Introducción
Escribía Víctor Hugo (1865) que “la miseria de un niño interesa a una madre, la miseria de un hombre joven interesa a una joven, la miseria de un viejo no interesa a nadie. De todas las miserias esta es la más fría” (p. 573). Una constatación cruda de finales del siglo XIX sobre el abandono de los adultos mayores que ha permanecido en el tiempo, pero que parece estar cambiando o, al menos, en esa dirección es que el Consejo Permanente de la Asamblea General de la OEA, en sesión celebrada el 9 de junio de 2015, aprobó la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, en adelante “la Convención”, que consta de siete capítulos en que se distribuyen los 41 artículos del texto. Chile, firmante del Acuerdo1 tendrá un nuevo marco de reconocimiento de derechos fundamentales para este segmento etario que le impondrá una serie de obligaciones las que producirán la necesidad de adecuar la legislación interna a esta Convención, que pasará, desde su entrada en vigencia, a constituir derecho vigente y aplicable en Chile2.
En el Capítulo IV, “Derechos protegidos”, se contiene un artículo 7° titulado “Derecho a la independencia y autonomía” que impone a los Estados partes un reconocimiento de estas condiciones (autonomía e independencia) en los adultos mayores elevándolas a derechos fundamentales. Ambas nociones, además, se integran en el artículo 3°, en su letra c) como principios generales aplicables a la Convención3.
Las nociones de autonomía e independencia, han sido objeto, en general, de variados y multidisciplinarios estudios y aparece de ellos una constante que se repite en tres aspectos: 1°. Ambas nociones son polisémicas, multidisciplinares y pluricausales, es decir, nociones a geometría variable que hace muy difícil su conceptualización integral; 2°. Lo que mejor caracteriza estas nociones es su dinámica relacional, es decir, aisladamente, en apariencia, están llenas de contenido, pero que, en realidad no se revelan en toda su extensión, sino cuando se asocian entre sí o unas y otras con elementos propios de cada disciplina en la que son aplicables. En Derecho, las nociones de autonomía e independencia son también inseparables de otras (v.gr. voluntad, capacidad y libertad) e influyen directamente en la configuración de la noción de dignidad de la persona4, en particular tratándose de personas adultas vulnerables en razón de su edad; 3°. Ambas nociones, en su faz negativa, son manifestaciones de un común denominador: una especial vulnerabilidad que puede afectar a estas personas5.
Se postula en este trabajo que la determinación de un perímetro que fije contornos más o menos precisos de ambas nociones, facilitará la tarea de recepcionar estos derechos fundamentales consagrados en la Convención. Demostrado lo anterior, se postula que el impacto de su introducción traerá consigo la necesidad de efectuar serias reformas en sede civil-privada al estatuto de las incapacidades y de las reglas de protección asociadas. Se concluye, sobre la base de algunos ejemplos de legislación comparada, que cualquier sistema que se abrace, deberá procurar dar la protección debida a este segmento etario sobre la base de pilares o principios fundamentales (necesidad, subsidiaridad y proporcionalidad) con pleno respeto de su dignidad como personas, sus libertades individuales y de estos derechos fundamentales (autonomía e independencia) que establece la Convención.
1. Hacia la definición de los contornos jurídicos de la noción de autonomía y dependencia del adulto mayor
Ha quedado dicho que las nociones de autonomía e independencia son nociones a geometría variable, es decir, nociones que se caracterizan por sus múltiples formas (polisémicas), un tratamiento distinto y por un conjunto variado de disciplinas (multidisciplinares) y la integración no de una sino de muchas causas (pluricausales), que sirven para explicarlas y construirlas. Pretender ofrecer intentos de conceptualización desde varias disciplinas se apartaría y excedería con creces los propósitos de este trabajo. Se partirá, entonces, de una percepción jurídica básica de ambas nociones y cómo el Derecho ha caracterizado cada una de ellas, confiriéndoles así un perímetro más definido y contornos más o menos precisos para la disciplina, lo que permitirá integrarlas mejor.
