Introducción
Rolé, en portugués, es un paseo. Y su diminutivo, rolezinho, “hacer un pequeño paseo con un grupo de amigos” o “dar una vuelta”, un neologismo para referir a una práctica que se dio esporádicamente desde principios de 2000, pero, de manera más sostenida, notoria y polémica, entre fines de 2013 y el año siguiente en distintos centros comerciales de Brasil. En estos, convocados por las redes sociales, sobre todo Facebook, cientos o miles de jóvenes provenientes de los sectores más pobres de diferentes ciudades se coordinaban para acudir a dichos espacios. Espacios que, erróneamente, creyeron “públicos”.1 Allí eligieron ejercer un derecho que creían tener y que esta práctica (reunirse, aparecer y reclamar en el espacio público o pseudo público) y lo que generó permitió colocar en entredicho. Gracias a esto, irían tomando conciencia de la politicidad de su posible actuar, entendida esta, como explica Homi Bhabha, como performatividad,2 la que no había sido prevista ni imaginada cuando comenzaron estas acciones.
Un derecho vinculado con lo que Henri Lefebvre ya en 1967 denominara “el derecho a la ciudad”, el cual describe como “el derecho a la vida urbana, a la centralidad renovada, a los lugares de encuentro y de intercambios, a los ritmos de vida y empleos del tiempo que permiten el uso pleno y entero de estos momentos y lugares…” (2017, p. 165).3 Derecho que, en este caso, se vio emparentado también con lo que Judith Butler llama “un derecho plural y performativo a la aparición” (2017, p. 18). Esto, con la presencia inesperada de cuerpos pobres, morenos, otros, en un espacio que no frecuentan habitualmente. Por lo mismo, sorprenden y atemorizan con dicha acción a muchos de sus habituales usuarios (así como a personeros de los centros comerciales, guardias, policía, gobierno). Sin haberse planteado nunca este propósito, al ejercer o intentar ejercer así dicho derecho, alarmaron durante un tiempo al gobierno y a parte importante de la población. Con su acción corpórea y presente en los centros comerciales evidenciaban, como menciona Michel Foucault, que el cuerpo es el lugar donde recae en última instancia el poder, escenificando a través de múltiples y variados discursos la constante tensión entre disciplina y obediencia, y resistencia. Muchos usuarios de los centros comerciales donde estos acontecieron temieron, en un principio, que fueran algún tipo de arrastóe o barrida, en los que decenas de jóvenes descienden de las favelas de Río de Janeiro y asaltan a los turistas en las playas de Copacabana o Ipanema.4
Se los reprimió cerrándoles incluso las puertas de algunos centros comerciales. Esto ocurrió, literalmente, en el centro comercial Leblon, en Rio de Janeiro, al conocerse el gran número de jóvenes que confirmó su asistencia a un rolezinho del 19 de diciembre de 2014. En otros, se les prohibió y amenazó con el cobro de elevadas multas -cuatro mil dólares- si realizaban sus acciones en dichos espacios. Asimismo, se los reprimió con golpes y balines, por ejemplo, en un rolezinho del 11 de enero de 2014 en Sao Paulo.
Entre los motivos de su surgimiento estaba la bonanza económica de una clase que, según distintos expertos, aumentó sus ingresos -cambiando de ser considerada clase “D” a “C”-, con lo que incrementó su capacidad de consumo, durante el gobierno de Lula da Silva. Se estima que en seis años 20 millones de brasileños experimentaron un aumento en sus ingresos que se elevaron de US$ 430-600 (“Clase D”) a US$ 600-2600 (“Clase C”), según datos de Oliven y Pinheiro-Machado (cit. en Alvarez-Gortari, Inés. “Rolezinhos no shopping: Some food for thought one year later”).5 Como explica Jáuregui, los jóvenes que iniciaron estos “paseítos” tenían poder de consumo “producto de un contexto económico específico: pleno empleo, ampliación del crédito y consumismo de los sectores populares”.
