Introducción
En el año 2012 se publicó la Ley N°20.609, que “establece medidas contra la discriminación” -también conocida como “Ley Zamudio”-, con el objeto de suplir un vacío legislativo que, hasta ese momento, existía en el ordenamiento jurídico nacional sobre el derecho antidiscriminatorio. De esta forma, la ley contempló instituciones novedosas para el panorama normativo de la época (como intentar dar una definición legal de discriminación arbitraria1, o configurar una agravante penal para aquellos delitos cometidos con motivos de “odio”2), dentro de las cuales destacó la creación de una nueva acción judicial, destinada a proteger a las personas frente a actos u omisiones que signifiquen una discriminación arbitraria en su contra.
La acción de no discriminación arbitraria, a pesar de su nombre, se muestra como una acción amplia, cuyo objeto es proteger el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales3 de toda persona, contra perturbaciones, privaciones o amenazas producidas por algún acto u omisión que se traduzcan, especialmente, en una distinción, exclusión o restricción que carezca de una justificación razonable. Como toda acción jurisdiccional, su consagración entrega a las personas la facultad de acudir a los Tribunales, solicitando una tutela reactiva ante casos en que se ha lesionado el derecho a no ser discriminado arbitrariamente4 -o preventiva, cuando el derecho se ve amenazado-, dando con ello origen a un procedimiento judicial cuyas reglas se encuentran establecidas en los artículos 3° y siguientes de la Ley N°20.609.
Sin embargo, y a pesar de que esta acción legal de carácter especial tiene el loable objeto de proteger derechos de la mayor relevancia, aquella, en sí misma, por el hecho de ser una acción que da lugar a un procedimiento judicial, ha de satisfacer el estándar mínimo que los derechos fundamentales exigen de toda actividad estatal (nunca olvidando que los Tribunales son parte del Estado).
Es por ello que, habiendo transcurrido más de cinco años desde el inicio de su vigencia, pareciera de gran relevancia examinar la regulación procesal específica que el legislador ha adoptado para dar vida a esta acción, con el fin de contrastar si aquel es suficiente conforme a la luz de los estándares que exige la tutela judicial efectiva, recordando que este es un derecho fundamental propiamente tal, que no puede ser desconocido ni aún a pretexto de proteger otros derechos constitucionales.
Tutela Judicial Efectiva y Protección de Derechos Fundamentales
1. De la Protección de los Derechos Fundamentales
La evolución del pensamiento constitucionalista se ha caracterizado por tener como foco central la “protección de los derechos fundamentales”, debido a que ellos son uno de los eslabones principales de la organización social, al punto de que estos, en sí mismos, significan la estructura estatal, constituyendo su presupuesto teleológico trascendental. Los derechos fundamentales configuran, de esta forma, el punto principal de interacción entre los individuos y el Estado, siendo la principal garantía de los primeros para con la actividad del segundo, obligando al aparato estatal a dirigir sus fuerzas en tutelar y promover estos derechos.5 De hecho, el pensamiento contractualista nos presenta una sociedad de individuos que, ante la necesidad de proteger sus derechos y libertades inherentes, perfeccionan la organización social para dar vida al Estado Moderno, el cual tendrá como finalidad primordial la consolidación de la protección de los derechos individuales.6
Entender que el fin principal de la organización estatal es la protección y promoción de los derechos fundamentales, nos da pie para concebir que el Estado detenta el deber de velar para que los derechos esenciales sean ejercidos sin impedimentos ni limitaciones ilegítimas, permitiendo a sus titulares “echar mano” de ellos para el desarrollo de su propia individualidad.7 El Estado debe, por ende, crear las bases para que los derechos fundamentales puedan ser “vividos” por las personas, evitando su reducción a meras declaraciones de principios sin operatividad en la cotidianidad.
Una primera manifestación de este deber estatal se materializaría en el reconocimiento de ciertos derechos y libertades fundamentales8, mediante su recepción en diversas instituciones jurídicas objetivas. El ordenamiento jurídico funcionaría declarando derechos, intereses y bienes jurídicos en normas públicas y vinculantes, que impondrían un deber general de respeto por la sociedad toda, incluyendo inherentemente a los organismos estatales9. En otras palabras, el Estado, al reconocer los derechos fundamentales en textos positivos, los dota de una estructura que permite a su titular detentar una expectativa de que aquel no será lesionado, lo que correlativamente se configurará como un deber jurídico atribuible a un otro (a veces singularmente determinado, en otros casos, entendido como el resto de la comunidad).10
La idea de una tutela material de los derechos fundamentales responde a la noción de un sistema jurídico destinado a ordenar el comportamiento humano. Sin embargo, es esto mismo lo que hace insuficiente a esta garantía primaria, ya que su satisfacción depende del grado de compromiso que los destinatarios de la norma jurídica tengan hacía con ella, cumpliéndola sin necesidad de una acción coercitiva11. García Máynez nos recuerda que “de que algo sea puede inferirse que algo fue o que algo será, más nunca que otra cosa deba ser. Lo que debe ser puede no haber sido, no ser actualmente y no llegar a ser nunca, perdurando, no obstante, como algo obligatorio”12, o sea, el hecho de que una norma jurídica exista y reconozca un derecho fundamental no asegura per se que dicha norma será respetada por sus obligados, pues, en la gran mayoría de los casos, dicho “respeto” depende de un mero acto voluntarista del sujeto compelido13.
Ante la eventualidad del quebrantamiento normativo por parte del propio Estado o del resto de los miembros de la sociedad, se hace necesario un segundo nivel de protección de los derechos fundamentales para que estos tengan una real operatividad. Según Hesse, “la libertad que garantizan los derechos fundamentales no puede entenderse como una esfera del individuo libre de la influencia estatal, que el Estado simplemente haya de respetar. La procura por el Estado de la efectividad de los derechos fundamentales deviene presupuesto de que llegue a haber una real libertad. El Estado ya no aparece sólo como el enemigo potencial de la libertad, sino que tiene que ser también un defensor y protector. Por su parte, es evidente que este papel no está libre de peligros, ya que una ampliación ilimitada de la responsabilidad y actividades del Estado que desemboque en la omnicomprensiva procura, planificación y configuración estatal, anularía toda configuración existencial autorresponsable. (…) Junto a la particularidad de que [las garantías constitucionales] no sólo obligan al Estado a una abstención, sino también a una actuación positiva, plantean la cuestión de si a la obligación jurídico-objetiva del Estado corresponde, y en qué medida, un derecho subjetivo de las personas y los ciudadanos para demandar del Estado tal actuación”.14
Pero cabe recalcar que este deber de actuar que recae en el Estado podrá tener distintas intensidades y concreciones según lo exija la naturaleza del derecho que se deba materializar o proteger, debiendo reconocerse que todo derecho fundamental para ser tal exigirá del Estado un actuar mínimo que se refleja, a lo menos, en la existencia de un aparato público, independiente y eficaz, capaz de reaccionar ante las lesiones cometidas a estos derechos derivadas de la inobservancia a la tutela material o primaria15.
