Introducción
El movimiento universitario chileno del año 2011 ha sido sumamente analizado en la literatura nacional e internacional. En general, estas interpretaciones enfatizan el carácter rupturista del movimiento en relación con la evolución de las políticas de educación superior. Oposiciones del tipo mercado/sociedad, bien privado/ bien público o sociedad civil/neoliberalismo son, en este sentido, extremadamente utilizadas al momento de analizar las características de las movilizaciones estudiantiles (Aguirre y García Agustín, 2013; Alcántara, Llomovatte & Romão, 2013; López y Prado, 2016; Mayol, 2012; Mayol, Azócar y Brega, 2011).
En cambio, los estudios históricos que intentan considerar la evolución de los temas del movimiento estudiantil en su análisis son mucho más reducidos. Dentro de este grupo, es posible encontrar aproximaciones similares. Por una parte, algunos autores plantean la existencia de una continuidad en las demandas actuales de las organizaciones estudiantiles chilenas respecto de lo que había sido históricamente su tradición histórica (Guzmán-Concha, 2012; Soonius, 2014). Por otro lado, otros destacan la existencia de una orientación común entre las demandas de modernización de los estudiantes del movimiento reformista de la Universidad de Córdoba, Argentina, en 1918 y el movimiento estudiantil chileno (Donoso & Dragnic, 2015). Finalmente, de manera similar, otros autores señalan que las peticiones del movimiento estudiantil chileno serían la expresión de su inherente preocupación por generar el cambio social (Cortés y Castro, 2014).
Ambos análisis -tanto aquellos que se enfocan en el carácter rupturista del movimiento estudiantil respecto de la evolución de las políticas neoliberales de educación superior, como los que destacan la continuidad esencial de sus demandas en relación con la tradición chilena o latinoamericana- parten de la base de supuestos problemáticos. En efecto, dado que asumen una finalidad intrínseca en los movimientos sociales, ellos confunden la semántica rupturista del movimiento con su significado en la evolución de la sociedad (Luhmann, 2002), aunque precisamente de la sociología debiese esperarse una mayor reflexividad. Si bien el movimiento estudiantil se manifiesta contra la sociedad, por el hecho de formar parte de ella -¿y cómo podría no hacerlo?- su autocomprensión varía en correspondencia con los cambios en la estructura de la sociedad (Luhmann, 2004).
En este artículo se siguen estas ideas para interpretar la evolución de las demandas del movimiento estudiantil chileno. En primer lugar, se describe el desarrollo histórico de sus demandas. A continuación, se comparan sus exigencias del año 2011 con aquellas planteadas en décadas anteriores. Con base en ello, se caracterizan las principales diferencias en sus expectativas acerca de la universidad, esto es, el énfasis en la institución o en el individuo y la caracterización del rol de la universidad en términos de desarrollo nacional o de movilidad social. En tercer lugar, se propone una explicación para estos cambios en el discurso del movimiento desde la teoría neoinstitucionalista. El artículo finaliza con un breve resumen y posibles líneas de investigación.
1. La evolución de las demandas del movimiento universitario chileno
La institucionalidad del movimiento universitario chileno data de comienzos del siglo XX y se inaugura con la creación de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Como indican Garretón y Martínez (1985), las primeras organizaciones estudiantiles se originaron a comienzos de siglo, cuando grupos provenientes de las clases medias comenzaron a ingresar a las universidades. Como argumentan estos autores, consecuencia de esta composición, las primeras organizaciones estudiantiles poseían tres atributos centrales: preocupación por las necesidades de las clases bajas y medias; un anticlericalismo militante y mentalidad laica; y una gran fe en las posibilidades del progreso y de la ilustración de las masas como instrumento de cambio social.
En las décadas siguientes, el compromiso político del movimiento adquirió mayor relevancia en el discurso del movimiento universitario. Después de la Primera Guerra Mundial, la crisis del salitre sintético y la Revolución Rusa, el movimiento estudiantil orientó sus demandas hacia la persistencia de desigualdades y la necesidad de una reforma política, antes que seguir sus exigencias previas relacionadas con la completa secularización de la sociedad. A partir de este periodo, el movimiento universitario chileno se concentró principalmente en la reforma social y en la lucha antioligárquica y anticapitalista (Moraga, 2007).