Existían antecedentes de rolezinhos aislados realizados hacía bastante tiempo. Por ejemplo, el documental “Hiato” muestra cómo en el año 2000 las tiendas del Shopping Rio Sul, en el barrio Botafogo, de clase media alta, en Río de Janeiro, cerraban sus puertas luego de que llegara hasta allí un autobús de ciudadanos de las favelas del Río Norte. A diferencia de otros, este rolezinho fue, desde su gestación, explícitamente político. En él, miembros del Movimiento de los Trabajadores sin Techo -MTST- decidieron hacer este “paseo” al centro comercial para protestar por su exclusión.6 Experiencias similares ocurrieron en el 2009 en algunos centros comerciales de Porto Alegre. En ellos, como señala Rosana Pinheiro en su texto “Etnografía del rolezinho”, jóvenes de clase baja ya se ponían sus mejores prendas para pasear por losshoppingsde esa ciudad, intentando, según la autora, resolver con ropa cara "la visibilidad de su existencia", mientras "los comerciantes y guardias de seguridad les despreciaban". No obstante, una ola de ellos asustó y llamó mucho más la atención de conciudadanos, dueños de centros comerciales, medios de comunicación y gobierno, a fines del 2013. Esto fue producto, probablemente, entre otros factores, de la facilidad y efectividad de su convocatoria (y “viralización”) a través de las más comunes y expandidas redes sociales. Asimismo, estaba la reciente experiencia muy vívida en el imaginario colectivo de la ola de protestas de junio de ese año iniciadas con el alza del pasaje del transporte público, así como el próximo mundial de fútbol que se llevaría a cabo en dicho país dentro de algunos meses (y, dos años después, los Juegos Olímpicos).7 Reaparecieron entonces de manera cada vez más constante y seguida, más que como un gesto subversivo, como una manera de buscar integrarse y compartir un espacio en las distintas ciudades de Brasil (los hubo en Paratinga, Sao Paulo, Río de Janeiro, Brasilia, Belo Horizonte).
Sin embargo, las reacciones del gobierno, de la policía, de los guardias, de otros usuarios de los centros comerciales, de algunos medios de comunicación pusieron en triste evidencia la existencia de sociedades y ciudades profundamente desiguales en lo social, pero, además, espacialmente segregadas, excluyentes.8 En ellas, se teme y criminaliza a las personas de otras clases sociales (menos “afortunadas” económicamente),9 las que muchas veces incluso en estas manifestaciones no buscaban (por lo menos en un primer momento) rebelarse y escenificar el poder de la subversión y resistencia al sistema capitalista caracterizado por este espacio y su uso, sino, justamente, incorporarse (señal rotunda del éxito del poder hegemónico), como el concepto de mímesis que desarrolla Homi Bhabha, en El lugar de la cultura.10 Sin embargo, muy pronto y de manera inequívoca y rotunda descubrieron que no eran bienvenidos (no solo eso, se les rechazaba, temía y criminalizaba). Aunque intentaran parecerse, aunque se vistieran con las mismas marcas, no lograban mimetizarse, camuflarse. Esto se haría aún más evidente cuando quisieron ingresar a dicho espacio supuestamente abierto a todo el mundo y, producto de estos mismos acontecimientos, encontraron un día “cerrados” para ellos, con argumentos que caían por su propio peso y que, en realidad, eran reflejo de las lógicas que subsisten en el pacto social hegemónico, del miedo al otro; a veces, del racismo y clasismo, así como de lo que la filósofa española Adela Cortina, denominó aporofobia (el rechazo, aversión, temor y desprecio hacia los pobres. Porque, aunque estos jóvenes ahora tenían capacidad de consumo, seguían viviendo en la periferia y pareciendo pobres). De esta manera, explica:
Es el pobre, el áporos, el que molesta, incluso el de la propia familia, porque se vive al pariente pobre como una vergüenza que no conviene airear, mientras que es un placer presumir del pariente triunfador, bien situado en el mundo académico, político, artístico en el de los negocios. Es la fobia hacia el pobre la que lleva a rechazar a las personas, a las razas y a aquellas etnias que habitualmente no tienen recursos y, por lo tanto, no pueden ofrecer nada, o parece que no pueden hacerlo (2017, p. 21).
Los rolezinhos como expresiones de teatralidad: Guión y actores
Con “expresiones de teatralidad” me refiero a “distintas manifestaciones artísticas y/o ciudadanas que consciente o inconscientemente utilizan estrategias relacionadas con elementos teatrales para ser eficaces performativamente. Es decir, afectando de alguna manera la realidad” (Zaliasnik, 2016, p. 26). Es el caso de los rolezinhos, por lo cual para profundizar en ellos resulta útil enfocarnos en algunos de sus elementos de teatralidad, como son sus actores/ personajes, el guión, el paisaje sonoro y, por supuesto, su escenario. Reparar en estos elementos, como señala Josette Fèral en su texto Teatro, teoría y práctica: más allá de las fronteras, no tiene que ver con características propias de los objetos en sí, sino de la mirada que posamos en ellos.11
Por lo mismo y dada las definiciones y descripciones ya citadas, hablar de los distintos dispositivos de teatralidad referidos a estas manifestaciones corpóreas y que se dan, como la definición de performance, en tiempo presente,12 no implica que sus participantes/ protagonistas hayan planificado conscientemente dichos elementos en esta acción, ni que los hayan necesariamente pensado. Ya dijimos que fueron actos bastante espontáneos y que no nacieron como protestas sino como forma de ejercer el derecho a la ciudad. Por lo mismo, hablar del “guión” y de los otros elementos de teatralidad tiene que ver, más bien, con nuestra manera de encarar (mirar) lo ocurrido como una herramienta seleccionada para ello porque la consideramos útil para “desautomatizar” la percepción de lo acontecido.