Esto es entendido por Ferrajoli como una garantía secundaria, que emana de la potestad soberana entregada al Estado -la jurisdicción- configurada en mecanismos jurídicos destinados a alcanzar la eficacia de la garantía primaria.16 Acá la tutela ya no es meramente un reconocimiento normativo, sino que es una tutela jurisdiccional de los derechos fundamentales17, y que puede ser entendida como la existencia de un derecho subjetivo entregado a aquel que ve violado uno de sus derechos fundamentales para acudir al Estado exigiendo la protección jurídica del mismo18. La doctrina procesalista ha defendido la existencia de este derecho subjetivo autónomo (distinto del derecho subjetivo que se alega lesionado y que es reconocido por la tutela material)19, cuyo contenido impulsaría a la actividad jurisdiccional20 (por ello se dirá que la jurisdicción es un “poder-deber”21 del Estado22) a dictar una sentencia de fondo23 que resuelva un conflicto jurídico.
El derecho subjetivo a la tutela jurisdiccional (o a la tutela judicial, como también es conocido), actualmente es visto como un derecho fundamental en sí mismo24, cuyo contenido estaría compuesto por principios, subprincipios y garantías de carácter jurídico, como el acceso a la justicia, la independencia de los Tribunales respecto de los demás poderes del Estado y de las partes del proceso, la obligación de emitir una sentencia sobre el fondo del asunto conforme a derecho, el principio de motivación de las resoluciones judiciales, el principio de proporcionalidad, la prohibición de la indefensión, el efecto de cosa juzgada, la ejecución de lo juzgado, el derecho al recurso, entre otros.25 Sin embargo, nuestro análisis se centrará en los tres presupuestos inherentes a la esencia de la tutela judicial: el acceso a la justicia, el debido proceso, y el principio de efectividad26.
2. Derecho a la Tutela Judicial Efectiva
Conforme se ha ido explicando hasta este momento, hemos podido reconocer la existencia de un derecho subjetivo, de carácter público, cuyo sentido es permitir a las personas acudir al Estado para solicitarle la protección de un derecho fundamental que se alega lesionado (o amenazado), a efectos de tutelar un estatus jurídico específico que el derecho agraviado entrega a su titular. Sin embargo, los derechos fundamentales -incluyendo el derecho a la tutela judicial- no solo poseen una naturaleza subjetiva, sino que aquellos también pueden ser entendidos objetivamente. En este sentido, los derechos fundamentales son, además, el fundamento sobre los cuales se edificará la sociedad democrática contemporánea, contribuyendo a la conformación e información de todo el orden jurídico de un Estado, como se comentó inicialmente.27
Este trasfondo democrático del derecho a la tutela judicial nos demuestra su nivel de importancia: no sólo es un medio de protección frente a las vulneraciones que puedan sufrir las personas en el legítimo ejercicio de sus derechos, sino que su operatividad y eficacia son un presupuesto trascendental para la vida democrática de un país, al punto que puede verse como parte inherente del denominado “umbral mínimo democrático” que toda sociedad sana busca detentar, y gracias al cual podemos entender que la democracia no es sólo un conjunto de procedimientos formales a la luz de los cuales se estructura un Estado, sino que, además, conlleva el cumplimiento de presupuestos materiales básicos, dentro de las que destaca el respeto a las libertades y a los derechos fundamentales de las personas.28
Así, la actuación de los Tribunales (del Estado, en definitiva) para proteger los derechos fundamentales dista de ser algo relacionado sólo a los casos concretos, puesto que dicha acción de conocer y resolver los conflictos jurídicos de derechos fundamentales conlleva, a su vez, la consolidación de las bases del Estado democrático de Derecho. De allí emana la importancia de que el derecho a la tutela judicial no quede sólo en la resolución de un conflicto (o sea, en el simple hecho de que los Tribunales tramiten acciones), sino de que debe avanzar hasta ser una tutela judicial efectiva.29
La noción de tutela judicial efectiva hace relación, en palabra de los profesores García Pino y Contreras, al “reconocimiento de un derecho prestacional que recaba del Estado la protección jurídica debida, en el igual ejercicio de los derechos ante la justicia, proscribiendo la autotutela, y garantizando una respuesta a la pretensión de derechos e intereses legítimos con autoridad de cosa juzgada y con la eficacia coactiva que demanda la satisfacción de derechos fundamentales”30. De esta manera, el derecho no es visto sólo como la posibilidad de acudir al Estado (a los Tribunales)31, sino que, además, su contenido se relacionaría a un derecho que asegura que el Estado brindará una respuesta, conforme a determinados presupuestos formales y sustantivos, revestida de la posibilidad cierta de concreción en la realidad, mediante la utilización legítima de la coacción en caso de ser necesario. De esa forma, este actuar del Estado no es meramente simbólico o testimonial, sino que está dirigido a generar un cambio en la cotidianidad de las personas, con vocación de tutelar satisfactoriamente los derechos fundamentales cuando aquellos se vean afectados (o amenazados).32
En Chile, la jurisprudencia constitucional ha reconocido la existencia de este derecho dentro del ordenamiento jurídico interno, a pesar de no existir una consagración expresa en el texto constitucional -ni en normas de rango infraconstitucional-33. Ello, pues, el sentido y alcance de las diversas garantías que reconoce -directa e indirectamente- el artículo 19 N°3 de la Constitución Política harían obvia la existencia del derecho, al ser la tutela judicial efectiva un presupuesto necesario para la existencia de todas ellas.34-35
A la mirada jurisprudencial se suman los aportes que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos hace al derecho interno en materia de derechos humanos, especialmente mediante Tratados Internacionales. Como ha destacado el profesor Nogueira, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, mediante una interpretación de los artículos 8° y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ha reconocido la existencia de una “‘obligación a cargo de los Estados de ofrecer, a todas las personas sometidas a su jurisdicción, un recurso judicial efectivo contra actos violatorios de sus derechos fundamentales. (...) En razón de lo anterior, la inexistencia de un recurso efectivo contra las violaciones de los derechos reconocidos por la Convención constituye una trasgresión de la misma por el Estado Parte’. Hay así un derecho a exigir la tutela judicial efectiva de los derechos ante los órganos competentes, que consiste en la posibilidad efectiva de que toda persona pueda requerir irrestrictamente y obtener la tutela de sus derechos”36.