1.1. La caracterización jurídica de las nociones de autonomía y dependencia: la autonomía decisional y la dependencia funcional6
La noción de autonomía, tomada en forma aislada, es inasible y carece de sentido preciso para el Derecho, es decir, puede significar todo y muchas cosas a la vez. A pesar de ello, en términos jurídicos, aún en los más amplios, la noción puede comenzar a delimitarse. En una primera y general acepción jurídica, la autonomía de la persona puede definirse como el poder de determinarse a sí misma, la facultad de darse su propia ley7: así, la persona es autónoma cuando se gobierna a sí misma, por sí misma. La noción de autonomía personal8 va asociada, entonces, y particularmente en sede civil patrimonial, con una trilogía de constructos jurídicos ya existentes (voluntad, libertad y capacidad) o, más precisamente, las supone. En efecto, supone la voluntad, como aptitud de juzgar, es decir, como esa facultad de prever y de elegir lo que se quiere (de ahí, por ejemplo, la construcción autonomía de la voluntad). Sin esa “coordinación jerárquica de nuestros deseos”9, la persona carece de autonomía decisional. Supone también la libertad de decidir y de actuar, sea aceptando o rechazando, en función de esa elección, las diferentes alternativas que se le presentan (de ahí, también, por ejemplo, el corolario de la construcción anterior: la libertad contractual). La libertad de tomar decisiones se dará sí y sólo sí el individuo dispone de voluntad para elegir lo que quiere. En fin, la capacidad, noción evolutiva, permite mostrar que, así como la persona va adquiriendo progresivamente la facultad de poder obligarse por sí misma, sin el ministerio ni la autorización de otro (de ahí la construcción conocida como capacidad legal10 o de ejercicio), es predecible que en algún momento este summum o plenitud de capacidad progresivamente irá también afectándose o perdiéndose.
Por ello, el adulto -en nomenclatura del codificador civil- (el que ha alcanzado 18 años de edad), se caracteriza por su plena autonomía, la que se manifiesta en libertad de iniciativa y de decisión sobre sus propios intereses y la facultad de obrar por sí mismo sin el ministerio ni la autorización de otro. La autonomía de la persona, en esta primera acepción y que será nuestro punto de partida, se erige, entonces, como noción en absoluta relación con la voluntad, capacidad y libertad del individuo, las que, en conjunto, justificarán que sobre sí recaiga el peso de asumir la responsabilidad civil de las consecuencias de sus actos.
Este estado de autonomía en el adulto no está limitado por la ley en razón de la edad. Ésta presume que todo adulto es plenamente capaz. Sin embargo, y he aquí la raíz del asunto, la edad puede constituirse en un factor que haga vulnerable al adulto en razón de la pérdida de autonomía funcional física y psíquica que puede afectarle mientras más envejece. En concreto, el adulto no se ve limitado en su autonomía (voluntad, capacidad y libertad), sino cuando el envejecimiento va acompañado de un cierto grado de fragilidad o de una especial vulnerabilidad, que puede exponerlo a abusos e incluso tornarlo inapto para tomar decisiones personales o patrimoniales. Más claro todavía, para el Derecho es en la pérdida progresiva de autonomía decisional -en razón de la avanzada edad- donde se encuentra una de las causas que vuelve a la persona especialmente frágil o vulnerable al punto de afectar el cabal ejercicio de sus derechos y colocarlo en una posición jurídica desventajosa.
De ahí entonces que, tal como ya lo han comprendido legislaciones comparadas, los distintos grados de vulnerabilidad debieran provocar distintas medidas de protección del ordenamiento jurídico11. El adulto mayor vulnerable, en razón de su progresiva pérdida de autonomía decisional, debiese ocupar un lugar dentro de las categorías de personas que el Derecho civil protege pues, aunque no está desprovisto de voluntad, capacidad o libertad, en síntesis, de autonomía, ella está debilitada o se ha perdido progresivamente, lo que la vuelve especialmente vulnerable. Así como el adulto se caracteriza por su autonomía decisional, el adulto mayor, vulnerable en razón de su avanzada edad, se caracteriza por presentar pérdida de autonomía decisional, la que puede definirse como la imposibilidad de la persona de elegir y expresar una preferencia, de determinarse por sí misma con conocimiento de causa.
La noción de dependencia, al igual que la de autonomía, ha sido objeto de estudio desde variadas disciplinas, aunque gran número de ellas y así parece asirla el Derecho también, la representan como una manifestación negativa de la autonomía funcional física, siguiendo la nomenclatura de Gzil (2008, p.163)12. Habría dependencia cuando se presente un estado avanzado de limitaciones físicas funcionales, generalmente irreversibles, lo que se traduce en “la imposibilidad de realizar una o muchas actividades de la vida cotidiana sin la ayuda de otro”13.
El grado de dependencia en el adulto mayor, dependerá del nivel de limitaciones funcionales y de restricciones que le afectan para realizar las actividades cotidianas y no directamente o necesariamente de su edad o de su estado de salud. Sin embargo, la frontera entre dependencia, vejez y problemas de salud es bien débil dado que esas limitaciones funcionales resultan, a menudo, de problemas actuales o pasados de salud y aumenta, generalmente, cuanto más avanzada es la edad del individuo. Los distintos grados de dependencia (leve o moderada, severa y gran dependencia14) definirán el grado de apoyo que necesite la persona, desde una simple y puntual asistencia para una o más actividades cotidianas hasta aquellas en que se necesita la presencia permanente de un cuidador.
