I.- INTRODUCCIÓN
En tanto instrumento que pretende regular la vida social, el Derecho y su aplicación se orienta a la consecución de determinados objetivos o valores, los que, en último término (tal como ha puesto de relieve W. Hoffmann-Riem), apuntan a resolver los problemas sociales, para lo cual debe considerarse, entre otros aspectos, la concreción de disposiciones valorativas y las consecuencias que derivan de las decisiones normativas.1
Desde tal perspectiva, se entiende que se denuncie por la teoría general del Derecho2 la desconexión que existe entre las tradicionales formulaciones teóricas (cuyo presupuesto es la existencia de un orden normativo racional-formal erigido sobre un conjunto de reglas destinadas a garantizar negativamente la libertad de los individuos de una comunidad y, por lo mismo, excluyente de otros sistemas normativos) y la realidad que ellas persiguen describir y explicar3 (en la cual se advierte que operan e interactúan una creciente pluralidad de sistemas jurídicos, caracterizados por su pretensión de perseguir la consecución de determinados fines u objetivos, a través de la disciplina positiva de la conducta de los agentes sociales).4 Como advierte Calvo García, los presupuestos de la teoría clásica del Derecho no responden a las realidades jurídicas “hacia las que abocan las transformaciones del derecho o que han encontrado un reconocimiento social como derecho”.5
En este orden de ideas, baste recordar que la asunción de que los postulados tradicionales a partir de los cuales se erigió el edificio del Estado liberal de Derecho están en crisis y, por lo mismo, en permanente cuestionamiento, es una aseveración que no requiere mayor explicación. Pues, más allá de sus causas, desde las ciencias sociales se viene apuntando que las sociedades industriales del siglo XIX se han transformado profundamente, lo cual explica que los paradigmas tradicionales del Estado liberal de Derecho -construidos en torno aquéllas- no logren explicar y fundamentar las realidades creadas por las sociedades modernas.
Justamente, entre las consecuencias que de ello derivan se aprecia el progresivo cuestionamiento de la capacidad del Derecho para ejercer su función de dirección y control.6 De aquí resulta, entonces, la imposibilidad de seguir operando únicamente -o cuando menos, no en forma central- con las clásicas construcciones teórico-dogmáticas, en razón de su insuficiencia por sí solas para explicar y orientar los nuevos paradigmas.
Lo anterior, sin embargo, no significa que deban abandonarse sin más, ni reemplazarse por entero las clásicas construcciones jurídicas, pues como anota Zagrebelsky, el “rasgo más notorio del Derecho Público actual no es la sustitución radical de las categorías tradicionales, sino su ‘pérdida de la posición central’”.7
En el contexto apuntado, el objetivo del presente trabajo es, con ocasión de la descripción del planteamiento que afirma que la ciencia administrativa debe operar como ciencia directiva,8 puntualizar diversas modificaciones en algunos de los presupuestos tradicionales del Derecho administrativo. A tal efecto, se analizan tres temas específicos: 1) el procedimiento administrativo y la pluralidad de valores e intereses; 2) los retos que los progresos científico-tecnológicos le imponen al Derecho; y, 3) la construcción del Estado garante y regulador.
II.- EL DERECHO ADMINISTRATIVO EN TIEMPOS DE TRANSFORMACIONES COMO CONTEXTO: LA CIENCIA ADMINISTRATIVA COMO CIENCIA DIRECTIVA
En concordancia con lo antes apuntado, cabe consignar que constituye un lugar común sostener que el Derecho administrativo se encuentra en proceso de cambios, particularmente por el influjo de la doctrina jurídico-pública alemana; de la llamada Escuela de Reforma del Derecho administrativo.9
Al respecto, conviene recordar que la concepción tradicional del Derecho administrativo, propia del Estado liberal, se basaba en:10 1) que el legislador predetermina, con el mayor detalle posible, las actuaciones de la Administración (cuyo papel, entonces, se limitaba a la mera ejecución de los mandatos de aquél);11 2) la preponderancia del acto administrativo12 -que relegaba a un papel segundario al procedimiento-,13 en tanto producto por antonomasia de la Administración, lo que permitía centrar en dicha actuación el control judicial de ésta;14 y, 3) que, desde el punto de vista del principio de separación de poderes, la Administración se definía en forma negativa o residual, en cuanto no tiene naturaleza legislativa o judicial.
Tal concepción, no obstante, se encuentra cuestionada desde la década de los 80 del siglo pasado;15 objeciones que traen causa, entre otros factores, de la imposibilidad de la misma para hacer frente (y, por tanto, responder adecuadamente) a los desafíos que de suyo genera la evolución de las sociedades modernas, caracterizadas, fundamentalmente, por16 i) la compleja relación entre la dinámica propia del sistema económico imperante (singularmente, neocapitalista o neoliberal) y las exigencias de preservación de la naturaleza (debido a la toma de conciencia de la escasez de los recursos naturales o, en todo caso, por la sobreexplotación de éstos), dificultad que exige encontrar un justo equilibro entre ellas, de modo de fijar límites efectivos a la explotación del medio ambiente; ii) los avances de la ciencia y la tecnología, toda vez que los desarrollos en esa área han sido de tal porte, que la normal tensión estabilidad-cambio se ha desbalanceado en favor de esta última, aumentando, así, los niveles de incertidumbre y, por tanto, de preocupación por los riesgos en ella ínsitos; y, iii) la pluralidad de valores o intereses (muchas veces contrapuestos) en el seno de las sociedades democráticas, lo que produce una clara dificultad al momento, tanto de ponderar y definir una solución general (a través de una norma)17 o específica (un acto administrativo), como de fijar valores comunes, siquiera mínimos, para la convivencia pacífica, esto es, el orden público.
En tal orden de consideraciones, se ha puesto de relieve18 que el Estado ha ido perdiendo paulatinamente su carácter de última o central instancia (monocéntrica)19 en la definición de las fuentes del Derecho20 y del tráfico social (se alude ahora a una “teoría policéntrica del Estado”21) por razón, tanto de la apertura hacia el exterior (señaladamente, por el influjo del Derecho internacional -como en materia de Derechos humanos- 22 o el caso del proceso de integración europea -con la consiguiente exigencia de la transferencia de funciones y competencias desde los Estados miembros a la Unión Europea-), como de la descentralización territorial (en atención a las exigencias de que las decisiones relevantes para la vida social sean adoptadas a nivel regional o, incluso, local) y la funcional (al encomendar, en determinados ámbitos, la ejecución material de tareas públicas a entidades públicas independientes o a organizaciones sociales o, en general, a los privados).
