Introducción
David Hume y Adam Smith, dos de los principales filósofos sentimentalistas de la Ilustración Escocesa, elaboraron sus respectivas éticas en respuesta a las teorías egoístas de Hobbes y Mandeville. Aunque los pensadores escoceses reconocían que el amor a sí mismo1 era un principio importante en la naturaleza humana, rechazaban la idea de que fuera la única motivación posible para nuestras acciones. Hume, por ejemplo, dice que cuando aprobamos las cualidades que son ventajosas para quien las posee, “no puede ser el amor a sí mismo lo que convierte su contemplación en agradable para nosotros, los espectadores, y lo que promueve nuestra estima y aprobación. … [T]odo recelo a causa de consideraciones egoístas está aquí totalmente excluido. Es un principio absolutamente diferente el que impulsa nuestro corazón y nos interesa en la felicidad de la persona a la que contemplamos” (Hume, 1998: 6.32). Smith, haciendo eco de su predecesor, comienza The Theory of Moral Sentiments (TMS) observando que: “Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de los otros, y hacen que la felicidad de estos le resulte necesaria, aunque no derive de ella más que el placer de contemplarla” (Smith, 1982: I.i.1.13).
Esta visión no reduccionista de la motivación humana supone para ambos autores enfrentan un mismo desafío, a saber, explicar cómo se coordinan los motivos benevolentes y los egoístas en la acción del hombre virtuoso (Hanley, 2015: 720). Smith insiste a lo largo de su TMS en que “[a]unque sea verdad que cada individuo, en su corazón, se prefiere naturalmente a toda la humanidad, [deberá] moderar la arrogancia de su amor propio y atenuarlo hasta el punto en que las otras personas puedan acompañarlo” (Smith, 1982: II.ii.2.1). Y Hume, en su Treatise of Human Nature, reconoce también que “[t]odos nosotros tenemos una extraordinaria parcialidad por nosotros mismos, de manera que, si en cada momento dejáramos escapar libremente nuestros sentimientos en este particular, estaríamos siempre fuertemente indignados unos con otros” (Hume, 2007: 3.3.2.10). De aquí que ambos asuman la tarea de descubrir los medios con los que la moral restringe la autopreferencia o parcialidad innata, que es la principal fuente de conflicto en la vida social.
En este artículo exploraré los distintos medios que estos autores identifican como estrategias naturales para este fin, y cómo estos mismos medios revelan diferencias sustantivas entre sus respectivos sentimentalismos. Hume recurre a las convenciones, acuerdos sociales tácitos de respetar ciertas reglas que crean prácticas mutuamente ventajosas4. Smith, en cambio, recurre a la simpatía mutua o a esa tendencia innata que las personas tenemos a aprobar y sentirnos aprobados por los demás. Como “[n]ada nos agrada tanto como comprobar que otras personas sienten las mismas emociones que laten en nuestro corazón ―dice Smith―, y nada nos disgusta tanto como la apariencia de lo contrario” (Smith, 1982: I.i.2.1), nos esforzamos por modular nuestros sentimientos hasta un punto en que puedan ser aprobados por los demás. Mi tesis será que estos distintos dispositivos para controlar la autopreferencia manifiestan la diversa comprensión que estos autores tienen respecto de la naturaleza y función de la moral, dependiente en parte de la maleabilidad que atribuyen a las pasiones. Hume tiene una visión más bien mecánica de la constitución afectiva humana, y asigna a la moral la función de redirigir y coordinar los movimientos automáticos de las pasiones para posibilitar una vida común armoniosa. Para Hume la superación del egoísmo y del conflicto social es el fin de la moral. En contraste, Adam Smith piensa que la moral es capaz de transformar nuestras pasiones desde dentro. La moral abre una nueva dimensión en la vida humana y su función, más allá de la paz y armonía social, es promover la perfección de la persona.
1. David Hume
1.1. Círculos de cercanía y tipos de motivación
Tanto Hume como Smith piensan que el mérito moral procede de los motivos de la persona, de que sus motivos sean virtuosos55. Hume afirma que cuando nos relacionamos con personas cercanas actuamos naturalmente por motivos benevolentes, y que si estos fueran los únicos motivos en nuestro corazón no habría conflicto en el mundo: “Es fácil darse cuenta de que un afecto cordial hace que entre amigos todo sea común” (Hume, 2007: 3.2.2.17), dice Hume, y “Elevad hasta un grado suficiente la benevolencia de los hombres … y haréis que la justicia se convierta en algo inútil, supliendo su lugar mediante virtudes mucho más nobles y bienes más valiosos” (Hume, 2007: 3.2.2.16; ver también Hume, 1998: 3.6). Sin embargo, esta no es la situación en que se encuentra la naturaleza humana. Cuando las sociedades empiezan a crecer la gente se ve forzada a ampliar sus círculos de interacción y debe relacionarse también con otras personas, a quienes no conocen y por quienes no sienten ningún afecto. En este tipo
de interacción, dice Hume, el motivo que predomina es el del interés propio6.
