En este trabajo describiremos la experiencia transgénero en relación a personas que desean vivir e intervenir sus cuerpos -tanto a nivel hormonal como quirúrgico- con la intención de lograr una reasignación al sexo/género “opuesto”1 a la categorización que les fue socialmente asignada al momento de su nacimiento. Con ello no pretendemos construir una definición absoluta, ni abordar la subjetividad y los deseos de la totalidad del colectivo transgénero, por el contrario, reafirmamos y celebramos su diversidad. Hacemos referencia particularmente a las personas que concurren a espacios de terapia y atención clínica. Si bien los cambios y tránsitos entre sexos/géneros no son un fenómeno exclusivo de la cultura occidental (ver entre otros Amadiume, 1987; Bolin, 2003; Frazer, 1931; Kroeber, 1940; Martín Cáseres, 2006; Poasa, 1998; Williams, 1986), en ella se conciben a partir de una noción dimórfica, propia de la mirada científica moderna (Bento, 2006; Hausman, 1995; Laqueur, 1994).
En este sentido, la transexualidad se ubica como parte del dispositivo más amplio de la sexualidad, que ya fuera identificado por Foucault (2008), una experiencia que devino medicalizada durante el siglo pasado, dando como resultado en ese mismo movimiento a la transexualidad como entidad nosológica y generando un complejo dispositivo para tratarla. Un mecanismo que combina saber, poder y verdad, en el que se imbrican instrumentos, prácticas, discursos y textos que atraviesan a la vez que modelan el placer y la subjetividad. Habitualmente se llama proceso moderno de medicalización a las formas en que la jurisdicción médica inició una expansión extraordinaria y desde el siglo XIX comenzó a abarcar muchos problemas, que hasta ese momento no habían sido definidos como “problemas médicos”. La creciente obsesión por localizar los antecedentes genéticos de ciertas enfermedades y padecimientos, de las capacidades diferentes y de comportamientos considerados poco convencionales, significan en definitiva, que el saber basado en la medicina científica ha reforzado su control en la definición de los límites de la normalidad y la anormalidad y del apropiado funcionamiento y comportamiento del cuerpo humano. Un análisis de los discursos que crean la transexualidad como un hecho científico (Fleck, 1986) nos permitirá desandar la historia que precede y a la vez condiciona el uso contemporáneo del término, junto a las sucesivas transformaciones de que ha sido objeto -particularmente en el campo psiquiátrico-.
En sentido foucaultiano, los discursos médicos conforman contextos, no consisten en signos que nombran y significan elementos que nos remiten a contenidos o representaciones particulares, sino que se trata de prácticas discursivas que producen y conforman los objetos de los que hablan. Una de las modalidades que permite “abrir la caja negra” de la producción de conocimiento es el análisis de controversias (Woolgar, 1991). Definimos las controversias como cada uno de los fragmentos de ciencia y tecnología que aún no están completamente estabilizados; sobre los que existe una manifiesta incertidumbre compartida. En el caso de la experiencia trans, identificamos una serie de controversias que la atraviesan en el campo de la salud: en torno a la etiología del malestar, respecto de los signosque deben considerarse a la hora de construir el diagnóstico y de quiénes son las voces autorizadas hacerlo, en torno a la categorización en sí misma -en este momento la nomenclatura oficial es disforia de género- y su clasificación,en relación a las modalidades terapéuticas más apropiadas y finalmente, en sentido más amplio, respecto de si efectivamente la experiencia debe ser patologizada y cuál es el grado de autonomía que se otorga a las propias personas para decidir respecto de su cuerpo, su identidad y sus vivencias. Sostenemos que las controversias despliegan lo social en su forma más dinámica; al involucrar toda clase de actores, humanos, no humanos, instituciones, elementos biológicos y artefactos técnicos, son la más clara demostración que las fronteras estancas entre las diferentes esferas de conocimiento no pueden seguir sosteniéndose (Latour, 1993).
El análisis propone visibilizar ciertas modalidades de producción de conocimiento científico y técnico que validan intervenciones en las subjetividades en términos de categorizaciones diagnósticas. Tanto en lo que respecta al etiquetamiento de ciertas identidades como normales/anormales en el campo de las sexualidades, como en el caso en que dichos mecanismos diagnósticos habilitan intervenciones de transformación corporal -tratamientos hormonales, cirugías de reasignación de sexo, entre las principales- produciendo en la práctica subjetividades mediadas tecnológicamente. Asumimos que las posibilidades que inauguran las biotecnologías en relación a la transformación del sí mismo, la manipulación y reproducción del “cuerpo natural” dan lugar a nuevos modos de ser y estar en el mundo.
Este trabajo se nutre de los aportes de la antropología de la salud y de la antropología de la ciencia, con una fuerte impronta de los llamados estudios CTS. En un primer momento ofrezco un breve recorrido histórico acerca de las modalidades de producción de conocimiento en torno a la experiencia de personas que manifiestan sentirse “atrapadas en un cuerpo” que no se condice con la identidad de género autopercibida. Dichas modalidades provienen de distintas esferas de saber y buscan dar forma a una incipiente medicalización del deseo. En este sentido, subrayo la significativa importancia del quiebre provocado por los aportes de Freud, así como por la posterior introducción del concepto de género. Paralelamente, me propongodar cuenta del proceso de consolidación de un campo de saber específico -aunque no homogéneo- acerca de la transexualidad y de la paulatina conformación de un dispositivo formal para tratarla. Presento un análisis de controversias en torno a las cirugías como opción terapéutica, así como de los planteos que subyacen en los argumentos que esgrimen tanto sus defensores, como sus detractores. Una lectura crítica de diferentes aproximaciones psi y de las ciencias médicas, me permitióidentificar un conjunto de representaciones y principios ideológicos en torno al género y la sexualidad que sustentan las categorizaciones y guían las prácticas de los profesionales.