Así, apreciamos que el guión de esta teatralización mediante la presencia inesperada y explícita de los cuerpos pobres -actos corpóreos y cada vez más políticos- fue trocando (este “cada vez más políticos”) con las reacciones y nuevas acciones que estas desencadenaron (dado su peculiar e importante recorrido: desde la periferia al centro). A poco andar, dada la irracional reacción de algunos clientes y de los dueños de los centros comerciales (algunos lograron multar a quienes participaran en este acontecimiento, o no dejarlos entrar), así como de los guardias (discriminaban a quienes vestían bermudas y hawaianas y tenían tez oscura, muchas veces igual que ellos), del gobierno (envió la Policía Militar a ciertos centros comerciales, algunos de los cuales incluso golpearon y dispararon balines contra estos jóvenes), se fue generando una cierta performatividad política producto del enfado de muchos. Estos vieron en dichas respuestas (la segregación espacial) muestras evidentes de racismo (la mayoría de los jóvenes, de entre 13 y 18 años de edad, eran mulatos o negros que, aunque son más de la mitad de la población del país, no suelen estar presentes en estos espacios, salvo, a veces, como empleados),13 clasismo y lo que, más adelante (el 2017, en su libro del mismo nombre) Cortina nombraría “aporofobia”; es decir, exclusión. La exclusión de cuerpos -físicos, textuales, políticos, teatrales- que se creían dominados, disciplinados, subordinados, cuerpos que, aunque hasta ese momento ellos mismos no lo sabían, estaban interdictos en determinados espacios y que, gracias a los mismos acontecimientos, fueron haciéndose conscientes y críticos de esto mismo y de su poder como espacios, muestras, herramientas de resistencia.
Una y otra vez vemos indicios de cómo la misma prensa, así como los ciudadanos, emitieron comentarios que dejaban entrever una carga importante de prejuicios y miedos. Por ejemplo, en un artículo en Los Angeles Times, del 29 de enero de 2014, Fernando Ricciarelli (35), quien trabajaba como director financiero en Sao Paulo, aseguró que no le gustaría que ocurriera un rolezinho en el centro comercial donde almorzaba cada día, pues “esto asusta a la gente del centro comercial que quiere paz y silencio para hacer sus compras”. La policía y los personeros de los centros comerciales propulsaron, asimismo, inopinadamente, la criminalización de ciertos sectores y sus actividades. Por ejemplo, la policía de Sao Paulo, investigó a los jóvenes que participaron en el rolezinho del Shopping Metro Itaquera por “sospecha de hurto, robo y perturbación de la tranquilidad” (consignado en un artículo del periódico Folha de S. Paulo, del 14 de enero de 2014). Ya antes, a los mismos jóvenes, los guardias les habían preguntado si pertenecían a una agrupación terrorista. En este contexto, ciertamente (así lo demuestran las reacciones a estos acontecimientos), los centros comerciales son símbolos de la segregación de las ciudades, los que se intenta mantener “seguros”, entre otras medidas, manteniendo alejados de ellos a personas que puedan “amenazar” su estética pulcra, cuidada y aséptica (en ciudades, países, un continente y un mundo, donde el acceso a servicios públicos y las condiciones de vida suelen ser muy distintos según dónde se habite). De hecho, varios académicos y el mismo alcalde de Sao Paulo, Fernando Haddad (del Partido de los Trabajadores), quien fue recientemente candidato a la presidencia de Brasil, aparecieron en la prensa leyendo estos actos como una reclamo de los jóvenes que viven en la periferia por su derecho a circular y habitar la ciudad, y la falta de espacio público donde poder reunirse y pasar el tiempo de ocio, una constatación de la carencia y necesidad de áreas de esparcimiento y diversión, de centros culturales y deportivos.