Este se convierte en el principal obstáculo para la existencia de la sociedad, debido a que cuando “se permite que el [amor propio] actúe a su libre arbitrio, en vez de comprometernos en acciones honestas resulta ser la fuente de toda injusticia y violencia” (Hume, 2007: 3.2.1.10). Hume no cree que exista un remedio natural para controlar estas pasiones parciales (Hume, 2007: 3.2.2.8); no hay motivos naturales para contrarrestar el amor a sí mismo. La solución, en cambio, proviene del artificio. “[O] bien, hablando con más propiedad ―dice Hume― la naturaleza proporciona un remedio en el juicio y el entendimiento para lo que resulta irregular e inconveniente en las afecciones” (Hume, 2007: 3.2.2.9), ya que, aunque naturalmente seamos parciales con los nuestros, “somos capaces de ver las ventajas de una conducta más equitativa” (Hume, 1998: 3.13). De este modo, esa “extraordinaria parcialidad por nosotros mismos” (Hume, 2007: 3.3.2.10) nos lleva a establecer las que Hume llama “leyes de justicia” y “reglas de cortesía”. Las primeras aseguran la propiedad y evitan los conflictos por el choque de intereses egoístas; las segundas evitan los conflictos por orgullo y vuelven grata la interacción social (Hume, 2007: 3.3.2.10). Cuando estas convenciones se consolidan, la sociedad florece.
Hume explica en detalle la génesis de las leyes de justicia, paradigma de las convenciones que se establecen para restringir el amor propio. Dice que el mayor obstáculo para la constitución de la sociedad procede, por una parte, de nuestro egoísmo y generosidad limitados, y, por la otra, de la escasez e inestabilidad de los bienes externos (Hume, 2007: 3.2.2.7). Esta última circunstancia es particularmente relevante porque, de todas las pasiones, solo el ansia “por adquirir bienes y posesiones para nosotros y nuestros amigos más cercanos resulta insaciable, perpetua, universal y directamente destructora de la sociedad” (Hume, 2007: 3.2.2.12). Por ello, cuando la comunidad crece y empezamos a relacionarnos con quienes no tenemos lazos de afecto, se hace indispensable establecer una convención que asegure la estabilidad de los bienes. Esta se origina de manera natural. Cuando las personas comprenden que los principales conflictos sociales surgen de la fácil transición o inestabilidad de los bienes externos, buscan algún modo de fijar la propiedad. Y “esto no puede hacerse de otra manera que mediante una convención en la que participan todos los miembros de la sociedad, que confiere estabilidad a la posesión de estos bienes externos, dejando que cada uno disfrute pacíficamente de aquello que pudo conseguir gracias a su laboriosidad o su suerte” (Hume, 2007: 3.2.2.9). Esta convención no se opone a nuestras pasiones. Al contrario, aunque de un modo oblicuo, las sacia completamente. “[E]s evidente que la pasión se satisface mucho mejor restringiéndola que dejándola en libertad; como también es evidente que, preservando la sociedad, nos es posible realizar progresos mucho mayores en la adquisición de bienes que reduciéndonos a la condición de soledad y abandono individuales, consecuencias de la violencia y el libertinaje general” (Hume, 2007: 3.2.2.13).
Por consiguiente, en el sentimentalismo humeano el interés propio es el motivo original para respetar las leyes de la justicia. Respetamos la propiedad ajena en la medida en que los otros también respeten la nuestra, y por este acuerdo tácito todos satisfacemos nuestros intereses7. Este acuerdo basta mientras la comunidad es pequeña y el daño que provoca cada acto de injusticia es manifiesto. Sin embargo, cuando la comunidad crece, el daño ya no es evidente. En ese instante otro motivo debe concurrir en apoyo de la convención. Es decir, cuando el interés propio (“mi interés en que no se destruya la sociedad”) deja de ser suficiente motivo para no cometer injusticias ―porque no se ve claro cómo una única injusticia pueda poner en riesgo toda la vida social― otro motivo debe venir a apoyar. En concreto, siempre percibimos el daño que sufrimos cuando somos víctimas directas de alguna injusticia, así como el daño que las injusticias provocan en otros. La injusticia, incluso cuando no afecta directamente nuestros intereses, nos desagrada; produce malestar en las víctimas y, por medio de la simpatía ―o ese mecanismo psicológico por el que las personas comparten automáticamente los sentimientos que observan en otros8― participamos de su malestar. La simpatía con el interés público será, entonces, la fuente de la aprobación moral de la justicia (Hume, 2007: 3.2.2.24).
