Introducción
La expresión “teología de la cruz” remite formal y directamente a Martín Lutero en las tesis 19, 20 y 21 de la disputa de Heidelberg de 1518, en las que afirmó: “El teólogo de la gloria llama al mal bien y al bien mal: el teólogo de la cruz llama a las cosas como son en realidad” (Lutero, 2006: 82). En esta disputa, Lutero recurrió a diversos textos paulinos para fundamentar su postura, que giraba en torno a la oposición “sabiduría del mundo” vs. “sabiduría de la cruz”, analogía entis vs. analogía fidei, es decir, el acceso al conocimiento de Dios dado por la creación y la historia vs. el conocimiento de Dios a partir de la pasión y muerte en cruz de Jesucristo. Así, la sabiduría de la cruz que el apóstol esbozó, al decidir “no conocer nada más que a Jesucristo, y a este crucificado” (1 Cor 2,2), se convirtió en la base neotestamentaria con la que Lutero cuestionó el modo de hacer teología en su tiempo desde su theologia crucis; ambas fuentes, san Pablo y Lutero, serían las fuentes con las que Jürgen Moltmann entraría en comunión crítica, dando un lugar preponderante a la teología de la cruz en el siglo XX.
Jürgen Moltmann nació en Hamburgo en 1926, en el seno “de una familia religiosamente secularizada. Participó al final de la guerra mundial (1939-1945) y estuvo dos años prisionero en Inglaterra (1945-1947), donde entró en contacto con el cristianismo. De vuelta a Alemania estudió Teología y se doctoró en la Universidad de Göttingen (1952), ordenándose ministro de la Iglesia Reformada” (Pikaza, 2012: 634)1. Respecto a la formación de Moltmann en Göttingen, Ángel Cordovilla plantea que:
[…] recibe un fuerte influjo de la teología de Karl Barth, aunque posteriormente se distanciará de él. Otros profesores importantes fueron: Otto Weber, Ernst Wolf, Hans Joachim Iwand, Gerhard von Rad y Ernst Käsemann. De Weber y la teología holandesa, como la teología apostólica de Arnold A. van Ruler, asume la perspectiva escatológica de la misión universal de la Iglesia en su camino hacia el reino de Dios. De Wolf y Bonhoeffer asume la perspectiva ética y social que ha de tener toda teología, así como el compromiso que ha de asumir la Iglesia en la sociedad. De Iwand y Hegel, la interpretación dialéctica de la cruz y resurrección de Cristo. De Von Rad y Käse-mann, la importancia de la teología bíblica centrada en la historia de la salvación, ya sea de Israel o de Jesús. Estas influencias serán catalizadas a través de la obra del filósofo judío y marxista Ernst Bloch; no en vano, la primera gran obra de Moltmann se titula Teología de la esperanza, clara alusión a la filosofía de la esperanza de Bloch, con la que dialoga y discute. Desde aquí se comprende bien su esfuerzo por dialogar primero con el marxismo, después con la filosofía judía de Abraham Heschel y Franz Rosenzweig y por último con la teología crítica de la Escuela de Frankfurt (Cordovilla, 2010: 10).
Otros detalles de los años de estudiante de Moltmann en Göttingen que vale la pena resaltar, son señalados por Bonifacio Fernández (1988):
A los estudiantes que venían de la guerra, de los hospitales y de los campos de prisioneros no les podía decir nada una teología liberal y burguesa. Estaba mucho más próximo a su vida el aprender la fe en el rostro del crucificado y la esperanza del poder liberador del resucitado. Desde Cristo crucificado pudieron interpretar su propia experiencia de vida crucificada. Por eso le gustaba la “Theologia crucis” del joven Lutero. La misma experiencia de la vida le llevó al cristocentrismo; a un cristocentrismo de la cruz y de la resurrección (1988: 16)
Después de esto, Moltmann “fue por unos años Pastor en Bremen-Wasserhorst. Pero después se dedicó al cultivo del pensamiento cristiano y fue profesor en Wuppertal y en la Facultad de Teología de la Universidad de Bonn (1963), para pasar finalmente a Tubinga (1967), donde ha enseñado hasta su jubilación (1994)” (Pikaza, 2012: 634). De la vida y obra de Jürgen Moltmann, que se constituye como “una teología biográfica o una biografía teológica” (Fernández, 1988: 15), cabe resaltar su capacidad para revolucionar el quehacer teológico del siglo XX, especialmente a partir dos de sus principales obras: Teología de la Esperanza, publicada en 1962, y El Dios crucificado en 1972.
Con todo, este estudio se concentrará en la teología de la cruz de Mol-tmann y tendrá como referente fundamental su obra El Dios crucificado2, teniendo en cuenta que en esta articuló y armonizó de manera novedosa tres temas problemáticos, centrales en su pensamiento, que han tenido relevancia y tratamiento independiente en diversos periodos y escuelas del quehacer teológico, y que darán cuerpo a este artículo; a saber: la cuestión de la teodicea, el pathos de Dios y el carácter trinitario de la muerte en cruz de Jesucristo.
Por consiguiente, en un primer momento se realizará un recorrido en el que se presentan los principales autores relacionados con la teología de la cruz para asíenmarcar históricamente la propuesta de Moltmann; en un segundo apartado, se desarrollarán las tres temáticas enunciadas: la pregunta por Dios ante el sufrimiento humano (la cuestión de la teodicea), la consecuente interpretación de la cruz de Cristo como escenario trinitario en el que se manifiesta la pasión de Dios (el pathos divino), ambos, pregunta e interpretación, cardinales para cuestionar la teología con bases idealistas o metafísicas resaltando la dinámica relacional entre el Crucificado y Dios. A modo de conclusión, se presenta una lectura contemporánea de la teología de la cruz de Jürgen Moltmann, haciendo énfasis en la vigencia de estos aportes por su criticidad y pertinencia para el quehacer teológico en general
1. Recorrido histórico por la teología de la cruz
a) San Pablo. Cristo Crucificado es uno de los ejes articuladores de la teología del Apóstol de los gentiles por la centralidad temática que este ocupa en su pensamiento. En sus escritos, se encuentra “el mayor número de palabras a este respecto (17 veces; de ellas staurós 7 veces; stauróō 8 veces; sjstauróō 2 veces)” (Coenen, Beyreuther & Bietenhard, 1990: 363), especialmente en Corintios, Gálatas y Romanos. Por tanto, respecto a este dato, san Pablo se puede reconocer como pionero de la que tomaría el nombre de Teología de la Cruz.