En teoría, entonces, toda persona capaz debe ser tratada como un agente autónomo e independiente que puede protegerse a sí mismo y dar protección a los suyos, pero -en la práctica- no es menos cierto que las personas que en razón de su edad se tornan vulnerables, requieren de protección jurídica, aunque no de manera de hacerlas perder su autonomía e independencia15.
Un estatuto protector en sede civil-privada del adulto mayor en razón de su vulnerabilidad asociada a los factores mencionados se hace necesario y la entrada en vigencia de la Convención es una oportunidad importante para su futuro diseño.
1.2. La elección tomada por la Convención en la recepción de las nociones de autonomía y dependencia del adulto mayor
Al agrupar la noción de autonomía con la noción de independencia, la Convención hace una elección determinante para el intérprete en la búsqueda de delimitar sus contornos16. En efecto, la Convención parece limitar, en el inciso primero de su artículo 7°, la noción de autonomía del adulto mayor a su dimensión funcional psíquica (autonomía decisional)17; mientras que la noción de independencia la tomaría en sentido negativo (dependencia), en una dimensión funcional física. Lo anterior queda de manifiesto en la letra a) del inciso segundo del mismo artículo 7° que dispone que los Estados, asegurarán, en especial: “a) El respeto a la autonomía de la persona mayor en la toma de sus decisiones, así como a su independencia en la realización de sus actos”18. Al titular el artículo 7°, “Derecho a la independencia y autonomía”, se pone en evidencia que para la Convención ambas nociones, en el mayor adulto vulnerable, son diferentes, aunque no antagónicas u opuestas, sino complementarias.
La Convención recepciona, en síntesis, una noción de autonomía ya caracterizada como autonomía decisional que, en el contexto estrictamente jurídico, como ya se dijo, posee contornos bastante más precisos. En especial, en sede civil-patrimonial, la autonomía decisional nos acerca a la noción de capacidad legal o de ejercicio como una expresión de la voluntad generadora de actos jurídicos válidos. Un gran avance puede, entonces, visualizarse en aras a la definición de los contornos jurídicos de la noción de autonomía que la Convención consagra como derecho fundamental del adulto mayor. Al menos en un escenario ya conocido es que deberá modernizarse nuestra legislación civil privada.
Otra situación se presenta con la noción de dependencia, también recepcionada por la Convención ya caracterizada, en su dimensión funcional física, donde aparece relacionada a la necesidad de intervención de un tercero para actuar en el ámbito de las actividades físicas de la vida diaria del adulto mayor19.
A diferencia de la noción de autonomía decisional, la de dependencia, en sede civil-privada, no es homologable en nuestra legislación. Por el contrario, cuando el Código civil emplea la palabra “(in)dependencia” lo hace en referencia a la autonomía decisional de la persona, como cuando la utiliza en el inciso primero de los Arts. 159 y 173 del Código civil, en materia de separación de bienes20 o en el Art. 2020, inciso 3°, en materia de responsabilidad civil por el hecho ajeno21. Lo anterior es, sin embargo, justificable, si se piensa que en Francia, por ejemplo, la noción de mayores adultos dependientes (personnes âgées dépendantes) aparece recién en 1997 en una ley asistencial22 y en España, en el campo de la asistencia sanitaria23.
La tendencia actual, empero, es a insertar la noción de dependencia, en sede civil, en una dinámica relacional con la de autonomía, consciente que, a mayor dependencia funcional más se limita el ejercicio de la autonomía decisional del mayor adulto. Ambas nociones se encuentran a la base de los desarrollos del Derecho contemporáneo de la protección jurídico-privada del mayor adulto atendida la especial situación de vulnerabilidad de este sector etario.
En principio, concluyamos, que a diferencia de los que han perdido o no han adquirido plena autonomía decisional (incapaces absolutos o relativos en la nomenclatura de nuestro Código civil), los que requieren del ministerio o la autorización de otro para poder actuar en el mundo del Derecho, el adulto mayor requiere, en cambio, asistencia y protección especial del ordenamiento jurídico pues, aunque capaz, es especialmente vulnerable en razón del grado de pérdida de autonomía decisional o del incremento de su dependencia funcional física que le afecta como consecuencia de su edad avanzada y otros fenómenos asociados.
2. El impacto de la recepción de la noción de autonomía e independencia del adulto mayor en la legislación civil chilena
La Convención exigirá al Estado de Chile medidas de adaptación de sus políticas públicas, mecanismos de apoyo y de su institucionalidad vigente, amén de cambios internos en la legislación civil-privada que le aseguren al mayor adulto la protección debida con pleno respeto de sus libertades individuales, de sus derechos fundamentales (entre ellos a su autonomía e independencia), y de su dignidad como personas, lo que impactará claramente en las reglas actuales de la capacidad civil, contenidas en el Código del ramo. Tarea nada fácil pues la ecuación es tremendamente compleja tratándose, en especial, de adultos mayores24: en la búsqueda de reconocerles y otorgarles mayor autonomía e independencia se corre el riesgo de desprotegerlos; y en la búsqueda de concederles mayor protección se corre el riesgo de privarlos de autonomía e independencia. La búsqueda del justo equilibrio entre autonomía e independencia, por un lado; y de protección jurídico-privada, por el otro, es y debe ser el resultado de una óptima legislación.