Tales transformaciones han comportado (en forma explícita o solapada), entre otros efectos, una progresiva fragmentación de las tradicionales fuentes del derecho (por razón de la crisis del principio de jerarquía y la introducción de formas blandas de derecho o soft law, incluso de origen privado), y la imposición de modelos de estructura organizativa ajenos a la concepción clásica del principio de separación de los poderes (p. ej. las llamadas Autoridades Nacionales de Reglamentación o Regulación -ANR-).
Por las consideraciones descritas, la apuntada perspectiva tradicional23 (que cifraba la legitimación democrática de la Administración únicamente en la aplicación monolítica de la ley -al ser ésta sancionada por los representantes del pueblo y de ellos pasar el Gobierno y llegar a los órganos administrativos, como una “cadena ininterrumpida de legitimación”24 o “correa de transmisión”25-) aparece como insuficiente para explicar la complejidad y variedad de las cuestiones abiertas al Derecho Público.26
En el contexto reseñado, la mencionada Escuela de Reforma alemana ha abogado por la reconstrucción del modelo del Derecho administrativo a través un conjunto de postulados que, sin pretender abandonar los presupuestos del enfoque tradicional,27 apuntan a afirmar que la ciencia del Derecho administrativo no se agota en la aplicación de la regla de derecho y su control judicial,28 sino que comprende, fundamentalmente, la eficacia de las normas: la efectividad del derecho y su capacidad real para la resolución de los problemas sociales.29
Ello, puesto que -suele olvidarse- el Derecho no es un fin en sí mismo, sino que constituye un instrumento que persigue su efectividad y, por tanto, el efecto de la configuración de la realidad:30 pues, “(s)i la función del Derecho es crear los incentivos adecuados para que los individuos se abstengan de realizar ciertas conductas consideradas perjudiciales para la comunidad y lleven a cabo otras socialmente valiosas, resulta de fundamental importancia verificar si las decisiones jurídicas producen efectivamente, en el terreno de los hechos, los resultados apetecidos”.31
Debe recordarse, en tal orden, que ya E. Forsthoff afirmaba que la “actividad administrativa se orienta siempre hacía algún resultado deseado”,32 por lo no que no resulta extraño que se plantee por C. Offe que para la Administración “se sitúan en primer lugar los resultados proyectados de la actividad administrativa (tareas o su realización) como criterios de evaluación de las actividades y decisiones internas administrativas (...) La eficacia no se define aquí ya por el seguimiento de reglas, sino por el logro de resultados o la realización de funciones (…) las premisas de la actividad administrativa ya no son reglas a cumplir a rajatabla, sino recursos a utilizar desde el punto de vista de su adecuación para ciertas tareas”.33
Se entiende, así, que se predique por el profesor Schmidt-Aßmann, que “no puede quedarse en la construcción dogmática de cada una de las instituciones y reglas. En consecuencia, al Derecho administrativo le interesan también las condiciones o presupuestos que hacen que una institución resulte eficaz o efectiva, que resulte operativa. Ello implica la inserción de cada una de esas instituciones en un contexto más amplio, a fin de analizar las relaciones e interacciones recíprocas, (...) la ciencia del Derecho administrativo ha de ser concebida como una ciencia de dirección, esto es, como una ciencia que aspira a dirigir con eficacia los procesos sociales”.34
El Derecho, acorde con estos planteamientos, si bien no es el único medio de dirección (pues también lo son, el mercado, el personal y la organización), tiene atribuido un lugar de privilegio en la dirección de los procesos sociales, debiendo sus efectos, en todo caso, considerarse en relación con el resto de los medios, de forma de mejorar la eficacia de la acción.35 Para cumplir sus cometidos, debe recurrir a los más diversos instrumentos de dirección (autorizaciones, incentivos, fomento, programas legales de carácter material y de cumplimiento; cuestiones de organización y procedimientos, sanciones, etc.), todos los cuales apuntan, en definitiva, a la construcción de una estructura regulatoria.36
En esa línea, como ha expuesto Schmidt-Aßmann,37 resulta fundamental modificar la concepción tradicional, pasando de i) la perspectiva del control, a la de la acción administrativa (por razón de que el objeto de la ciencia administrativa no es tanto -o no únicamente- su mero control, cuanto la racionalización de la acción administrativa y la garantía de su efectividad); ii) la “dogmática de la ejecución, a la Administración dirigida por la Ley” (pues, debido a la imposibilidad de que el legislador se anticipe y reproduzca con precisión la entera realidad que pretende disciplinar, la ley recurre a conceptos legales abiertos; cláusulas y mandatos de ponderación, y a la regulación a través de la fijación de fines y objetivos, cuya precisión el legislador descarga en la Administración); y, iii) el “Derecho administrativo prestacional, al Derecho Administrativo de garantía” (en tanto que lo que compete a la Administración es garantizar el resultado, la realización de las actividades administrativas, sin que se precise cómo, ni quién, por lo que, salvo norma expresa, su ejecución material puede quedar entregada a la propia sociedad, debiendo el Estado crear el marco jurídico, las instituciones y los procedimientos adecuados a tal efecto).
En tal sentido, la posición y papel de la Administración no se explican por la mera ejecución de los dictados del legislador; más bien “la ley y el Derecho dirigen la actividad administrativa”,38 pues, como bien se ha expuesto,39 en “presencia de objetivos sustanciales de amplio alcance” -cuya realización exige una gran cantidad y variedad de valoraciones, que, en muchas situaciones, no son adoptadas con anterioridad por el legislador-, la ley únicamente precisa la autoridad, sus facultades y, en su caso, el procedimiento que ha de seguirse para la adopción de la decisión, actuando, así, la Administración con “una específica autonomía instrumental”, cuyos límites, resultan en muchas ocasiones imprecisos.