Adicionalmente, la cruz en Pablo se puede comprender como “principio configurador de todo el misterio cristiano (…) sabiduría y fuente de conocimiento (1 Cor 1, 17-34; 2, 2), único motivo de gloria para el creyente (Gál 6, 16), centro de la historia y lugar de reconciliación” (Novoa, 2015: 1276). En esta línea, Carlos Gil señala las siguientes claves que pueden fundamentar la Teología de la Cruz y que permiten reconocer el valor de esta en la teología del Apóstol:
1. La imitación de Dios como clave hermenéutica de la cruz, por la que Jesús revela quién es Dios imitándolo hasta el final, sin reserva (…) 2. La nueva imagen de Dios que descubre en la cruz, no la de un Dios solo justo sino, además, justificador (Cf. Rom 3,21-22) y amoroso con los malos (Cf. Rom 5,8); esta idea lleva a Pablo a insistir incansablemente en la gratuidad {jais) del acontecimiento liberador de la muerte en la cruz de Jesús (…) que asegura la libertad de Dios para amar (…) 3. El nuevo modelo de relación con Dios establecido por Jesús en la Cruz, no como el de Adán que buscaba exaltarse a sí mismo relegando a Dios, sino como el de Cristo que busca exaltar a Dios por la autoentrega (…) (Gil, 2010: 161).
b) Padres de la Iglesia: La Teología de la Cruz en el periodo patrístico dio un viraje que sería definitivo para su comprensión posterior: el acontecimiento de la cruz se empezaría a interpretar en vínculo con la encarnación y como base de una teología de la redención fundamentada en categorías de orden metafísico (Novoa, 1992).
Dicha relación en la teología de los Padres Apostólicos, cercana a la tradición paulina, se estableció a partir de Filipenses 2, 1-11, así como desde la situación de persecución y martirio que vivieron las primitivas comunidades cristianas en el Imperio Romano, señalando la condición de anonadamiento (kénosis) por parte del Hijo de Dios que, al encarnarse, se entregó voluntariamente para rescate de todos. De esta manera, en los tempranos desarrollos exegéticos eclesiásticos “se da por supuesto que de lo que se trata en el pasaje es de la preexistencia y de la encarnación” (Coakley, 2008: 250). Entonces, la categoría kénosis, central en el texto de Filipenses, fue aislada progresivamente de su relación con la experiencia concreta con la cruz y se empezó a leer casi exclusivamente en clave de encarnación y redención, para justificar y defender la preexistencia del Logos frente a las controversias con ciertos grupos judíos, gnósticos y filosóficos helenistas. Es así como la teología de los Padres, señaladas estas circunstancias, permearía la configuración de la identidad de la fe cristiana en los cuatro primeros siglos y sería definitiva para la posteridad, ya que se constituyó en la base de los pronunciamientos formales de los primeros Concilios.
En efecto, la teología que en los albores del siglo IV se caracterizaba por la impronta helenista, daría un paso más, tocar la cuestión de la humanidad y divinidad simultáneas en Jesucristo. En este sentido, en tanto la kénosis se concentró en la encarnación del Logos, el siguiente paso sería tocar de manera directa la cuestión de la doble naturaleza en Jesucristo, empero, cobrando primado la versión que resalta el carácter divino desde una fundamentación y perspectiva en la que se hacen evidentes propiedades divinas como la impasibilidad de Dios presente en el Logos, salvaguardando así su carácter divino. Al decir de P. van Buren, “los Padres de la Iglesia, insistían en la inmutabilidad de Dios y de su Verbo, pues mutabilidad era para ellos [y su contexto] signo de imperfección, de desorden y de caducidad” (citado en Rodríguez, 1992: 240), por lo cual, casi exclusivamente “se tendía a poner en la humanidad de Cristo la impasibilidad porque de esta forma se creía proteger mejor la impasibilidad del Logos divino, ya que un Dios sometido al dolor no sería verdadero Dios” (Küng, 1974: 684).
Así las cosas, las reflexiones sobre la kénosis y sobre la humanidad y divinidad simultáneas en Cristo de la época Patrística, conllevaron a que se aceptara e incluyera “pacíficamente el axioma de la apatheia de Dios” (Rodríguez, 1992: 241) como fundamento de la comprensión del Dios cristiano y de la cruz de Cristo en esta época, con matizaciones posteriores, pero con vigor prácticamente hasta la actualidad.
c) Los teólogos protagonistas de la Edad Media se enfrentaron a un desafío similar al que tuvieron los Padres de la Iglesia; en este caso, sería “reconciliar el pensamiento de Aristóteles con el realismo tradicional platónico-agustiniano” (Galeano, 2012: 292). Sin embargo, el costo de este proceso fue también similar al de la Patrística: mantener la Teología de la Cruz en los márgenes de la reflexión teológica. De igual manera, Galeano resalta la continuidad del pensamiento patrístico en el medieval, en tanto “la cristología joánica del Logos y la interpretación alejandrina de Calcedonia” (2012: 91) fueron determinantes para todos estos personajes.
San Anselmo, por ejemplo, “se concentró en la doctrina de la “satisfacción” en virtud de la cual Jesucristo, hombre-Dios, mediante la crucifixión pudo satisfacer a Dios y pagar la deuda para lograr la redención de los hombres de sus pecados3; lo cual sería posible ya que “afirma que la humanidad asumida por el Verbo no era una persona, por lo que concluye: no creemos que el hombre Jesús es la misma persona que el Dios absoluto, sino que Él es la misma persona con el Verbo o Hijo” (Galeano, 2012: 292).
Por su parte, Santo Tomás “sostiene la teoría según la cual en la cruz sólo experimentaron sufrimiento las facultades inferiores de Jesús ya que él gozaba continuamente de la visión beatífica” (Rodríguez, 1992: 241-242). En este sentido, Galeano señala que O. H. Pesch:
[…] piensa que, en santo Tomás, la teología de la encarnación supera aquí la teología de la cruz. Mantener en todas sus ramificaciones el inefable misterio personal del Dios y hombre entre nosotros, que a la vez es verdadero Dios, es más importante para Tomás que el testimonio de la fe, asimismo firme, de la verdadera pasión y muerte de Cristo (2012: 297).
En esta línea, Alfonso Ortíz, refiere que el aislamiento de la Teología de la Cruz en la escolástica se dio por
[…] ver en ella únicamente el instrumento de redención de nuestros pecados o el camino para la glorificación de Cristo […] Ya para santo Tomás la muerte Cristo crucificado se justificaba solamente como medio para satisfacer por nuestros pecados y como manera de resaltar su resurrección con la victoria sobre la muerte. Esta doble función de la cruz, soteriológica y pascual, es la que absorberá la consideración de los teólogos católicos que no lograron captar otros aspectos ni elaborar una teología en torno al misterio de la cruz (1979: 15).
Es así como en la Edad Media, algunos teólogos que forjaron la teología escolástica, continuaron el legado de los Padres de la Iglesia no sólo en cuanto a los contenidos de la reflexión teológica, sino también y de manera especial, en el uso de las mediaciones filosóficas para comprender a Jesucristo. Santo Tomás, según Galeano, es el mayor ejemplo de esto: “su lectura del misterio de Cristo está hecha, en gran parte, desde la perspectiva del pensamiento aristotélico” (2012: 292). Por esto, se deduce que “la cristología de santo Tomás es tan racional, tan lógica, que acalla el escándalo de la cruz” (Galeano, 2012: 297).
d) Martín Lutero: En el siglo XVI quien desarrolló una renovada teología de la cruz, a partir de un acercamiento novedoso para su época a San Pablo y en confrontación con la teología escolástica, por él llamada “de la gloria” y que tenía como principal mediación el aristotelismo, fue Martín Lutero.