Lo que nació como una manifestación casi espontánea para “habitar” o “co-habitar” determinados espacios, fue transformándose producto de las mismas reacciones que generó y a los inopinados jóvenes de la periferia que iniciaron estos encuentros, en un movimiento de protesta que evidenciaba y criticaba el clasismo, el racismo y la aporofobia que deja translucir la a veces velada (en pos de un discurso políticamente correcto) pero indiscutible segregación espacial urbana (el centro comercial como sinécdoque de un sistema económico y sus repercusiones sociales, el neoliberal, y la segregación de/ en la ciudad). Pronto se sumaron otros sectores a dicho movimiento, entre ellos, jóvenes de clase media que rechazaban el accionar violento y represivo de guardias y policías, al igual que las reacciones de los dueños y personeros de los centros comerciales y de parte de la ciudadanía.14 Se integraron, por ejemplo, algunos jóvenes de movimientos afro tales como Círculo Palmarino, Levante Popular de la Juventud, Quilombacao, Movimiento Nacional Raza y Clase, Coordinación Nacional de Entidades Negras y Núcleo de la Consciencia Negra de la Universidad de Sao Paulo.15 Así, como señala la socióloga y antropóloga brasilera Lucía Scalco, en un artículo publicado por El espectador, el 23 de abril de 2014, los rolezinhos acaecidos y planificados en el “escenario” de elegantes centros comerciales de Brasil y sus reacciones (en este “espacio de la aparición”, en palabras de Butler) evidenciaron de manera irrefutable la gran desigualdad que existe en dicho país16 (y hay, por supuesto, una relación entre desigualdad social y segregación espacial, como señalan Sabatini, Cáceres y Cerda, en “Segregación residencial en las principales ciudades chilenas”, a través de dicho acto de performatividad corporeizada y plural. Scalco sostiene que:
Ellos expresan el deseo de los jóvenes de la periferia de participar en nuestra sociedad, de asistir a los mismos lugares y territorios que los demás jóvenes de otras clases. El abismo social que vivimos es tan estructural y arraigado que las clases media y alta no lo perciben y las autoridades solo se animan a prohibir su entrada a un lugar que debería ser público. (El espectador, 2014)
No obstante, la aparición de estos cuerpos y su carga simbólica irrumpiendo en la ciudad, el centro comercial y, a la vez, en el imaginario colectivo (tan cargado como lo espacios físicos de los prejuicios y naturalizaciones que fomentan y propulsan esta misma segregación urbana, no solo física y matérica, sino también mental y simbólica), se transforman en una acción colectiva y política. Una acción donde los cuerpos, a través de su aparición colectiva, de sus actos, descubren y usan su potencial poder de subversión o resistencia, lo que desestabiliza y asusta al poder hegemónico, en un territorio que creía colonizado, controlado, para su uso y usufructo. Porque, aunque comúnmente asociamos la palabra poder con el “poder de dominación,”17 también existe el ya mencionado “poder de la resistencia”,18 el que, finalmente, estos jóvenes terminan ejerciendo debido a las reacciones contra su actuar.
Esto puede verse en su convocatoria y en el cambio en los participantes (protagonistas), a los que se agregaron grupos de activistas contra el racismo así como colectividades de izquierda denunciando la violencia y segregación frente a determinados sectores. De hecho, por ejemplo, luego de que se amenazara con multar a quienes participaran del rolezinho del 19 de enero de 2014 en el exclusivo centro comercial Leblon, de Río de Janeiro (cuando más de 9000 personas habían confirmado su asistencia al evento creado en Facebook),19 y se cerrara por lo mismo, se generó, más que un “paseíto”, una protesta, un reclamo corpóreo y político, en el exterior del recinto.
Afuera de Leblon, los participantes corearon consignas contra “el racismo de los centros comerciales” por vetar a los afro descendientes, colocaron carteles que decían “bienvenidos, todos somos iguales”, usaron vestimentas con las mismas palabras que gritaron: “¡no va a haber copa!” (en alusión al Mundial de Fútbol) y exhibieron un lienzo que señalaba “rolezinho contra el apartheid”.20 De manera similar, se convocó, por ejemplo, a través de Twitter, a un rolezinho en Brasilia “para protestar contra la privatización de los espacios públicos y la criminalización de la pobreza.” Vemos así cómo estos acontecimientos fueron mutando a un perfil activista y político mucho más claro (acusando el racismo, la aporofobia, la criminalización de la pobreza, la privatización de los espacios públicos), al que se sumaron incluso otros movimientos sociales y actores, como el MTST y grupos estudiantiles y en defensa de los derechos de quienes vieron en estos actos una oportunidad de entrar a esta ola de protestas, reorientándolas. Plinio Diniz, un adolescente de 17 años entrevistado por el periódico Sao Paulo Journal, que acudió al rolezinho al Shopping Metro Itaquera, en enero de 2014, el que fue reprimido con balines y gas lacrimógeno, preguntó: “¿por qué no nos quieren dentro de los centros comerciales?” Y agregó: “tenemos derecho a divertirnos, pero la policía fue demasiado lejos”.