Como se advierte, se pretende sostener un claro cambio de paradigma que, no abandonando ni sustituyendo la imperiosa necesidad de preocupación por el control judicial, aboga por la centralidad40 del estudio de la dirección de la acción administrativa y, por lo mismo, no en lo que la Administración no puede hacer, sino, justamente, en aquello que puede y, más aún, está llamada a ejecutar: la satisfacción del interés general. “(U)na metodología -afirma Rodríguez de Santiago- que centre el objeto de análisis en la aplicación judicial de la norma jurídico-administrativa necesariamente presta más atención a lo que la Administración no puede hacer (perspectiva negativa), que lo que (perspectiva positiva) debe hacer”.41
En este punto, cabe destacar que los planteamientos aquí consignados resultan particularmente interesantes, toda vez que, en último término, apuntan a dar algún grado de orientación en un entorno en el que se observa42 una paradoja en torno a la clásica función de dirección y ordenación (policía) del Derecho, toda vez que mientras ésta aparece erosionada por la pérdida de la posibilidad de anticiparse a la configuración de la realidad, debido a las constantes transformaciones que, a escala mundial y nacional, se suceden en los diversos ámbitos de la vida social (particularmente, en las áreas de la seguridad,43 la economía y los progresos científico-tecnológicos), las cuales se definen por su capacidad de generar profundos e inmediatos cambios -en un contexto que ha sido calificado por Denninger como de “desorden global”-,44 al mismo tiempo y justamente por lo anterior, se ha producido un aumento progresivo de la necesidad de garantizar las condiciones mínimas para el libre desarrollo de la personalidad y el funcionamiento de la sociedad, con lo cual se advierte en forma aún más acuciante la necesidad que el Estado ofrezca respuestas a estos nuevos desafíos (exigiéndose, así, un reforzamiento de la actividad de dirección y control).
Por último, cabe señalar que entre los aspectos vinculados con la nueva ciencia del Derecho administrativo interesa destacar -sucintamente- tres de ellos que se podrían relacionar con el objeto de nuestro estudio, a saber: el procedimiento administrativo y la pluralidad de valores e intereses; los retos que los progresos científico-tecnológicos le imponen al Derecho; y, la construcción del Estado garante y regulador.
2.1.- Procedimiento administrativo y pluralidad de valores e intereses45
En torno a la idea de la ciencia del Derecho administrativo como ciencia de dirección eficaz de los procesos sociales, se han destacado, entre otros, los aspectos procedimentales de la legitimidad democrática, a través de la participación de los grupos sociales, bajo su propia responsabilidad, en la ordenación de los asuntos que a ellos les afecten.46 Conforme a tal postulado, la Administración operaría “en modo cooperativo”,47 buscando la cooperación del público en general, y del sector privado, erigiéndose el procedimiento en un “foro”,48 en el que se puede hallar la respuesta más adecuada para la satisfacción general y en el cual los derechos fundamentales tienen un rol protagónico,49 abogándose por una “reconstrucción, en el marco de la teoría de la acción administrativa, de dos elementos fundamentales, tales como la participación del público en general (y no sólo de los interesados) y la articulación de los intereses plurales y libres”.50
En este punto, es necesario destacar que, si bien el procedimiento administrativo y el proceso judicial son especies del género de procedimientos jurídicos,51 no obstante ambos presentan diferencias significativas, señaladamente, en su objeto: pues, en efecto, mientras el proceso judicial tiene por único objeto la protección o garantía de los derechos e intereses de las partes, el administrativo “persigue una doble finalidad: la ordenación, disciplina y limitación del poder, al tiempo que la eficacia y efectividad de la acción administrativa”.52
Es, justamente, el énfasis exclusivo en la finalidad defensiva del procedimiento administrativo el que ha limitado notablemente las posibilidades de concebir a éste como cause para la expresión de los intereses de los ciudadanos. Pues, en efecto, dicho enfoque, en el contexto de una sociedad tan plural y heterogénea, no permite tener claridad -debido a su parcialidad- que la participación contribuye a la calidad y al acierto en la determinación del interés general en la situación respectiva.53
Por ello, la atención no puede seguir centrándose sólo en el estudio de la función defensiva -vinculada a la limitación y, por tanto, a las garantías de los sujetos intervinientes-, toda vez que el Derecho administrativo no persigue únicamente ni se agota en la protección de las partes directamente relacionadas con la decisión específica de que se trate, dado que en la sociedad actual existe una pluralidad de actores implicados54 y, por lo mismo, un conjunto variopinto de intereses en juego -muchas veces contrapuestos-, que deben ser ponderados por la Administración al momento de resolver: como bien expresó M. S. Giannini, que el procedimiento es la forma de la función administrativa significa que permite ordenar los diversos intereses involucrados, residiendo en ello su caracterización; constituye una secuencia ordenada de actos para la definición y resolución de una pluralidad de intereses, privados y públicos, en juego.55
En este sentido, debe consignarse que en las sociedades plurales56 el interés general57 no es unívoco, ni tampoco determinado necesariamente por el legislador, sino que éste descarga, en forma usual, su precisión en la Administración, la que deber conocer y ponderar los diversos intereses privados y públicos de qué está compuesto aquél, a objeto de lograr el consenso y la aceptación de parte de los ciudadanos. Pues, “si se acepta que la Constitución -señala Medina Alcoz- es un marco flexible, relativamente neutral y abierto a múltiples ideologías, hay que convenir que en buena medida los fines e intereses merecedores de protección son muchísimas veces los que quieran seleccionar el legislador y la Administración”.58
En otros términos, la acusada imposibilidad para el legislador de definir con anterioridad el concepto de interés general, producto de la enorme complejidad que supone la intervención en materias tan diversas, tales como el medio ambiente,59 la ordenación del territorio, el urbanismo, comunicaciones, consumo, etc., hace que resulte muy difícil que en sede legislativa se delimite per se la actuación que debe seguir la Administración.60
En suma, y como consigna Schmidt-Aßmann, el procedimiento persigue, entre otras funciones, proporcionar a la Administración las bases correctas para una acertada toma de decisiones, la puesta en manifiesto de los intereses de un amplio grupo de sujetos y estimular la participación.61
Ahora bien, tal como hemos señalado,62 constatado, así, que la función del procedimiento administrativo no se agota en la defensa de los derechos de las partes del procedimiento,63 sino que a través de este se pretende satisfacer y asegurar de mejor manera el interés general,64 deviene en imprescindible la ampliación por la ley de los márgenes de discrecionalidad65 que le atribuye a la Administración, de modo de habilitarla para efectuar una ponderación caso a caso de los diversos intereses involucrados en la específica actuación administrativa.66
Ello, toda vez que, siguiendo a Ponce Solé,67 en el mundo real el interés general no existe en forma aislada, sino que se inserta compuesto de diversos intereses, públicos y privados. Así, cuanto más amplia la elección, como el caso de la discrecionalidad de planeamiento, más crece el número de involucrados. Por ello, la elección final en qué consiste la decisión discrecional es el resultado de ponderación comparativa de diversos intereses en orden a perseguir la satisfacción del interés general establecido en el ordenamiento jurídico. De esta forma, “(e)l procedimiento administrativo constituye, por tanto, la sede en la que el interés público abstracto previsto en la ley pasará a especificarse, por medio una composición de todos los intereses involucrados, en el interés público concreto que habrá de informar la decisión finalmente adoptada”,68 con lo cual, desde luego -y a diferencia de la concepción tradicional-, el procedimiento administrativo aparece cumpliendo un rol central en la construcción actual del Derecho administrativo.