Después de la crisis mundial de 1929, el movimiento universitario chileno adoptó definitivamente la ideología marxista como herramienta de análisis. Desde esta perspectiva la universidad se considera como un espacio de movilización política donde se espera que los estudiantes y egresados de estas instituciones mantengan una relación estrecha con los partidos políticos -especialmente los partidos Comunista, Socialista y Radical- con el objetivo de liderar un proceso de revolución junto con el proletariado alienado por el sistema capitalista (Garretón y Martínez, 1985).
Dado que Chile poseía ya una universidad laica (Universidad de Chile) contrapuesta a una religiosa (Pontificia Universidad Católica de Chile), las demandas por autonomía respecto de la Iglesia, características del Movimiento de Córdoba de 1918, no tuvieron aquí la importancia que en otros países de América Latina. Consecuentemente, más allá de movilizaciones por mayor autonomía en la definición de los programas pedagógicos durante la década de 1920, la reforma del Instituto Pedagógico (1944) o la fundación de la Universidad Popular Valentín Letelier (1945), los estudiantes universitarios del periodo tendieron a enfatizar el rol de la universidad en un proyecto político nacional antes que la transformación completa de la institución.
Posteriormente, con la creación de la coalición del Frente Popular en 1936 y la unión de los partidos Radical, Comunista, Socialista, Democrático y Radical-Socialista en un plan de desarrollo nacional, el ideario del movimiento universitario enfatizó el rol de la universidad en términos de industrialización y modernización del país. Al menos hasta la promulgación de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia (1948), que tuvo por finalidad proscribir la participación del partido Comunista en la política nacional, el movimiento estudiantil chileno no se manifestó directamente en oposición a los gobiernos nacionales (Garretón y Martínez, 1985).
Esta situación cambió con la Reforma Universitaria de 1967. Los estudiantes comenzaron en este periodo a criticar la conversión de la universidad en una institución alejada de la sociedad y de sus necesidades, cuya función meramente profesionalizante iba en desmedro de su rol central en la formación de la persona humana y en la producción científica al servicio del país (Hunneus, 1988). De acuerdo con sus demandas, la universidad debía ser crítica, abierta y comprometida, actuando “junto al pueblo” a través del cumplimiento de su rol como “conciencia de la nación chilena”, en lugar de continuar siendo una institución “exclusivamente profesionalizante, tradicional” y al “servicio de la ideología y de las clases dominantes” (Garretón, 2011).
En este contexto de énfasis en el rol social de la universidad, el proyecto de la Escuela Nacional Unificada del gobierno de Salvador Allende dividió fuertemente al movimiento estudiantil. Por una parte, sectores de los estudiantes, asociados con partidos políticos y entidades empresariales y gremiales, se manifestaron en contra de la reforma de la educación por sus posibles efectos negativos en torno al principio de la libertad de enseñanza. Por otra parte, sectores ligados a las federaciones estudiantiles, en asociación con organizaciones sindicales y de pobladores, además de partidos políticos de izquierda, optaron por defender la implementación del proyecto educacional del gobierno socialista y enfatizar la necesidad de ampliar el acceso a la educación de sectores antes excluidos del sistema, además de impulsar un mayor compromiso de las universidades con el proyecto de desarrollo nacional (Núñez, 2003). Así, como en otros ámbitos de la sociedad chilena de la época, la polarización política afectó también la reflexión acerca del rol de la universidad chilena (Brunner, 1981).
Tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet, el movimiento estudiantil pasó a la clandestinidad y las federaciones estudiantiles fueron reemplazadas con agrupaciones favorables a la visión del régimen militar. El movimiento universitario se rearmó en organizaciones alejadas de la oficialidad -como la Asociación Cultural Universitaria- y definió sus demandas en torno a la crítica a la intervención de las universidades y a la necesidad de terminar con la dictadura (Toro, 2015). Recién en 1984, con la disolución de la Federación de Centros de Estudiantes de la Universidad de Chile, los universitarios pudieron agruparse oficialmente fuera del espacio creado por la dictadura.