¿Cómo se divierten? Aunque las reacciones desmedidas de los personeros, policías y usuarios, así como las opiniones de muchos en la red, develan un miedo y rechazo profundo a la presencia aquí -con ellos- de estos cuerpos y sus actos, las actividades que comenzaron realizando estos jóvenes congregados en los centros comerciales, pueden resumirse en las siguientes:
Entrar al centro comercial en grupos grandes.
Utilizar ropas de marca y joyas ostentosas, aunque sus ojotas y bermudas (así como muchas veces el color de su piel) suelan hacerlos identificables.
Aplaudir.
Correr por las escaleras mecánicas.
Cantar (temas de la corriente musical conocida como funk de ostentación).
Vivir en la periferia y ser, la mayoría, de piel oscura (por supuesto, no es algo que “hagan”, pero existe una cierta performatividad de clase y es importante repetirlo).
Por esta costumbre de entrar en grupos grandes y correr haciendo ruido (y “desorden”) por el centro comercial, algunos, en un primer momento, se refirieron a estos actos como “flashmobs”, acciones organizadas en la que un gran grupo de personas se reúne de repente en un lugar público, realiza algo inusual (generalmente, una coreografía) y luego se dispersa rápidamente, parecidos, en cierta medida, a lo que conocemos como “teatro invisible”, corriente del Teatro del Oprimido. Como podemos concluir de las actividades señaladas realizadas por dichos jóvenes en los centros comerciales, ninguna parece tan grave ni “peligrosa” como para tener que ahuyentarlos y cerrar estos espacios, ni menos, por supuesto, para utilizar gas lacrimógeno y balines contra ellos.
Pero la desigualdad económica y social, así como los prejuicios y la discriminación y criminalización de ciertos sectores, va de la mano con la segregación urbana (y el consecuente reclamo por conquistar la ciudad y el derecho a la ciudad). En este contexto, los rolezinhos fueron acontecimientos que colocaron a cuerpos principalmente morenos, representantes de la “periferia” de las ciudades donde se realizaron los mismos, en el “centro”, geográfico y simbólico, dentro de elegantes centros comerciales urbanos, donde las reacciones a dicha “perturbadora” presencia sirvieron para constatar varias verdades que intentan ser “invisiblizadas” y normalizadas por la misma sociedad. Así, en un artículo de la agencia de noticias DPA, publicado en el diario La Segunda, el sociólogo Jessé Souza aseguró que una cosa es cierta entre las tantas interrogantes sembradas por el movimiento adolescente, “estamos ante un reflejo del apartheid brasileño que separa, como si fueran dos planetas distintos, a los brasileños ‘eurepeizados’ de la clase media verdadera, y a los percibidos como ‘bárbaros’ de las clases populares”. Y frente a ello, fue trocando el guión de este mismo movimiento, el que se fue enrabiando, politizando, empoderando (el “poder de resistencia”), ampliando y adquiriendo ribetes de una protesta social; política, urgente, necesaria.
El escenario o dispositivo escénico21
Los rolezinhos acontecen en un territorio (el cuerpo, cada cuerpo, así como el escenario más macro donde este/os cuerpo/s se sitúa/n: el centro comercial). Con ellos, al “practicar” dichos sitios, al decir de Michel de Certeau (1999, p. 129), ocurre algo que hace que los participantes (y el territorio o escenario) no sean iguales que antes de vivir esta experiencia, como en los ritos de paso (Van Gennep, 1986). Estos actos y lugares conllevan una teatralidad que los identifica, los marca, los particulariza y que, entre sus características, es también performativa (y, por lo mismo, política).
Como lo es el espacio, en palabras de Henri Lefebvre, eminentemente político, construido, experimentado, practicado no solo en sus aspectos materiales sino, asimismo, en las complejas redes de relaciones sociales que allí se urden, donde ocupa también un lugar fundamental lo imaginario, las creencias, los deseos y la actividad discursiva, todo pleno de significado simbólico y representacional. Porque, como señala Rossana Reguillo, el territorio no es un mero “contenedor de hechos sociales”, sino una “construcción social en la que se entretejen lo material y lo simbólico, que se interpretan para dar forma y sentido a la vida del grupo, que se esfuerza por transformar mediante actos de apropiación -inscribir en el territorio las huellas de la historia colectiva- el espacio anónimo en un espacio próximo pleno de sentido para él mismo” (1999, p.78).