Esta descripción genética de la justicia muestra que la obligación moral, o el sentirse moralmente obligado a cumplir con la justicia, es un motivo que viene a apoyar a la convención cuando el motivo natural para respetarla pierde fuerza debido a que las malas consecuencias de su violación dejan de ser evidentes. Podemos entonces concluir que en la teoría de Hume obedecemos las convenciones (restringimos la autopreferencia) básicamente por razones pragmáticas: por alguna utilidad percibida o por temor al castigo9. Este es el motivo original para constituirlas, y a este motivo se une luego el sentimiento moral. Sin embargo, el sentimiento que apoya al motivo original nunca lo reemplaza del todo. Aunque cumplamos los deberes por razones morales, si el motivo pragmático no estuviera al menos latente, el motivo moral desaparecería. Esa es la situación que describe Hume al decir que cuando las circunstancias externas cambian radicalmente o cuando por alguna razón las leyes de justicia dejan de ser útiles, estas se suspenden (Hume, 1998: 5, 6-9). Si el motivo interesado (pragmático) para restringir el autointerés desaparece (si deja de ser útil restringirlo), el motivo moral que lo apoya también desaparece.
1.2. El automatismo de las pasiones
En la teoría moral de Hume se juzgan como virtuosas aquellas cualidades del carácter que promueven la felicidad del agente o la de aquellos afectados por su acción (Hume, 1998: 9.1). Compartimos su placer por simpatía, que se constituye de este modo en la principal fuente de las distinciones morales (Hume, 2007: 3.3.6.1)10. Pero, aunque la simpatía influya en el gusto y en los sentimientos de aprobación o reprobación11, dirá Hume, “es muy débil como para controlar nuestras pasiones” (Hume, 2007: 3.2.2.24). Este punto es insistentemente recalcado por el autor: “Si se quiere que dirijan nuestras pasiones, los sentimientos tienen que llegar al corazón; pero para ejercer influencia sobre nuestro gusto no necesitan ir más allá de la imaginación” (Hume, 2007: 3.3.1.23). La aprobación simpatética afecta nuestros juicios, pero no tiene el poder para transformar nuestros sentimientos.
Por otro lado, como la simpatía varía según la distancia de las personas con quienes simpatizamos, y como la aprobación moral no puede depender de la vivacidad contingente de nuestros sentimientos, Hume dice que para realizar juicios morales debemos elegir un punto de vista común desde el que contemplar el objeto juzgado y corregir, en la reflexión, las diferencias de simpatía. La aprobación moral, en última instancia, se identifica con el placer que sentimos al asumir esa perspectiva, que resulta de la consideración en general ―sin referencia al interés particular― del placer que el carácter de una persona provoca a sí misma o a otras. Al explicar esta perspectiva, Hume afirma que: “La experiencia nos enseña bien pronto cómo corregir nuestros sentimientos, o por lo menos, nuestro lenguaje ahí donde los sentimientos son tenaces e inalterables” (Hume, 2007: 3.3.1.16. Énfasis mío). También dice: “No siempre las pasiones siguen nuestras correcciones, pero estas sirven suficientemente para regular nuestras nociones abstractas; y son esas correcciones las únicas tenidas en cuenta en nuestras apreciaciones generales de los grados de virtud y vicio” (Hume, 2007: 3.3.1.21. Énfasis mío), y “aunque no siempre intervenga el corazón en estas nociones generales, ni regule sus sentimientos de amor u odio por ellas, son, con todo, suficientes para permitirnos hablar con sentido, y sirven a todos nuestros propósitos en la vida común, sea en el púlpito, en el teatro o en las escuelas” (Hume, 2007: 3.3.3.2). En suma, Hume está señalando que ni la simpatía espontánea ni la simpatía corregida tienen el poder de transformar nuestros sentimientos.
No obstante, aunque la simpatía no pueda cambiar nuestras pasiones, las convenciones sí pueden manipularlas desde fuera y cambiar su dirección. Las convenciones se aprovechan de los principios o mecanismos naturales que automáticamente regulan nuestras pasiones, entre los que destaca el principio que dice que “todo lo que es contiguo en el espacio o en el tiempo… actúa comúnmente con más fuerza que un objeto a mayor distancia o más obscurecido” (Hume, 2007: 3.2.7.2)12. La justicia, o aquella convención que restringe el amor propio para una mejor satisfacción del mismo amor propio, es un muy buen ejemplo. La justicia no afecta al motivo del amor propio; solo cambia la dirección de la pasión mostrándonos otro objeto (la preservación de la sociedad) que lo satisface mejor. Este es un dispositivo de gran eficacia cuando ese “otro objeto” (la preservación de la sociedad) está efectivamente a la vista. Pero cuando la sociedad crece y la posición relativa de los objetos cambia, la ventaja actual de una injusticia se percibe como mucho más cercana que el eventual daño que una única injusticia pudiera ocasionar a la sociedad. En este caso, “[a]unque estemos plenamente convencidos de que este segundo objeto supera [en valor] al primero, somos incapaces de regular nuestras acciones por este juicio, sino que nos plegamos a lo que solicitan nuestras pasiones, que abogan siempre en favor de lo que esté cercano o contiguo” (Hume, 2007: 3.2.7.2. Énfasis mío)13.