Con el retorno a la democracia, el movimiento estudiantil se rearticuló en el nuevo contexto de diversidad institucional. Su crítica se enfocó entonces en los mecanismos de financiamiento heredados de la dictadura, especialmente en sus consecuencias para las universidades tradicionales y en la ausencia de proyectos estructurales de reforma de la educación superior que permitieran retornar al estado de la educación superior antes de 1981. El año 2006, con las movilizaciones organizadas por la Asociación Coordinadora de Estudiantes Secundarios, el movimiento universitario adquirió nuevamente relevancia e integró sus demandas en la crítica de los estudiantes escolares a la falta de calidad del sistema educacional (Bellei, González y Valenzuela, 2010).
El movimiento universitario del año 2011 continuó con estas críticas en torno a la desigualdad de oportunidades para acceder a una educación de calidad. Inicialmente, sus demandas se enfocaron en el congelamiento de los aranceles, el aumento de los créditos universitarios y el incremento de becas disponibles. Sin embargo, tras unos meses sus reclamos se extendieron a una crítica de carácter más sistémico. Con un apoyo significativo de la población (Adimark, 2011; Centro de Estudios Públicos, CEP, 2011; Centro de Estudios de la Realidad Social, CERC, 2011), el movimiento sintetizó estas exigencias en el lema “educación pública, gratuita y de calidad” como forma de expresar sus expectativas de reforma.
El gobierno respondió a estas exigencias en distintos momentos. La primera respuesta vino a través del Gran Acuerdo Nacional por la Educación y el Fondo por la Educación del 5 de julio de 2011. Este acuerdo reconocía la necesidad de aumentar los recursos disponibles para la educación superior a través de la creación de un fondo específico y proponía, además, mejorar el acceso, la calidad del financiamiento, la información y fiscalización del sistema a través de una reforma institucional integral. La segunda propuesta del gobierno fue enunciada el 1 de agosto de 2011 mediante el documento Políticas y propuestas de acción para el desarrollo de la educación superior chilena. En términos generales, esta respuesta seguía los lineamientos de la primera propuesta: creación de una nueva institucionalidad, cambios en el financiamiento institucional y estudiantil; reforma a los sistemas de acceso y selección; mejora del sistema de aseguramiento de la calidad; apertura de nuevos centros de educación superior técnico-profesional; promoción de la innovación, ciencia y tecnología; derogación de artículos que obstaculizaran la definición institucional de la participación estudiantil y de otros estamentos; y la incorporación de pueblos originarios y la interculturalidad en la educación superior. Finalmente, la última propuesta del gobierno, del 17 de agosto de 2011, planteaba la creación de un sistema combinado de becas y créditos y la reprogramación de las deudas del crédito solidario, la creación de una Superintendencia y una reforma constitucional para asegurar una educación de calidad.
Si bien estas propuestas fueron rechazadas en su momento por los estudiantes, la elección presidencial de Michelle Bachelet en el año 2014 implicó la incorporación de parte de las demandas estudiantiles en el plan de gobierno de la nueva mandataria. Su programa de gobierno indicaba las siguientes metas: avanzar hacia la gratuidad universal y efectiva de la educación superior, modernizar la institucionalidad de la educación superior y crear nuevas universidades (Aysén y O’Higgins) y centros de formación técnica.
Si se hace caso a las mismas encuestas que confirmaban la masividad del movimiento estudiantil durante el año 2011, las demandas del estudiantado perdieron su capacidad original de convocatoria durante este periodo (Adimark, 2016; CEP, 2016). Es posible que esta merma se deba a que el núcleo de sus peticiones - educación pública, gratuita y de calidad- había sido interiorizado en el programa de gobierno de Bachelet y, por ello, se vio expuesto a la polémica característica de la implementación de las reformas (Corsi, 2002).
Más allá de las causas inmediatas de estos cambios en la valoración social de las demandas del movimiento universitario, este análisis histórico hace posible ver transformaciones significativas en sus temas de reflexión y crítica. De las demandas centradas en la secularización de la sociedad chilena o enfocadas en la crítica a la falta de investigación y compromiso político en las universidades se pasó a la demanda del movimiento del año 2011, siguiendo el lema de educación pública, gratuita y de calidad. A nuestro juicio, este cambio en el discurso del movimiento merece una explicación sociológica. Antes, sin embargo, es necesario caracterizar en detalle esta transformación semántica y sus causas inmediatas. Este es el objetivo de la siguiente sección.