Como puede advertirse, la virtualidad del procedimiento administrativo para operar como un mecanismo o técnica jurídica que permite a los ciudadanos, no sólo acercarse a las instituciones que los gobiernan, sino también hacer presente sus derechos o intereses legítimos apunta, en definitiva, a la participación ciudadana: ello exige que tal participación deba ser igualitaria69 y, por lo mismo, los valores e intereses involucrados deben ser ponderados en forma neutral por la Administración.70 En este orden, Cierco Seira señala que la “democratización del procedimiento administrativo presenta la virtud de otorgar una habilitación directa de intervención del ciudadano en la gestación de la voluntad administrativa, evitando así las limitaciones que son inmanentes a los canales democráticos basados en el recurso indirecto a la representación”.71
Tal proceso comporta la necesidad de ampliar la legitimación en el procedimiento administrativo de quién puede, por un lado, ser oído antes de adoptar una decisión y, por otro, ser consultado con anterioridad a la determinación72 del acto pertinente.73 En este punto, es dable recordar, siguiendo a Fernández González,74 las calidades o títulos en virtud de las cuales se podría intervenir en el procedimiento: así, uti singulis, esto es, en razón de titularidad de intereses o derechos propios e individuales; uti cives, en razón de ciudadano; y uti socius, esto es, como portador de intereses genéricos, colectivos o difusos. Según la doctrina,75 sólo estas dos últimas modalidades se pueden considerar como participación ciudadana propiamente tal.
Pues bien, tal como hemos apuntado en otra oportunidad,76 corresponde lograr la apertura del procedimiento administrativo, no únicamente a la parte afectada con una finalidad defensiva (como el uti singulis), sino también a otros interesados que pretenden hacer presente datos o elementos de juicio (ampliando, así, la legitimación a los uti cives o uti socius), de suerte que contribuyan y cooperen a que la Administración tenga una visión completa y real de los supuestos de hecho respecto de los cuales habrá de adoptar una decisión (concretizando, así, el abstracto interés general77), particularmente, en materias tales como el urbanismo, consumo, etc.
De este modo, la participación de los ciudadanos en los procedimientos de formación de decisiones discrecionales -en calidad de uti cives y uti socius-, aparece como un instrumento eficaz para encauzar las demandas sociales de la ciudadanía (que son, en definitiva, expresión de los diversos intereses supraindividuales).78
2.2.- El derecho como facilitador de la innovación y los riesgos en ella ínsitos: los retos que ésta le impone a aquél
Como ha puesto de relieve Schmidt-Aßmann,79 en tanto que el Derecho tiene atribuida una función de orientación “debe dispensar la suficiente estabilidad y garantía a las expectativas sociales que surgen en el plano de las conductas y de las acciones de los diversos sujetos”. Por lo mismo, “los principios de seguridad jurídica y de confianza legítima contribuyen” aquí a dicha estabilidad y, por tanto, resultan fundamentales para la construcción del Estado de Derecho.
A tales efectos, cabe recordar que, en las tradicionales sociedades industriales, como apunta García-Pelayo, el principal factor de crecimiento era la innovación -esto es, la aplicación constante de las novedades técnicas al proceso productivo-, pero se consideraba que ello no era algo que ocurriera al azar, sino que un proceso definido a través de la institucionalidad (incluso, el Estado debía determinar los objetivos tecnológicos nacionales).80
Sin embargo, las permanentes demandas de la sociedad actual, como resultado de la dinámica en la mayor parte de los aspectos de la vida, la continua presión de la competencia y las interrelaciones globales y las cuestiones no resueltas del presente vivir y del futuro (ligados, entre otros, a los constantes riesgos que la innovación lleva ínsita, señaladamente, los propios de la evolución científico-técnica y del desarrollo de procedimientos nuevos),81 han relevado con toda claridad en la actualidad la incapacidad del Estado para anticiparse y, por tanto, planificar la entera innovación.
En este contexto, cabe consignar que, caracterizándose las sociedades modernas por ser extremadamente dinámicas y, por lo mismo, crear o transformar constantemente las realidades sociales, se exige del Derecho la construcción de estructuras y técnicas que respondan eficazmente a los desafíos que tal fenómeno le impone: singularmente, la regulación de la innovación -por razón de los continuos avances científicos y tecnológicos- y los riesgos que ella conlleva.
La solución a estas cuestiones escapa, con mucho, al objeto del presente trabajo. Baste, por ello, dejar constancia brevemente de algún aporte doctrinal sobre ellas.
En esa línea, en relación a lo primero, esto es, a la regulación de la innovación, la doctrina82 ha advertido que, v. gr., los órganos reguladores de sectores económicos con tendencia al monopolio, como ocurre en telecomunicaciones -dada la necesidad de efectuar una inversión inicial desmedida para construir la infraestructura en el mercado de las telecomunicaciones-,83 tienen que forzar dicha tendencia para conseguir, artificialmente, que se apliquen las reglas del mercado ideal84 (de allí que se afirme que existe “regulación cuando no hay mercado”).85 Por tal motivo, en muchas ocasiones, cuando no existe con anterioridad, deben ir elaborando la regla al hilo de la intervención, acorde a las particulares circunstancias del caso concreto, debiendo, entonces, adaptarse continuamente a las exigencias que les demanda el mercado -en razón de los progresivos avances científico-tecnológicos.