La Teología de la Cruz en Lutero “es un punto central en el cual convergen todos los temas de su teología; es lo más característico de ella. Lu-tero mismo lo expresó con una aserción clara y contundente: «Crux sola est nostra theologia»” (Rodríguez, 1992: 68). Lutero, que tiene como principio la discusión y oposición frente al modo de proceder de la teología escolástica, especialmente referido al modo de acceder a la revelación:
[…] repite de mil maneras que Dios es conocido sólo teniendo en cuenta la cruz, pues el modo como Dios se revela es «sub contrario». El método indica que la humillación, impotencia y miseria de Dios en la cruz (los «posteriora Dei», son el presupuesto que hace accesible al hombre la idea del Dios verdadero. El hombre deberá buscar este «Dios escondido» en la humanidad, enfermedad y locura de la cruz (Rodríguez, 1992: 72).
Por tanto, a partir de Lutero, la cruz se eleva como punto de partida, mediación hermenéutica y motivo de retorno a las fuentes primarias de la fe y se intenta recuperar el lenguaje bíblico abandonado progresivamente por la influencia del pensamiento helenista en la teología cristiana. En este sentido, la Teología de la Cruz en Lutero, en coherencia con la crítica al conocimiento de Dios por vía de la razón y las cosas creadas y, por ende, en contradicción con los atributos divinos de la teología clásica de los griegos, al fijar su reflexión en la pasión de Jesucristo “llegó a hablar de la «muerte de Dios» en Cristo crucificado (…) Lutero unió la condición peculiar de la humanidad de Cristo con la divinidad, en un modo tal que cuando hablaba de muerte del hombre y sufrimiento en la naturaleza humana de Cristo, todo ello podía atribuirse también a Dios” (Rodríguez, 1992: 75).
e) En el siglo XX serían tres los escenarios en los que se desarrolló la teología de la cruz: el ortodoxo ruso, el católico y el protestante.
En la teología ortodoxa rusa, que tuvo un periodo de florecimiento en el siglo XX, Fernando Rodríguez señala que se desarrolló una Teología de la Cruz muy particular, por estar enraizada en la liturgia bizantina. Esta Teología de la Cruz está “marcada por la experiencia del dolor, la capacidad del pueblo ruso de soportar los sufrimientos, junto a una interpretación «kenótica» de la existencia humana” (2009: 225).
El cristianismo católico desarrolló por su parte una Teología de la Cruz a raíz del diálogo con protestantes y ortodoxos, los estudios bíblicos y el retorno a la tradición de los Padres de la Iglesia. Entre los teólogos católicos que asumen la cruz como perspectiva hermenéutica, destacan autores como P. Breton, J. Galot, K. Rahner, H. Küng, J. B. Metz y Hans Urs von Balthasar (Kasper, 2007). Así mismo, en América Latina repercutieron de manera importante los discursos e iniciativas críticas que se plantearon en Europa desde la cruz de Jesucristo, contribuyendo de manera importante en la conformación de la Teología de la Liberación4; en este ámbito destacan Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff y en publicaciones recientes Jon Sobrino y Juan José Tamayo.
Por su lado, el cristianismo protestante desarrolló una Teología de la Cruz “fiel a la instancia de Lutero” en tanto “la cruz, y en el fondo sólo la cruz, es el punto de partida para conocer a Dios, y el lugar en el que Dios se define a sí mismo” (Kasper, 2007: 10). A su vez, esta teología en el siglo XX asumió los interrogantes antropológicos y teológicos que dejaron situaciones como el redescubrimiento del carácter escatológico del cristianismo que desde el siglo XIX afectó la teología protestante; la “teología de la muerte de Dios”, desarrollada en Norteamérica y en Europa; y, la densidad y significación de las dos guerras mundiales. Estos acontecimientos fueron leídos e interpretados a la luz del acontecimiento de la cruz de Jesucristo y la cuestión de la teodicea. En esta línea se destacan autores como Karl Barth, Dietrich Bonhoeffer, Eberhard Jüngel y Jürgen Molt-mann.
2. Aproximación a la teología de la cruz de Jürgen Moltmann
Jürgen Moltmann publicó El Dios crucificado el viernes santo de 1972. A partir de la publicación de esta obra, se suscitó en el panorama teológico un ambiente de controversia. Al respecto, Gibellini señala: “Las primeras reacciones hablaron de «libro inesperado», de «salto mortal», y se preguntaron: «¿por qué Moltmann, de la altisonante música de Bloch, ha pasado gradualmente a una más atenuada eschatologia crucis»” (1998: 311).
Como se puede ir evidenciando, la relevancia que cobraron las obras de Moltmann a nivel mundial, dieron lugar a críticas de todo tipo. Como debilidades, se le señala que “es más un teólogo intuitivo que sistemático… [a su teología] le falta reposo y paciencia para seguir las ideas intuidas y favorecer su maduración” (Cordovilla, 2010: 20); “en el discurso de Moltmann se nota una ausencia profunda de rigor teológico” (Boff, 1978: 146); Moltmann “no es un analista. Adolece de falta de precisión y rigor en conceptos fundamentales. Es contrario a las definiciones, a la terapia del lenguaje” (Fernández, 1988: 278).
A su vez, se reconocen virtudes, fortalezas y grandes contribuciones de su teología, por ejemplo: “Moltmann tiene un ojo crítico y despierto para muchos problemas de la sociedad moderna” (Duquoc, Rahner, Mol-tmann, Kasper & Küng, 1979: 233); la teología de Moltmann “tiene una gran capacidad de seducción al inicio de la lectura; además, abundan las bellas formulaciones, unas veces profundamente vitales, arraigadas en la mejor espiritualidad cristiana, y otras veces enormemente provocadoras” (Cordovilla, 2010: 20). Por su parte, Bonifacio Fernández resalta que “su fuerte está en la inspiración profética y pastoral, tiene una admirable sensibilidad para captar, leer y orientar los signos de los tiempos; es un maestro del diálogo con la historia contemporánea” (1988: 15). Adicional-mente, en un balance crítico, este mismo autor en los años ochenta, señala que:
Moltmann es un buscador, un renovador. Tiene un arte especial para sacar perfiles nuevos a problemas viejos, para dar nuevo vigor y fuerza de convicción a viejas respuestas…Escribe teología con imaginación y creatividad. Ha traído esperanza a la teología de nuestro tiempo. Ha mostrado que la teología puede tratar problemas muy serios sin resultar aburrida… Posee una lúcida y aguda sensibilidad humana y teológica, para percibir las crisis, las frustraciones de la sociedad (Fernández, 1988: 277-278).