Si estamos determinados a seguir la dirección de las pasiones, ¿qué hacer cuando la justicia, esencial para la existencia de la sociedad, está en peligro? La respuesta es una nueva convención que re-sitúa los objetos de nuestras pasiones. El remedio a esta debilidad natural ―o a la propensión a preferir lo cercano a lo remoto― es, nuevamente, “cambiar nuestras circunstancias y situación, haciendo de la observancia de las leyes de la justicia nuestro interés más cercano, y de su violación, el más remoto” (Hume, 2007: 3.2.7.6)14. Cambiamos las circunstancias externas porque “es imposible cambiar o corregir ninguna cosa importante en nuestra naturaleza”. El estudio, la reflexión, el consejo, la meditación y la resolución son medios inefectivos, porque “[l]os hombres son incapaces de curar radicalmente, lo mismo en ellos que en los demás, esa mezquindad de alma que les lleva a preferir lo presente a lo remoto” (Hume, 2007: 3.2.7.6). No pueden cambiar su naturaleza, pero sí pueden cambiar su situación.
Hume funda su teoría moral sobre esta visión mecanicista de las pasiones. Las pasiones reaccionan y tienden a sus objetos con intensidad proporcional a su distancia y brillo. No tenemos la capacidad de transformarlas, pero sí podemos redirigirlas alterando la posición de los objetos hacia los que ellas automática y necesariamente tienden. Podemos manipular las pasiones desde fuera, cambiando las circunstancias. Esa es la función que cumplen las convenciones, esas instituciones sociales creadas como dispositivos pragmáticos para canalizar las pasiones antisociales. Las convenciones se sirven del automatismo y fuerza de las pasiones para coordinar los impulsos interesados de todos los miembros de la sociedad en un sistema cooperativo que satisfaga, aunque de modo oblicuo, esos impulsos. Básicamente las convenciones regulan nuestras pasiones cambiando las circunstancias, poniendo algunos objetos de interés más cerca o anexando premios y castigos a determinadas conductas.
En consecuencia, para mostrar cómo se coordinan los motivos egoístas y los benevolentes en la conducta de una persona virtuosa, Hume comienza por separar áreas. En una, donde nos relacionamos con quienes amamos y nos mueven principios benevolentes, no es necesario introducir ningún tipo de corrección por parte de la moral. En la otra, donde nos relacionamos con quienes nos son indiferentes y nos mueve el amor propio, necesitamos convenciones que refrenen los impulsos inmediatos y nos induzcan a conformarnos a un esquema de interacción que, en última instancia, también satisface el amor propio. Las convenciones redirigen las pasiones sin cambiarlas. Nuestros motivos son los mismos ―por decirlo así― “antes y después de la moral”. El amor propio no es realmente “superado” en esta ética; pero sí es canalizado en lo que Hume llama las “relaciones interesadas entre los hombres” (Hume, 2007: 3.2.5.10)15, relaciones que nos benefician a todos.
En síntesis, la moral es necesaria para la interacción social armoniosa. Necesitamos un lenguaje común, y la moral lo proporciona. Necesitamos restringir nuestro amor propio en las acciones externas, y la moral proporciona los medios para hacerlo a través de las convenciones. Y, para Hume, esto es todo lo que se requiere para hacer del hombre un miembro apto para la vida social (Hume, 2007: 3.2.2.13.).
2. Adam Smith
Tal como el de su antecesor, el sentimentalismo moral de Adam Smith también se estructura en torno a los medios con los que se restringe el amor propio o las motivaciones egoístas. Sin embargo, como se aprecia desde los primeros capítulos de la TMS y su propio concepto de simpatía, su solución es muy distinta a la de Hume. Para Smith, el mismo proceso simpatético corrige la tendencia que tenemos a sobrevalorar los propios sentimientos. De este modo, en contraste con Hume, Smith encuentra el medio para restringir la autopreferencia en una característica innata de nuestra psicología, y no en un artificio o una convención externa. Esta disimilitud configurará una psicología moral muy diversa que, a su vez, dará lugar a una ética de virtudes muy distinta.