Sostengo la hipótesis de que a partir de la primera categorización diagnóstica de “transexualismo”, incluida en el DSM en su tercera versión (1980), se logra un principio de estabilización que permite poner un límite consensuadoa “la demanda”, a la vez quepromueve una estandarización del perfil de los “candidatos” para los criterios diagnósticos y las intervenciones corporales.
Análisis
Una historia de los discursos
El primero en usar el término transexual fue Magnus Hirschfelden su obra Die Tranvestiten (1910), refiriéndolo al caso de un paciente identificado como “transexual psíquico”. El médico alemán logró identificar en su obra la diversidad que podía hallarse al interior de las prácticas catalogadas como homosexualidad y a la vez, cuestionar la aparente homogeneidad causal de los llamados “actos contra la naturaleza”. En el contexto histórico en que surgía la primera sexología con figuras como Havelock Ellis, Krafft-Ebing y Hirschfeld, el Código Imperial de 1870 reprimía con extrema crueldad las sexualidades no heterosexuales. De acuerdo al planteo de la naciente sexología, si no hay actos contra la naturaleza es porque la naturaleza está en todas partes, incluso en sus manifestaciones mórbidas, se trata de “impulsos irrefrenables” y por lo tanto, inimputables por la justicia penal. No es un dato menor que Hirschfeld fuera un referente muy apreciado por Freud y estuviese vinculado con los miembros fundadores del Instituto Psicoanalítico de Berlín en 1920.
Al adentrarnos en las diferentes fuentes bibliográficas, identificamos un claro desacuerdo acerca de lo es científicamente el sexo y con ello, sobre cuál es el origen de las llamadas “perversiones sexuales”, entre las que se ubica el transexualismo, a principios del siglo XX. Los dos paradigmas más importantes que se evidencian son el del campo psi, con una actitud más normativa ubicando en los mecanismos psíquicos el origen de las “sexualidades anormales”; y el de la naciente sexología clínica, que por el contrario, presenta inquietudes más amplias y un tinte menos moralizante. Los crecientes descubrimientos en el campo de la endocrinología entre los años ‘20 y ’30 se constituyen de algún modo, en la alternativa biologicista a la teoría freudiana de la libido. En los años ’30, con la ayuda de la publicidad y a través de promesas osadas como detener la menopausia o terminar con la calvicie, los laboratorios farmacéuticos saturaban al público norteamericano con falsas esperanzas e información cuasi-científica acerca de las hormonas.
Dichos hallazgos abonan la base científica del dimorfismo sexual; se habla de “hormonas masculinas y femeninas”, consolidando desde el discurso científico, las diferencias políticas entre hombres y mujeres. En Europa, las repercusiones del descubrimiento de las hormonas las presentan como los complementos fundamentales para los aún incipientes ensayos quirúrgicos en relación a las cirugías del aparato genital, aunque, la ablación de los ovarios en los casos de mujeres diagnosticadas como histéricas era una práctica quirúrgica muy común antes del siglo XX. La primera intervención quirúrgica experimental que se combinó con terapia hormonal para el llamando “cambio de sexo” se practicó experimentalmente a Rudolf en 1921, en el Institut für Sexualwissenschaft, Instituto de Ciencias Sexuales de Berlín, fundado por Hirschfeld (Castel, 2001). El Instituto fue pionero en la defensa y aceptación social de homosexuales y transexuales, además defendía la educación sexual, la contracepción, el tratamiento de enfermedades de transmisión sexual y la emancipación de las mujeres. Además, funcionaba allí la oficina de la World League for Sexual Reform, un archivo, biblioteca y museo del sexo. En 1924, el Instituto pasó a transformarse en una fundación y obtuvo reconocimiento gubernamental, en 1933 fue cerrado y destruido por el nazismo.
Paralelamente, los trabajos de Sigmund Freud revolucionaban la manera en que la medicina y elnaciente campo psi definían y trataban la sexualidad. Si bien él no se refiere específicamente a la transexualidad, esgrime una hipótesis acerca de la adquisición de la consciencia de ser hombre o ser mujer y del comportamiento “normal” para cada género. Tal como refieren Kessler y McKenna (1985), lo que hoy denominamos identidad de género es para Freud en realidad una “identidad genital”, pues de acuerdo a su planteo para el infante sólo es posible afirmar si es niño o niña, si anteriormente ha pensado “tengo pene” o “no tengo pene”. Por un lado Freud expande y clarifica la definición médica de “desviaciones sexuales” y en ese movimiento construye una lectura y un abordaje completamente diferentes de la sexualidad. En varios de sus escritos (1905, 1920, 1923) ofrece una explicación de las sexualidades no heterosexuales en el marco de una teoría general del desarrollo de la sexualidad humana, que rechaza las opciones de enfermedad congénita y degeneración hereditaria planteadas hasta el momento. A su vez paradojalmente, dicha teoría general surge como un refuerzo a la heteronormatividad reinante, en tanto delimita -más o menos explícitamente- un parámetro saludable para los deseos sexuales humanos. El paradigma que subyace a la teoría general de la sexualidad humana condensa, en parte, los enfoques de la determinación biológica/congénita y de la determinación ambiental. Por tanto, los adultos que sienten atracción hacia personas de su mismo sexo/género son personas que o bien no alcanzaron el completo desarrollo de su sexualidad, o bien presentan una regresión a una etapa madurativa anterior; así su explicación se encuentra necesariamente imbricada al complejo de Edipo.