2.1. Un impacto profundo en las reglas de la capacidad civil: ¿Hacia la superación de la summa divisio entre personas capaces e incapaces?
En principio, el Código civil chileno considera sujetos protegibles a aquellas personas que no pueden dirigirse a sí mismos o administrar competentemente sus negocios, excluidos los que se encuentran sujetos a patria potestad, pues en ese caso su padre o madre podrán prestarle la protección debida25. Sin embargo, esta aseveración no es ni exacta ni deseable. No es exacta, pues no todas ellas reciben la protección del ordenamiento jurídico. Para recibir esa protección la persona debe integrar el catálogo (numerus clausus) de incapaces del Art. 1447 del Código civil. No es tampoco deseable, desde que la protección que entrega el ordenamiento jurídico es la incapacitación civil, que coloca a un tercero en lugar de la persona protegida para expresar su voluntad o para autorizarla en la ejecución o celebración de todos o un gran número de actos jurídicos. En la primera hipótesis (incapacitación absoluta), la protección niega toda autonomía decisional a la persona protegida, sin reconocerle, en principio, zonas o ámbitos preservados o una esfera de autonomía para consentir libremente por sí misma en la realización de actos estrictamente personales26, zonas o ámbitos que se justifican a partir del reconocimiento de la existencia de una capacidad natural27, de base o usual de toda persona, inclusas las incapaces. En la segunda hipótesis (incapacitación relativa), se reconoce un grado de autonomía sujeta, empero, a control, desde que la decisión debe ser refrendada por el tercero que la protege para que pueda producir efectos jurídicos.
Las hipótesis de personas que habiendo alcanzado plena capacidad, autonomía decisional e independencia funcional, pero que sin embargo en razón de su avanzada edad han ido perdiendo éstas progresivamente tornándose especialmente vulnerables, no fue considerada finalmente por nuestro decimonónico legislador, como protegibles28. La tendencia de la época29, y así lo demostraba el principal modelo de codificación, el Code civil de Napoleón de 1804, se limitaba sólo a distinguir entre personas capaces o incapaces de obrar o actuar. El gran aporte de nuestro legislador fue el de tipificar las categorías de incapaces (absolutos y relativos) asignándoles efectos jurídicos precisos a sus actos30.
Según Barrientos Grandón (2016, Vol. 2, p. 335), Bello siguió el derecho español vigente en Chile antes de la codificación, lo que se demuestra en las indicaciones que habría hecho en el primer Proyecto del Libro “De los contratos y obligaciones convencionales” sobre las fuentes empleadas en la redacción del actual Art. 1447 del Código civil”31. En nuestra opinión, el codificador chileno siguió la tendencia de la época (mantener la summa divisio entre capaces e incapaces de obrar), aunque innovó al establecer en una única disposición (Art. 1447) una gradación de las incapacidades de ejercicio, categorizándolas en absolutas y relativas, disponiendo que los actos realizados por los primeros no producían ni aun obligaciones naturales y no admitían caución, mientras que para los segundos, podían tener valor en ciertas circunstancias y bajo ciertos respectos, determinados por las leyes. Del mismo modo, en sede de protección de incapaces, esa summa divisio llevaría a otra. La distinción de incapaces absolutos y relativos se trasladaría a la forma de actuar en la vida: representación para los incapaces absolutos, y ésta o autorización para los relativos.
Esta división, asociada a las formas clásicas de protección para los incapaces (tutelas y curatelas), se mantendrá anclada en las legislaciones continentales europeas hasta bien pasada la mitad del siglo XX32. A partir de ahí, un fuerte movimiento de reforma parece indicar que la modernización de la protección de los mayores vulnerables comienza con la superación, formal y de fondo, de esta tradicional división, lo que puede observarse del análisis de dos de las legislaciones de Francia e Inglaterra.
En el civil law o derecho continental, la evolución comienza en Francia, cuyo régimen fue modificado sustancialmente por primera vez por una Ley de 3 de enero de 196833 y, luego más profundamente aún, por una Ley de 5 de marzo de 200734 y, últimamente, por una Ley de 16 de febrero de 201535 y la Ordenanza de 15 de octubre de ese mismo año36. Desde 1968, el Code ya no tratará más a las personas de incapaces -terminología considerada humillante- sino como personas protegidas.