La diferencia entre estas dos nociones de simpatía queda bien resumida en la distinción que hace Samuel Fleischacker entre simpatía-contagio y simpatía-proyección (Fleischacker, 2012: 276). La primera obedece a los movimientos mecánicos de las pasiones; el espectador es pasivo mientras los sentimientos pasan causalmente de una persona a otra (Fleischacker, 2017: 7. También Fleischacker, 2012: 276, y Hanley, 2015: 711). En contraste con esa noción, en la simpatía-proyección el espectador debe ser activo, pues necesita salir de sí mismo para identificarse imaginativamente con el agente. El espectador debe ponerse en la situación del otro, ponerse en sus zapatos o cambiar imaginariamente de posiciones para devenir, como dice Smith, “en alguna medida, la misma persona con él” (Smith, 1982: I.i.1.2-3).
Este nuevo modo de comprender la simpatía tiene consecuencias decisivas para la ética. En primer lugar, cambia el punto de vista desde el que se realizan los juicios morales. Con la simpatía humeana estos se hacen desde una perspectiva externa, donde el espectador simplemente replica los sentimientos del agente y de aquellos afectados por su acción. El espectador recibe esos sentimientos como en una transfusión16. Con la simpatía-proyección, en cambio, el espectador debe asumir la perspectiva interna del agente y crear en sí mismo, desde abajo, los sentimientos que imagina que el agente tiene (Fleischacker, 2012: 292). Una segunda consecuencia que deriva del cambio de perspectiva es que la simpatía ya no surge de la visión de las pasiones del agente sino, como dice Smith, “de la situación que la provoca” (Smith, 1982: I.i.1.10). Naturalmente, al asumir la perspectiva del otro ya no tenemos al frente sus sentimientos sino al objeto o la situación a la que estos responden (Darwall, 1999: 144).
Finalmente, una tercera consecuencia de esta simpatía es que al proyectarnos en la posición del otro se abre la posibilidad de que los sentimientos que en su nombre tenemos no coincidan con los que el otro efectivamente tiene. Así, la simpatía-proyección “nos pone en la situación de secundar o de disentir de los sentimientos del otro. Como dice Smith, podemos expresar nuestro parecer sobre la ‘propiedad’ de [i.e. cuán apropiados son] sus sentimientos” (Darwall, 1998: 268). Si observamos que hay correspondencia entre los sentimientos del agente y los nuestros, los aprobamos, los juzgamos apropiados, justificados, adecuados para la situación que los provoca. Si no hay correspondencia, no hay simpatía y juzgamos que los sentimientos del agente son inapropiados. “Aprobar las pasiones de otro ―dice Smith― es lo mismo que observar que podemos simpatizar completamente con ellas” (Smith, 1982: I.i.3.1). Por tanto, la aprobación moral en Smith también se identifica con un sentimiento de placer17, pero a diferencia de Hume es un sentimiento que indica adecuación, proporción del motivo a la situación. La simpatía, de este modo, “nos da ya una primera noción de que ciertos sentimientos son apropiados para una situación y otros en cambio no lo son” (Fleischacker, 2017: 6)18.
Esta simpatía no-mecánica permite a Smith dar otro paso para mostrar cómo, a pesar de la autopreferencia innata, nuestras disposiciones emocionales están bien equipadas para restringir esa tendencia. Este paso lo da al describir la tendencia innata que todas las personas tenemos de buscar el llamado placer de la simpatía mutua, que es el placer que sentimos al comprobar que la otra persona está sintiendo lo mismo que nosotros. “Nada nos agrada tanto como comprobar que otras personas sienten las mismas emociones que laten en nuestro corazón, y nada nos disgusta tanto como la apariencia de lo contrario” (Smith, 1982: I.i.2.1), dice. Y agrega de inmediato que el amor propio no puede explicar esta tendencia, porque el placer o disgusto lo sentimos tan instantáneamente, y en situaciones tan triviales, que no es plausible que derive de una consideración respecto al propio interés19. La naturaleza ―dice Smith― enseña tanto al espectador como al agente a asumir las circunstancias del otro; a ponerse en su situación y considerar qué sentiría si estuviera en sus zapatos. Asimismo, desde la perspectiva del otro pueden también mirarse a sí mismos como si fueran espectadores de su propia situación. Y “como esa pasión reflejada … es mucho más débil que la original, abate necesariamente la violencia de lo que [ambos] sentían antes de llegar a la presencia [del otro]” (Smith, 1982: I.i.4.8). Tanto el espectador como el agente se esfuerzan en ajustar sus pasiones al punto en que el otro pueda aceptarlas para obtener así el placer de la simpatía mutua. Esta tendencia espontánea muestra que en Smith la simpatía es “un hecho natural, casi inescapable, de la psicología humana” (Debes, 2012: 113) y que es la causa eficiente que en la interacción social se vaya produciendo una “armonía en los sentimientos y afecciones” (Smith, 1982: I.i.4.2).