Paralelamente, si bien las llamadas “desviaciones sexuales” se presentan como indeseables, están a la vez vinculadas con lo que él entiende por “sexualidad normal”. Por ejemplo, en sus relatos (1951) la homosexualidad no aparece narrada como una enfermedad sino como una variación, más que una desviación de la sexualidad; no es algo malo, sólo es “diferente”. Estos planteos se acompañan con la proposición de la existencia de una sexualidad humana inherentemente polimorfa, perversa y con la teoría (luego abandonada) de una predisposición biológica universal a la bisexualidad en los seres humanos. Con Freud, la sexualidad se convirtió en una cuestión mucho más amplia que lo que uno puede hacer o no hacer, sino que implica lo que uno puede desear, incluso a nivel inconsciente. La constitución del inconsciente como una entidad y la fuente de deseos sexuales normales/anormales, posibilitó que se conformara un nuevo ámbito de injerencia clínica y política; un espacio que claramente excede el cuerpo orgánico pero que no por ello, resulta menos intervenible.
El surgimiento del concepto de género
El discurso científico asumió la misión de apuntalar, a través de su naturalización, la representación dicotómica de los sexos reafirmando el dogma que en la especie humana a un cuerpo le corresponde exclusivamente un género-en concordancia con su genitalidad- y que ello será para toda la vida. Los trabajos de Money y Stoller en las décadas de los ’50 y ‘60, no fueron los primeros que habilitaron la posibilidad de distinguir entre sexualidad biológica y sexualidad psíquica -ya lo habían hecho Hirschfeld y Freud en sus ensayos- sin embargo, fueron quienes forjaron el concepto de género. Money en 1955 introdujo el término “rol de género” y Stoller (1968) habló por primera vez formalmente de “identidad genérica”, ambos en el campo de la psicología. Partiendo de una perspectiva psicológica, articularon en esa misma categoría tres cuestiones básicas: la asignación de género (en el momento del nacimiento a partir de la apariencia externa de los genitales); la identidad de género (desarrollada entre los dos y tres años al momento de adquisición del lenguaje) y el papel (rol) de género (conjunto de normas y prescripciones que dicta la sociedad y la cultura sobre el comportamiento femenino o masculino).
Por esos años también algunos trabajos (Money, Hampson, & Hampson, 1955) analizan casos del llamado “hermafroditismo” (más recientemente nombrado a través de las categorías biomédicas de intersexualidad o desorden del desarrollo sexual) con la intención de determinar si era la naturaleza o la cultura, la que incidía sobre la determinación de la identidad sexual de los “individuos ambiguos”. Estudian pares de hermafroditas educados en géneros diferentes, concluyendo que existe una “neutralidad psicosexual”al momento del nacimiento- planteo posteriormente retomado por la teoría del vacío deMorel (2002)- y que la identidad sexual es parte de una adquisición social que recién es fijada después de los tres años de edad. Money será el primero en utilizar el concepto de rol de género, asimilándolo a la idea de papeles en la diferencia de los sexos.
Por su parte, Stoller desarrollará junto a Garfinkel varios de sus trabajos en Stanford, fundando luego en Los Ángeles la Gender Identity Research Clinic (Universidad de California). Esta línea de trabajos se ubicará más cercana al campo psi, implementando las primeras terapias para personas transgénero y consiguiendo una aparentemente clara distinción entre sexo biológico y género psicosocial. El paso siguiente al estudio de los papeles sexuales, fueron los estudios de género. Numerosos autores y autoras, han destacado la importancia del concepto de género, como una de los aportes más interesantes del pensamiento del siglo XX planteando que es una herramienta crítica que permitió trascender el terreno biológico en la determinación de las diferencias y habilitó lecturas histórico-sociales, culturales y políticas del sexo/genero.
El mundialmente conocido caso de Christine Jorgensen, “El soldado norteamericano que se transformó en una rubia” y su elección como Mujer del Año en 1953, favoreció un proceso de mediatización del fenómeno transexual (Meyerowitz, 2002), acompañado de una multiplicación de las solicitudes médicas de “cambio de sexo” (Hamburguer, 1953). En parte, la oposición de muchos profesionales a las intervenciones quirúrgicas y las discusiones acerca de su legalidad (Hastings, 1966; Holloway, 1974) impidieron durante muchos años la categorización oficial de la transexualidad como un trastorno específico. No obstante a partir de la década del ’60, la Universidad John Hopkins -lugar de trabajo de Money y del endocrinólogo Harry Benjamin- inauguró un nuevo centro especializado y de vanguardia, la Clínica de Identidad de Género, donde se practicaban cirugías de reasignación genital y estéticas “a demanda”.