Respecto a sus críticos, se señala que su “talante abierto y dialogante le lleva a estar agradecido con ellos, porque aprende de esto sinceramente. De hecho, ha ido incorporando sucesivamente nuevos impulsos a su teología escatológica” (Fernández, 1988: 279).
Después de haber hecho una aproximación al contexto de la teología de la cruz y de una breve biografía y algunos planteamientos críticos a Moltmann, en este apartado se profundizarán los tres puntos centrales de la teología de Moltmann: teodicea, pathos divino y trinidad. Este itinerario teológico, tuvo como punto de partida los siguientes interrogantes:
Mi pregunta en aquel infierno no era: “¿Por qué permite Dios que suceda esto?”, sino: “¿Dónde está Dios?” ¿Está Dios lejos de nosotros, ausente en su cielo, o está entre nosotros sufriendo con nosotros?; ¿comparte Dios nuestro sufrimiento? (Moltmann-Wendel & Moltmann, 2007: 80).
Estas preguntas, que surgieron en medio del drama que vivió Moltmann, muestran los ejes en los que se articuló su teología y que desarrollaría programáticamente en El Dios crucificado (Moltmann, 2010) y Trinidad y Reino de Dios (Moltmann, 1983), obras que serán referencia obligada y fundamental del presente estudio.
2.1. La cuestión de la teodicea: Dios ante el sufrimiento
Jürgen Moltmann desarrolló una teología de corte interrogativo y existencial, más que de respuestas o afirmaciones, teniendo en cuenta que hizo frente a los fuertes interrogantes que plantea el sufrimiento. Planteó una teología generadora de preguntas y capaz de deconstruir prejuicios a partir de la realidad del sufrimiento humano, en vínculo con el sufrimiento de Jesucristo crucificado. Moltmann (1972) lo refleja de la siguiente manera:
El pensamiento va precedido por el sufrimiento. El problema de Dios surge en lo más profundo del hombre a partir del dolor por la injusticia en el mundo y por el desamparo en el sufrimiento (…) Ante el sufrimiento en este mundo es imposible creer en la existencia de un Dios todopoderoso y lleno de bondad que «todo lo rige magníficamente». Una fe que justifica el sufrimiento y la injusticia del mundo y no protesta contra ellos es inhumana y aparentemente satánica (1972: 336).
En efecto, el quehacer teológico desde los aportes de Moltmann, tendría como condición de posibilidad interrogar la fe, replantear elementos de su base desde la cuestión del mal y del sufrimiento, y así, transformar la realidad comunitaria y creyente, evitando víctimas como el crucificado y que el Reino de Dios haga presencia. Por ejemplo, la “idea” tradicional de Dios, sostenida desde la teología dogmática clásica, desde la perspectiva del crucificado de Nazaret y de los crucificados de la historia, sería de las primeras para cuestionar, deconstruir y darle una interpretación afín a su densidad histórico-teológica, lo que no sólo incluiría la lógica racional, sino también y especialmente, la base experiencial creyente. Sin embargo, este proceso se encuentra con la dificultad del carácter de verdad absoluto que se ha otorgado a algunos desarrollos de la teología cristiana que se han considerado definitivos para la explicitación de la fe, por lo que las afirmaciones de fe, en este caso, no podrían ser cuestionadas ni procederían de una experiencia histórico-existencial que se vive, sufre, celebra, que se interpreta en contexto y se testimonia; sino del deber de dar continuidad a una “tradición” que se debe sustentar, mantener, defender y repetir, independientemente de la realidad del creyente.
En este sentido, pocas veces se tiene en cuenta que la teología de los primeros siglos tuvo un obligado y determinante influjo del espectro categorial clásico de los griegos por encima de los testimonios de la Sagrada Escritura. Esto significa que la vivacidad, historicidad y humanidad, características del mundo bíblico, se fueron perdiendo en el pensamiento teológico por la necesidad apologética del cristianismo que se extiende fuera de Palestina y finalmente llega a ser la religión del Imperio en el siglo IV. Esto así se ha asumido acríticamente hasta la actualidad. En ese marco conceptual helenista e Imperial, Dios es concebido progresivamente como un ser impasible, inmóvil, uno y autosuficiente; Dios se concibe como una idea, no una persona viva: la idea no sufre, no se apasiona, no puede mezclarse con el hombre (Platón), Dios es una fuerza que funciona por sí misma que no necesita del mundo, un motor inmóvil (Aristóteles).
Si bien en el recorrido histórico por la teología de la cruz se señaló que la cruz fue tema relevante en la teología patrística, los desarrollos que quedaron fijados para el futuro del cristianismo, fueron aquellos que desarrollaron y asumieron el axioma de la impasibilidad divina para salvaguardar cualquier tipo de reducción antropológica o histórica y librarse de cualquier cuestionamiento acerca de la veracidad universal de la ahora religión del Imperio. Este contexto apologético, antiherético e imperial, concentraría progresiva y particularmente la atención de diversos teólogos de la época en este axioma, llegando a provocar un cambio de perspectiva de un acontecimiento como el de la cruz, en el que se condensaba la cuestión del pathos divino.
Moltmann explica las dificultades de la metafísica para la teología cristiana de la siguiente manera:
Para la metafísica, la esencia del ser divino está determinada por su unidad e indivisibilidad, su carencia de principio y fin, su inmovilidad e inmutabilidad. Puesto que la esencia del ser divino es pensada en orden al ser finito, tiene que incluir todas las determinaciones de éste, excluyendo las que se dirigen contra el ser; si así no fuera, el ser finito no podría encontrar en el ser divino base y apoyo contra la nada amenazante de la muerte, el sufrimiento y el caos. Muerte, sufrimiento y condición mortal tienen que excluirse, por tanto, del ser divino. Este es el concepto divino que hasta hoy ha tomado la teología cristiana de la teología filosófica, porque la fe cristiana hasta hoy prácticamente ha incorporado en sí la necesidad religiosa del hombre finito, amenazado y mortal en orden a un refugio en una omnipotencia y autoridad superiores (2010: 245).
Es así como la teología de los primeros siglos que tuvo influjo platónico y la escolástico-medieval-tomista, de talante aristotélico, entrada la época moderna fueron criticadas por teólogos como A. von Harnack, Fr. Schleiermacher, E. Troelsch, A. Ritschl, K. Brunner, entre otros5. Empero, esta crítica llegó a privilegiar en exceso la lectura moral y ética del seguimiento de Jesús. Esta crítica culminó en la disolución de la identidad de la teología cristiana en nombre una exclusiva imagen ética de Jesús, provocando respuestas radicales como la del neoconservadurismo teológico, que significó en muchos casos, la negación del hombre para la afirmación de Dios.