2. Transformaciones en las demandas del movimiento universitario chileno
Una mirada más atenta a la evolución de las demandas del movimiento universitario permite dar cuenta de cambios importantes en los temas que articulan. Por una parte, históricamente el movimiento universitario chileno parece haberse enfocado en la discusión acerca de las características deseables en las instituciones de educación superior. Si bien existieron variaciones significativas en la descripción de estos atributos, su foco parece haberse concentrado en el rol de la institución antes que en demandas por un acceso equitativo a estas instituciones de educación superior. En un sentido similar, mucho más importante que cuestiones de inclusión en el sistema universitario parece haber sido más relevante el rol demandado a la universidad en términos de un plan nacional de modernización, con las diferentes formas que ello adquiriese en distintos momentos históricos, como secularización, compromiso político, desarrollismo, o énfasis en democratización.
Por el contrario, esta centralidad de una definición normativa acerca de la universidad no parece haber existido en la reflexión del movimiento universitario del año 2011. El debate durante ese año se centró en asegurar una inclusión individual exitosa en el sistema universitario y en la expectativa de que este objetivo no se vea frustrado por la importancia de variables ajenas al desempeño académico del estudiante, especialmente aquellas referidas a la necesaria posesión de recursos para costear la matrícula y aranceles de la institución.
En la misma línea, la integración de la universidad en un plan nacional parece encontrarse relativamente ausente de las demandas del movimiento. En este sentido, en lugar de debatir acerca del rol de la universidad en un proyecto político nacional, la discusión se concentra en la necesidad de ampliar las posibilidades de movilidad social a través de la expansión de la educación terciaria. Ciertamente, se espera que esta formación sea de calidad, pero ello no se identifica con ninguna actividad universitaria específica (Readings, 1996).
Sin duda, existen factores inmediatos que explican esta evolución en las demandas del movimiento universitario. Entre ellos, los cambios en la composición social de la educación superior, los atributos de las universidades y el impacto del régimen militar en el discurso político parecen ser especialmente importantes.
Por su parte, si bien los datos acerca de la composición social de las universidades chilenas antes de 1981 son relativamente escasos, existen diversos estudios que permiten sostener su carácter altamente selectivo (Levy, 1986). Solo después de 1933 la cobertura de educación superior en la población entre 18 y 24 años superó el 1%. Tuvieron que pasar casi 40 años, para que en 1972 la cobertura superase el 10% en el mismo tramo de edad, gracias a la creación de nuevas sedes universitarias en distintas regiones (Brunner, 1986; Braun et al., 2000).
Debido a esta alta selectividad, no debe resultar extraña la homogeneidad de las características de los estudiantes universitarios. En 1976, solo 29,7% de estos alumnos provenía de familias sin estudios universitarios (Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación, PIIE, 1991). De manera similar, con la salvedad de la Universidad del Norte, más de la mitad de la matrícula universitaria tenía su origen en familias de los estratos medios y altos (Garretón y Martínez, 1985).
En cambio, hacia el año 2011 la composición de las universidades había experimentado ya importantes transformaciones. Mientras en 1990 había 247.704 estudiantes, hacia 2009 estos llegaron a 862.902, cambio que representó un aumento de 14,4% a 30,8% en la cobertura del sector, incremento causado principalmente por la incorporación a las nuevas universidades privadas de estudiantes de menores ingresos (Rolando, Salamanca & Aliaga, 2010). Entre 1990 y 2009, el primer decil aumentó su cobertura de 4,1% a 19,1%, el segundo de 3,5% a 20,4% y, finalmente, el tercero de 5% a 25,1% (Ugarte, 2013).
Como consecuencia de lo anterior, ya no es posible asumir inclinaciones culturales comunes en los estudiantes universitarios chilenos. Los nuevos estudiantes -gran parte de los cuales son, en sus respectivas familias, la primera generación en asistir a la educación superior-, poseen valoraciones más individualistas e instrumentales acerca del rol esperado de estas instituciones, las que se alejan de la reflexión tradicional en términos de compromiso político de la universidad en el desarrollo nacional (Lehmann, 2009).