Así el dispositivo consigue comenzar a consolidarse, a partir de la articulación entre discusiones teóricas, discursos y prácticas reguladoras de los cuerpos, con el surgimiento de clínicas especializadas, asociaciones internacionales y la oficialización de protocolos médicos internacionales (Asociación Internacional de Disforia de Género “Harry Benjamin”, 1979). Todo un conjunto de mecanismos que -más allá de las variaciones y adaptaciones a los contextos locales- moldea la experiencia y la subjetividad de las personas trans, dando forma a un recorrido institucional, una serie de pasos previamente establecidos que incluyen desde cuestiones burocráticas y legales, hasta intervenciones corporales y transformaciones en el plano de las conductas.
La controversia en torno a la medicalización de la transexualidad ¿Qué terapias y qué terapeutas?
Nuestra intención es presentar las principales controversias -aunque no las únicas- que atraviesan el fenómeno transexual como experiencia medicalizada. En la década del ’70 el dispositivo de la transexualidad estaba en plena conformación, pero para conseguir afianzarse hegemónicamente era necesario saldar una serie de disputas que todavía eran bastante acaloradas respecto del tema. ¿Cuáles eran las opciones terapéuticas que resultaban adecuadas y exitosas para “tratar” la transexualidad? Posteriormente, además, se hizo necesario poner un límite a las solicitudes de intervención corporal que hacían las personas trans -siempre las instancias más discutidas son las operaciones quirúrgicas. La finalidad era consensuar ciertos criterios diagnósticos homogéneos, con la intención de tender a una estandarización del perfil y la subjetividad de los “candidatos”, proyectando de este modo una definición preconcebida por los profesionales de lo que es “ser transexual”.
Podríamos definir una controversia como un desacuerdo que persiste sobre el conocimiento científico, que incluye tanto el contenido de los conocimientos, como las reclamaciones sobre hechos y teorías, e inclusive la metodología sobre cómo se lleva a cabo un proceso y sus efectos (Martin, & Richards, 1995, p. 507). En ese sentido, la ciencia maneja simultáneamente dos -o más- discursos opuestos, mientras permanece abierta la controversia perduran los esfuerzos por adquirir credibilidad y construir mediaciones y alianzas culturales, simbólicas, económicas o políticas; cuya coordinación se resuelve parcialmente en un hecho u objeto que resulta estabilizado, aunque rara vez se llega a un acuerdo final. A pesar de la variedad de temáticas tecnocientíficas sobre las que se han planteado controversias, hay una serie de elementos que se repiten. Nelkin (1994) menciona el miedo al riesgo, las implicaciones morales y éticas y un haz tecnofóbico que subyace en la fantasía de que la ambición y las obsesiones por dominar la naturaleza puedan volverse en contra.
En primer lugar, presentamos dos perspectivas encontradas respecto de cuáles son las modalidades terapéuticas más convenientes y los profesionales autorizados para intervenir ante los casos. Por un lado, la vertiente psi iniciada por Cauldwell y Stoller, y luego continuada por varios psicólogos y psiquiatras de reconocida trayectoria; por otro lado, una postura más anclada en el campo biomédico iniciada por Harry Benjamin y continuada por diversos especialistas en el campo de la endocrinología, la urología, la cirugía y la clínica médica. Podemos analizar este debate, como parte de una disputa de saber/poder al interior de los campos biomédicos y con éste en relación al campo psi, en tanto se trata de definir quiénes serán los profesionales legítimos para intervenir. En uno y otro caso subyacen teorías etiológicas encontradas y se proponen soluciones que reproducen el dualismo cartesiano mente/cuerpo, a la vez que ambas posturas asumen una perspectiva patologizante de la experiencia. Y si bien no afirman que necesariamente se logre una cura, proponen brindar bienestar y adaptación a las personas transexuales.
En 1949, el médico americano David Cauldwell retoma el término transexual definiendo la Psychopathia Transexualis como una patología hereditaria de origen biológico. En su construcción etiológica combina la predisposición genética con traumas y trastorno en la conformación de la sexualidad en la infancia, trazando un primer esbozo de lo que luego sería laperspectiva psi respecto del tema.En esta línea, se destacan los trabajos de Stoller (1973), quien definiera a las personas transexuales como “experimentos naturales” que ofrecían un terreno muy fértil para la investigación psicológica y la clave para conocer el desarrollo de la masculinidad y la femineidad en todos los seres humanos. En su trabajo Sex and Gender (1968) propuso una clasificación sistemática de la transexualidad, revisando críticamente la teoría freudiana. Trazó distinciones radicales entre transexualismo, travestismo, homosexualidad y hermafroditismo (intersexualidad), con la intención de crear una conceptualización que permitiera describir y abordar un fenómeno que no encajaba, ni en el deseo de travestirse, ni en las anomalías genéticas o anatómicas atribuidas a los intersexuales. Su teoría acerca de la etiología de la transexualidad remite a una patología del desarrollo psicosexual iniciada en la infancia, e inicialmente apoya las cirugías de reasignación genital como tratamiento paliativo.