Según ha profundizado el Tribunal Constitucional, “el derecho a la tutela judicial efectiva tiene una doble dimensión, por una parte adjetiva, respecto de los otros derechos e intereses, y por la otra, sustantiva, pues es en sí mismo un derecho fundamental autónomo, que tiene por finalidad que las personas accedan al proceso como medio ordinario de resolución de los conflictos jurídicos, lo que resulta un presupuesto mínimo de todo Estado de derecho”37. Así, la efectividad de la tutela no debe entenderse como un pronunciamiento siempre favorable a las pretensiones del demandante38, sino que ésta se concretará en la existencia de un estándar sustantivo -compuesto por diversos valores y principios- alrededor del cual se deben estructurar las vías jurisdiccionales concretas que el Estado pondrá a disposición de las personas para lograr una solución a sus conflictos jurídicos y, con ello, obtener protección a sus derechos cuando ellos -o su ejercicio- se vean amenazados o agraviados39.
El estándar sustantivo al que se hace mención40 tendrá una doble función desde una mirada normativa: una primera, que da cuenta de un deber impuesto al Estado-legislador para que materialice el derecho mediante la instauración de “procedimientos que permitan hacer valer los derechos, los medios de protección que lo cautelen y la perspectiva jurisdiccional cuando sea necesario reivindicarlos en la esfera de la justicia”41. Pero, además habrá una segunda lectura, de carácter limitativa, ya que el deber de instaurar procedimientos judiciales nunca puede ser visto como la entrega de una confianza absoluta al legislador, “quien estaría facultado para determinar con entera discreción los procedimientos judiciales, mismos que, por el solo hecho de ser fijados por el legislador, generarían siempre un procedimiento racional y justo. Esta tesis no ha encontrado jamás apoyo doctrinal o jurisprudencial”42. En otras palabras, el legislador debe desarrollar el derecho, pero no arbitrariamente, sino que conforme al estándar sustancial inherente a la tutela judicial efectiva.
3. “Estándar Sustancial” de la Tutela Judicial Efectiva
Al no ser materia de este trabajo abordar en profundidad todos los valores y principios que configuran la tutela judicial efectiva43, para efecto de este trabajo nos bastará seguir los estudios los estudios del profesor Bordalí44, quien, basándose en la jurisprudencia constitucional, ofrece claridad respecto de cuáles serían los derechos, valores y principios que conforman el mínimo sustancial de la tutela judicial efectiva:45
a) El derecho a que un tribunal resuelva las pretensiones conforme a derecho, y a que estas resoluciones, revestidas de fuerza de cosa juzgada, puedan ser ejecutadas compulsivamente en caso de ser necesario, buscando siempre lograr la efectividad de las decisiones emanadas de un juez competente.
b) El derecho de acceso a la justicia. Este derecho46, que incluye dentro de su contenido los principios de participar en la sustanciación de un proceso en igualdad de armas47, no es más que un derecho a recurrir ante el Tribunal, como compensación constitucional a la abolición de la autotutela como vía lícita para la solución de los conflictos, obligando al Estado a ser garante del restablecimiento de la vigencia del ordenamiento jurídico cuando aquel se constate inobservado. De esta forma se satisface un interés subjetivo de aquellos en controversia, además de permitir la actuación del derecho objetivo para mantener el cumplimiento de la ley.48
El estándar exige, por ende, que el legislador fije las acciones que están a disposición de las personas para cuando aquellas estimen necesario acudir a un Tribunal requiriendo la protección de algún derecho, sin fijar más trabas o formalidades que las necesarias -en consideración a la naturaleza especial de su objeto o del derecho que se busque tutelar-49. Pero, además, exigirá que el legislador fije armas similares para las partes involucradas en el proceso50, a efecto de permitir que todos puedan participar activamente en su sustanciación.
c) El debido proceso. A pesar de que se discute sobre la naturaleza de la relación que existe entre el derecho la tutela judicial efectiva y el debido proceso -e incluso si es que realmente son dos derechos diferentes-51, para efectos de este trabajo nos decantaremos por la tendencia que ha seguido la jurisprudencia constitucional nacional, cuando ha expresado que existiría una frontera que separaría a los elementos estructurantes del proceso (la tutela judicial efectiva) de las garantías de racionalidad y justicia internas con las cuales debe desenvolverse el procedimiento judicial (el debido proceso)52.
Al ser el objeto del debido proceso la concreción de un procedimiento judicial conforme a la igualdad y la racionalidad, muchos autores han identificado la garantía con la norma del artículo 19 N°3, inciso sexto, de la Constitución Política53, cuando establece que “[t]oda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso previo legalmente tramitado. Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías de un procedimiento y una investigación racionales y justos”. Sin embargo, y a pesar de que dicha normativa es relevante para el caso, la noción de debido proceso es mucho más amplia que la idea de un “proceso legalmente tramitado, racional y justo”.
Así, pareciera acertado entender el debido proceso como un medio para asegurar, en la mayor medida posible, la solución justa de una controversia54 (con independencia de la autoridad que esté llamada a dar dicha solución), para lo cual se contemplarán una serie de garantías procesales -algunas de corte meramente formal, otras más bien sustantivas-, como: “(…) [e]l derecho a un juez predeterminado por la ley55, al derecho a un juez o tribunal independiente56 e imparcial57, al derecho a la defensa jurídica y la asistencia letrada58, al derecho a asesoría y defensa jurídica gratuita para las víctimas59, al derecho de los imputados a ser asesorados por un defensor público60 y a ser asistidos por un traductor o intérprete61, al derecho a la bilateralidad de la audiencia62, al debido emplazamiento63, a la igualdad entre las partes64, al derecho de presentar e impugnar pruebas65, al principio de congruencia en materia penal66 y al derecho de revisión judicial por un tribunal superior67, junto a sus problemas jurídicos concomitantes”68, a las que, posteriormente, se han ido sumando nuevas garantías, como los principios de proporcionalidad69 y de reserva legal en materia procesal70, o el derecho a la sentencia motivada71.