A su vez, la similitud histórica de las universidades chilenas, característica del sistema antes de las reformas de 1981, parece también perderse. Como muestra el análisis de Levy (1986), históricamente las instituciones chilenas de educación superior habían presentado una homogeneidad excepcional en términos de sus formas de gobierno, la composición de sus estudiantes y sus funciones en comparación con el resto de Latinoamérica.
En cambio, en el sistema chileno actual conviven instituciones con distintas características: por una parte, se encuentran las nuevas universidades privadas, constituidas como corporaciones de derecho privado, gobernadas por directorios, juntas o consejos directivos representativos de los socios miembros; por otra, están las universidades estatales y privadas tradicionales, cuyos sistemas de gobierno asignan un rol mucho más importante a los académicos (Bernasconi, 2015). De manera similar, en lo que respecta a sus estudiantes, el sistema se ha segmentado en instituciones orientadas a las clases sociales altas, junto con otras que apelan principalmente a la inclusión de estudiantes de los sectores de menos ingresos (Espinoza y González, 2014). Finalmente, el sistema se ha diversificado también a partir de la convivencia de universidades centradas en investigación, docencia y extensión, junto con otras orientadas exclusivamente a la docencia de pregrado (Santelices, 2015).
Este cambio en las características de las universidades chilenas afecta también la reflexión acerca de su rol. En efecto, la universidad deja de conceptualizarse como una institución con características inequívocas representadas en el ideal de docencia e investigación al servicio del desarrollo nacional (Millas, 2012a, 2012b). En su lugar, esta idea se reemplaza por una valoración de la existencia de distintos modelos de universidad, entre los cuales la formación de élites nacionales es solamente una opción entre otras (Labraña, 2016; Lemaitre y Zenteno, 2016).
Además de estos factores relativos a las características del sistema nacional de educación superior, no debieran dejar de considerarse los efectos discursivos de las reformas neoliberales impuestas en la dictadura de Pinochet. Como Gárate (2012) ha mostrado en detalle, estas reformas implicaron el abandono de las ideas estatales de desarrollo que habían dominado la reflexión política desde comienzos del siglo XX, a la vez que su reemplazo por una concepción altamente individualista de la sociedad. Este cambio se expresa también en la discusión de los gobiernos chilenos acerca de la educación superior que, en adelante, se concentrará en el rol de las universidades ante el reto de elevar la competitividad y generar movilidad individual (Salazar & Leihy, 2013).
Sin duda, factores contextuales como los cambios en la composición social de los estudiantes universitarios, las transformaciones en las características de las universidades chilenas y el cambio en el discurso político promovido por el régimen militar alteran las expectativas de transformación social antes dominantes, asociadas al movimiento universitario. Sin embargo, desde un punto de vista sociológico, las experiencias nacionales similares sugieren una tendencia global en la consideración de la universidad como una institución dedicada a la promoción de objetivos de movilidad, antes que a la realización de objetivos político-nacionales. En este sentido diversos estudios apuntan a los cambios en la caracterización de la función de las universidades por parte del Estado (Readings, 1996; Singh, 2011; Williams, 2016), la visión de estas instituciones en torno a su quehacer (Schugurensky & Naidorf, 2004; Slaughter & Leslie, 1997) o la reflexión de actores internacionales (Buckner, 2016; Ramírez, 2006) y estudiantes (Lehmann, 2009) acerca de su misión.
En la siguiente sección, se abordará la caracterización de este fenómeno global, enunciando sus consecuencias en torno a la evolución de los temas de las demandas del movimiento universitario chileno.
3. Modelos globales y protestas nacionales: un análisis neoinstitucionalista
En contraste con los modelos que asumen la racionalidad de las organizaciones, la teoría neoinstitucionalista enfatiza la importancia de la difusión de modelos culturales en la toma de decisiones de estas instituciones (Meyer & Rowan, 2006). Esta aproximación parte de la base de que individuos, organizaciones y Estados nacionales tienden a adoptar referentes normativos por su valor en términos de legitimación, antes que por su eficacia técnica (Meyer, Ramírez, Frank & Schofer, 2007). Esta forma de análisis se ha aplicado en distintos contextos para explicar la convergencia de diferentes naciones en torno a principios normativos comunes, como el respeto al Estado de derecho, la escolarización obligatoria, la importancia de la igualdad de oportunidades y la centralidad de la investigación científica para el desarrollo, entre otros (Meyer et al., 2007; Meyer & Bromley, 2013).