Sin embargo, los partidarios y continuadores de los planteos de Stoller y Money se expresaron en contra de la realización de cirugías “a demanda”por razones éticas y prácticas, y caracterizaron la transexualidad como un “desequilibrio libido sexual psicopático”. Así, algunos psicólogos planteaban que aquellos pacientes que concurrían al consultorio solicitando una castración de sus miembros sanos, eran “psicóticos extremos”, o “víctimas de psicosis esquizofrénica paranoica”. Argumentaban que “una cosa era extraer tejido enfermo y otra muy diferente amputar un órgano sano porque el paciente se encontraba emocionalmente desequilibrado. Es interesante al analizar los discursos, como las mismas técnicas -concebidas desde el discurso científico como objetivas, neutrales y amorales- pueden enunciarse de formas tan disimiles, cargadas de significaciones y valoraciones opuestas, como “castración” o “amputación” y “cirugía de reasignación” o “reconstrucción genital” (Greenberg, Rosenwald, & Nielson, 1960; Gutheil, 1954; Lukianowicz, 1959; Northrup, 1959), por otro lado los profesionales psi aducían que la cirugía no constituía una terapia y acusaban a los cirujanos de colaborar con los psicóticos, proponiendo el análisis como opción terapéutica.
Para ampliar se puede consultar el número especial de la revista Journal of Nervous and Mental Desease de Noviembre de 1968 (volumen 147, número 5), dedicado al transexualismo en el que se expresaba que tanto el diagnóstico, como la etiología y el tratamiento aún estaban por resolverse, aduciendo además, que la propia existencia de la transexualidad había sido admitida muy prematuramente, no pudiendo distinguirla aun claramente de la homosexualidad y el travestismo.
En este sentido, la discutida perspectiva de Charles Socarides2 puede considerarse como precursora de las llamadas terapias de “reconversión”, ya que en las primeras décadas del siglo XX desarrolla experimentos terapéuticos para “reorientar” el deseo de homosexuales y travestis. Concibe la homosexualidad como una psicopatía y las intervenciones, que propone buscan reducir e incluso eliminar la atracción sexual o romántica hacia personas del mismo sexo.
Recientemente varios psicoanalistas lacanianos retomaron algunos de estos planteos (Chilland, 1999; Frignet, 2000; Millot, 1984; Mercader, 1997). En todos los casos conciben la transexualidad como la expresión de una identidad patológica, ya sea narcisista, borderline o psicótica y se oponen fervientemente a la cirugías como opción terapéutica. Catherine Millot, en las conclusiones de su libro Exsexo: Ensayo sobre el transexualismo, sostiene:
Que el transexualismo se funda en el sentimiento íntimo de ser mujer u hombre es una de las falsas certezas que los transexuales permiten poner en tela de juicio. Hay otra certeza que es importante discutir: la de que el remedio al malestar de los transexuales no pueda consistir más que en el cambio de sexo (1984, p. 129).
Claramente, la llamada sexuación en términos psicoanalíticos anclada en el reconocimiento de tener o no tener falo -identificado como órgano sexual (Freud, 1925), o como significante y referente simbólico (Lacan, 1958)- se presenta en evidente tensión con la perspectiva que plantean los estudios de género, particularmente con las versiones que proponen una mirada desnaturalizadora (Butler, Laqueur, Fausto Sterling, entre otros).
Desde otro ángulo de la controversia, el endocrinólogo Harry Benjamin popularizó el término transexualismo (1953) ratificando las hormonas y las cirugías como únicas opciones de tratamiento para aquellas personas que presentan una incongruencia entre sexo y género, descartando la terapia psicoanalítica.3 En sus propios términos, se trata de “ajustar el cuerpo a la mente y no la mente al cuerpo”. El médico alemán será el primero que intentará una individualización moderna del síndrome, identificando el transexualismo como una: “enfermedad concreta”, cuya etiología respondería a factores endócrinos; distinguiéndola a la vez del travestismo y la homosexualidad.
El hombre y la mujer transexual se siente profundamente infeliz, como miembro del sexo (o género) que se le asigne, de acuerdo a las estructuras anatómicas de su cuerpo, particularmente los genitales. Para evitar malas interpretaciones esto no tiene nada que ver con el hermafroditismo. El transexual es físicamente normal (ocasionalmente con pobre desarrollo). Sus órganos sexuales, tanto los primarios (…) como los secundarios (…) son deformaciones repugnantes que tienen que ser cambiadas por el bisturí del cirujano. Esta actitud parece ser el diagnóstico diferencial clave entre los dos síndromes travestismo y transexualismo (Benjamin, 1966, p. 11, traducción propia).
Los defensores de la cirugía ganaban terreno y poco a poco se construía legitimidad en torno a las intervenciones hormonales y quirúrgicas como opciones terapéuticas válidas y de un saber acerca del diagnóstico, etiología y desarrollo de la transexualidad que se expresaba en la publicación de artículos en revistas científicas especializadas, a través del estudio de casos y la difusión del éxito de las intervenciones. En esta perspectiva la causa del malestar se ubica en el plano biológico, más recientemente esta postura pondera el papel de las hormonas sexuales que actúan en la impregnación cerebral del feto (Zhou, Hofman, Gooren, & Swaab, 1995).