Por tanto, las “justificaciones de Dios” de tipo metafísico, ético o neo-conservador, ante realidades como el sufrimiento y la injusticia, resultan insuficientes e incluso inválidas; las preguntas a Dios y por Dios en medio del sufrimiento, persisten con radicalidad ante esas o cualquier tipo de explicaciones. De hecho, frente a este panorama, la máxima “Dios es amor” palidece, pierde sentido o resulta incoherente si las reflexiones, discursos, celebraciones y prácticas que la proclaman, no se vinculan y parten de la vida real y de los sufrimientos e injusticias que padecen los creyentes que, en el acontecimiento de la vida, pasión y muerte en cruz de Jesucristo, encuentran a Dios padeciendo como ellos y con ellos; y que en su resurrección, les brinda esperanza y vida en medio y a pesar de la muerte.
Con todo, la cuestión de la teodicea revela el carácter problemático de ciertas afirmaciones que se sustentaron en su momento en sistemas filosóficos como el idealismo platónico o la metafísica aristotélica y que trascendieron en el tiempo por el influjo de la perspectiva imperial de Roma, permaneciendo intactas a pesar de los grandes cambios, nuevos contextos y diferentes crisis que la humanidad y el cristianismo han vivido en su historia. De esta manera, es posible decir que el discurso teológico se ha desvinculado de la historia de Jesucristo crucificado, así como de la historia y cruces de los creyentes. En efecto, si la teología asume seriamente la realidad del mal y del sufrimiento de los crucificados de la historia y la del Crucificado de Nazaret testimoniada en las Escrituras, se llega a plantear lo que lúcidamente señala Metz a continuación:
El discurso sobre Dios, o es un discurso sobre la visión y la promesa de una gran justicia, que también repercute en los sufrimientos pasados, o es un discurso vacío y carente de promesas, incluso para quienes sufren en el presente…No se trata de que la teología intente llevar a cabo, con retraso y cierta obstinación, una «justificación de Dios» a la vista del mal, el sufrimiento y la maldad en el mundo. Más bien se trata ―y, por cierto, de forma exclusiva― de la pregunta acerca de cómo se debe hablar de Dios a la vista de la inescrutable historia de sufrimiento del mundo, de su «mundo» (2007: 18-19).
Por todo esto, la propuesta teológica de Moltmann resulta ser una alternativa de cara a los cuestionamientos enunciados, sobre todo al anterior de Metz, teniendo en cuenta, su articulación, coherencia y fundamentación en la Sagrada Escritura, y en tradiciones teológicas que estructuralmente tienen como referente el acontecimiento de la cruz en el marco de una visión trinitaria de Dios.
2.2. El pathos divino: La compasión de Dios
La pregunta por Dios y su papel en el mundo, de cara a realidades como el sufrimiento y/o la injusticia, generó en y desde la Modernidad, posturas como el teísmo y el ateísmo, que suscitaron reflexiones y cues-tionamientos al pensamiento cristiano que tenía como base afirmaciones sobre Dios desde axiomas como el de la impasibilidad, por lo que, en coherencia con lo que se viene afirmando, sus críticas se dirigieron a caracterizaciones fundamentadas desde presupuestos ajenos a lo revelado de Dios en la vida, pasión, muerte en cruz y resurrección de Jesucristo. En este sentido, la estructuración y juicio del teísmo y el ateísmo, también son confrontados por la cuestión de la teodicea. Al decir de Moltmann:
(…) una fe que justifica el sufrimiento y la injusticia del mundo y no protesta contra ellos es inhumana y aparentemente satánica [(Dios no puede morir -teísmo) y por el otro,] la protesta contra la injusticia pierde toda energía si cae en un trivial ateísmo para el que todo quedase reducido a este mundo y a su situación concreta (Dios ha muerto - ateísmo) (2010: 336).
En este sentido, el teísmo tradicional responde a la pregunta por Dios y por el sufrimiento, entendiendo y justificando uno como estímulo del otro; es decir, se parte de la afirmación crasa de que este mundo contingente, limitado, temporal, etc., creado por la omnipotencia y bondad divina, comporta necesaria y misteriosamente realidades como la injusticia, la crueldad y la violencia. En esta línea, el sufrimiento y la muerte se presentan no sólo como realidades inherentes a la humanidad sino también como hechos predeterminados para el logro de un objetivo dentro de los “planes divinos”, o como castigo por el pecado, o como un mensaje para determinado grupo o sector creyente, entre otras visiones de esta índole. A partir de esto, Moltmann afirmará con radicalidad, a partir de la experiencia de Auchwitz, que “ante el sufrimiento en este mundo es imposible creer en la existencia de un Dios todopoderoso y lleno de bondad que «todo lo rige magníficamente»” (1972: 336).
Todo esto lleva a formular las siguientes preguntas: ¿Sobre quién se apoya, en definitiva, la fe cristiana? ¿Cuál es el Dios que motiva la existencia cristiana: el que se reveló en la historia de Jesucristo o aquel Dios omnipotente, impasible y lejano de tipo griego que solemos profesar sin darnos cuenta? Para responder estos interrogantes, se apela a un tratamiento teológico coherente y capaz de articular los testimonios que presentan la fe e identidad cristianas como trinitarias de principio a fin, con el objetivo de superar aquellas teologías que se configuraron a partir de referencias aisladas, según el caso, a Dios o a Jesús, en nombre de una cristología o teología trinitaria convenientes exclusivamente para su tiempo y marco conceptual, como las señaladas anteriormente.
En este sentido, la propuesta teológica de Jürgen Moltmann se presenta como una alternativa teológica ya que su Teología de la Cruz, no sólo parte de la Sagrada Escritura, sino que está fundamentada en unas teologías coherentes con la identidad trinitaria del Dios cristiano a partir del acontecimiento de la cruz. Estas teologías que se desarrollarán brevemente a continuación son: la teología anglicana de la víctima del amor eterno, la mística española del sufrimiento, la visión ruso-ortodoxa de la tragedia divina y la teología de la doctrina rabínica y cabalística de la she-kináh del teólogo judío Abraham Heschel6.
La teología de A. Heschel surgió “en polémica con las visiones hele-nizantes de Filón, Jehuda Halevi, Maimónides y Spinoza, y calificó la teología de los profetas veterotestamentarios como una «teología de la pasión divina»” (Moltmann, 1983: 39). Esta reflexión sobre los profetas, brinda una comprensión diferente y poco conocida del Antiguo Testamento. Este teólogo judío, de acuerdo con la lectura de Moltmann (2010), fue uno de los primeros autores en designar la predicación de los profetas como teología patética y, a partir de estos, plantear que Dios es afectado por acontecimientos, situaciones y sufrimientos. De igual manera, se puede decir que los profetas experimentaron y comprendieron la manifestación de Dios en movimiento y dinamismo, cosa que no se corresponde, por ejemplo, con el axioma de la impasibilidad.