Examen de la Ley Zamudio bajo la Luz del Derecho a la Tutela Judicial Efectiva
De acuerdo con lo que hemos explicado en el acápite anterior, el Estado está en la obligación de ofrecer una protección jurisdiccional a las personas, no bastando para ello la implementación legal de una simple acción judicial, sino que debe instaurar toda una maquinaria estatal (orgánica y procesal) dirigida a lograr la tutela efectiva de los derechos (una tutela intencionada) que responda sobre el fondo del asunto. Para ello, el Estado debe regular una serie de procedimientos judiciales en cuyo “adn” ha de constar el respeto al “estándar sustancial” de la tutela judicial efectiva, puesto que no es lícito vulnerar este derecho ni aún bajo el pretexto de proteger con ello otros derechos fundamentales: la protección Estatal tiene que buscar la coherencia del sistema.
Con la Ley N°20.609, el legislador creó una acción jurisdiccional especial cuyo objeto es combatir la “discriminación arbitraria”72 (concordante al tenor del artículo 19 N°2, inciso segundo, de la Constitución)73. Esto pues, como señala la profesora Rosales, “[q]uienes impulsaron el proyecto [de ley antidiscriminación] sostuvieron una crítica evaluación del recurso de protección, siendo este el fundamento principal para afirmar la necesidad e importancia de consagrar un mecanismo procesal idóneo y especial que permita repudiar toda conducta contraria a la no discriminación. A juicio de este sector, los estudios referenciados permitían concluir que la acción consagrada en la Constitución no habría sido eficiente para la protección de este derecho”74. Es justamente por ello que el artículo 1° de la Ley N°20.609 sincera sus intenciones en materia de tutela judicial: “Esta ley tiene por objetivo fundamental instaurar un mecanismo judicial que permita restablecer eficazmente el imperio del derecho toda vez que se cometa un acto de discriminación arbitraria”.
1. Finalidad de la Acción de No Discriminación Arbitraria y Efectividad de la Decisión Jurisdiccional
El artículo 3° de la Ley N°20.609 señala que “[l]os directamente afectados por una acción u omisión que importe discriminación arbitraria podrán interponer la acción de no discriminación arbitraria, a su elección, ante el juez de letras de su domicilio o ante el del domicilio del responsable de dicha acción u omisión”. De esta forma, la acción “busca determinar si ha existido o no una discriminación arbitraria, y en caso afirmativo, ordenar se deje sin efecto el acto discriminatorio y disponer, ya sea su no reiteración, o bien que se realice el acto omitido”75.
Claramente la acción está dirigida a lograr un cambio en la realidad, repudiando las conductas atentatorias al derecho fundamental, por ello, la acción se centra en proteger un derecho individual de forma semejante a lo que ocurre con la acción de protección. De hecho, según el artículo 12 de la Ley N°20.609, el juez contará con el poder suficiente para adoptar todas las providencias y medidas que estime necesarias para restablecer el imperio del derecho y asegurar la debida protección del afectado; potestades muy similares a las que entrega el artículo 20 del texto constitucional al juez (“[…] la que adoptará de inmediato las providencias que juzgue necesarias para restablecer el imperio del derecho y asegurar la debida protección del afectado”).
De esta manera, y siguiendo la lógica del profesor Soto Kloss respecto de la naturaleza del recurso de protección, la acción de no discriminación podría verse, también, como una materialización de las facultades conservadoras (superintendencia directiva) de las que están dotados los Tribunales de Justicia, conforme lo reconoce el artículo 3° del Código Orgánico de Tribunales, que implican el ejercicio pleno de la jurisdicción (de la soberanía nacional) para conocer del asunto y, en caso de constatar la lesión al derecho fundamental, imponer toda medida de protección (“providencias que se estimen necesarias”) mediante mandatos revestidos de imperio contra el ofensor a efectos de lograr la conservación de la situación jurídica existente antes del acto u omisión antijurídica.76 Todo lo dicho demuestra que no basta con que el juez decrete la existencia de un acto u omisión arbitrariamente discriminatoria, sino que debe actuar para proteger efectivamente el derecho a no ser discriminado77.
Este sentido de la acción, que centra todo su poder en proteger el derecho, daría una explicación sobre el por qué aquella no contempla como mecanismo de reparación del daño provocado por una conducta discriminatoria, la posibilidad de demandar una indemnización de perjuicio, aspecto que se ha convertido en una de las principales críticas formuladas contra la regulación de esta acción. Aunque, también existen antecedentes que dan a entender que la verdadera razón por la cual no se permitió la posibilidad de dar lugar a una indemnización de perjuicio contra el victimario deriva a la naturaleza del proceso78.
Sin perjuicio de cual sea la razón de ello, esta crítica relacionada a la imposibilidad de demandadar indemnizaciones de perjuicio se profundiza si se observan las características especiales que revisten las causas de derecho antidiscriminatorio. Un caso ejemplificador de esto es “Jiménez con González”, en donde el padre de una menor con un alto grado de discapacidad física denunció los malos tratos que ella habría sufrido por parte de una persona que le reprochó, violentamente, el uso indebido de un estacionamiento reservado para personas con alguna discapacidad. Frente a esta denuncia, el Tribunal consideró declarar inadmisible la acción, debido a que los actos sufridos por la hija del actor, “pese a ser ofensivos y basarse en una característica o situación de aquellas consideradas como categorías sospechosas de discriminación, no dan lugar a la acción intentada, por no conllevar una decisión susceptible de revocar, sin perjuicio de la acción penal que tiene el afectado por el delito de injurias, lesiones o amenazas que puede constituir, y demás acciones en el orden educativo que le competan”, esto pues “las finalidades de la acción contemplada en la Ley N°20.609, se desprende que el acto u omisión que importen discriminación arbitraria, deben ser constitutivos de una decisión, provocar un efecto que pueda ser revertido por el Tribunal al catalogarlo de discriminatorio y arbitrario en los términos de la ley citada, no basta con que el acto involucre una categoría de aquellas mencionadas en la ley, como es en el caso, y una conducta deleznable, ofensiva y grave. Es necesario que junto con la categoría y conducta vaya aparejado una distinción, exclusión o restricción que genera un efecto que mediante la acción se pretende dejar sin valor. Luego, accesoriamente el acto declarado discriminatorio tendrá como consecuencia para su autor, una multa”79.