De allí, pues, que surjan naturales interrogantes: por vía ejemplar, algunos autores sostienen que la regulación del mercado de telecomunicaciones por una ANR (como la imposición de obligaciones de acceso a las Redes nuevas Generación86 -redes de fibra óptica en sus diversas modalidades-),87 supone siempre una merma para la innovación;88 si ello es así, entonces ¿no procede imponer obligaciones?, ¿no debe regularse?; en general, ¿cómo compatibilizar las exigencias de innovación con los requerimientos de la regulación?89
Al respecto, Parejo Alfonso plantea que el Derecho suele ser visto como un enemigo de la innovación, no obstante, también puede operar como un incentivo (ejemplo, las subvenciones) y hasta como amortiguador e, incluso, recurso (delimitando obligaciones y responsabilidades). Lo importante, según manifiesta, es que cree seguridad para todos y los defienda frente a los peligros. “Cuanto mayor sea el riesgo o peligro de descontrol de una innovación, tanto mayor es la demanda al Derecho”.90
En tal sentido, puntualiza que el Derecho debe regular “lo nuevo antes de que sea conocido o realidad” y sin poder aludir, usualmente, a experiencias, menos aún sistemáticas y contrastadas, debiendo regular, no obstante, “la imprevisibilidad de las condiciones funcionales” y los efectos de las nuevas técnicas e invenciones. “Incertidumbre, imprevisibilidad e insusceptibilidad de planificación se constituyen así en acompañantes de un instrumento -el jurídico- que en su entendimiento tradicional, sin embargo, busca prioritariamente seguridad y presupone posibilidad de planificación”.91
Tal planteamiento es particularmente interesante en lo relativo al ejemplo antes aludido, esto es, el mercado de las telecomunicaciones, toda vez que, como se ha apuntado, las redes de nueva generación no existían -y, en todo caso, están en constante desarrollo-, lo cual comporta, por consiguiente, la ausencia de normas concretas definidas con anterioridad, por lo que, en muchas ocasiones, las ANR deben ir elaborando la regla mientras interviene (en muchos casos, se encargan de configurar las reglas, y no de meramente subsumirlas), acorde a las particulares circunstancias del caso concreto, a fin de adaptarse a los requerimientos que les demanda dicho sector.
En consonancia con ello, debe explicitarse el fenómeno, subrayado por el profesor Parejo Alfonso, de la continua “flexibilización del contenido preceptivo de las normas” (utilizando el concepto de “regulaciones elásticas”), a consecuencia de la progresiva imposibilidad de anticipar el futuro, en razón de que la creciente complejidad y, por tanto, “incertidumbre de éste obliga a una cierta sustitución de la seguridad por una mera fiabilidad en beneficio de la apertura” hacia el futuro, consistiendo el mecanismo “en la formulación normativa abierta de los criterios” de ejecución por la Administración, “a fin de permitir soluciones adaptadas a la naturaleza de las cosas y el contexto social”.92
En el contexto que se viene exponiendo, Parejo Alfonso plantea que el principal reto hoy para el Derecho es la creación y el mantenimiento de las condiciones precisas para la innovación, a cuyo efecto el Derecho debe:93
1.- Operar abriendo, impulsando (o creando94) y manteniendo el mercado, de ser ello necesario, para la viabilidad de específicas innovaciones, una de cuyas variantes sería la previsi-así como, en su caso, imposición- de mecanismos de coordinación de agentes en el correspondiente mercado (p. ej., en los articulados en redes, para garantizar el acceso a éstas).
2.- Establecer “instituciones e infraestructuras idóneas” para que los destinatarios y usuarios de las innovaciones las acepten y confíen en ellas (p. ej., la llamada Administración electrónica).
3.- Generar “garantías que despejen suficientemente las incertidumbres que la fase de aplicación supone para los oferentes de innovaciones” (p. ej., en materia de firma digital en las transacciones digitales o de provisión electrónica de servicios).
4.- Desarrollar los mecanismos y las limitaciones que “equilibren la orientación del proceso innovador en principio solo por criterios empresariales” (dado que, p. ej., las innovaciones deben ser sostenibles ambientalmente).
Siendo ello así, y habida cuenta de lo expuesto, el autor que venimos siguiendo afirma95 que el Derecho debe reunir dos condiciones fundamentales para cumplir con su cometido: primero, la apertura a la innovación, teniendo presente dos factores; a) los tiempos no son iguales en todos los ámbitos (modernización económica y técnica y generación de riesgos -p. ej. medioambientales- es rápido, en tanto que en lo social es más lento); b) en ambos se producen riesgos (medioambientales, de bienestar o sostenibilidad) y no existe “autosuficiencia correctora, requiriendo la intervención pública (sea para lograr una modernización ecológica, sea para lograr una determinada calidad de los procesos sociales)”.
Y, en segundo lugar, el “Derecho -en tanto que medio, en el Estado social de Derecho para la calidad de vida en libertad- debe asegurar una innovación responsable”,96 considerando las consecuencias de ésta en vistas del bien común, de forma tal que los efectos negativos no anulen los positivos.97
Ahora bien, en relación al segundo aspecto mencionado, vale decir, los riesgos ínsitos en la innovación, cabe destacar con Wahl98 que, al tradicional concepto de peligro (y de evitación de peligros), se suma ahora el de riesgo, el cual si bien exige, en un primer momento, determinar el “umbral material hasta el cual una conducta es admisible”, luego requiere determinar las reglas del procedimiento y la competencia a través de las cuales se establece cómo llegar a un específico resultado.
En estos nuevos escenarios, para el cumplimiento de su función de control y seguridad, al Derecho no le basta, como ha puesto de relieve D. Grimm, con su tradicional arsenal de instrumentos (referidos a peligros inminentes, limitados y de alcance más o menos puntual e imputables a sujetos específicos), requiriéndose de nuevas técnicas que, en ausencia de experiencia previa, establezcan obligaciones siquiera genéricas destinadas a la prevención; pues, en efecto, en algunas ocasiones resulta imposible determinar, no sólo el causante preciso del daño o riesgo, sino que, incluso, su extensión temporal o espacial99 (en un contexto en que la magnitud de los riesgos ha llegado a niveles desconocidos, incluyendo, “la posibilidad de autodestrucción de la humanidad”).100
De aquí, pues, que se sostenga101 que la incertidumbre acerca de los desarrollos futuros es de tal envergadura que más que “sociedad del riesgo” nos encontramos ante una “sociedad del desconocimiento” (U. Beck), en la que existe, incluso, un riesgo específico: “a veces ni siquiera se sabe que no sabemos”, lo que impone generar de modo voluntario nuevos conocimientos.