Por lo tanto, desde los profetas es imposible negar que Dios en su realidad plena como creador, interactúa y se ve afectado por su creación. En este sentido, se revela una imagen distinta a la de la esencia divina de la metafísica clásica: “Dios salió de sí mismo con la creación del mundo “al principio”, mediante la alianza aborda al mundo y al pueblo de su elección” (Moltmann, 2010: 388). De esta forma, a lo largo de la historia de Israel, se revela lo que se designa como pathos divino y que, según Molt-mann consiste en:
[…] la libre relación de Dios con la creación, el pueblo y la historia. Los profetas jamás identificaron el pathos de Dios con su esencia, pues para ellos no representaba algo absoluto, sino la forma de su relación con otro (p. 398) La queja y tristeza de Dios por Israel en el exilio muestran que toda la existencia de Dios con Israel existe en la afectación mutua. Por eso marcha Dios al exilio babilónico con Israel. A causa de su “inhabitación” en el pueblo, sufre con él, lo acompaña en la cárcel, sufre los dolores junto con los mártires. Liberación de Israel significa, pues, a la inversa, igualmente una liberación de esa “inhabitación de Dios” del sufrimiento que le causa. En su shekináh comparte el santo de Israel los sufrimientos y la redención de éste (2010: 392).
Este modo de concebir a Dios desde la experiencia judía, se fundó en definitiva “en la pasión y en la autohumillación por la que Dios sale de sí, se entrega al mundo y dentro de él se confía a la libertad de aquel que es su imagen y semejanza” (Moltmann, 1983: 44). El punto central de esta doctrina de la teopatía es el amor de Dios, el amor que él mismo es, en la medida en que Él, según Moltmann, “busca un correlato capaz de dar una respuesta libre e independiente. El amor se rebaja en aras de la libertad de su [criatura]” (1983: 44). Entonces, desde la perspectiva veterotestamentaria se halla al amor como “esencia” de Dios y como sentido y causa de ese pathos divino, que finalmente, es la libertad.
Por su parte, la teología inglesa de la “víctima eterna del amor”, surgida a mediados del siglo XIX y XX, tuvo como principal problemática la pregunta por la pasibilidad de Dios a partir de la necesidad de responder a la teología racionalista de su época. En este sentido y contexto, se preguntó por la manera en la que debía entenderse la omnipotencia de Dios, por lo que responde:
[…] la única omnipotencia que Dios posee y que revela en Cristo es la omnipotencia del amor doliente. [También se pregunta] ¿Dónde residió el verdadero poder de Cristo? En el amor, que llegó a su ápice en la pasión voluntaria; en el amor, que murió en la cruz y redimió al mundo. Tal es la esencia de la soberanía divina (Moltmann, 1983: 45).
De esta forma, se evidencia cada vez más, que la “esencia” del ser de Dios, no radica en unos atributos convenientes, que a fin de cuentas resultan en defensas o negaciones a ultranza de Dios (teísmo-ateísmo). Yendo más al fondo, afirma Moltmann: “la idea de que la pasión histórica de Cristo revela la pasión eterna de Dios permite concluir que la autoinmolación del amor constituye la esencia eterna de Dios” (1983: 46).
De otra parte, la teología española de la autoría de Miguel de Unamuno, aporta más argumentos a lo que se ha venido exponiendo, ya que afirma que el camino al Dios de Jesucristo no es precisamente el de la teología racional que suprime cualquier posibilidad de afectación divina. El Crucificado constituyó para Unamuno la revelación de la congoja o contradicción universal del mundo y de toda la vida humana, por lo que en éste se encuentra una fuerte crítica al concepto metafísico de Dios:
Aquel Dios lógico, obtenido vía negationis, era un Dios que, en rigor, ni amaba ni odiaba, porque no gozaba ni sufría, un Dios sin pena ni gloria, inhumano. La categoría no sufre, pero tampoco vive ni existe como persona. ¿Y cómo va a fluir y vivir el mundo desde una idea impasible? No sería sino una idea del mundo mismo. Pero el mundo sufre, y el sufrimiento es sentir la carne de la realidad, es sentirse de bulto y de tomo el espíritu, es tocarse a sí mismo, es la realidad inmediata (citado por Moltmann, 1983: 53).
Moltmann, siguiendo en esta línea a Unamuno, afirma que “un Dios que no puede padecer, tampoco puede amar. Un Dios que no puede amar es un Dios muerto. Es más pobre que cualquier hombre” (1983: 53) y confirma que “en la historia de los sufrimientos del mundo el Crucificado constituye el único acceso al conocimiento de Dios” (1983: 55). Así las cosas, en consonancia con Unamuno, se infiere que:
Dios se nos revela porque sufre y porque sufrimos; porque sufre exige nuestro amor, y porque sufrimos nos da el suyo y cubre nuestra congoja con la congoja eterna e infinita. Este fue el escándalo del cristianismo entre judíos y helenos, entre fariseos y estoicos, y éste, que fue su escándalo, el escándalo de la cruz, sigue siéndolo y lo seguirá aún entre cristianos; el de un Dios que se hace hombre para padecer y morir y resucitar por haber padecido y muerto, el de un Dios que sufre y muere. Y esta verdad de que Dios padece, ante la que se sienten aterrados los hombres, es la revelación de las entrañas mismas del universo y de su misterio (citado por Moltmann, 1983: 53-54).
Para esta teología, en definitiva, “sólo la participación en el dolor del mundo y en el dolor cósmico de Dios confiere a la experiencia individual del dolor la dimensión religiosa de la congoja [de Dios]” (Moltmann, 1983: 56). Si se mira detenidamente, es posible advertir el riesgo de dolorismo y/o masoquismo; sin embargo, el gozo que es posible sólo desde el sufrimiento (afectación), no radica en el sufrir como un acto agotado en sí mismo (dolorismo), sino que éste sólo puede ser comprendido en los términos de la afectación propia del amor, es decir, el amor como dinámica que siempre busca lo amado y que buscándolo es capaz de crearlo y recrearlo permanentemente. De esta manera, el sufrimiento sólo puede ser asumido por amor, pero un amor que no se agota en sí mismo, sino que permanece en búsqueda, abre caminos, reconoce y afirma lo otro.
La última teología de esta línea, de corte ruso-ortodoxo, se denomina “la tragedia de Dios”. Esta, en opinión de Berdiaiev (citado por Moltmann, 1983: 57), propone que la razón última de la existencia del mundo y de su historia, es la libertad: “El mundo apareció porque Dios quiso la libertad. Si no hubiera querido la libertad, no se habría producido el proceso cósmico”. Moltmann al acercarse a esta teología rusa, asume que:
Hay historia porque el hombre es libre. Pero como el hombre abusa constantemente de su libertad, la historia humana es una tragedia. Una tragedia de la libertad, no una tragedia de la fatalidad del destino. Como Dios quiere esta libertad del hombre, la tragedia de la historia humana es también tragedia de Dios: Dios quiere la libertad del que es su imagen y semejanza en la tierra; pero no puede forzarla, sino sólo crearla y conservarla mediante el sufrimiento de su amor eterno. Por eso la historia de la libertad humana es sólo la vertiente visible de la historia de la pasión de Dios. El sufrimiento de Dios es un tema esencial simplemente porque Dios quiere la libertad (1983: 57-58).