A pesar de lo criticable que es esta decisión, el caso nos permite comprobar las características especiales de los hechos que se discuten en la sustanciación de la acción de no discriminación arbitraria, en donde los actos discriminatorios tienden a ser imposibles de revocar, pues en variadas oportunidades se manifiestan como actos de violencia, insultos, malos tratos, o desconsideraciones, que hacen lógico comprender que la simple declaración de la discriminación arbitraria pareciera ser insuficiente para proteger el derecho e inhibir futuras vulneraciones.
La Ley responde a esta preocupación mediante el inciso segundo de su artículo 12, que señala que “[s]i hubiere existido discriminación arbitraria, el tribunal aplicará, además, una multa de cinco a cincuenta unidades tributarias mensuales, a beneficio fiscal, a las personas directamente responsables del acto u omisión discriminatorio”. Sin embargo, es de mi parecer que la multa tampoco logra tener un efecto relevante en este sentido, debido a que no incentiva a los afectados a accionar en búsqueda de protección, ni tiene un efecto preventivo o disuasorio de la comisión de futuros atentados80, sumado a que los jueces rara vez usan esta herramienta procesal (que, según el tenor del artículo, debiera ser de aplicación forzosa para el juez)81.
Se debe considerar que, desde los primeros años de vigencia de la Ley N°20.609, se hizo notar que la ausencia de sanciones efectivas y reparaciones oportunas daría muy poca utilidad a la acción, ya que la imposibilidad de reclamar la indemnización “[desalienta] a los afectados, interesados no solamente en impugnar el acto discriminatorio, sino obtener el resarcimiento de los daños y perjuicios que éste pueda haberles ocasionado”82. En opinión del profesor Muñoz, en el contexto antidiscriminatorio la reparación juega un rol importantísimo, ya que la experiencia de ser víctima de una situación discriminatoria es socialmente denigrante, y transmite el mensaje de que el ofendido tiene un estatus inferior, causando un perjuicio a la autoestima de la víctima. Esta reparación puede configurarse en símbolos (como pedir disculpas públicas) y/o en indemnizaciones, cuya importancia radicará en que no sólo busca sancionar al autor, sino que también demuestra una desaprobación social a la discriminación mediante herramientas que buscan compensar a quien se le impuso un sufrimiento ilegítimo83.
El ordenamiento jurídico nacional reconoce fórmulas alternativas que permiten dar una mayor efectividad a acciones judiciales que se podrían replicar en el procedimiento antidiscriminatorio. Un ejemplo de ello es el método utilizado por la Ley sobre Vih84, que, en su artículo 8°, sanciona las inobservancias al deber confidencialidad y de notificación oportuna de los resultados del examen de detección del virus85, mediante la aplicación de multas a beneficio fiscal, “sin perjuicio de la obligación de responder de los daños patrimoniales y morales causados al afectado, los que serán apreciados prudencialmente por el juez”86.
Otra alternativa es dotar a la resolución que declara la existencia de una discriminación arbitraria de un efecto similar al entregado por los artículos 178 y 180 del Código de Procedimiento Civil a la sentencia penal, haciendo innecesario volver a discutir los hechos o la responsabilidad, para que, en caso de que la víctima así lo quiera, éste “preparada” la vía para la apertura de un juicio posterior -tramitado acorde a las reglas del juicio sumario-, en donde se discuta únicamente sobre la especie y montos de los perjuicios que se han sufrido.87
2. Acción de No Discriminación Arbitraria y el Acceso a la Jurisdicción
La esencia del acceso a la jurisdicción es que las personas puedan acudir ante un Tribunal, sin mayores trabas formales que las razonablemente necesarias, coherentes con la naturaleza del bien jurídico que la acción en cuestión busca tutelar. De esta manera, el legislador pensó en un procedimiento “más o menos” desformalizado, sin perjuicio de que el artículo 14 de la Ley plantea una regla de supletoriedad ante los vacíos procesales que nos permite traer al caso gran parte de las normas del Código de Procedimiento Civil (que es muy formalizado). De esto emanan ciertos aspectos que debemos comentar.
Una primera observación se centra en el artículo 4° de la Ley88 que aborda la legitimación activa requerida para el ejercicio de la acción. La regla pareciera ser bastante flexible, sin embargo, en la práctica ha actuado restrictivamente, pues al exigir la participación -directa, indirecta o ratificatoriamente- de aquel que ha visto lesionado su derecho (la víctima), se ve mermado el sentido “protector” y “desformalizado” que se esperaría de la acción antidiscriminatoria, puesto que con ello la Ley excluye toda posibilidad de que una agrupación (por ejemplo, un órgano estatal o asociaciones privadas como Fundación “Descúbreme” o el movilh89) pueda accionar frente a actos de discriminación que sufran sus miembros o simpatizantes. Como bien ha observado el profesor Díaz de Valdés, este precepto es coherente con una mirada individualista del fenómeno discriminatorio, que daría cuenta de una timidez del legislador para abordar los temas profundos del derecho antidiscriminatorio90.
A lo dicho ha de sumarse la exigencia de que el actor cuente con patrocinio de abogado para deducir su acción. A pesar de que la norma no lo explicita, así se ha desprendido de la aplicación supletoria de las normas procesales civiles91.
Sin perjuicio de que este aspecto también podría ser discutido en virtud a los aires desformalizadores del procedimiento92, el punto al cual se ha de centrar nuestra crítica estaría en la igualdad de cargas que las partes deben soportar en el proceso (en este caso, para actuar válidamente en el procedimiento), ya que, en relación al demandado, la Ley sólo establece en su artículo 8°, un deber (mejor dicho, una carga procesal) de informar al Tribunal (nomenclatura similar a la utilizada en el Auto Acordado sobre Tramitación del Recurso de Protección). Esto, per se no es algo indeseado, e incluso, como bien se sabe, una misma lógica es usada en la acción de protección, donde el denunciado no está obligado a informar bajo el patrocinio de abogado, lo cual es lógico conforme al sentido de tramitación especial y sumarísima que se insta dar al procedimiento; sin embargo, dicha celeridad (que compartiría también la acción en comento) es menor en el procedimiento de la Ley Zamudio, al contemplar un mayor número de trámites formales, como son la fase de conciliación, términos probatorios y audiencias. Pero, lo que sí afectará la igualdad de cargas será, justamente, que el demandante requerirá contar con abogado para presentar su demanda, mientras el demandado no lo necesitará para presentar su informe.