Aunque podría decirse que, básicamente las reglas de principios (toda persona es capaz) y de excepción (sólo la ley puede determinar quiénes son incapaces) seguirán siendo las mismas, habrá una transformación evidente para adaptarse a las nuevas formas de pérdida de autonomía y dependencia (la exclusión social, las drogas, las enfermedades mentales de pérdida de memoria relacionados con la vejez) y la creciente incapacidad de las familias para hacer frente al cuidado de sus miembros vulnerables, particularmente adultos mayores. Así surgen con la Ley de 2007 los mandatarios judiciales para la protección de los adultos mayores, verdaderos profesionales de la incapacidad y se incorpora el mandato de protección futura, un mecanismo contractual de protección anticipada37. Incorpora, además, los principios de necesidad y proporcionalidad como pilares del régimen de protección, haciendo una clara distinción entre protección jurídica y protección social, todo ello a fin de lograr la protección más adaptada o adecuada posible a las necesidades del sujeto protegido. En ese orden de cosas se modifican las causas de apertura de un régimen de protección legal suprimiéndose la prodigalidad, la intemperancia o la ociosidad y, sobre todo, se establece como pilar esencial la especial consideración de la voluntad de la persona protegida a fin de permitirle escoger cuál será la persona encargada de protegerla, todo ello, además, limitando en el tiempo las medidas de protección a fin de revisar las condiciones que las provocaron. La mayor consideración de la voluntad del mayor protegido, pilar esencial como viene de ser dicho, recibirá también consagración en el nuevo Art 458 del Code civil reconociendo que el mayor protegido pueda cumplir sólo, sin asistencia ni representación, actos que impliquen su consentimiento estrictamente personal, lo que consagrará la jurisprudencia de la Corte de Casación según la cual la persona protegida puede tomar por sí sola todas las decisiones que la conciernan si su estado así se lo permite38. En sentido inverso la Ordenanza de 15 de octubre de 2015 hace que la familia retome, en ciertos casos, el rol principal de protección y trae consigo un movimiento de desjudicialización del derecho de protección de las personas vulnerables, relegando la intervención del juez de tutelas.
En el common law inglés, aunque no se ha abandonado formalmente la calificación de personas capaces o incapaces, la tradición ha moldeado a la capacidad como un concepto funcional.
En efecto, el grado de incapacidad de una persona se evalúa en Inglaterra en función de las decisiones específicas que debe tomar esa persona y la hace depender de distintos factores. No existe una categoría estándar de incapacidades civiles de ejercicio ni menos una clase de sujetos que la conformen. Asimismo, no existe una lista exhaustiva de factores que causan la incapacidad, por lo que la capacidad de la persona debe ser evaluada a la luz de varios de ellos, como los efectos del dolor, los golpes y el cansancio, una enfermedad psiquiátrica, problemas de aprendizaje, demencia, daño cerebral, un estado de toxicidad causando graves enfermedades físicas que provoquen perturbaciones bioquímicas, confusión o alteración de la conciencia, etc. Como se ve, se mantiene la expresión capacidad/incapacidad, pero fuera de los moldes prestablecidos bajo la figura de categorías inamovibles.
Esta apreciación funcional de la capacidad ha sido así aplicada por los jueces ingleses quienes han expresado que: “el Derecho Inglés considera que una persona debe tener una capacidad mental necesaria para ejecutar actos o tomar decisiones que vayan a tener consecuencias legales para ella. Las autoridades están contestes en dos presupuestos básicos: en primer lugar, que la capacidad mental requerida por la ley es una capacidad ligada a cada tipo de acto que requiera ser realizado por la persona; en segundo lugar, que la capacidad requerida es la necesaria para comprender la naturaleza de los actos, cuando ella se ve expuesta”39. En ese contexto, la Mental Capacity Act 2005 define a las personas incapaces en relación con áreas específicas, señalando en la Sección 2.1, que “una persona es incapaz en un área, si en el momento oportuno ella no es capaz de tomar una decisión por sí misma debido a una discapacidad o un trastorno que afecte al funcionamiento de su mente o de su cerebro”. La discapacidad o trastorno puede ser permanente o temporal (sección 2.2). Sin embargo, la persona se presume siempre capaz (Bartlett, 2008, p. 11) 40. La misma Mental Capacity Act 2005, define “la incapacidad de tomar decisiones”, señalando que una persona es incapaz de tomar decisiones si no es capaz de (i) comprender las informaciones necesarias para la toma de decisiones, (II) retener esta información, (iii) utilizar o evaluar esta información en el proceso de la toma de decisiones, o (iv) comunicar su decisión.