Así, siguiendo también a Patrice Pavis, podemos hablar del espacio escénico, el espacio real donde se mueven los “actores”. En este caso, el pulcro, siempre reluciente y “cuidado” espacio del centro comercial, una especie de “realidad física segregada, distinta al acostumbrado ajetreo de la ciudad”, como explica Arlene Dávila (2016, p. 87). Aquí comenzó este movimiento, con las “apariciones” de los cuerpos de la periferia (también “espacios escénicos” en sí mismos) en un lugar adonde no suelen acudir y que creían, errónea e ingenuamente, “abierto” y/o “público”. Por otra parte, el espacio dramático, que se refiere al “texto”, es un espacio abstracto, en perpetuo movimiento, que el lector o espectador debe construir con su imaginación, es decir, ficcionalizando (Pavis, 2008, pp. 169-175). Este es muy distinto para cada persona, como lo evidenciaron estos actos, donde los jóvenes de la periferia de las ciudades que aquí se hicieron ver despertaron sentimientos y actos que mostraban aversión, temor, criminalización, experimentando el espacio de los centros comerciales como uno de rechazo, desconfianza y exclusión, muy diferente a lo que perciben los usuarios habituales de estos lugares, que aquí se sienten tranquilos, cuidados, seguros.
Foucault habla de las heterotopías o los espacios otros, donde en general se yuxtaponen en un lugar varios espacios, los cuales, normalmente, deberían ser incompatibles. Es el caso del centro comercial y muestra de ello es que dicha heterotopía (como indica Foucault sobre el sistema de cierre y apertura de las mismas) aparenta ser una de completa apertura. No obstante, “una vez que uno entró, se da cuenta de que es una ilusión y de que no entró a ninguna parte. La heterotopía es un lugar abierto, pero que tiene esa propiedad de mantenerte afuera” (2010, p. 28). Y es que, como señala el mismo Foucault:
Las heterotopías suponen siempre un sistema de apertura y uno de cierre que, a la vez, las aíslan y las vuelven penetrables. En general, no se accede a un emplazamiento heterotópico como accedemos a un molino. O bien uno se halla allí confinado -es el caso de las barracas, el caso de la prisión- o bien hay que someterse a ritos y a purificaciones. Sólo se puede entrar con un permiso y una vez que se ha completado una serie de gestos (Ibid, p.78).
Así le ocurrió a estos jóvenes y al movimiento que, sin proponérselo, desencadenaron. De esta manera, dejaron constancia de los fuertes prejuicios y la segregación espacial en Brasil (como ejemplo de lo que ocurre también en otras urbes de América Latina).22 Porque, evidentemente, no cualquiera puede ocupar los distintos espacios urbanos, cada vez más “cerrados” para ciertos habitantes que lucen distintos a los usuarios habituales, permitidos y bien recibidos, a quienes la presencia cercana y corpórea de estos otros ciudadanos atemoriza.
Los rolezinhos son un ejemplo de acciones que, justamente para denunciar este estado de cosas (y la centralidad que han adquirido, en el imaginario urbano, los centros comerciales), cada cierto tiempo irrumpen en dicho escenario, símbolo y epítome del capitalismo en nuestra sociedad neoliberal. En/ con su mismo acontecer, deconstruyen el modelo económico y cultural de desarrollo expresado, deseado y mantenido por un sector pequeño pero vistoso (poderoso, respecto al poder de dominación) de nuestras sociedades latinoamericanas.23 Dicho sector planifica, construye, publicita y cuida de estos espacios (el “espacio concebido”, en la conceptualización de Lefebvre), cuya realidad es visibilizada a través de estos actos, los cuales dramatizan topográficamente la violencia propia de la injusticia, la discriminación y la desigualdad protagonizada por la misma clase política empresarial que los apoya y construye. A través de estas formas de “practicar” el lugar queda de manifiesto, en este espacio intentado de desinfectar hasta en los más pequeños detalles (incluso de los conflictos que, sin embargo, permanecen contraídos, agazapados, incómodos, latentes), que esto es imposible, porque el poder de dominación debe compartir dichos espacios con el poder de resistencia. Y si bien, como espacios escénicos, se pueden mantener quizás blancos, pulcros y brillantes, como espacios dramáticos (el “espacio percibido” y el “espacio vivido”, en la conceptualización de Lefebvre), no han podido ser desinfectados de los conflictos, la rabia y los enfrentamientos que tarde o temprano irrumpen, provocados, generados y mantenidos por esta sociedad aparentemente linda y perfecta, pulcra e inmaculada, pero profundamente inicua.