Así, con la exposición del proceso simpatético, Smith se aleja de Hume describiendo una situación en la que todos los espectadores y agentes están desde siempre comprometidos en un proceso de ajuste emocional. Este esfuerzo recíproco tiene dos grandes consecuencias. Primero, a nivel social, induce a una cierta concordia de sentimientos, “que es suficiente para alcanzar la armonía social” (Smith, 1982: I.i.4.7). Esto era todo lo que Hume requería de la moral; pero para Smith esto no basta. Él no cree que haya verdadera armonía sin verdadera virtud. Por eso, la segunda consecuencia del proceso simpatético es que, a nivel personal, los esfuerzos del agente y del espectador por ajustar sus sentimientos son el comienzo del proceso de adquisición de disposiciones virtuosas20.
2.1. La conciencia y la virtud del self-command
Debido al deseo innato de sentirnos aprobados por los demás, comenzamos a sentirnos ansiosos por saber cómo nos juzgan los otros, y empezamos a examinar nuestras propias pasiones y conducta21. Lo hacemos siguiendo el mismo patrón con el que juzgamos las pasiones y conducta de los demás, suponiéndonos espectadores de nosotros mismos e imaginando cómo nos juzgaríamos bajo esa luz. Nos dividimos en dos, el juez, en cuyos sentimientos respecto de mi conducta intento entrar; y el agente, cuya conducta está siendo juzgada (Smith, 1982: III.1.6). Este au-todistanciamiento inducido por el deseo de sentirse aprobado por los otros y operado por la identificación simpatética es, en la teoría de Smith, el origen empírico de la conciencia moral22.
Desde nuestra propia perspectiva nuestros intereses se verán siempre como si fueran muchísimo más importantes que los intereses de los demás. Por eso debemos aprender a salir de esta perspectiva, cambiar a la posición de un tercero, a la de un espectador imparcial sin relación particular con ninguna de las partes involucradas. Desde ese punto de vista vemos que “no somos más que uno en la multitud, en ningún sentido mejor que cualquier otro en ella; y si nos prefiriéramos tan vergonzosa y ciegamente a los demás, nos volveríamos el objeto propio de resentimiento” (Smith, 1982: III.3.4). Este espectador imparcial imaginario, o “la razón, el principio, la conciencia… el gran juez y árbitro de nuestra conducta,” es quien corrige las distorsiones que produce el amor propio. El hábito y la experiencia, además, nos enseñan a cambiar de punto de vista tan fácil y rápidamente que apenas nos damos cuenta de que lo hacemos (Smith, 1982: III.3.3-4). Solo desde esta perspectiva imparcial la persona puede juzgar acerca de la propiedad de sus propios sentimientos y motivos, y corregir el autoengaño que representa la sobrevaloración de su propia perspectiva (Darwall, 1999: 153; Debes, 2012: 114).
La aparición de la figura del supuesto espectador imparcial en la TMS no solo muestra el origen del proceso con el que Smith busca corregir la autopreferencia, sino que también evidencia su fuerte compromiso con la normatividad moral -algo más bien ausente en la moral funcional de Hume. Dice Smith que los espectadores externos solo son jueces de primera instancia, pues las personas pueden apelar “a un tribunal muy superior, el de sus propias conciencias, el del supuesto… espectador imparcial” (Smith, 1982: III.2.32). La jurisdicción del hombre de fuera se funda en el deseo de alabanza; la del hombre interior, en cambio, en el deseo de ser dignos de alabanza23. La aparición del espectador imparcial, entonces, abre una nueva dimensión en esta ética. Crea una perspectiva inédita desde la que podemos discernir cuáles “deben ser los sentimientos de los otros respecto de nuestro carácter y conducta” (Smith, 1982: III.2.25) ―o, lo que es lo mismo, cuáles deben ser nuestros motivos y sentimientos. Desde el momento en que surge este espectador en el pecho, nuestros sentimientos tienen algo a lo que aspirar, tienen un estándar con el que pueden ser medidos y juzgados (Fleischacker, 2017: 7): tienen una norma, una medida, específicamente, una normatividad moral24.
Tanto el deseo de alabanza como el de ser digno de ella son naturales, distintos e independientes (Smith, 1982: III.2.2)25. El segundo solo se satisface con la aprobación simpatética del espectador imparcial, lo que significa que, para la ética de Smith, el amor a la autoaprobación es, en definitiva, amor a la virtud (Smith, 1982: III.2.8). Esto es importante porque “[n]os complace pensar que nos hemos vuelto el objeto natural de aprobación [i.e. que el espectador imparcial nos aprueba] aunque nadie nos apruebe actualmente; y nos mortifica saber que nos hemos ganado la condena de quienes nos rodean [i.e. que el espectador imparcial nos desaprueba] aunque nadie albergue ese sentimiento en contra de nosotros” (Smith, 1982: III.2.5). La aparición del segundo tribunal, la conciencia, permite a esta ética dar a los juicios morales cierta independencia respecto de los sentimientos actuales de quienes nos rodean. La autoaprobación y la autocondena (o la aprobación y condena del espectador imparcial) no dependen de una transfusión mecánica de sentimientos à la Hume. El terror a ser digno de condena es un fuerte motivo para contrarrestar la au-topreferencia.