Siendo ello así, no se trata de la pretensión de descartar todos los riesgos (tarea en sí utópica en la actualidad), sino más bien, como ha apuntado recientemente Rojas Calderón, de elegir entre riesgos, debiendo los poderes públicos determinar, a lo menos, el riesgo que se acepta (risk assessment), la gestión del riesgo (risk management) y la responsabilidad por el riesgo (risk liability).102
Justamente, y a propósito de la gestión de riesgos, se puntualiza por Rodríguez de Santiago103 que la dirección normativa de la Administración se está “desmaterializando” (I. Appel), en tanto se aprecia un aumento de los niveles de incertidumbre y, por lo mismo, de inseguridad, lo cual se traduce en que el legislador decida no resolver la situación específica (señaladamente, en decisiones riesgosas), a través de la programación de su contenido, sino que se limite a crear al efecto el marco jurídico y las estructuras adecuadas, a fin de que sea la Administración la que, ulteriormente, resuelva sobre el particular.
Consecuente con ello, el procedimiento administrativo respectivo aparece cumpliendo un importante rol: como primera prioridad, opera como un mecanismo destinado a obtener toda la información y los medios para reducir al mínimo la inseguridad y, en último término, generar conocimiento nuevo.
En tal orden de ideas, se observa por la doctrina104 que diversas normativas imponen a la Administración la obligación de emitir pronunciamientos acerca de hipótesis futuras, debiendo ésta anticiparse y ponderar, en su caso, los riesgos y beneficios que resultan, v. gr., de autorizar o prohibir una actividad o producto: aún más, en muchas ocasiones, se exige a los órganos públicos que adopten decisiones sin que las evaluaciones científico-técnicas despejen la incertidumbre de si el riesgo es o no real.
Así, por ejemplo, la Ley 29/2006, de 26 de julio -de garantías y uso racional de los medicamentos y productos-, dispone, en su artículo 10.1. c), en lo que interesa, que la AEMPS105 otorgará la autorización a un medicamento si, entre otras condiciones, éste es eficaz en las indicaciones terapéuticas para las que se ofrece, debiéndose apreciar, según el artículo 10.2., la evaluación de los efectos terapéuticos positivos del medicamento en relación con cualquier riesgo relacionado con la calidad, la seguridad y la eficacia del medicamento para la salud del paciente o la salud pública, entendido como relación beneficio/riesgo.106
Por fin, lo que está claro, en concordancia con la concepción del Derecho administrativo como ciencia de dirección, es que cuando de la “innovación se trata no sirve, al menos como medio principal, el Derecho clásico de intervención (por más que éste siga siendo indispensable, especialmente para la evitación de riesgos), porque las innovaciones no se pueden imponer y si solo posibilitar o facilitar”.107
En el contexto apuntado, el desafío es, pues, desarrollar nuevas técnicas jurídicas o la rearticulación de las existentes, de forma tal que el orden jurídico opere como un instrumento de facilitación de la innovación, y no como un enemigo de la misma, toda vez que, como apunta Hoffmann-Riem, corresponde al Derecho crear al efecto las condiciones que permitan, al mismo tiempo, aprovechar las nuevas oportunidades que se generan y conjugar, en la medida de lo posible, los riesgos que de ellas se derivan.108
2.3.- Notas sobre el Estado garante y regulador: algunos de sus aspectos fundamentales
Como explica García-Pelayo, la construcción política-liberal se basaba en la estricta división y oposición entre el Estado y sociedad, los cuales se concebían como sistemas “con un alto grado de autonomía” (así, el Estado, en general, se inhibía de intervenir frente a los problemas económicos y sociales de la sociedad) y con sus propios caracteres: el primero, definido por ser una organización racional, de estructura vertical, articulada sobre relaciones de supra y subordinación y, la segunda, por ser un “orden espontáneo” dotado de “racionalidad inmanente”, expresado, en general, en leyes económicas y de otra índole, y sustentada sobre relaciones competitivas. Por el contrario, el Estado Social pretendía la superación de tal esquema, en cuanto “Estado y sociedad no son ya sistemas autónomos, autorregulados”, sino sistemas fuertemente autorrelacionados entre sí a través de relaciones complejas -pues ambos forman parten de un metasistema y, por tanto, tienen cualidades y principios estructurales complementarios-, destacando la acción del Estado a través de la prestación, dirección y distribución de las prestaciones sociales.109
Pues bien, las antes reseñadas transformaciones sociales y económicas y, por lo mismo, las nuevas exigencias al Derecho han comportado la modulación de la concepción de la relación entre el Estado y la sociedad, señaladamente y con mayor fuerza, en aquellos sectores en que tradicionalmente se configuraban como servicios públicos. Pues, en efecto, desde las últimas dos décadas del S. XX,110 los procesos de liberalización y de privatización generaron en Europa profundas modificaciones en diversos ámbitos, destacando, en lo que aquí interesa, el tránsito desde un Estado prestador -y, por tanto, asegurador directo de la realización del servicio público-111 a otro que cumple una función de garante, velando por el comportamiento de los agentes que operan en los sectores regulados, de modo que respeten las normas de competencia, y observen los estándares requeridos para la satisfacción eficiente del encargo (dación de bienes y prestación de servicios) a ellos confiado.112
Consecuentemente con ello, la doctrina113 advierte una recomposición de la responsabilidad de los poderes públicos por razón del traslado de la prestación directa por el Estado en los sectores regulados al sometimiento de éstos a las reglas del libre mercado:114 así, como respuesta a los fenómenos apuntados, la doctrina jurídico-pública alemana ha acuñado diversos términos (denominados conceptos clave o puente115) que pretender explicar el tipo de Estado al que parece dirigirse, aludiéndose al «Estado directivo», «Estado regulador», «Estado abierto» y, destacadamente, al «Estado garante» (Gewährleistungsstaat).116
Según apunta Hoffmann-Riem, el Estado garante constituye una “reacción” frente al progresivo “desplazamiento en los Estados contemporáneos de la realización de tareas públicas a agentes privados”, caracterizándose por la simultánea responsabilidad del Estado en cuanto a “garantizar que las tareas públicas sean satisfechas” acorde a la calidad prevista por la normativa, “también cuando su cumplimiento se haya transferido a manos privadas”.117