Estimamos que una mirada igualitaria de las exigencias de participación en el proceso exigiría una mayor atención sobre los puntos comentados, ya sea permitiendo una participación del demandante sin necesidad de patrocinio de abogado (opción que no adherimos), que ambas partes deban actuar con patrocinio, o establecer una multa contra el demandado que no informe cuando ha sido debidamente emplazado (tal como establece el numeral 15° del Auto Acordado sobre Tramitación del Recurso de Protección).
Ahora bien, mirando la regulación sobre la legitimación pasiva, es muy destacable que la acción pueda interponerse contra los actos de autoridad, así como también contra actos de privados, demostrando una amplitud necesaria para la determinación del sujeto demandado.93
3. Estándar del Debido Proceso en el Procedimiento Antidiscriminatorio
Ahora bien, la relación entre la acción antidiscriminatoria y el debido proceso nos da pie para los siguientes comentarios:
a) Respecto de la garantía del juez predeterminado por ley, no cabe la duda de que la normativa pareciera clara: es competente el juez de letras en lo civil del domicilio de la víctima o del ofensor, a decisión del demandante.
En este aspecto es poco lo que se puede comentar, salvo recordar la crítica que parte de la doctrina ha formulado contra el legislador respecto a su elección94. Sin embargo, no puede afirmarse que no se satisface la garantía en cuestión. Aunque, cabe reconocerse que, en materia de reglas de competencia absoluta, existió algún grado de confusión durante los primeros años de vida de la acción, especialmente respecto de la determinación del tribunal competente cuando el denunciado cuenta con fuero (debate que se centra en saber qué Ley aplicar conforme al criterio de la especialidad). La tendencia jurisprudencial se ha decantado por respetar las reglas comunes del Código Orgánico de Tribunales para resolver estos dilemas, por entender aquellas normas como de orden público95.
b) En relación con los derechos al juez independiente y al juez imparcial, tampoco habría mayor reproche que hacer, ya que los diversos organismos que serán competentes para conocer de la acción en sus distintas instancias serán integrantes del Poder Judicial (Juzgados de Letra en lo Civil y Cortes de Apelaciones), siendo plenamente aplicables las normas del Código Orgánico de Tribunales (especialmente sus artículos 1°, 12 y aquellos respectivos a las implicancias y recusaciones). Lo mismo ocurre sobre las garantías de bilateralidad de audiencia (que se manifiesta, entre otras formas, con la posibilidad de que el demandado informe) y debido emplazamiento, en las que se aplicarán supletoriamente las reglas del Código de Procedimiento Civil (artículos 38 y siguientes).
c) Algo similar a lo dicho en la letra anterior puede replicarse respecto de la garantía a la defensa jurídica y a la asistencia letrada gratuita, ya que no se vislumbran argumentos para no hacer aplicables las reglas sobre asistencia gratuita de carácter general96 (además, sobre la necesidad de contar con patrocinio de abogado para demandar ya se han hecho observaciones anteriormente).97
d) Sobre el derecho a contar con auxilio de intérprete, la Ley no explicita ningún tipo de regla al respecto, pero sí considera al “idioma” como uno de aquellos motivos ejemplificadores de discriminación arbitraria (artículo 2°). Ahora, sobre el asunto, gracias a la remisión del artículo 14 de la Ley N°20.609, será plenamente aplicable al procedimiento la regla del artículo 63 del Código de Procedimiento Civil.
e) En materia probatoria, la jurisprudencia referida a la acción de no discriminación arbitraria ha demostrado la existencia de grandes problemas procesales98, sin embargo centraremos nuestra atención en aquellos referidos a la carga probatoria.
Debido a que no existe una regla especial sobre la carga de la prueba en la Ley N°20.609 (ya que su artículo 10 se refiere sólo a la valoración), licito es debatir sobre cuál de las partes (o, mejor dicho, en qué grado cada parte) tendrá la necesidad de aportar los medios de prueba necesarios para acreditar/desacreditar los presupuestos fácticos que serán objeto del proceso, o, mejor dicho, cuál de las partes deberá soportar las consecuencias negativas por la insuficiencia probatoria99.
De la revisión jurisprudencial realizada, se puede apreciar una tendencia mayoritaria por resolver el asunto en base a una lógica “civilista”, haciendo aplicable el artículo 1698 del Código Civil (lo que se sustentaría por la regla de supletoriedad del artículo 14 de la Ley). Esta idea hace recaer la carga de la prueba inicialmente en el demandante y, sólo en caso de que éste logre acreditar los supuestos de su demanda, adquirirá relevancia la prueba que ofrezca el demandado para acreditar la razonabilidad de su actuar, o desacreditar los supuestos fácticos de la acción interpuesta en su contra100.
Esta lógica es compleja desde la perspectiva del derecho antidiscriminatorio, pues “[u]no de los aspectos más problemáticos en los juicios de discriminación lo constituye la prueba, principalmente por cuanto la acreditación de un hecho discriminatorio puede ser muy difícil (en ocasiones son sólo dichos o expresiones sin mayor materialidad). En efecto, la jurisprudencia analizada demuestra que, en un gran número de casos, los tribunales rechazan la denuncia de discriminación por no haberse acreditado suficientemente los hechos”101. Esto ha demostrado que la forma en que ha sido regulada la carga de la prueba es un factor de extrema relevancia para la efectividad de la acción102: “[t]oda esta situación de imposibilidad o extrema dificultad probatoria en que se encuentra la parte sobre quien recae la carga de la prueba originariamente, podría generar que las partes optaran por desistir de hacer valer sus pretensiones, evitando el riesgo que implica el asumir el inicio de un juicio por los costos económicos y pérdidas de tiempo que ello implica”103.