En tanto referentes normativos, estos modelos posibilitan la realización de juicios evaluativos en la sociedad contemporánea. En efecto, solo como consecuencia de la existencia de dichos modelos acerca de las características que debieran poseer las organizaciones, se hace posible criticar las deficiencias de los arreglos en las organizaciones existentes y proclamar la necesidad de reformas que avancen en esa dirección.
En su aplicación al ámbito de la educación superior, el neoinstitucionalismo enfatiza cómo distintos sistemas universitarios han tendido a adaptar características comunes en las últimas décadas. De acuerdo con Schofer y Meyer (2005), existen tres principios que configuran las expectativas en torno a las actividades de las universidades contemporáneas. En primer lugar, los principios de democratización, liberalización y expansión de los derechos humanos que resultan en la idea de que todos deben cursar estudios superiores. En segundo lugar, la creciente relevancia del conocimiento científico, cuestión que convierte a las universidades en una fuente de progreso individual y de las naciones. Finalmente, la promoción de las lógicas de desarrollo nacional que enfatizan la formación de capital humano como elemento de progreso económico y superación de las desigualdades, antes que la creación de élites dirigentes en los ámbitos políticos, económicos y culturales.
Estos principios afectan la definición de las expectativas en torno a las instituciones de educación superior. Por un lado, la realización de objetivos de bien público por parte de estas instituciones deja de identificarse con la contribución que las élites ilustradas puedan aportar a los objetivos políticos. El nuevo modelo de universidad enfatiza, en cambio, la expansión del acceso a la educación superior por razones de justicia social (equidad) y de desarrollo económico (formación de capital humano avanzado) (Meyer et al., 2007).
Por otra parte, la universidad deja de conceptualizarse exclusivamente en términos de su rol respecto de un proyecto político. El ideal de la universidad, representado en la adhesión de la institución a un plan de desarrollo nacional se debilita mediante una consideración instrumental de la misma. Debido a la nueva importancia atribuida al conocimiento generado en las universidades, la conceptualización tradicional de estas instituciones, centrada en su compromiso político (Kwiek, 2008; Readings, 1996), es reemplazada por una valoración de su impacto en términos de movilidad individual e incremento de la competitividad nacional.
El movimiento universitario chileno del año 2011 parece integrar estos principios en sus demandas, las que se centran en destacar la necesidad de ampliar el acceso equitativo a las universidades de las clases sociales más afectadas por la privatización del financiamiento del sistema y no en discutir el rol esperado por parte de una élite ilustrada en relación con su función social. Al mismo tiempo, la conceptualización introducida por este movimiento se enfoca en la importancia de la formación universitaria en términos de promoción de objetivos de movilidad social, antes que en su misión en la realización de un proyecto político de desarrollo nacional.
En este contexto, la fórmula de educación pública, gratuita y de calidad del movimiento universitario de 2011 confirma la relevancia de principios globales (como la importancia del acceso equitativo a la educación superior, su rol en la ampliación de posibilidades de movilidad social y la centralidad del conocimiento en el desarrollo nacional) y la pérdida de validez de supuestos caros a la reflexión tradicional acerca del rol de la universidad chilena (como el rol que deberían jugar las élites universitarias en procesos políticos nacionales). Así, de manera paradójica, los temas del movimiento confirman la estructura de la sociedad contra la cual se manifiesta (Luhmann, 2012). El cambio en la conceptualización de la universidad contemporánea se expresa, de este modo, también en la transformación de la protesta contra el estado actual de estas instituciones.
Conclusiones
Este artículo examinó el significado del movimiento universitario del año 2011 desde una perspectiva histórica. A partir de este análisis, se sugirió la existencia de una transformación significativa en los temas de sus demandas, donde aquellos requerimientos tradicionales en torno al rol de la institución en un proyecto de modernización nacional pierden relevancia ante las nuevas exigencias de acceso individual y promoción de la movilidad social.