Además, en este período surgen dos grandes instituciones abocadas al tema y con un fuerte rol legitimador de la experiencia trans como problema biomédico, dando origen a una nueva categoría: el síndrome de Harry Benjamin. La Erikson Foundation de Baton Rouge (Louisiana), aparece en 1964 como una organización filantrópica, cuyos objetivos serán la difusión, estudio y educación en la temática transexual. Creada por Reed Erikson ex paciente de Benjamin, nacido en 1917 como Rita Alma Erikson, que comenzara su proceso transexualizador en 1963. A partir de la Fundación surgió la Unidad Nacional de Ayuda a los Transexuales, y entre 1968 y 1976 se editó el primer Boletin Trans, que tenía más de 20.000 suscriptores, a la vez que se puso en marcha una Red Nacional de contacto que aglutinaba a más de 250 médicos. La Fundación comenzó a subvencionar los primeros proyectos de lo que luego sería la segunda y más importante institución acerca del tema: la Harry Benjamin Foundation. Formada también en 1964, realizó su primer congreso en Londres en 1969; luego pasaría a llamarse Harry Benjamin International Gender Dysphoria Association (HBIGDA), y publicará el primer protocolo de atención de la salud adoptado en todo el mundo, Standards of Care for Transsexual Patients (1979).
Otro de los puntos de la álgida controversia, entre un sector del campo psi y los médicos que alentaban el desarrollo de terapias hormonales e intervenciones quirúrgicas para las personas transgénero era-en el caso de considerar la cirugía de reasignación como opción terapéutica- cuál sería el parámetro para la restricción de “la demanda”. Los primeros, no creían que debieran practicarse cirugías ante la sola solicitud de los “pacientes”, sino que planteaban la necesidad de una evaluación más profunda de las circunstancias, tanto subjetivas e interpersonales, como físicas de las personas que solicitaban ser intervenidas.
Los defensores de las cirugías sostenían que lograban resolver con éxito los conflictos y la disociación entre imagen corporal e imagen mental. A la vez que adherían a una teoría etiológica de la transexualidad que se centraba en su carácter no psicopatológico y es uno de los puntos más álgidos en la discusión con los psicoanalistas y la disputa entre los dos campos del saber.
La psicoterapia que tiene como objetivo curar la transexualidad con los métodos actuales es un cometido inútil. La orientación de género falsa en la mente del transexual no puede cambiarse (…) Puesto que es evidente, por lo tanto, que la mente del transexual no puede ajustarse al cuerpo, es lógico y justificable intentar lo opuesto, ajustar el cuerpo a la mente (Benjamin, 1966, p.91, traducción propia).
Las pruebas y signos diagnósticos se erigen como el propio límite, que se conforma sobre la base de la convicción subjetiva del paciente, su grado de angustia y su insistencia en la operación. El conflicto desatado entre los defensores de las intervenciones quirúrgicas y aquellos que se manifestaban a favorde una modalidad terapéutica alternativa a la cirugía, provocó cierto apremio hacia los médicos para que regularizaran las políticas de tratamiento y desarrollaran algún mecanismo que permitiera medir niveles o grados en la construcción del diagnóstico. En 1973, el psiquiatra norteamericano Norman Fisk introduce el concepto disforia de género -con la intensión de dar cuenta de la ansiedad y la angustia que produce el conflicto entre identidad sexual y genitalidad- luego categorizado como como una patología psiquiátrica e incluido con diversas variantes, en el Diagnostic and Statistic Manual of Mental Disorders (DSM), publicado por la American Psychiatric Association (APA).
Intentado estabilizar la controversia. El camino a la psiquiatrización
La controversia entre el campo biomédico y el campo psi, logró un principio de estabilización a través de una salida para el problema de la restricción de “la demanda” y la estandarización en el diagnóstico que incluía un nuevo campo: la psiquiatría. Ésta representa una especie de consenso entre la postura de Benjamin y la perspectiva del campo psi -aunque claramente a favor de la primera y ubicada dentro del campo biomédico- posibilitando la caracterización de una serie de trastornos y síndromes que no responden específicamente a desórdenes en el plano fisiológico.
Los mencionados desarrollos de Stoller inauguraron una nueva mirada acerca de la transexualidad que posteriormente pasó a considerarse un trastorno dela identidad y no de la sexualidad. De acuerdo al planteo de Russo y Venâncio (2003) entre los trastornos clasificados como orgánicos e inorgánicos existía un tercer tipo, en el que se ubicaban los trastornos que no podían catalogarse como orgánicos, pero tampoco como plenamente inorgánicos, como sería el caso de la transexualidad. Los denominados “disturbios de personalidad”, ubicados en el campo de la psicopatía, incluían los llamados comportamientos anti-sociales. Dicha categoría implicaba una nueva forma de comprensión de los trastornos mentales, ni orgánica ni propiamente psíquica, más bien moral, desafiando las teorías psicológicas y biológicas existentes, así como las formas de tratamiento tradicional. Los psiquiatras y los psicólogos se disputaban el tratamiento de los “psicópatas” dando lugar a una medicalización de esos disturbios morales, entre los que podían hallarse: el travestismo, la pedofilia, el voyerismo, el transexualismo, el fetichismo, el sadismo y la homosexualidad.
El proceso de patologización de la transexualidad, como parte del dispositivo que se venía implementando, resulta formalmente sistematizado con la inclusión de la categoría “transexualismo” en el DSM III en 1980. Paralelamente, la transexualidad ingresa oficialmente en la clasificación internacional de enfermedades (CIE) publicada por la OMS en 1975, en la novena versión en la que se presenta como “transexualismo”. En la siguiente versión CIE-10 (1989) que está en vigencia actualmente, continúa utilizándose el mismo término.