La apreciación funcional de la capacidad en el Derecho inglés ha permitido que, aunque se mantenga la división entre capaces e incapaces, poco o nada tenga de molde inalterable que impida actuar a las autoridades de protección determinando las medidas que proporcionalmente se puedan imponer a las personas que presenten progresivas pérdidas de autonomía decisional o incrementos de dependencia funcional.
En fin, en el orden internacional privado, una tendencia similar es posible constatar41 y en ese orden es en el que se inserta la Convención Interamericana. Puede concluirse, entonces, que si una de las tendencias, en Europa42, desde hace casi tres décadas ha sido la de superar la división entre personas capaces e incapaces43, es visualizable, si ha de seguirse ese camino, el impacto que la introducción de las nociones de autonomía e independencia, consagradas por la Convención, traerá en el estado actual de protección jurídico-privada de los adultos mayores vulnerables en Chile. En efecto, esta evolución pone en evidencia la paradoja sobre la que se sustenta nuestro sistema de protección jurídico-privado en sede civil: en principio, las personas que van progresivamente perdiendo autonomía decisional e incrementan su dependencia funcional en razón de su gran edad, carecen de toda protección civil, pues el Código las reconoce plenamente capaces. Luego, para recibir la protección de la ley, no hay otro camino que incapacitarlas mediante un procedimiento judicial de interdicción, lo que conduce a un atentado a su dignidad como personas, al desconocerles estos derechos fundamentales al respeto de su autonomía e independencia.
El primer camino, entonces, pareciera estar señalizado y plantea la cuestión de superar la división binaria entre personas capaces e incapaces, sea liberándola de sus moldes preestablecidos, sea reconociendo en nuestra legislación estados intermedios de pérdida de capacidad, asociados a regímenes adecuados de protección. El segundo camino pareciera ser consecuencia del primero, y se presenta como la necesidad de modificar un régimen de protección basado sólo en la incapacitación (y la declaración de interdicción) y crear distintos grados o mecanismos de protección proporcionales a la pérdida de autonomía e independencia del adulto mayor vulnerable. Este segundo camino exige, entonces, una revisión del régimen de las guardas vigente en Chile.
2.2. Hacia una necesaria revisión del régimen de las guardas vigentes en Chile
El sistema de protección de incapaces en Chile data de los inicios de nuestro decimonónico Código civil. Desde su entrada en vigencia el régimen de las guardas, consagrado extensamente en 14 Títulos del Libro Primero (Títulos XIX al XXXII), no ha sido sustancialmente modificado44. La consecuencia evidente de esta vetusta regulación es que las tendencias de los últimos 30 años en Europa no tienen cabida producto de las rigideces que presenta nuestra regulación. Así como ha quedado dicho que una de las tendencias en el viejo continente desde hace casi tres décadas ha sido la de superar la división entre personas capaces e incapaces, otra marcada tendencia han sido la de eliminar el sistema de protección basado únicamente en la declaración de interdicción45, disponiéndose sea de un abanico de medidas adaptadas a los distintos grados de pérdida de autonomía y dependencia, todo ello con pleno respeto de la dignidad de la persona protegida46, sea a través de otorgarle al juez el campo de acción necesaria para graduar la capacidad de la persona protegida detallando los actos que pueda pasar por sí sola.
A modo ejemplar, el Art. 425, inciso 1° del Código civil francés abre la posibilidad de decretar medidas de protección para “toda persona que se encuentre en la imposibilidad de proteger sola sus intereses producto de una alteración, médicamente constatada, sea de sus facultades mentales, sea de sus facultades corporales, que le impidan expresar su voluntad”47. En nuestro continente, otra tendencia puede detectarse en Argentina donde conservando la distinción, el Art. 32 del Código civil y comercial de la Nación48, permite al juez graduar la capacidad de la persona para la realización de determinados, relegando la declaración de interdicción como última ratio o extrema solución49. Estos dos ejemplos ponen de manifiesto que, en la necesaria reformulación de nuestro régimen de protección para aquellas personas que, siendo capaces, no pueden plenamente dirigirse a sí mismos o administrar competentemente sus negocios, por encontrarse en un especial estado de vulnerabilidad asociado a su gran edad, la definición de un modelo de protección será determinante.
No hay uno sino varios modelos jurídicos de protección. Intentar sistematizarlos todos excedería evidentemente los propósitos de este trabajo. La evidencia, sin embargo, recoge modelos fundados en la mantención de la summa divisio de capaces e incapaces, sobre la base de la declaración de interdicción judicial, pero otorgándole al juez la facultad de graduar o limitar la incapacidad de la persona en razón de su capacidad para tomar decisiones50; otros fundados sobre una variedad de mecanismos de protección (judiciales y contractuales) relegando la declaración de interdicción a última ratio51; otros que han suprimido la declaración de interdicción y han abrazado un régimen único de protección, pero flexible, que puede ser adaptado a las situaciones individuales de cada sujeto protegido y extenderse a uno o varios actos jurídicos relativos a la persona o patrimonio del interesado52; o, en fin, otros modelos -como el nuestro- que mantienen un catálogo preestablecido de personas incapaces ya sea de pleno derecho o que pasan a serlo una vez declarados interdictos, pero en todos los casos bajo la figura de la declaración judicial de interdicción. Lo que sí parece definitivamente desterrado son los modelos que plantean formalmente tertius conceptus, incluyendo una categoría intermedia como la de personas semi-capaces o semi-incapaces, como una suerte de “incapacidades de los capaces”, como lo sostiene la profesora Brandi Taiana (2004)53.