Distintas variables influyen en esta transformación. Por una parte, se pueden nombrar los factores propios del contexto nacional, como cambios en la composición social de los estudiantes de educación superior, las características de las universidades chilenas y las ideas políticas dominantes; y por otra, los desarrollos globales, como la importancia del principio de justicia social en la reflexión universitaria y la centralidad del conocimiento para la economía.
Si se tienen en cuenta estos cambios, entonces, los discursos aparentemente contradictorios relevan la similitud de sus presupuestos básicos (Apple, 2006). Futuros estudios pueden desarrollarse en estas líneas y abordar, por ejemplo, las similitudes entre el discurso del capital humano y su demanda por mayor educación, debido a su impacto en la productividad económica nacional (Becker, 1962; 1993) y el discurso normativo centrado en la deseabilidad de democratizar el acceso a la educación superior (Jerrim, Chmielewsky & Parker, 2015).
Igualmente, parece necesario también abordar cómo estos discursos impactan en las teorizaciones de distintos actores sociales (Buckner, 2016). Estudios posteriores podrían analizar detalladamente cómo los académicos, funcionarios y estudiantes incorporan este cambio en la conceptualización de las universidades.
Del mismo modo, estos resultados se muestran también interesantes desde el punto de vista de la discusión actual acerca de las políticas chilenas de educación superior. La agenda educacional del gobierno de Michelle Bachelet enfrentó dos problemas centrales: la discriminación en el acceso debido a la falta de recursos y la ausencia de controles en la calidad de la oferta, cuyo diagnóstico se basó en la idea defendida por el movimiento universitario de concebir la educación como un derecho social fundamental (Bernasconi, 2014).
Al respecto, existe consenso en que uno de los logros más importantes de esta reforma fue explicitar las fallas del modelo de mercado y demostrar la posibilidad de estructurar un sistema distinto (González y Espinoza, 2017). Siguiendo las ideas planteadas en secciones anteriores, esto marcó un giro en el discurso político, más cercano ahora a las ideas dominantes antes de la reforma de 1981. Sin embargo, otros factores contextuales, como los cambios en la composición social de la educación superior y una marcada diversidad en los atributos de las universidades, no experimentaron una transformación semejante. Por el contrario, durante este periodo la cobertura del sistema continuó aumentando, especialmente entre estudiantes de los sectores de menores recursos (Ministerio de Educación de Chile, Mineduc, 2017), y la existencia de distintos modelos universitarios fue validada, en tanto el esfuerzo más importante para orientar al sistema en torno a parámetros comunes de calidad -el establecimiento de la obligatoriedad de un sistema de acreditación basado en estándares (Bachelet, 2017)- se encuentra, a la fecha de redacción de este artículo, todavía en proceso de debate en el parlamento. Sumado a estos factores de relevancia nacional, la reflexión global acerca de las universidades caracteriza aún su rol en términos de aumento de competitividad internacional y equidad (Etzkowitz & Leydesdorff, 2005).
Basándose en estas consideraciones, la formulación de políticas públicas para el sector universitario no puede ser comprendida exclusivamente como un simple proceso de ruptura con el pasado. Como se ha visto, las ideas educacionales resultan de la combinación de factores nacionales y globales, cuyo resultado generalmente escapa a las intenciones originales de los actores involucrados (Ball, 1990). Esta idea es esencial hoy, cuando el nuevo gobierno de Sebastián Piñera plantea una vez más el tema del futuro de las universidades chilenas.
En un análisis que ha provocado cierta polémica hasta hoy en día (Thielemann, 2011), Brunner (1985) declaró la muerte del movimiento estudiantil chileno, entendido este como un fenómeno de masas homogéneas y alianzas estables. En su lugar, planteaba el autor, el futuro vería la aparición de distintos movimientos estudiantiles, cada uno de ellos representando un interés gremial particular.
El análisis desarrollado en este artículo ha mostrado cómo el movimiento universitario ha sido capaz, a pesar de los cambios significativos en su entorno, de reformular sus principios comunes en torno a ideas educacionales suficientemente legitimadas.