Sin embargo, saber qué es apropiado no basta para restringir nuestras pasiones26. En la sexta parte de la TMS, cuando Smith comienza a exponer acerca del carácter de la persona virtuosa, señala ―en lo que podría interpretarse como un gesto hacia Hume― que “cuando consideramos el carácter de un individuo lo vemos naturalmente bajo dos aspectos diferentes; primero, según cómo afecta su propia felicidad; y segundo, según cómo afecta la felicidad de los demás” (Smith, 1982: VI.introd.1)27. Sin embargo, inmediatamente agrega una tercera disposición: el self-command28. Para Smith no hay virtud sin self-command, del que “todas las demás parecen derivar su mayor lustre” (Smith, 1982: VI.iii.11). De hecho, el self-command debe acompañar a todas las virtudes porque en esta teoría la virtud se entiende como la adecuada regulación de las pasiones realizada por el mismo agente (Smith, 1982: VII.ii.introd.1)29. Las virtudes requieren que seamos “dueños de nosotros mismos”, que nos “adueñemos” de nuestras pasiones. Coincidentemente la primera vez que Smith utiliza esta expresión es cuando describe el proceso simpatético y el esfuerzo que el agente y el espectador realizan para atenuar sus pasiones al punto en que el otro pueda compartirlas (Smith, 1982: I.i.4.9).
De este modo, el deseo innato de simpatía mutua nos induce a controlar nuestros sentimientos de primer orden. Un niño pequeño no tiene self-command y no aprende a refrenar su autopreferencia hasta relacionarse con iguales que no toleran su parcialidad. “Naturalmente desea ganarse su favor y evitar su odio o desprecio … pronto comprende que solo lo podrá lograr si modera …. todas sus pasiones, a un punto en el que sus compañeros puedan sentirse cómodos. Entra entonces a la gran escuela del self-command, reflexiona sobre cómo ser cada vez más dueño de sí, y empieza a ejercitar sobre sus propios sentimientos una disciplina que la práctica de la vida más prolongada rara vez resulta suficiente para conducir a la total perfección” (Smith, 1982: III.3.22). El self-command es una virtud, una disposición adquirida que se desarrolla con el ejercicio, y sin la que “las pasiones, en la mayoría de las circunstancias, se precipitarían de cabeza … hacia su propia satisfacción” (Smith, 1982: VI.concl.2). En definitiva, el self-command, disposición que surge del proceso simpatético, es la virtud que hace posible el balance de amor propio y respeto hacia los demás, el principal desafío que enfrenta el hombre virtuoso (Hanley, 2015: 720).
Hay al menos tres diferencias esenciales entre el self-command y las convenciones que propone Hume como medios para compensar la autopre-ferencia. Primero, el self-command regula los impulsos egoístas desde dentro, no alterando las circunstancias externas. Segundo, el self-command no se aprueba por su utilidad30. Smith afirma que las otras virtudes son aprobadas tanto por su utilidad como por su propiedad, pero el self-command, “nos es recomendado principal y casi completamente … por un sentido de pro-piedad, por concordar con los sentimientos del supuesto espectador imparcial” (Smith, 1982: VI.concl.2). Smith reconoce que podemos restringir nuestras pasiones por razones prudenciales, como en la teoría de Hume; sin embargo, en estos casos, las pasiones son “inflamadas por la represión, y a veces … estallan de modo absurdo e inesperado con diez veces más furia y violencia” (Smith, 1982: VI.concl.4). Al contrario, cuando las restringimos por el sentido de propiedad, “las pasiones son en cierto modo moderadas y dominadas por este sentido” (Smith, 1982: VI.concl.4). Esta es la tercera diferencia del medio que estos dos filósofos encuentran para controlar el amor propio. La estrategia de Smith, a diferencia de Hume, implica la posibilidad de moderar y transformar nuestros impulsos innatos, no solo redirigirlos.