Un sistema, entonces, como el que se contiene en nuestro Código civil, sumido en un numerus clausus de incapaces, que no da la debida protección a estados intermedios que requieren de protección legal, estará expuesto, en las condiciones que establece la Convención, a ser denunciado.
Cualquiera sea el modelo que se escoja para reorientar la regulación civil en Chile de la capacidad y la protección asociada a la pérdida de ésta, pareciera que debe orientarse sobre la base de ciertos principios fundamentales y de determinadas condiciones que deben presentarse para jerarquizar los distintos mecanismos o grados de protección.
En lo que concierne a los principios fundamentales, un buen ejemplo es el régimen de personas protegidas en Francia que se erige sobre la base de tres principios fundamentales: El principio de necesidad, el de subsidiaridad y el de proporcionalidad. El primero, que subyace en toda la reglamentación, pone de manifiesto que cualquiera medida de protección exige la constatación profesional (médica o psicológica) del estado de especial vulnerabilidad del mayor adulto, unido a la estimación de su evolución previsible y de las consecuencias para éste de la necesidad de ser asistido o representado. El segundo, consagrado más explícitamente (Art. 428 del Code54) expresaría que las reglas de protección, dado su carácter especial, se aplicarán sólo cuando las reglas del derecho común de la representación, las reglas sobre derechos y deberes entre cónyuges, las de los regímenes matrimoniales, o la técnica del mandato de protección futura, no otorguen la protección necesaria. La idea de subsidiariedad se manifiesta, además, en que cada dispositivo de protección se aplica cuando el de menor intensidad no asegura una protección suficiente. El tercero, evocado en el inciso final del Art. 428 del Code, expresa que toda medida debe ser proporcionada e individualizada en función del grado de alteración de las facultades personales del interesado. En el caso de la curatela el juez en todo momento puede enunciar los actos que el protegido es capaz de realizar por sí solo o aquellos que requiere de asistencia del curador.
En cuanto a las condiciones que deben presentarse para otorgar la adecuada protección legal, éstas dependerán de una serie de factores, como la duración de la alteración volitiva, los factores de salud asociados, el carácter pasajero o definitivo, parcial o completo, de estas alteraciones o factores, entre otras. La graduación de las medidas de protección deberá reconocer necesariamente la capacidad natural del individuo, es decir, un cúmulo de actos de carácter estrictamente personales que puedan ser ejecutados o celebrados por la persona protegida, sin necesidad de asistencia o representación de un tercero.
En ese contexto, un paso importante se podría dar en el caso chileno, sin implicar una modificación que transforme completamente el sistema actual, pero que definitivamente lo modernice, acogiendo los distintos grados de pérdida de autonomía decisional y dependencia funcional. En efecto, sobre ese escenario, podríase mantener la declaración de interdicción judicial y la consiguiente incapacitación total de la persona, pero relegada como medida extrema, sólo para los casos en que el grado de pérdida de autonomía e independencia, causado por una alteración física o psíquica grave, vuelva a la persona especialmente vulnerable en términos que le imposibilite seriamente poder expresar su voluntad, en cualquier forma que sea, o la exponga a abusos o a riesgos elevados de sufrir daños en su persona o bienes, y siempre que los otros dispositivos de protección de menor intensidad resulten ineficaces para darle la debida protección. De ese modo, la incapacitación quedaría como medida de protección máxima, para casos graves de pérdida de autonomía decisional o dependencia funcional55, y que operaría mediante la técnica de la representación que se encargaría a un tercero designado por el propio protegido, anticipadamente, cuando se encontraba en situación de poder hacerlo, o por el juez, de entre las personas que el legislador considere dignas para esta tarea, procurando siempre, en este caso y en la medida que sea posible, considerar la voluntad del protegido en la elección. Para la eficacia de este dispositivo, siempre de carácter temporal, una revisión periódica de las causas que llevaron a decretarla y su necesidad de mantenerlas en el tiempo, sumado a una revisión estricta de la gestión patrimonial del protegido, son imprescindibles.