Inicialmente, el transexualismo no aparece como categoría diagnóstica en las primeras versiones del DSM (I, 1952 y II, 1968), en las que si se mencionan la homosexualidad y el travestismo dentro de los llamados “psychosexual disorders”. En las versiones posteriores a 1980 (DSM-IV, 1994 y DSM-IV-TR, 2000), el término es reemplazado por el de Gender Identity Disorders (GID) o TIS (Trastorno de Identidad Sexual), en su (fallida) traducción al español (Nieto, 2008). Tal como lo expresa Nieto (2008) resulta llamativo que en las traducciones españolas del DSM y en una parte de la producción científica se utilicen el término TIS, (Trastorno de Identidad Sexual) en lugar de TIG (Trastorno de Identidad de Género), que correspondería a una traducción correcta de Gender Identity Disorders (GID).
El GID se incluye en el apartado: “Trastornos sexuales y de la identidad sexual”, que se subdivide en cuatro categorías menores: las disfunciones sexuales, las parafilias, los trastornos de identidad sexual y los trastornos sexuales no identificados (donde se agrupan los casos que no entran en las primeras tres clases). La más reciente versión del DSM (DSM V, 2013) sólo propone un nuevo cambio de categoría: Gender Dysphoria (GD). Con este concepto se pretende hacer referencia al estado de depresión, malestar y descontento que muchas veces experimentan las personas transgénero y que acompaña el conflicto entre identidad y genitalidad, un género disfórico es un género inconveniente.
Previamente al proceso de elaboración de esta última versión, comenzó a discutirse la posibilidad de despatologizar la experiencia transgénero. Esto ha dado lugar a nuevas controversias en torno a las modalidades de abordaje de la experiencia, habilitando las voces de otros actores que se presentan disputando el saber experto (Dellacasa, 2015). A pesar que el origen del estudio de controversias, como ya mencionamos, se inició en ámbitos científicos con las posiciones de los expertos, de un tiempo a esta parte otros actores han comenzado a tomar parte en las discusiones y a sostener posturas propias, muchas veces utilizando argumentos que provienen del propio campo científico.
Se han organizado marchas y movilizaciones a nivel mundial, desde hace más de diez años que los colectivos y las organizaciones LGBTTTI del mundo vienen planteando la necesidad de quitar la transexualidad y el TIG del DSM para, de ese modo, acabar con el diagnóstico psiquiátrico y la patologización. En 2009 se llevó a cabo la primera y más importante movilización trans, en más de cuarenta ciudades de Europa, Asia y América, se manifestaron a favor de la campaña Stop Trans Pathologization-2012. Una red internacional de despatologización, que promueve dejar de considerar la transexualidad como una enfermedad mental y quitar el “trastorno de género” del DSM.
Este argumento reavivó una de las principales paradojas que atraviesa la medicalización de la experiencia transgénero en torno al diagnóstico. Al quitar la categorización del DSM, caería la noción de patología, lo que por un lado, elevaría el nivel de autonomía y libre determinación de las personas trans, a la vez que contribuiría a terminar con la estigmatización. Pero, por otro lado, habilitaría a que la salud pública se desligara de la obligación de cubrir los costos de los tratamientos hormonales y de las cirugías de reasignación por no ser “medicamente necesarias”, quedando restringido su acceso a aquellas personas que puedan pagarlos. En Argentina esta paradoja ha quedado saldada con la sanción de la Ley 26.743, conocida como Ley de Identidad de Género. Cuyo principio despatologizante garantiza acceso a una atención de la salud integral, gratuita y de calidad para las personas transgénero.
Tal como plantea Judith Butler (2009) el diagnóstico para algunos es una “bendición ambivalente, para otros una maldición ambigua”. Puede funcionar como un elemento que favorezca la autonomía y el deseo de transformación corporal de las personas transexuales, como a la vez puede “asesinar el alma”. Especialmente en niños y adolescentes, la fuerza patologizante del diagnóstico puede ser debilitante para quienes no tienen recursos críticos para resistirla. Las categorizaciones psiquiátricas “disforia de género” o “trastorno de identidad de género”, refuerzan la idea de que la persona es afectada por fuerzas que ella no comprende. A la vez, que reproduce el lenguaje de la corrección, la adaptación y la normalización, respecto del binarismo reinante.
El precio de usar el diagnóstico para conseguir lo que se quiere es el de que no se pueda usar el lenguaje para decir lo que realmente se piensa que sea verdad. Una persona paga por su libertad, por así decir, al sacrificar el derecho de usar el lenguaje para decir la verdad. En otras palabras, una forma de libertad sólo es obtenida al precio de renunciar a la otra (Butler, 2009, p.112).
Discusión y conclusiones
Tanto la perspectiva psi como la de las demás ciencias de la salud que analizamos presentan la experiencia transgénero como si fuera un fenómeno homogéneo, natural, una entidad preexistente e independiente de los discursos que dan cuenta de ella. Como si el sexo, el género y la sexualidad pudieran pensarse por fuera de las intersecciones políticas, histórico-sociales y culturales en las que intervienen, se producen y mantienen. Al presentar el proceso de producción de la transexualidad como un hecho, consideramos la compleja articulación de diferentes variables y dimensiones. En este análisis vinculamos el bautismo conceptual de las experiencias, que se materializa en el “etiquetamiento diagnóstico” de los sujetos y la capacidad performativa del lenguaje analizada por Austin (1971). Los enunciados que construyen los profesionales de la salud adquieren, en muchos casos, el tono de una descripción en tanto presentan un estado de cosas como dado y subrayan esta intención a través del uso de formas verbales tales como: ser, haber, existir. Los atributos, comportamientos y relaciones que atribuyen los profesionales a las personas trans se presentan en los relatos como realidades pre-existentes; a través de aseveraciones que naturalizan la vinculación entre un conjunto de rasgos o características y el “ser transexual”. Al presentar los relatos que se hace de los pacientes, actividades y preferencias (deseos) como pertenecientes al ámbito del trastorno, se genera un movimiento que convierte comportamientos y deseos en síntomas y criterios diagnósticos, dotándolos a la vez de neutralidad, objetividad y pureza. Y ese movimiento no es reconocido.