Como apunta Franzius, la nueva distribución entre Estado y sociedad “tiene como presupuesto basal el mecanismo adecuado para garantizar la opción de los resultados políticamente deseados y, por tanto, que los actores privados observen los pertinentes estándares de calidad (desde el punto de vista del bien común), lo que hace imposible que el proceso se entregue sin más a la dinámica de la autorregulación e impone, por ello, el acompañamiento de la descarga de la realización material de tareas y cometidos con un adecuado régimen de regulación y supervisión”.118
Por ello, y tal como puntualiza Parejo Alfonso, en el contexto de cambios y consiguiente necesidad de adaptación, el Estado garante comporta la reafirmación de su responsabilidad última en la mantención y ordenación de las condiciones de la vida social, esto es, el bien común: lo que no impide ni excluye la posibilidad de que sea la propia sociedad la que, manifestada a través del mercado o las organizaciones sociales o, en fin, los ciudadanos en general, puedan ejecutar materialmente dichas tareas, sobre la base de la confianza en su “capacidad de autorregulación”. La idea subyacente es, pues, que toda tarea materialmente estatal (administrativa) puede, en principio, ser entregada -y, por tanto, ejecutada- por la sociedad misma, mediante la descarga material de las tareas en sujetos privados, siempre que se creen al efecto las adecuadas estructuras de garantía de efectiva prestación (resultado), pues tal descarga “activa de suyo la dimensión imperativa del poder estatal público (dirección, regulación, control y supervisión)”.119
De aquí, entonces, la exigencia para el Estado de construir las estructuras regulatorias, vale decir, el marco jurídico, las instituciones y los procedimientos apropiados para que los privados satisfagan la prestación de que se trate, cuyo resultado debe ser garantizado por la Administración. En ese orden, Schmidt-Aßmann120 afirma que, junto con las tradicionales funciones de la “Administración prestacional” y la “Administración ordenadora”, ha surgido la “Administración garantizadora de la prestación”, cuyas principales notas radicarían, a su juicio, en i) que “la Administración y el sector privado actúan de consuno” para la satisfacción del interés general; ii) “la preservación de la racionalidad propia de ambos subsistemas” (lo que significa: salvaguardia de la neutralidad del Estado y la espontaneidad de la sociedad121); iii) la flexibilidad de los acuerdos entre el Estado y la sociedad; iv) la necesidad de autocontrol y autovigilancia y, por tanto, la orientación permanente hacia la publicidad y transparencia; y, v) la “creación de las estructuras necesarias” para establecer un marco adecuado y los objetivos necesarios al “contexto de reglas en interacción, sin petrificarlas”.
Ahora bien, como la confianza en la lógica del mercado y, en general, de la sociedad, no llega al nivel de que pueda realizar por sí solos la satisfacción del interés general, resulta imprescindible que la acción pública asegure la dirección de los procesos y la supervisión de los correspondientes resultados:122 de donde se sigue que la responsabilidad estatal no se volatiliza,123 ni tampoco se produce “un repliegue sin más del Estado”.124 Por ello, es que estos nuevos postulados no comportan la desaparición del Estado Social, ni mucho menos una retirada total del Estado, sino una mera modulación del mismo,125 toda vez que la garantía de prestación se mantiene126 (resultado), pero su ejecución material, esto es, la realización de la tarea necesaria para cumplirla, se encarga directamente a los particulares127 (con lo cual se produce, en su caso, una sustitución de los clásicos instrumentos de intervención en nuevas formas de cooperación).128
En tal contexto, la nueva figura del Estado garante ha sido definida por Parejo Alfonso como “aquél que, sin sustituir, por simplemente modular, el Estado social y democrático de Derecho, se centra -conforme a correspondiente decisión en sede política- en garantizar, sin asumir por ello directamente la tarea, la ejecución de determinados cometidos (dación de bienes y prestación de servicios), la cual puede ser llevada a cabo, así, igualmente por sujetos privados (es decir: el mercado), organizaciones de interés social (tercer sector) o, incluso, los propios ciudadanos”.129
Para este autor, la comprensión cabal de esta nueva categoría debe considerar que el Estado tiene responsabilidad de i) cumplimiento o ejecución, relativa al deber de garantizar la ejecución por quién corresponda de la tarea a él encomendada; ii) garantía, referida al deber de asegurar que esos cometidos se realizarán acorde a los estándares prefijados; y, iii) financiación, alusiva al deber de sufragar económicamente la realización de las tareas en beneficio de los destinatarios.130
Desde luego, el predicamento aquí destacado trastoca la construcción tradicional de la Administración, en cuanto ésta, como se ha afirmado,131 dejar de ser “heteroprogramada” (hasta en los detalles) por la ley, para asumir la función de regular ella misma (en términos de “autoprogramación”132), en parte importante, la actuación de los actores sociales, debiendo, así, articular el programa de tareas y cometidos que materialmente deben ejecutar los actores sociales y supervisar su cumplimiento (lo cual exige, como hemos apuntado, la elaboración de las estructuras adecuadas a tal efecto); claro ejemplo de ello son las llamadas ANR. Como precisa Medida Alcoz, la Ley “(p)uede no programar agotadoramente la acción administrativa y, por tanto, puede no asegurar al ciudadano un resultado específico (p. ej., la autorización solicitada)”.133
En el contexto apuntado, se entiende que se afirme134 que los fenómenos de desregulación, privatización y liberalización de determinados sectores de la vida social (singularmente, los mercados regulados) y, por tanto, de irrupción de los actores sociales, constituyan, así, la causa eficiente del surgimiento de una nueva función en íntima conexión con el Estado garante: la regulación. Pues la descarga por el poder público de la ejecución material de las tareas en la sociedad exige, al mismo tiempo, la sustitución de “las facultades dominicales por mecanismos jurídicos de regulación de la actividad y ponderación de intereses”.135
Como advierte J. Montero Pascual, más allá del sentido tradicional que se le atribuye al concepto de regulación (comprensivo del régimen jurídico al que se halla sometido un determinado sector de la realidad social), últimamente tal expresión se ha venido utilizando, de modo vago e impreciso, para aludir a la intervención pública en los sectores regulados.136
Ahora bien, desde un punto de vista general, se destaca que la regulación opera como un “control prolongado y localizado” (Selznick),137 por lo cual no puede agotarse en la mera dictación de normas: requiere, pues, del ejercicio continuo y más o menos extensivo en el tiempo de un conjunto de potestades públicas (reglamentación, supervisión, sancionadoras, etc.),138 que apuntan a una específica actividad regulada.