El paisaje o banda sonora
El funk brasileño nació en los 80s en Río de Janeiro o, mejor dicho, en los barrios de la periferia de esa ciudad. A través de este género musical, que tiene algo de hip hop, axé (música bahiana), alguna base electrónica, los jóvenes de las favelas -por medio también de sus letras- expresaron su realidad. Cruda y sin edulcorantes, cómo es, cómo la viven. Tan cruda y ruda que llegó incluso a prohibirse por su apología a las drogas y a la violencia (en Río de Janeiro y Sao Paulo los bailes funk fueron, durante un tiempo, proscritos, aunque luego estas medidas fueron revocadas). Ezequiel Soares Da Silva, conocido como Mc Nex (su nombre artístico como cantante funk), explica en un artículo del diario español El Mundo:
“Todo el mundo critica que cantemos sobre el narcotráfico, o la policía o la pobreza pero esa es la vida dentro de la comunidad, si viviéramos en Jardims (barrio acomodado de Sao Paulo) cantaría sobre mi padre pijo y mis visitas al centro comercial. Son prejuicios contra nosotros”.
Este género musical, considerado como el “himno” de la periferia pobre de Brasil, ha traspasado su territorio local, donde se origina, nace e inspira para ser escuchado y bailado también en otras ciudades, con peculiaridades en cada territorio y, asimismo, por adolescentes de la clase media y alta. Ha derivado, además, en varias vertientes distintas, entre las que destaca el funk de ostentacao o funk de ostentación, surgido en las favelas de Sao Paulo.
Esta es justamente la banda o el paisaje sonoro que acompaña los rolezinhos a los centros comerciales. Dicha corriente, que surgió en el 2008, aborda temas relacionados con el consumo y la ostentación de un estilo de vida extremadamente lujoso, evidente llamado al consumo, cuyos cantantes en sus videos y espectáculos utilizan gruesas cadenas de oro, anillos, habitan inmensas mansiones, andan y muestran costosos y vistosos automóviles, toman whisky, champaña y Redbull. Aparecen también mujeres con poca ropa (vistas también como “objetos de consumo”), motocicletas, muchos billetes, fiestas. Así como el género de origen glorificaba el crimen y la vida ruda en la periferia, su derivado enaltece -en sus letras y videos- el consumo, la ropa de marca: Armani, las zapatillas Nike, los lentes de sol Oakley, entre otros. Por ejemplo, en el tema “Eu sou patrao, nao funcionario” (Soy patrón, no funcionario), de Menor do Chapa, se indica:
“Nuestra ropa es Ed Hardy, de Río o de Armani El transporte es un Audi, Veloster o Megane Estoy usando una Captiva que es como el sonido de 200 mil Su belleza me conquistó cuando la vi”
O como señala otro de los temas de este estilo de mayor éxito en el 2012: “Vida es tener: un Hyundai, una Hornet, 10 mil para gastar, Rolex e Juliet/ Mejores kits, varias inversiones, ahí es bueno ser el top del momento” (“Top do momento”, Mc Danado). Por su parte, Mc Menor, en el videoclip de “Role de Santa Fe”, le canta a muchas mujeres con poca ropa y bailes de movimientos eróticos, al Redbull, ostentando collares, billetes, autos, motocicletas, mansiones y licores vistosos y caros24. A estos mismos “objetos” les canta, por ejemplo, Mc Guime en “Plaque de 100” (“Plata de 100”), exhibiendo en el videoclip respectivo muchos anillos y collares de oro, así como una lluvia constante de billetes de 100 reales, una supuesta aventura con una mujer adinerada, entre otros detalles de imágenes de la felicidad para personas educadas, crecidas, ideologizadas en un sistema neoliberal, donde todo o casi todo se relaciona con la posibilidad de consumir y ostentar objetos, lujosos, caros, llamativos25.
En estos temas, que apuntan a una determinada manera de pensar y enfrentar la vida, vivir es, entonces, sinónimo de poder consumir. Para ello es necesario tener mucho dinero (exaltando la ambición del ascenso social, de dejar la favela, de no ser más empleado para ser patrón), lo que permite adquirir objetos de marca, automóviles, motos, joyas y conseguir además novias buenasmozas. Es decir, el sistema ha sido exitoso para generar esta mentalidad (influyendo incluso en gustos y temáticas musicales de aquellos que él mismo marginaliza e invisibiliza), a través de un discurso hegemónico que equipara éxito con capacidad de consumo. Sin embargo, hemos visto que cuando algunos jóvenes de la periferia pobre que han hecho suyo ese discurso neoliberal y creen que su capacidad de consumo, demostrable por la utilización de determinadas prendas y joyas, los llevará a poder “vivir” y realizar sus sueños, entran -gracias a los rolezinhos- a un determinado espacio, supuestamente público o pseudo público, templo de todo lo que veneran y anhelan, muy pronto descubren no solo que no son bienvenidos, sino, además, temidos y rechazados.
