Para una estética de lo lúdico
Desde hace al menos dos décadas, el campo de los game studies se constituyó como el territorio privilegiado de las investigaciones académicas sobre el videojuego y el juego. Se trata de un campo y no de un corpus teórico unificado: las perspectivas que lo cruzan son múltiples y construyen diferentes objetos de estudio, trazando un amplísimo catálogo de interrogantes. Hace poco menos de una década, el campo empezó a dar los primeros abordajes de orden estético. Fun, Taste & Games. An Aesthetics of the Idle, Unproductive, and Otherwise Playful, de John Sharp y David Thomas, es uno de los capítulos más recientes en esa línea de problematizaciones. El libro se publicó en 2019 bajo el sello del MIT Press, que posee el catálogo de game studies más extenso y diverso, y lo hizo dentro de la colección Playful Thinking, que apuesta por estudios breves que retomen investigaciones académicas de largo aliento: varios libros de la serie son tesis doctorales reescritas con un estilo más bien ligero que trata de conservar la complejidad inherente de los temas sin obstaculizar la lectura.
Los autores inscriben sus intereses en torno de la cuestión de la experiencia estética. Esto supone una novedad en relación a otros trabajos de los game studies que abordan el videojuego y lo ponen en diálogo con temas relativos al campo de las artes. Una buena parte de esos estudios giró en torno a la discusión del estatuto artístico al medio: estas intervenciones se enmarcaron en la filosofía, fueron esporádicas y no constituyeron, en líneas generales, una investigación de gran volumen ni sostenida en el tiempo (Tavinor; Schrank; Sharp; Rough; Ridge). Aunque más recientes y con menos títulos en su haber, las líneas de indagaciones que giran alrededor del videojuego y la experiencia estética fueron bastante más fecundas (Kirkpatrick; Upton).
El centro de las reflexiones es la problematización de la experiencia ante el juego, el videojuego y otras actividades lúdicas desde una perspectiva que atienda al encuentro entre sujeto y objeto, a la relación establecida entre ambos por obra del primero. La pregunta se quita rápidamente de encima el lastre de las discusiones sobre el estatuto artístico. Sharp y Thomas se ubican abiertamente bajo la línea abierta por los grandes nombres de la estética (Baumgarten y Kant son dos referencias recurrentes) y, al mismo tiempo, siguen a autores más móviles como Gérard Genette. El gesto es claro: abandonar los enfoques que le asignan a lo estético diferentes valencias sociales, o que lo hacen depender de aspectos ligados a las instituciones del campo de las artes (como sucede, por ejemplo, en George Dickie), e insistir en el abordaje cognitivo de la experiencia y en su independencia respecto de las prácticas de fruición del arte.
Tal como lo plantearon en diferentes tiempos y desde distintas perspectivas Genette y Jean-Marie Schaeffer (aunque con líneas de continuidad fuertes que señalan una sólida afinidad teórica), hablar de experiencia estética supone tomar un partido sobre varias cuestiones. A muy grandes rasgos, implica abandonar la búsqueda de propiedades estéticas que se diferenciarían de otras presuntamente “banales”; dejar de considerar la dimensión intencional, ya sea que se hable de los propósitos del creador o de la función de los objetos en contextos específicos (la experiencia estética desborda sin lugar a dudas los espacios del arte y sus objetos); finalmente, las investigaciones de Schaeffer (Adiós y La experiencia) suponen la revaloración del sustrato cognitivo-fisiológico de la experiencia estética y, por eso mismo, implican situarla a la par de otros fenómenos atencionales, recordando que no debe atribuírsele ninguna diferencia de grado (aunque sí del orden funcional) respecto de otras modalidades de la cognición, despojándola a su vez de cualquier resto trascendental que pudiera haberle adosado el romanticismo.
La problematización de la diversión (fun) desde una perspectiva estética implica, en su libro, dirigir el estudio hacia el campo de lo atencional, lejos del análisis de propiedades, intenciones y tomando distancia de cualquier intento de “legitimar” el medio y sus prácticas. Para los autores, la noción de fun llama la atención sobre un espectro afectivo de la experiencia estética que la disciplina, desde Kant a la fecha, sostienen, no parece haber notado. Así, más allá del acto de discriminación sensorial y del consiguiente placer o displacer involucrado (elementos mínimos que definen la estructura elemental de la experiencia estética), proponen que la predisposición a comportarse lúdicamente entraña cuestiones perceptuales específicas. Dar cuenta de los aspectos y el funcionamiento del comportamiento lúdico, entonces, permitiría comprender un significativo haz de cuestiones atencionales que podrían (deberían) subsumirse dentro del universo de la experiencia estética.
Los autores explican que la categoría de fun descansa en tres rasgos fundamentales: la separación, las formas lúdicas y la ambigüedad; la confluencia de esos tres aspectos es lo que explica el funcionamiento cognitivo que se pone en marcha cuando se activa un comportamiento lúdico. La separación (set-outsideness) refiere a las tensiones entre el juego y otras actividades. Se trata de una idea fuertemente arraigada en los estudios del juego y del videojuego que parece haber fijado Johan Huizinga en su Homo Ludens. Allí, Huizinga establece la noción de círculo mágico como dimensión constitutiva del juego: esto significa que el juego se manifiesta con límites claros que lo diferencian de otras actividades. Los game studies llamaron la atención sobre la fragilidad del concepto de círculo mágico en varias ocasiones. En efecto, como afirman Sharp y Thomas, el límite entre juego y cotidianeidad es poroso y móvil: el postulado de Huizinga representa una idea de laboratorio inhallable en la vida social.
