada por la ofuscación de un dios parece producirle un alejamiento de la máxima délfica, el olvido del sentido universal, fuerza de lo común y lo recíproco del pensamiento y de la filosofía (E. Carrasco, p. 137).
Parece ser que ceguera y lucidez corresponden a la humana limitación y contra ello no podemos imputar juicios humanos, sino intentar “comprender qué somos, hacia dónde vamos, qué es este mundo que nos rodea”, intentar pensar lo in-humano y lo no-humano, dirigir la mirada no por la convivencia o inconveniencia humana, descartar la demagogia, la opinión, y abrirnos a la universalidad de lo humano y a la del Logos no humano, lo Uno todo. El hombre es lo que no puede ser mejorado, nunca lo ha sido y nunca lo será. La insondabilidad del alma humana es algo con lo que se topa el pensamiento y es algo que nunca va a poder comprender, como tampoco la causa que pierde a los hombres y a otros hace grandes. El hombre es esa criatura confusa (T. Mann), figura ambigua, híbrido amasado de arcilla y espíritu (P. Levi), animal extraño, cuasi divino, zona gris, difícil de definir.
En las páginas del libro aquí presentado se encuentra la vigilia verdadera de la actividad pensante o de la conciencia filosófica. La evocación de los fragmentos de Heráclito hablan del ver y del oír filosófico,de aquellas facultades humanas que por su naturaleza ígnea y lumínica nos asocian al Sol, al Fuego y al Calor. Así como nuestros ojos no pueden mirar directamente el Sol, tampoco pueden ver el Logos. Pitágoras decía que “los ojos son las puertas del Sol”, pero ellos mismos no pueden mirar el Sol, son la entrada de la luz del alma, la luz divina, que hace posible el conocimiento y el decir, pero a la fuente de la luz misma no podemos acceder. Ante su revelación, las percepciones sensibles e intelectuales quedan embotadas. “Los muchos o la mayoría de los hombres no comprenden las cosas con las cuales tropiezan, ni las reconocen después de haberlas aprendido”, “No comprenden tales cosas los muchos… ni habiéndolas aprehendido, las conocen; les parece, sin embargo, conocerlas” (Fragmento 17); “Siempre incomprensivos los hombres, ya sea antes de haber oído, ya luego de haber oído lo que más cuenta… aunque hagan experiencia del Logos se asemejan a quienes no la hacen” (Fragmento 1). ¿Por qué a los hombres les cuesta tanto asirlo? La exigencia de la visión filosófica, que asciende por encima del mundo de los despiertos, el koinonkosmón, hacia lo verdaderamente común, universal o divino de la sabiduría del Logos, pide o reclama del hombre el despertar a la supra vigilia que no es otra cosa que salir de los obstáculos de la particularidad, lo cual implica un esfuerzo que no todos están dispuestos a asumir. La salida de las sombras o la ascensión o liberación del alma no es para fundirse en una pertenencia o arraigo nacional y político. “¿Cómo le será posible al filósofo atravesar estas pertenencias y conducir su vida hacia las alturas de lo común?” (E. Carrasco, p. 203). La respuesta a esto, nos dice el profesor, es el pensamiento. Y esto, que es lo más común, es al mismo tiempo lo más separado (Fragmento 108: “lo Sabio es separado de todo”). El pensamiento y el acceso a lo Uno y común a todos está cerrado para la especie de hombres ordinarios cuya visión limitada por las particularidades y pequeñeces lo mantienen en las sombras. Las puertas de entrada a lo común están abiertas para el que ve, escucha y piensa que “a pesar de los innumerables individuos, cada cosa remite a la unidad y el conocimiento de esta unidad es el fin y el término de las filosofías y de todas las contemplaciones naturales” (Giordano Bruno, “Causa, principio y unidad”).
En los primeros grandes documentos del espíritu griego es donde es posible rastrear las más antiguas concepciones del pensamiento occidental y con ello de la filosofía en el relato épico y lírico parece haber quedado plasmado una forma de educación basada en un acto de reflexión, de autocontrol o de dominio de sí mismo, que no podría atribuírsele a la plena capacidad del hombre mismo sino a la participación en él, de alguna fuerza divina. El acto de autocontrol de Aquiles no procede de él sino de la influencia de la diosa Atenea: “Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieses; y me envía Hera, la diosa de los brazos de nieve, que os ama cordialmente y por vosotros se preocupa. Vamos cesa de disputar, no desvaines la espada e injúriale sólo de palabra como te parezca. Lo que voy a decirte se cumplirá: por este ultraje se te ofrecerán un día, triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos”. Contestó Aquiles: “Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos atendido” (Homero, Ilíada, I). Los griegos habían comprendido que entre los hombres y las cosas estaban los dioses, que ninguna de las acciones humanas era ajena a las fuerzas e influencias divinas porque habían experimentado que el conocimiento de las oscuridades del alma era imposible por la sola voluntad y capacidad humana.
Enfrentados en el texto del profesor Eduardo Carrasco al análisis, explicación y consideraciones de una acción humana contraria a la filosofía, realizada por un pensador, abre no solo la relación entre filosofía y política, sino otra más crucial para el pensamiento, la de la distinción entre verdad (alétheia) y apariencia (doxa). ¿Cómo distinguir la verdad de la opinión? Esta reseña ha querido apuntar en algo a esta respuesta: la distinción es una capacidad del ver y el oír filosóficos o metafísicos del hombre, es la visión del nous, de la inteligencia del alma, la visión de los ojos del alma, de las puertas del Sol, que conducen desde la universalidad del Lógos a la universalidad de lo humano. Y es esta visión la que debe ponerse en juego a la hora de distinguir y separar los compromisos, los entusiasmos y las ofuscaciones de la filosofía y del pensamiento propiamente tal.
Carola Leiva Vega
Departamento de Filosofía
Facultad de Filosofía y Humanidades