La curatela podría, en este mismo escenario, mantenerse como medida de menor intensidad, que reposaría en una presunción de capacidad de la persona protegida, y que se abriría o concedería para casos menos graves de pérdida de autonomía decisional o dependencia funcional, extendiéndose los ámbitos o áreas de protección, con mayor o menor intensidad, dependiendo del grado de pérdida de autonomía o de dependencia del mayor adulto vulnerable, confiriéndole al juez la facultad de determinar qué actos o contratos podrá ejecutar o celebrar el protegido por sí mismo y cuáles deberá ejecutar o celebrar asistido por un tercero que lo represente, autorice, refrende o simplemente confirme sus actos. En la elección de este tercero de apoyo, los mismos pilares anteriores deberían observarse por el juez, así como el carácter temporal de la medida y la exigencia de revisión periódica de las causas que llevaron a decretarla y su necesidad de mantenerlas en el tiempo, amén de un control estricto de la gestión patrimonial del protegido que se le haya encargado al curador.
La curatela podría concebirse como sistema único de protección de personas capaces pero vulnerables, encargándosele al juez la intensidad de las restricciones a la capacidad de la persona y el grado de intervención del curador o bien graduarse en estándares más o menos amplios (curatela simple, moderada, reforzada, etc.) siempre que en cada categoría se permita al juez ampliar o restringir el ámbito o áreas de protección.
La mantención de ambos mecanismos se propone simplemente como un ejercicio que mantendría el sistema actual de medidas de protección con el fin de mantener también una tradición que, en el sobrevuelo que se ha hecho de las experiencias comparadas, es perfectamente posible preservar. Evidentemente que esta proposición pasa por el convencimiento de que debe superarse la summa divisio de capaces e incapaces bajo los moldes rígidos que existen hoy, es decir, bajo categorías de personas que por el sólo hecho de caer en alguna de éstas son consideradas incapaces absoluta o relativamente56.
Cada una de estas medidas debe ir acompañada de la correspondiente publicidad de las decisiones, procurando no lesionar la dignidad del mayor protegido. Una anotación marginal en el acta de nacimiento del mayor protegido podría bastar para producir efectos respecto de terceros.
Ciertamente que la posibilidad de modificar más profundamente las reglas de protección actualmente vigentes, sea importando variados mecanismos de protección, como en el caso francés, o concretamente optando por un sistema único de protección, como en el caso alemán, es también factible, sin embargo se avizora que una modificación de esta naturaleza sería más lenta y difícil de consensuar entre nuestros legisladores.
En fin, el impulso modernizador debería lógicamente llevar a la apertura de nuestro legislador a introducir cambios en materias de protección del consentimiento en la etapa de formación de los actos jurídicos que ejecuten adultos mayores vulnerables (revisando, por ejemplo, el nuevo régimen de la fuerza como vicio de la voluntad en el Derecho francés57) o tipificando nuevas prohibiciones en relación a los actos entre vivos con personas que pueden influir en las decisiones de estos adultos vulnerables (como en el caso del antiguo Art. 1125-1 del Code58) o estableciendo nuevas incapacidades para suceder tratándose de actos mortis causa (como en el caso del Art. 909 del mismo Code59). Esta parte del análisis ameritaría claramente un trabajo aparte y de mayor extensión.
Conclusiones
La entrada en vigencia de la Convención exigirá a Chile la realización de cambios en su legislación civil-privada. En sede de Código civil se deberá conciliar las disposiciones relativas a la capacidad y sus reglas de protección con esta segmento etario protegible, atendida su especial vulnerabilidad, con las nociones de autonomía e independencia erigidas como derechos fundamentales de los adultos mayores.
Ambas nociones son recepcionadas por la Convención con contornos jurídicos que permiten una definición bastante clara de su sentido y alcance, es decir de su perímetro de acción: autonomía decisional y dependencia funcional física. Ambas nociones han de integrarse en una dinámica relacional en sede civil privada.
El reconocimiento de ambas nociones provocará un impacto considerable en las reglas de la capacidad del Código civil, las que deberán abandonar la summa divisio estática y categorial, entre personas capaces e incapaces que allí se contiene. La tendencia en la experiencia comparada sigue esa línea.
Consecuencialmente, el sistema de protección de la incapacidad o régimen de guardas, basado sólo en la incapacitación (y la declaración de interdicción), deberá ser revisado a fin de dar la debida protección a los adultos mayores especialmente vulnerables que, sin ser incapaces, no pueden sin embargo dirigirse plenamente a sí mismos o administrar competentemente sus negocios.
Cualquier sistema que se abrace para cumplir esta tarea deberá procurar dar la protección debida a este segmento etario sobre la base de pilares o principios fundamentales (necesidad, subsidiaridad y proporcionalidad) con pleno respeto de su dignidad como personas, sus libertades individuales y de los derechos fundamentales (autonomía e independencia) que establece la Convención.