2.2. Autotransformación
La teoría moral de Smith “está guiada por la idea de que siempre queremos tener sentimientos que los otros puedan compartir” (Fleischacker, 2012: 300). Esta motivación psicológica es la que nos lleva a hacer el esfuerzo de ajustar nuestros sentimientos a los que creemos que un espectador imparcial aprobaría, y es la puerta que abre Smith para pasar del ámbito de la mera psicología a la normatividad moral. Esto es posible por la que parece ser una diferencia crucial entre estas dos teorías sentimentalistas: los sentimientos, para Smith, no son reacciones automáticas impermeables a la razón. En la TMS los sentimientos son maleables, responden a la crítica y pueden ser modulados por el mismo agente (Fleischacker, 2017: 7). De hecho, el hombre sabio y virtuoso está constantemente ejercitando su self-command en vistas a modelar, “no solo su conducta externa sino, en la medida de lo posible, sus sentimientos internos, de acuerdo con los [del espectador imparcial]. No solo aparenta tener los sentimientos del espectador imparcial, sino que realmente los adopta. Casi se identifica y se convierte en el espectador imparcial” (Smith, 1982: III.3.25). En contraste con Hume, quien dice que ni el estudio, el consejo y la resolución son medios efectivos para curar el amor propio, Smith cree que la virtud no es algo que simplemente “le pase” a la persona (o “pase en” la persona), sino una disposición que ella misma debe desarrollar activamente31.
Asimismo, la mera apariencia de virtud -o una conducta externa bien adaptada- no basta en Smith, ni siquiera para alcanzar la armonía social. Solo el amor a lo que es digno de alabanza hace al hombre realmente apto para la sociedad (Smith, 1982: III.2.7; también VI.3.3)32. La restricción de las pasiones antisociales por razones prudenciales es contraproducente. Solo cuando se restringen por simpatía con los sentimientos más templados del espectador, el agente logra ver la situación bajo otra luz y sus pasiones cambian ajustándose a ese estándar. Esta es la única garantía posible para la vida social armoniosa. La teoría de los sentimientos morales de Smith es una ética de la autotransformación, de sentimientos moralizados, en la que el amor propio se supera por “el sentido de la propiedad y de la justicia [que] corrigen la desigualdad de nuestros sentimientos” (Smith, 1982: III.3.3).
Conclusión
Hume y Smith piensan que así como la vida social nos brinda la asistencia mutua que las personas necesitamos para subsistir; por nuestra tendencia innata a la autopreferencia, esta misma vida social nos expone también al daño mutuo (Smith, 1982: II.ii.3.1). Por eso el desafío de la moral, según estos filósofos escoceses, es encontrar los medios para restringir el amor propio. Sus soluciones son muy distintas; en parte por lo que cada cual piensa que es la función de la moral, y en parte por su visión de la naturaleza del “material” con el que realiza esa función. Los sentimientos, para Hume, son fuerzas ciegas que se pueden manipular desde fuera cambiando las circunstancias ante las que reaccionan. Así, una convención social que re-localice los objetos de las pasiones antisociales puede redirigir-las hacia fines socialmente útiles. Las convenciones son como un sistema de tuberías que, sacando provecho de la fuerza de gravedad, canaliza y reconduce el agua de manera de que, en vez de principio de destrucción, el agua sea un principio de vida.
En contraste con este dispositivo mecánico para controlar la autopreferencia, Smith piensa que el proceso simpatético modela nuestros sentimientos desde su origen33. Es decir, antes que una corrección externa y sobreagregada a las emociones ―como las tuberías que canalizan las pasiones sin cambiarlas― la ética de Smith podría interpretarse como el esqueleto que da forma y sostiene al cuerpo: El sentido de propiedad ―el sentido de lo apropiado para cada situación particular― informa nuestras pasiones de primer orden transformándolas en sentimientos morales. No se necesitan represas y diques artificiales porque la moral es inmanente a nuestras disposiciones: las corrige desde dentro.
Por otro lado, el proceso simpatético en Smith está también en la base de todas nuestras relaciones sociales, permitiendo dar una explicación unificada de la interacción humana ―sin necesidad de dividir áreas según grados de cercanía, como hace Hume. Mostrando que nuestra tendencia a la simpatía mutua, entendida como identificación y esfuerzo recíproco de ajustar los sentimientos, es un hecho inescapable de nuestra psicología; y mostrando que “el impulso al juicio moral está ya contenido en los movimientos naturales de nuestras emociones” (Fleischacker, 2012: 294), Smith puede dar cuenta de cómo las personas entran en una comunidad moral. A diferencia de las convenciones que manipulan las pasiones para integrarlas en un sistema cooperativo, la simpatía mutua transforma y moraliza nuestras pasiones. Gracias a esa tendencia inescapable se engendra la conciencia moral, el “tribunal superior” que no cabe en la ética de Hume, pero que en Smith se convierte en la fuente de la normatividad moral. Así, aunque los dos sentimentalistas escoceses encuentran el modo de integrar las tendencias egoístas en la acción propiamente virtuosa, la solución de Hume se conforma con evitar su potencia destructiva, mientras que la ética de Smith aspira a transformarlas.