Una de las alternativas que ha surgido desde la doctrina para abordar esta problemática es la consagración de la “prueba de apariencias” o “prueba de indicios”104, en donde el demandante no estará compelido a presentar una prueba que acredite fehacientemente la responsabilidad del demandado, sino que le bastará con ofrecer un relato y medios probatorios que creen indicios o presunciones suficientes sobre la veracidad de los hechos que sustentan su acción. Por su parte, el demandado tampoco deberá ofrecer una prueba de lo contrario, sino que le bastará con construir una contraprueba que sustente mejores indicios sobre lo ocurrido. Así, el problema dado por la difícil posición del demandante de acreditar ciertos hechos se superaría mediante aligeramientos de la prueba, que permiten al juez dar la razón a una de las partes, gracias a los indicios que ésta aportó, sin exigirle más debido a que se considerará justa su pretensión, pese a la escasez de la prueba105.
De esta manera, la “prueba de indicios” no conlleva mayores variaciones formales respecto de otros procedimientos, sino que el sistema probatorio será el mismo que en el resto de los conflictos jurídicos (no ofrece alteraciones a las reglas sobre la carga subjetiva de la prueba o los medios probatorios), pero permitirá al juez aplicar las consecuencias jurídicas negativas de la insuficiencia probatoria, a la parte demandada que no logró destruir los indicios ofrecidos por el actor106. El ordenamiento jurídico nacional no es ajeno a esta forma de regular la carga de la prueba, tal como lo apreciaremos, por ejemplo, en el artículo 493 del Código del Trabajo, referido al procedimiento de tutela laboral de derechos fundamentales107.
Cabe mencionar, de todas formas, que la implementación legislativa de una prueba de indicios requiere, por cierto, una modificación al inciso tercero del artículo 2° de la Ley N°20.609, ya que, conforme su tenor actual, la normativa permitiría defender la existencia de una “presunción de razonabilidad”108 en favor de ciertos actos del demandado (ejecutados en ejercicio legítimo de un derecho fundamental u otra razón constitucionalmente legítima), la que, en la práctica, entrega al demandante la carga de presentar pruebas suficientes -no simples indicios-, que sean capaces de destruir aquella “presunción” que la Ley instaura en favor del demandado. De hecho, esta presunción en favor del demandado ha permitido a algunos autores críticar la técnica legislativa empleada, al punto de afirmar que “pareciera ser que estamos frente a una jerarquía de derechos, ya que si la discriminación se produce a consecuencia del ejercicio de otro derecho, aquélla no será arbitraria sino razonable y permitida por el ordenamiento jurídico. En otras palabras, el derecho a no ser discriminado arbitrariamente cedería frente a la invocación de cualquier otro derecho fundamental. Tal jerarquización excedería las competencias del legislador, el cual no puede crear rígidas priorizaciones entre derechos de rango constitucional”109.
Ahora bien, por otro lado, la jurisprudencia nacional ha revisado la posibilidad de utilizar un mecanismo que implique derechamente la inversión de la carga de la prueba110, que sería una segunda alternativa para abordar la cuestión probatoria. En este sentido, es interesante revisar un fallo de la Corte de Apelaciones de La Serena, que dictaminó: “Que por lo demás si se considerase que en la especie existe una completa insuficiencia probatoria que impide simplemente dar por probado hecho alguno, correspondería imponer las consecuencias de la falta de prueba a los actores en tanto ellos soportaban la carga de probar al menos el hecho constitutivo de su demanda tantas veces referido, no existiendo norma alguna que permita entender alterada esta regla básica del Derecho procesal, además expresamente prevista en nuestro Derecho en el artículo 1698 del Código Civil.
En efecto, lo precedente no es sino la aplicación de la regla que establece que el peso de la prueba de los hechos constitutivos de la pretensión lo deben soportar los actores, y consecuentemente son estos los que deben asumir las consecuencias procesales adversas frente a una eventual insuficiencia probatoria al respecto.
Cabe plantearse, por último, si el juzgador podía llegar a alterar o modificar la regla de carga probatoria explicada o entender aplicable una diversa, atendida la naturaleza del asunto de que se trata, en cuanto está referida a la tutela de derechos fundamentales y no a la tutela de derechos subjetivos en el ámbito del Derecho privado. Y lo cierto es que habrá de convenirse en que una cosa como la indicada no parece en general plausible, salvo cuando el legislador procesal contemple algún régimen específico en que la regla esencial de carga subjetiva de la prueba pueda verse modificada o contemple algunas presunciones específicamente destinadas a eximir de la carga de la prueba respecto de algún hecho que pueda ser invocado con ocasión del planteamiento de una pretensión procesal específica (…)”111.
Esta sentencia abre la discusión sobre la pertinencia de un procedimiento judicial que contemple un régimen de carga dinámica de la prueba112 -tal como ocurre en España ante discriminaciones por razón de sexo113-, el que podría llegar a ser mucho más garantista que un procedimiento sustentado sobre las reglas del derecho privado, como ocurre hoy en día114.
Sin embargo, como bien observa el considerando citado, la procedencia de una carga dinámica de la prueba o de un régimen basado en la prueba de indicios, no es un asunto que pueda entregarse a la decisión del juez, debiendo ser el legislador el encargado de tomar esta determinación y concretarla en una regulación específica (más aún si la decisión se decanta en entregar ciertas competencias excepcionales al órgano jurisdiccional115). También debe señalarse que una eventual modificación a la regulación actual de la carga de la prueba debería ir acompañado de mecanismos que desincentiven la proliferación de demandas falsas o extremadamente temerarias (tal vez con una regulación expresa sobre el régimen de las costas en el procedimiento, o una aclaración sobre la procedencia de las multas contra el demandante).
f) Sobre el derecho al recurso, el artículo 13 inciso segundo de la Ley N°20.609 contempla la posibilidad de impugnación de resoluciones judiciales, diciendo: “La sentencia definitiva, la resolución que declare la inadmisibilidad de la acción y las que pongan término al procedimiento o hagan imposible su prosecución serán apelables, dentro de cinco días hábiles, para ante la Corte de Apelaciones que corresponda, ante la cual no será necesario hacerse parte”.
A esto se suma que, en virtud de la remisión del artículo 14 de la Ley N°20.609 al Libro I del Código de Procedimiento Civil, también serían procedente los recursos de reposición, de hecho y el de aclaración, rectificación y enmienda116.