La presencia de sus cuerpos morenos y pobres (y muchos), aunque usen las mismas marcas de ropa y joyas, asusta a los representantes del poder hegemónico que los hizo creer que el consumo podría igualarlos e incluirlos en una sociedad donde el racismo, el clasismo y la aporofobia subyacen bajo la superficie aparentemente deslucida, aséptica, calma y brillosa de un escenario (y su mensaje) que se anuncia como de libre acceso para cualquiera. Pronto descubren, gracias a actos como los rolezinhos, que “cualquiera” debe ser blanco, de clase media y alta, pero además lucir en dichos cuerpos domesticados, reprimidos, cuidados, la ropa y los maquillajes caros de manera que se vea “natural” y lógico para los demás. “Los demás”, con los que, claramente, aunque usen las mismas ropas y marcas, no logran la ansiada mímesis. Ellos no solo no los reconocen como sus iguales, sino que, al verlos distintos, resultan perturbados por la presencia de sus cuerpos en el mismo espacio donde, hasta entonces, circulaban entre “semejantes”, tranquilos y seguros. Cuerpos que, a sus ojos, aún requieren ser domesticados, por lo que les temen y, por lo mismo, muchos no quieren compartir con ellos los espacios de sus ciudades, países, continentes, mundo. Todos, profundamente segregados, como lo demuestran las reacciones frente a estos acontecimientos (así como el movimiento ampliado y politizado que originó) en este espacio pseudo público, y los espacios públicos (o pseudo públicos) son, por cierto, lugares de representación y expresión colectiva de la sociedad.
Conclusiones
Los rolezinhos o “paseítos” de jóvenes de barrios periféricos de las ciudades brasileñas a elegantes centros comerciales, son actos corpóreos y con muchos elementos de teatralidad (elementos visuales, como carteles; vestimentas caras y joyas; paisaje sonoro -el funk de ostentación-, entre otros) que se dan en lugares pseudo públicos. Dichos actos, de alguna manera, “marcan” y practican estos lugares (y cuerpos), en la concepción de De Certeau, transformándolos en espacios: espacios de dominación, pero también de resistencia. Son espacios de aparición, en la teorización de Butler, donde se visibilizan cuerpos y vidas precarias que reclaman a través de su acto y de las reacciones que generan, su derecho a la ciudad. Comenzando por el derecho a la aparición de sus cuerpos y, con ellos, de los símbolos que, por supuesto, portan -pobres, morenos, otros- en esa ciudad que quieren habitar, ocupar, incorporar en su geografía cotidiana apropiándose, igual que los demás, de los espacios y actividades que en ella existen, pidiendo a través de sus actos, de la música que escuchan, de sus vestimentas -y no solo a través de palabras-, que se los vea, incluya, acepte e integre, pero evidenciando, con las reacciones que generan, el carácter utópico de la mímesis a la cual aspiran. Evidenciando, asimismo, una violencia estructural, escondida, latente, simbólica, de una sociedad profundamente desigual económica y socialmente, lo que se traduce en una feroz segregación urbana, no solo en cuanto a los lugares donde viven las personas, sino también en lo que respecta a los espacios a los que pueden acceder, acudir, visitar, ocupar y cómo son vistos y percibidos allí, dentro de la que quieren creer y sentir “su” ciudad.
Salir a la calle y organizarse -aunque en un principio solo haya sido para incorporarse a un estilo de vida- pronto adquiere así ribetes de conciencia y protesta social. Esto, a través de actos corpóreos en tiempo presente, donde los sujetos/ cuerpos son cuestionados, pero, a la vez, visibilizados y puestos en valor. Todo, a través de distintos elementos de teatralidad que, de esta manera, colaboran a recuperar (escenificándolo) el vínculo social, lo colectivo, el debate, la solidaridad, evolucionando del individualismo y aislamiento propulsado por ese mismo sistema que han asimilado para apostar, en cambio, por lo colectivo, lo relacional; por la organización colectiva como fuerza subalterna, política y contra hegemónica para instalarse y habitar -matérica y simbólicamente- el espacio público (o pseudo-público).