Lo más importante en esta propuesta es su postulado de una “historia de Dios”, con lo cual se puede insertar la historia celeste y la terrestre en la interrelación del amor divino y de la libertad humana que acontecen en la historia. Ante esto, Moltmann concluiría:
La historia humana es fundamentalmente una historia de la libertad. Y en tanto que es historia de la libertad, es la historia de la pasión de Dios […] La historia de la libertad terrena resulta ser una dimensión de la historia celeste, ya que la tragedia de la libertad humana es la historia del sufrimiento del amor divino (1983: 62).
2.3. El Crucificado y Dios
Después de recorrer las propuestas que fundamentan la teología de Moltmann, e intentan responder a la cuestión de Dios ante la realidad del sufrimiento de la humanidad y del Crucificado, que a su vez interrogan el axioma de la impasibilidad divina asumido en algunas afirmaciones cristianas sobre Dios, se hace necesario enfocar la atención en el acontecimiento de la cruz. Así, haciendo una sola voz con las teologías anteriormente presentadas, es posible decir que el Dios que motiva la fe cristiana se manifiesta de manera concreta y fundamental en la historia de la pasión de Cristo, por lo que se puede afirmar, sin temor a caer en patripasianismo o teopasquismo, que el Dios cristiano es el Dios Crucificado.
En consecuencia, se hace necesario evidenciar el porqué de la centralidad del grito y reclamo de Jesús a su Padre en la cruz en la fe cristiana, en el cual se puede entrever su relación: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 34). Este grito que el evangelista pone en boca de Jesús, evidencia el abandono y la entrega en su máxima expresión, así como también atestigua la íntima relación de amor radical entre el Crucificado y Dios. Por consiguiente, si se afirma que allí acontece una relación de amor, necesariamente se plantea el carácter personal de Dios que, en la tradición religiosa cristiana, se ha vivido, celebrado y reflexionado como el misterio de la Trinidad. A propósito, analizando la teología de Moltmann, Gibellini expone:
En el acontecimiento de la cruz las personas divinas se constituyen en su relación recíproca; en el acontecimiento de la cruz adviene la “historia de Dios”. En la cruz, el Padre y el Hijo se constituyen como tales, en cuanto distintos y separados del modo más profundo en el abandono -el Padre como el que abandona al Hijo al sufrimiento y a la muerte; y el Hijo como el que es abandonado al sufrimiento y a la muerte-; pero al mismo tiempo están unidos con el modo más íntimo de entrega -el Padre como el que entrega al Hijo a la agonía del abandono y sufre por ello; y el Hijo como el que es entregado y se entrega voluntariamente a la agonía de la muerte-. Lo que brota de este acontecimiento entre Padre e Hijo en la cruz es el Espíritu, que justifica, abre al futuro y crea vida. El sujeto de esta “historia de Dios” no puede ser el Dios impasible de la metafísica griega, sino Dios entendido como la unidad de esa historia dialéctica y rica en tensiones que ha sido vivida por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu en la cruz del Gólgota (1998: 313-314).
En este contexto, la categoría amor hace referencia a la autocomunicación apasionada del bien que se ha dado en la revelación y que expresa Moltmann como:
Fuerza que posee el bien para salir de sí mismo, transferirse a otro ser, participar con él y darse a él […] El amor quiere vivir y dar vida. Quiere abrir la libertad a la vida, ya que éste es autodonación del bien sin autodisolución, que está todo en el otro, en el amado; pero estando en el otro, sigue siendo él mismo (1983: 72).
Por lo tanto, reflexionar sobre el acontecer del amor en la cruz remite necesariamente a la encarnación ya que precisamente es en esta kénosis donde se entiende la “esencia” de un Dios que en su humanidad muere crucificado. Dios sale de sí mismo y se hace parte de la creación que ha salido de sus manos, participa de su entera realidad y asume hasta las últimas consecuencias su revelación amorosa implica: la cruz. La autocomunicación de Dios (del amor) presupone autodiferenciación, lo que se traduce, de acuerdo con la revelación de Dios, en la realidad de Jesucristo, en la Trinidad. El Crucificado revela la pasión de Dios por el mundo, revela el amor en esa capacidad de autodiferenciación, y a su vez, revela el amor que es Dios desde la eternidad en la creación. Al decir de Moltmann:
Dios ama al mundo con el mismo amor que es él mismo desde la eternidad (…) Porque Dios no sólo ama, sino que él mismo es amor; por eso debe ser considerado como Dios trino (…) [Por eso, la cruz nos revela a Dios en su “esencia”, nos revela a la Trinidad afirmando que] Si Dios es amor, es el amante [Padre], el amado [el Hijo] y el amor al mismo tiempo [el Espíritu Santo] (p. 72). Con la creación de un mundo que no es Dios, pero da su respuesta a Dios, comienza la autohumillación de Dios, la autolimitación del omnipresente y el sufrimiento del amor eterno; [con la encarnación esto se afirma y con la cruz se plenifica]. El Creador debe ceder a su criatura ese espacio donde pueda desenvolverse. Tiene que tomarse un tiempo para ella y dejarle un tiempo. Tiene que otorgarle libertad y mantenerla libre. Por eso la creación de un mundo no es sólo una “acción de Dios ad extra”, sino también ad intra, y en este sentido es un sufrimiento de Dios. La creación significa para Dios autolimitación, retirada y, por tanto, autohumillación. El amor creador es siempre amor doliente. Además, el creador participa en su creación si ésta ha brotado de su amor (1983: 74).
Si a partir del axioma de la impasibilidad e inmutabilidad, Dios resulta incapaz de amar y, por lo tanto, insignificante para el mundo porque su anuncio justifica el sufrimiento y la injusticia y provoca abandono o radical negación de dicha creencia, por el contrario, a partir de las teologías anteriormente referenciadas y su articulación en la propuesta de Moltmann, se revela que el Dios de Jesucristo sufre y es afectado por su pueblo, que Dios es amor sufriente en términos de su congoja infinita y al crear Dios el mundo y salir de sí mismo con la creación, padece por amor a lo creado. En última instancia, se puede decir que aquel Crucificado redime por amor la historia de lo creado sólo por cuanto el Crucificado es Dios Crucificado, participando radicalmente de los sufrimientos del mundo en tanto consumación de sus palabras y obras. En este sentido, Moltmann concluye:
[…] ese rebajamiento hasta la muerte de Cruz corresponde a la esencia de Dios en la contradicción del abandono. Y si a Jesús el Crucificado se le llama “imagen viviente” del Dios invisible, esto significa: ése es Dios y así es Dios. Dios no es más grande que en este rebajamiento. Dios no es más glorioso que en esta entrega. Dios no es más poderoso que en esta impotencia. Dios no es más divino que en esta humanidad (2010: 285).