Es, tal vez, la admisibilidad del recurso de casación el asunto más debatible debido a que no existe remisión expresa a sus reglas, sin embargo cada vez hay más casos en los que la Corte Suprema ha aceptado su procedencia117 (e incluso ha declarado casaciones de oficio118). Contrario a ello es la experiencia sobre la admisión de recursos de queja, puesto que no hay constancia de que alguno haya sido aceptado por la máxima judicatura nacional119.
g) Finalmente, respecto del principio de proporcionalidad y de la motivación de la sentencia, la directa aplicación del artículo 170 N°4 del Código de Procedimiento Civil no dejaría lugar a duda a que el fallo definitivo deberá consignar los fundamentos de hecho y de derecho gracias a los cuales el juez adopta su decisión.
Sin embargo, respecto de la técnica utilizada para encontrar una solución al conflicto, no nos parece acertada la exigencia de un test o de criterios de análisis estrictos, considerándose suficiente la utilización de un baremo de control basado en la “razonabilidad” del acto o, a contrario sensu, su falta de “arbitrariedad”120. Por ello se ve con ojos positivos la existencia -minoritaria- de fallos en que el Juez resuelve verificando si existió o no un fundamento racional en el actuar del demandado121. Lamentablemente, la mayoría de los casos carecen de desarrollo y de mayores argumentaciones, entregando pocos considerandos para abordar el asunto de fondo, sumado a que en ellos pocas veces existe una utilización de los conceptos del derecho antidiscriminatorio, debido, tal vez, al carácter de “reciente” que tiene esta disciplina dentro de la praxis judicial nacional.
4. Conclusión
La tutela judicial efectiva como derecho fundamental, implica que la legislación destinada a la materialización de los procedimientos judiciales que velen por la resolución de conflictos deban satisfacer un estándar sustancial mínimo, pues es sobre la protección y respeto a los derechos fundamentales donde se instalarán los pilares de una sociedad democrática sana.
Como hemos podido revisar, este estándar sustancial que da forma al contenido esencial del derecho a la tutela judicial efectiva, se compone de tres elementos: la efectividad de la decisión judicial; el acceso a la justicia; y el debido proceso. Estos elementos deben ser el farol que guíe al legislador al momento de estructurar un mecanismo jurisdiccional -general o especial- destinado a proteger derechos e intereses, velando por el cumplimiento del ordenamiento jurídico cuando aquel no es acatado voluntariamente por los miembros de la sociedad. De esta forma, el estándar sustancial será el cristal básico por el cual observar nuestros procedimientos judiciales, y en base a esto, comprobar su concordancia con los valores y principios que rigen a un Estado de Derecho moderno.
El objetivo de la presente investigación fue someter a dicho examen al procedimiento especial contenido en la Ley Zamudio, que instaura la acción de no discriminación arbitraria.
Respecto del primero de los elementos, pudimos comprobar la existencia de graves problemas respecto de la efectividad de la acción, pues los jueces civiles son muy reacios a ejercer las potestades relevantes que la ley les entrega para el restablecimiento del imperio del derecho, siendo muy excepcional que el Tribunal ordene a algo más que el simple “cese” del acto que provoca la discriminación.
Esta crítica se extiende a la decisión del legislador para no permitir demandar indemnizaciones de perjuicios (o facilitar su reclamo en un juicio posterior). A pesar de que se puedan considerar loables las motivaciones para esta prohibición, lo cierto es que por la naturaleza del acto discriminatorio será difícil resguardar a la víctima a través de una simple declaración de discriminación o la imposición de una sanción patrimonial a beneficio fiscal. Puede que la solución no sea la indemnización de perjuicios como tal, pero el legislador debiera de pensar una mejor alternativa que la simple multa a beneficio fiscal, tal como lo ha realizado en otras acciones especiales, como aquella contenida en la Ley N°19.779.
Por su parte, sobre el acceso a la jurisdicción también pudimos apreciar la existencia de trabas que merman el sentido que busca impulsar el derecho antidiscriminatorio. La existencia de una legitimación activa “restrictiva”, que impide a agrupaciones litigar contra acciones discriminatorias (fomentando un sentido “individualista” del derecho antidiscriminatorio), o liberar sólo al demandado de la carga del patrocinio de abogado, dan cuenta de una limitación innecesaria ante situaciones que, a la larga, también nos afectan como sociedad, entendiendo que la “no discriminación arbitraria” apunta, en definitiva, a mejorar las relaciones entre conciudadanos.
Sin embargo, el aspecto que contradice de forma más clara a la tutela judicial efectiva, se encontrará en la deficiente regulación sobre las cargas probatorias (que es uno de los elementos del debido proceso). Claramente, la generalidad de los hechos que constituyen un trato discriminatorio son de difícil acreditación por su fugacidad (un insulto, por ejemplo), o por acreditarse mediante prueba encontrada en poder del victimario, transformándose esta barrera en un elemento insalvable para las víctimas, provocando que, en la mayoría de la jurisprudencia que rechaza la acción se use como fundamento principal la “falta de acreditación” de los hechos o de los actos discriminatorios. Estudiar las opciones existentes al respecto, como la carga dinámica de la prueba o la prueba de indicios, puede ser la vía para que la acción sea de mayor utilidad para los miembros de la sociedad que sufren de una discriminación.
Este tipo de críticas fomentan las voces que la han catalogado de insuficiente a la Ley Zamudio ante los estándares de una sociedad moderna, especialmente si, paralelamente, encontramos otras acciones que no cuentan con tantas críticas por contradecir el estándar mínimo que impone la tutela judicial efectiva, como son las acciones de protección o la tutela de derechos fundamentales del artículo 485 y siguientes del Código del Trabajo (que, conoce vulneraciones al artículo 2° del código laboral, donde se reconoce el principio de no discriminación laboral), las que, además, cuentan con una tradición jurisprudencial asentada, que refleja una idoneidad tutelar.
Creemos, para finalizar, que una reforma a la Ley N°20.609, especialmente al procedimiento por el cual se conoce la acción de no discriminación arbitraria, poco a poco se volverá urgente, pues el riesgo latente de que la práctica jurídica termine sepultando la utilidad de la acción, volviéndola inoficiosa (más aún frente a la posibilidad cierta de optar por otras acciones), se puede terminar traduciendo en un fracaso del aspecto jurisdiccional de la primera Ley General contra la Discriminación del país.