De allí que A. Ogus señale que la clave de un buen sistema regulatorio radique en dos dimensiones: de un lado, en los instrumentos elegidos para alcanzar el objetivo deseado (los que deben ser apropiados para responder a las necesidades sociales y económicas que lo justifican, considerando, además, su impacto previsible en la comunidad regulada) y, del otro, en una estructura regulatoria articulada sobre los procesos y procedimientos que apuntan a controlar determinados comportamientos.139
Desde esa perspectiva, se ha definido a la regulación como “la actividad de la administración consistente en el control continuo de un mercado mediante la imposición a sus operadores de obligaciones jurídicas proporcionales a propósitos de interés general objetivamente determinadas según la valoración que en un ámbito de extraordinaria discrecionalidad realiza la administración”.140
Por otra parte, cabe destacar que, acorde al Diccionario de la Real Academia, regular significa “(a)justar el funcionamiento de un sistema a determinados fines”;141 en tanto, según el Diccionario de M. Moliner, regular implica “(h)acer que una cierta cosa se produzca con sujeción a una regla o uniformemente”,142 de lo cual se advierte que el objeto de la regulación consistiría en la pretensión de que los destinarios de una regla ajusten su actuar a la misma, a fin de que se alcancen ciertos objetivos o fines fijados por los poderes públicos.143
En tal sentido, como precisa Parejo Alfonso, la regulación aparece como un instrumento para “influir -desde determinados criterios o reglas y ejerciendo potestades administrativas- en el comportamiento de sujetos en el contexto de situaciones y procesos y con el objetivo de conseguir ciertos efectos”: de donde ella i) se relaciona con la ejecución de un determinado programa de política pública y ii) permite desplazar la atención en el acto administrativo a la eficacia de la acción administrativa y, por lo tanto, se vincula con la concepción de la ciencia administrativa como directiva de procesos sociales.144
La regulación es, entonces, un instrumento fundamental para garantizar que, en el contexto del Estado garante, se ejecutarán los cometidos (dación de bienes o prestación de servicios) que materialmente se confían a los particulares.
En ese orden de ideas, C. Berringer define, en un sentido estricto, a la regulación como “la influencia estatal en la conducta de las empresas que operan en el mercado a través de la fijación de deberes y prohibiciones que solamente pueden ser impuestas de forma imperativa por el Estado”.145
Enseguida, formula146 algunas de sus notas características, destacando, en lo que aquí interesa:
1.- “La capacidad de influir efectivamente en la actuación de los agentes que operan en el sector o mercado correspondiente” (acceso a éste, modo de operar y salida o abandono de los mismos).
2.- “La articulación de la influencia en términos de ejercicio del poder público y, muy especialmente, de órdenes y prohibición cuya efectividad se asegura a través, entre otras técnicas, de la vigilancia y la supervisión” (lo cual comporta, entre otras consecuencias, que la actividad de regulación se inscribe, en cuanto imperativa, en la categoría de intervención administrativa, lo que excluye el recurso a instrumentos de dirección y control calificados como «blandos» o la autorregulación).
3.- “En cuanto ejercicio de poder público, la regulación es, por, definición, finalista, tiene necesariamente fines y objetivos determinados” (lo que, en último término, se reconduce a la satisfacción general).
Habida cuenta de lo expuesto y para cumplir con su cometido, no es de extrañar que se afirme147 que las normas del Estado regulador se configuren de una manera general, más basada en los principios, criterios y guías que en normas detalladas, caracterizándose por la vaguedad, lo cual deja (mediante un lenguaje basado en principios y criterios) un amplio campo de discrecionalidad. Ello se afincaría en la necesidad de que los preceptos de que se trate puedan adaptarse con facilidad a continuos cambios de circunstancias, resolviendo, con rapidez, los diversos problemas a los que, en forma diaria, se enfrenta el mercado.148
En ese orden, J. Montero Pascual entiende que, si bien la regulación tiene caracteres que la acercan a algunas técnicas tradicionales, ella se distingue, entre otras notas -como la alteridad, el control y la continuidad-, por la “discrecionalidad de la administración para imponer obligaciones a las empresas prestadoras de servicios de interés general”.149
En todo caso, la doctrina ha advertido que i) aún no se ha construido un Derecho de la regulación como rama diferenciada del Derecho administrativo150 y ii) en todo caso, por razón de su propia “vocación universalista”151 y su configuración, la función de regulación dificulta su encuadramiento en los conceptos y técnicas clásicas del Derecho administrativo (centradas en el caso concreto resuelto a través del acto administrativo y su revisión judicial), en las cuales se han descuidado “los efectos y las consecuencias de la actuación administrativa y, con ello, la dirección de procesos dirigidos a configurar la realidad”.152
III.- CONSIDERACIONES FINALES
Como puede advertirse, los predicamentos aquí expuestos pretenden, en última instancia, destacar que la satisfacción del interés general requiere también de la formulación (o reconstrucción) de técnicas jurídico-administrativas que permitan la realización efectiva del interés general, a través de la acción administrativa, de la misma forma que ya existen aquellas que persiguen la defensa de los derechos individuales.153
Pues, en efecto, en tanto actualmente no se trata únicamente de limitar el ejercicio de los poderes públicos frente a injerencias o intervenciones antijurídicas en la esfera de los ciudadanos, sino también, e incluso principalmente, los peligros provenientes de los poderes privados que amenazan con igual o mayor intensidad el goce efectivo de los derechos fundamentales,154 el Derecho administrativo está llamado a ejercer un rol especialmente destacado, a través de la articulación de técnicas específicas que, junto con defender los derechos individuales, persigan el despliegue (y, por tanto, la realización efectiva) de los intereses individuales y colectivos. “Nos hallamos -afirma Schmitd-Aßmann- ante situaciones en las que no se trata ya de encontrar un balance o contrapeso frente al ejercicio desproporcionado del poder público, sino, más bien, a la inversa: ante supuestos en los que la Administración habrá de contrarrestar la acción de los grandes grupos de poder”.155
Por lo tanto, los tradicionales análisis centrados exclusivamente en la pura aplicación de derechos y garantías al momento del control judicial, desconocen (por su parcialidad) que toda actividad administrativa también persigue el contrarrestar la afectación al interés general derivable de la acción de los poderes privados y, por lo mismo, en el ejercicio de la misma no debe verse tanto una amenaza a la libertad individual y colectiva, cuanto un instrumento que, al menos, facilita su despliegue.156
Por ello, resulta primordial que las elaboraciones jurídico-administrativas, primero e inexcusablemente -tal como enseña Parejo Alfonso-, se inspiren “indudablemente en la recuperación de la idea de la Administración no como un mal necesario, sino como un instrumento positivo de regulación y configuración sociales, de aseguramiento de las condiciones básicas de la vida en colectividad, así como del objetivo de la articulación de un sistema administrativo capaz de cumplir con eficacia sus cometidos”.157