3. A modo de conclusión: una lectura contemporánea de la teología de la cruz de Jürgen Moltmann
La Teología de la Cruz de Moltmann tiene como punto de partida la pregunta por Dios ante el sufrimiento (teodicea), teniendo en cuenta que esta realidad, especialmente en el mundo creyente, genera inquietudes y reflexiones; sin embargo, se pierde de vista o no se tiene en cuenta el acontecimiento de la muerte de Jesucristo en la cruz, o en su defecto, se asume desde perspectivas ajenas al ámbito bíblico, histórico y teológico. Así las cosas, la cuestión de la teodicea cuenta con una posibilidad para reflexionar, a partir de lo revelado de Dios en la vida, pasión y muerte en cruz de Cristo, como también, a partir de la vida y sufrimientos de los creyentes que padecen la realidad en él, con él y por él. Por consiguiente, la teología de la cruz no sólo aporta y se conforma como un ejercicio de tipo teológico-sistemático, sino también histórico-existencial, ya que quien padece el sufrimiento, a la luz de esta experiencia y reflexión, encuentra un eco diáfano en la vida, pasión y muerte en cruz de Jesucristo y, a la luz de esta, quien sufre y cree, reinterpreta y renueva su fe.
La experiencia de la cruz es teológica y teologal, ya que, en el marco de una experiencia de conversión y transformación integral, implica y conlleva a la reflexión. Por ello, los cuestionamientos que la cruz plantea provocan la deconstrucción de imágenes y reflexiones que se alejan o nada tienen que ver con el Crucificado. Así mismo, el Crucificado se revela como referente y clave hermenéutica para la vida y para la reflexión teológica, generando una transformación de la perspectiva que el ser humano tiene de sí mismo, de los otros y de Dios. El ser humano a la luz del Crucificado descubre la posibilidad de ser verdaderamente humano a partir de lo que en el ministerio de Jesucristo se revela como Reino de Dios y que tiene por base el amor a Dios y al prójimo como a sí mismo; por otro lado, descubre en el martirio que padece Jesucristo la negación de dicha humanidad y, a su vez, la negación de Dios, a la que se llega cuando en vez de asumir su realidad creatural, el ser humano pretende ser dios de sí mismo y de sus congéneres, tomando control de cualquier alteridad de la que puede disponer.
En este punto, por ejemplo, se evidencia un aporte de la Teología de la Cruz para transformar la perspectiva desde la que el cristianismo ve y vive en un mundo caracterizado por la pluralidad religiosa: quien experimenta al Crucificado ve y experimenta, necesaria y especialmente, aquellos a los que Él acogió y que como Él, han sido desfigurados y se les ha arrebatado su dignidad como seres humanos; aquellos hacia quienes se tiene la responsabilidad y obligación de mostrar el amor y la misericordia revelados en la cruz, respetando su realidad y su identidad de manera integral: los otros.
Desde la Teología de la Cruz se resalta con vehemencia el Dios de amor y misericordia que llama a la conversión de cara a la alteridad y que por amor se hace parte de la Creación en Jesucristo, asumiendo todo lo que esto implica, es decir, la humanidad y su libertad en plenitud. Sin embargo, esto significa siempre un riesgo para las pretensiones de dominio y control universal de la verdad por parte de algunos de los testigos de su manifestación y otros que a lo largo de la historia se han opuesto a su propuesta. Entonces, experimentar el acontecimiento de la cruz y reflexionarlo integralmente, otorga una perspectiva en la que la alteridad no es sinónimo de nulidad, enemistad u hostilidad, ni provoca, por ejemplo en los creyentes, actitudes para “sacar del error” o convertir a quien profese o viva de manera diferente la dimensión religiosa; de hecho, la forma con la que el cristiano ha de ver y vivir la pluralidad religiosa a la luz del Crucificado no debería ser otra que la consideración de los demás como iguales en la humanidad, diferentes en la identidad y el contexto y a los que, al modo del Jesucristo, hay que amar como a sí mismo. Poner entonces a Cristo crucificado en el centro de la vida creyente y del quehacer teológico, implica el necesario y permanente reconocimiento histórico, bíblico y teológico de su vida, pasión y muerte, y, por lo tanto, la eminente connotación política y religiosa que esta tuvo y tiene para quien afirma al Crucificado y encuentra en él, manifestación plena del Reino de Dios.
Lo cotidiano de la humanidad está plagado de situaciones que anulan las libertades, segregan, discriminan, que arrebatan la dignidad y hasta la misma vida; sin embargo, los creyentes, por diversas interpretaciones y reflexiones teológicas ya sea de tipo idealista, metafísico o suprahistórico, entre otras, pierden de vista con frecuencia que Jesús el Cristo vivió situaciones de esta índole y que, denunciarlas a la luz del anuncio del Reino de Dios, le significó la muerte de cruz. De esta manera, la teología de la cruz al recuperar a Cristo crucificado como eje de la vida creyente y la reflexión teológica, necesariamente tiene la misión, por un lado, de evidenciar aquellas estructuras que crucifican desde pretensiones de verdad y poder universal; por otro, anunciar el camino de conversión que implica la vivencia del Reino, ya que, a partir de este, la vida y obras de los creyentes se han de transformar en un permanente anhelo y clamor por la justicia. Esto forja de cara al pluralismo religioso un aporte significativo, ya que la experiencia pascual mantiene una tensión permanente entre el presente y el futuro implicando y conduciendo así a todo aquel que experimente al Crucificado a no ser victimario de la alteridad; mejor aún, le hace solidario y promotor de la misma a partir de un comprometido anhelo de justicia, visible tanto en la cruz de Jesús como en las cruces de las tantísimas víctimas de la historia humana.
Finalmente, la Teología de la Cruz, al poner en el crisol de la fe la pregunta por la identidad del Dios de Jesucristo y del ser humano como criatura, en las innumerables experiencias de sufrimiento, evidencia que en el acontecimiento de la cruz: 1) la relación íntima de Jesucristo con el Padre cualifica ese anuncio del Reino de justicia que rompe cualquier estructura que segrega y que llevó a Jesucristo a la muerte en el madero; 2) la relación íntima con el Espíritu suscita en quienes viven el mismo amor, la entrega hasta el extremo, mostrando de manera clara la implicación de Dios en el acontecimiento de la cruz y su pathos, manifiesto en el Crucificado; de igual manera, 3) ratifica los valores de ese Reino, entre los que el amor al prójimo, independientemente de su realidad e identidad religiosa, sexual o social, exhorta no sólo al respeto de esa alteridad, sino que obliga a quien cree en el Dios revelado en Jesucristo, velar por esta en justicia y libertad. Así, desde la Teología de la Cruz, se hace posible y necesario asumir una postura relacional con respecto a la alteridad, precisamente como fruto del reconocimiento de la historia del sufrimiento humano que ha sido causado por absolutismos ideológicos, políticos y religiosos, en los que el cristianismo también ha caído al olvidar su principio y referente que también padeció en carne propia esas realidades: el Dios Crucificado.