Asumiendo la complejidad de intercambios y tránsitos que caracterizan al juego, entonces, los autores proponen abandonar las distinciones tajantes y considerar, en todo caso, la separación como un aspecto cognitivo, que hace a la disposición del sujeto: “Play starts with the recognition of an opportunity for play. We don’t leave the world to play; we just circumscribe aspects of the world carefully enough to permit play” (9). Se trata de una distinción frágil, una frontera psíquica que no resulta clara: esto explicaría, en todo caso, que la separación cognitiva, condición del fun, puede proyectarse en cualquier tipo de actividad, lúdica o de otra clase.
El concepto de forma lúdica es, en todo caso, menos vago, pero supone algunos problemas teóricos. Thomas y Sharp explican que estas formas son aquellos artefactos materiales o inmateriales que posibilitan un involucramiento lúdico; vehiculizan el juego, se vuelven su soporte (físico o mental) y, por lo tanto, posibilitan la activación de una atención estética de orden lúdico. El problema de la noción de forma lúdica es que supone un elemento externo a la cognición, no atencional. Así, la idea de fun pierde su carácter plenamente cognitivo y adquiere un sustrato material. Es llamativo que los autores no detecten esa contradicción, aunque eso tampoco hace gran mella en el aparato conceptual y metodológico que despliegan.
El tercer y último componente del fun es la ambigüedad del sentido. Los autores empiezan la definición por la negativa: la ambigüedad no tiene que ver, en principio, con la tensión entre el juego y aquello que no lo es, ni tampoco se liga con los solapamientos que puedan darse entre realidad y ficción dentro del mundo del juego. Sharp y Thomas recuperan aquí una noción de ambigüedad relacionada con el funcionamiento lúdico: varios autores (Juul; Costikyan) sostuvieron que el juego se caracteriza por una incertidumbre que le es constitutiva, es decir, que tanto el desarrollo como el resultado de una partida es siempre imprevisible (esto sugiere que todo aquello que atente contra esta incertidumbre —por ejemplo, un arreglo secreto entre los contendientes— liquida el carácter lúdico de la actividad). Dejando de lado el claro tinte filosófico y normativo de esa idea, la ambigüedad, explican, posibilita una apertura de orden metacomunicativo: la incertidumbre que hace al desarrollo de la actividad habilita en los jugadores la producción y negociación del sentido. En otras palabras, cada jugador puede apropiarse de diferentes maneras del desarrollo de la actividad. “Sentido” no debe entenderse aquí como una dimensión semántica, entonces, sino que debe ser pensando en términos relacionales; en otras palabras, conviene hacerlo desde el marco de la sociosemiótica (Verón), donde la producción de sentido es un proceso interdiscursivo, es decir, se trata más bien de un proceso, de una relación entre elementos (como en la semiótica peirceana) y no de un enlace convencional entre un significante y un significado (como lo entiende el saussurianismo). El sentido que emerge de la participación lúdica, entonces, no tiene que ver (al menos en esta dimensión de contacto) con la significación o la visión de mundo desplegada en el juego, sino con el reconocimiento o la lectura que de la actividad haga el jugador. Sobre esto, podría argumentarse que, en realidad, cualquier tipo de contacto, lúdico o no, supone un proceso semejante. Al respecto, los autores explican que el sentido ligado al fun tiene la particularidad de estar vinculado con los otros dos aspectos mencionados: así, la ambigüedad constitutiva del juego permite que cada participante “haga” sentido, pero se trata de un proceso restringido por la demarcación (set-outsideness) —siempre móvil y porosa— del juego, y que se acota al contacto con formas lúdicas (esto último, nuevamente, entraña un problema innecesario).
La interacción entre esos tres parámetros permite caracterizar, según Thomas y Sharp, la diversión como un tipo o subespecie de experiencia estética, uno que habría sido ignorado históricamente por la disciplina a causa del lugar social “bajo” asignado a la diversión durante siglos. Es cierto que la cuestión de las formas lúdicas complica sin necesidad la propuesta teórica al desplazar el foco de la experiencia hacia materialidades y clasificaciones sociales. Este escollo, sin embargo, no resta valor al intento de problematizar la cuestión de la diversión desde una perspectiva estética. Reclamar la diversión en los términos planteados por los autores —es decir, lejos de las explicaciones biologicistas (que la entienden como un simple mecanismo adaptativo o como mero exceso de energía) o psicologistas (que reducen su campo de estudio al terreno del juego en la infancia)— y observar el problema desde la estética, puede conducir a algunos resultados importantes. Uno, restituye al fenómeno de la diversión una verdadera escala antropológica; dos (y como consecuencia de uno), permite pensar la diversión como un fenómeno atencional, es decir, como un tipo de actividad que proyecta un esquema cognitivo sobre cualquier objeto u acción; tres (y como efecto de dos), contribuye a diferenciar la diversión del juego, que ya cuenta con varias décadas de vida académica y con un repertorio de problemas y discusiones propios (que una vez que son convocados ofuscan, por su propio peso, cualquier otra indagación). En ese movimiento, a su vez, el libro ayuda a proyectar una línea de investigación singular en la que el fun resulta un objeto de estudio por derecho propio, asumiendo complejidades que le son inherentes y que ahora pueden empezar a esclarecerse a la luz de una perspectiva estética.