El tipo de verdad que construye el relato de la ciencia, absoluta, neutra y universal tiene inevitables consecuencias políticas. Cuando consideramos el discurso científico sobre la biología humana no como un relato, sino como “un espejo de la naturaleza más que una representación de la naturaleza”, asumimos que trasciende el tiempo y el espacio (Gordon, 1998, p. 5). Desde esta perspectiva, las rutinas tienden a establecer protocolos para la administración de tratamientos que conforman dispositivos, cuyo principal objetivo es facilitar (y si fuese posible estandarizar) los procesos de tomas de decisiones complejos. Ciertamente algunas dimensiones sociales o morales se imponen a las prácticas provocando vacíos legales y de sentidos. Estas tensiones caracterizan las prácticas de los profesionales que deben confrontar en la gestión operativa del diagnóstico y las intervenciones, decisiones sobre: edad de las personas, salud mental, legalidad y riesgos clínicos de las operaciones ante posibles complicaciones, entre otros (Roca, & Dellacasa, 2015).
Las tecnologías encarnadas en instituciones sociales aceitan mecanismos que combinan saber, poder y verdad con la intención de modelar los cuerpos, los placeres y las subjetividades. Así, la dinámica del dispositivo de la transexualidad promueve una ruptura (y nueva articulación) de referencias identitarias, lazos sociales, tiempo lineal y tiende a disolver las fronteras entre naturaleza y artificio.
En este sentido es relevante considerarlas posibilidades que habilitan las tecnologías de intervención corporal, respecto de la producción de nuevas subjetividades. “Las cirugías no tienen que ver con la estética, sino con la identidad”, afirma Davis (citado en Negrin, 2002, p. 24). De este modo, para aquellas personas que se sienten “atrapadas” en un cuerpo que no refleja el real sentido de lo que ellas son, las intervenciones corporales se presentan como instancias abiertas de renegociación de la subjetividad, a través del propio cuerpo. En definitiva, son modos de moldear las elecciones de vida mediante la modelación quirúrgica del cuerpo, dando como resultado nuevas formas de ser y estar en el mundo. Si bien las intervenciones corporales le permiten a las personas trans percibirse en el sentido de un “yo corporizado”; ésta premisa se basa en la alienación del cuerpo respecto del yo, como requisito previo de su consecución. Detrás de este planteo se encuentra la proposición ya mencionada del dualismo cartesiano, que separa la mente del cuerpo habilitando la concepción de éste último, como algo que puede ser manipulado. En este sentido, las cirugías pueden pensarse como elemento de desestabilización de la subjetividad.
El cuerpo ha sido dramáticamente re-diseñado a través de la aplicación de nuevas tecnologías de corporalidad. Hacia fines de los años ’80 la idea de unificación y fusión de lo biológico y lo tecnológico se había infiltrado en la imaginación de la cultura occidental donde la ‘tecnología humana’ había devenido en una configuración familiar para los sujetos de la posmodernidad (Balsamo, 1996, p.54).
El cuerpo deja de pensarse como una entidad natural, innata, inmutable, o como el “regalo de Dios” y es visto como una herramienta que puede usarse para deconstruir la noción de sujeto o unificarlo, reemplazándolo por una concepción performativa del yo, en un estado constante de trasmutación. Haraway (1991) argumenta que las posibilidades de intervenciones corporales que habilitan las nuevas tecnologías, disputan las rígidas oposiciones modernas. Ella cree que las personas deberían hacer libre uso de estas tecnologías y aprender a encaminarlas de acuerdo a sus propios fines.
Las dos perspectivas que presentamos en este análisis de controversias patologizan e individualizan la experiencia transgénero abordándola en términos de “casos”; sobre la base de un modelo dimórfico y heteronormativo de sexos/géneros. Sostenemos que es fundamental contemplar el aporte de los estudios Queer a esta problemática, en tanto posibilitan una nueva lectura, dinámica y no esencialista de las identidades de género replanteando la relación naturaleza/cultura (Butler, 1990). De este modo, se invierte el foco de análisis del individuo a la estructura social ¿Cómo los mecanismos sociales y las instituciones producen esa sensación de anormalidad en las subjetividades transgénero?
Finalmente, este proceso de desnaturalización, que como analizamos se inició con el concepto de identidad de género, continúa avanzando paulatinamente hacia la sexualidad, los cuerpos y las subjetividades. Concluimos que la posibilidad de desandar los mecanismos de producción de conocimiento científico en torno a la sexualidad, al género y la subjetividad, así como de analizar cómo operan las tecnologías, representan oportunidades abiertas para iluminar la naturaleza construida, artificial y culturalmente de lo femenino y masculino.